CONCLUSIÓN
En Asia hay comunismos en el poder: incluso prácticamente solo siguen quedando allí. Pero ¿existe un comunismo asiático, en el sentido, por ejemplo, en que puede decirse que ha existido un comunismo del este de Europa? La respuesta no tiene nada de evidente. En Europa, Yugoslavia y Albania incluidas (y eso poniéndonos en el caso extremo…), los comunistas tuvieron en común por lo menos el tener el mismo padre. Murieron prácticamente todos juntos (incluso en Yugoslavia y en Albania) cuando empezaron a no ir realmente del todo bien; y los siguió de cerca a la tumba. En Asia solo encontramos una relación semejante entre Vietnam y Laos, cuyos destinos todavía parecen vinculados orgánicamente. Además, lo que sorprende es la singularidad del proceso de conquista y de consolidación del poder, incluso si Corea del Norte fue bajo Stalin una especie de democracia popular, incluso si, en el caso del Vietminh, la encrucijada hacia la victoria fue la llegada del EPL a las fronteras del Tonkín. No hay, no ha habido jamás «bloque» comunista en Asia salvo en la mente y los deseos de Pekín: faltaba la cercanía de la cooperación económica, la circulación de mandos a gran escala, la comunidad de formación, y sobre todo los lazos secretos entre aparatos militares-policiales. Se produjeron tentativas de este género, pero a escala reducida, y duraron poco (salvo, una vez más, entre Laos y su «hermano mayor» vietnamita): entre China y Corea del Norte durante el conflicto coreano y un poco después; entre China y Vietnam en los años cincuenta; entre China y la Camboya de Pol Pot; entre el Vietnam y la Camboya de los años ochenta. En Asia apenas hay otra cosa que comunismos nacionales, que disponen en particular del dominio de su defensa (salvo en Laos…), a pesar de que la ayuda china (y a veces soviética) fue esencial en varias ocasiones. Solo allí, por otra parte, donde se viven guerras «comunistas al 100 por 100», a finales de los años setenta, entre Vietnam y Camboya, luego entre Vietnam y China. En el plano de la educación, de la propaganda, de la manera de contar la historia, difícilmente pueden encontrarse sobre este planeta otros más nacionalistas, e incluso más estrechamente patrioteros que los comunismos de Asia, que se crearon en su totalidad en la lucha contra un imperialismo extranjero. Por lo menos este dato constituye un punto común. El problema es que ese nacionalismo se ha vuelto muchas veces contra el comunismo vecino.
Por otro lado, cada vez que se examinan al detalle las políticas (y en particular las políticas represivas, tema que es el que aquí nos ocupa), no dejan de·sorprender las similitudes, y ya hemos señalado muchas en el curso de los capítulos anteriores. Antes de seguir con las principales, conviene interrogarse sobre la cronología comparada de los regímenes estudiados. En Europa, las grandes etapas de la historia de cada uno están estrechamente articuladas con las de los otros, salvo en el caso de Albania y en menor medida de Rumania o de Yugoslavia. En Asia, en principio, los puntos de origen están alejados en el tiempo, entre 1945 y 1975: también lo están reformas agrarias y colectivización, incluido Vietnam entre el Norte y el Sur. Pero, por lo demás, siempre encontramos la sucesión de esas dos etapas, muy poco tiempo después del acceso al poder (siete años como máximo, en el caso de China, para la totalidad del proceso). En el plano político, el Partido Comunista nunca actúa por completo a cara descubierta en la fase de conquista del poder: la apariencia de un «frente unido» se mantiene cierto tiempo después de la victoria (ocho años en China), incluso si simplemente se trata de no revelar la existencia del partido, como en Camboya hasta 1977. Sin embargo, si muchos resultan engañados antes por las promesas de una democracia pluralista (y esto contribuye al éxito comunista, en particular en Vietnam), la máscara cae después muy pronto: en un campo de prisioneros del sur, en Vietnam, hasta el 30 de abril de 1975 más o menos correctamente alimentados y vestidos, no obligados al trabajo, las raciones se reducen de forma brutal, la disciplina se refuerza y se imponen trabajos agotadores nada más conseguida la «liberación» del Sur. Los jefes del campo justifican del siguiente modo esas medidas: «Hasta ahora, os habéis aprovechado del régimen de prisioneros de guerra. (…) Ahora, todo el país está liberado, nosotros somos los vencedores y vosotros los vencidos. ¡Deberíais estar felices de seguir con vida! Después de la Revolución de 1917 en Rusia, todos los vencidos fueron eliminados»[1]. Las capas sociales mimadas en el marco del frente unido (intelectuales y capitalistas «nacionales» en particular) sufren en toda su virulencia el ostracismo y la represión cuando la dictadura del partido queda instalada.
En un plano más sutil, las similitudes cronológicas son inconstantes. Corea del Norte tiene sus propios ritmos desde finales de los años cincuenta, y este museo del estalinismo parece completamente aislado desde hace mucho. La Revolución Cultural china sigue sin imitador. Pol Pot triunfa cuando Jiang Qin va a derrumbarse, y sueña con un «gran salto adelante» abandonado hace catorce años. Pero, en todos los sitios donde los partidos comunistas están ya en el poder, la época de Stalin está marcada por purgas, y por el desarrollo de la seguridad. La onda de choque del XX Congreso suscita en todas partes la tentación de la liberalización política, rechazada casi de inmediato en provecho de un endurecimiento de los regímenes, y en el plano económico de un prurito voluntarista y utópico —el «gran salto adelante» en China, su sucedáneo vietnamita, el shollima coreano. En todas partes, menos en Corea, los años ochenta y noventa están marcados por una liberalización de la economía: en Laos y en Vietnam del Sur, se siguen de cerca las medidas de colectivización, en la práctica nunca terminada. Más deprisa de lo que a menudo se ha dicho, el reformismo económico lleva a una normalización y a una tranquilización de las prácticas represivas, a pesar de que el proceso, contradictorio e incompleto, haya tropezado. Salvo en Pyongyang, tanto el terror de masas como la uniformización de las conciencias no son otra cosa que recuerdos, y ya no hay más prisioneros políticos que en una vulgar dictadura suramericana: en Laos, según las cifras de Amnistía Internacional, se ha pasado de los 6.000 o 7.000 en 1985 a 33 en marzo de 1991, y las cifras han disminuido en proporciones análogas en Vietnam o en China. Nuestra época anuncia en ocasiones buenas noticias, a pesar de todo, y esto demuestra, incidentalmente, que la compulsión del crimen de masas no es más irresistible en los comunismos de Asia que en los de Europa. Volviendo a la problemática central de esta obra, el terror ha tenido su época, que muchas veces fue excesivamente larga (hasta 1980 aproximadamente), y propició de forma regular y por todas partes crímenes más o menos abominables. Hoy ha dejado sitio a una simple represión esencialmente selectiva y disuasoria, así como más trivializada cada vez por el retroceso de la preocupación reeducadora.
La clave de estas similitudes cronológicas, que en última instancia prevalecen sin duda sobre las desemejanzas, a partir de 1956 radica mucho más en Pekín que en Moscú, y el responsable de ello es el XX Congreso: sorprendió y fue considerado como una amenaza tanto por Mao Zedong, Hô Chi Minh o Kim Il Sung como por Maurice Thorez. A contrario, este hecho revaloriza la audacia de la iniciativa jrushchoviana. El centro chino, por lo menos desde Yan’an, representaba, como hemos señalado, el papel de una segunda Meca para los comunistas de Asia; pero el prestigio de la URSS de Stalin era inmenso, y el peso de sus medios económicos y militares hacía lo demás. La intervención china en Corea, la entrega masiva de ayuda al Vietminh con posterioridad fueron unas sacudidas iniciales, pero 1956 fue testigo de un Mao propulsado a la cabeza del campo «antirrevisionista» de facto en el que a partir de ese momento se sitúan los países hermanos de Asia. Los desvíos de la Revolución Cultural debilitaron el magisterio chino; las necesidades militares de Vietnam lo impulsaron, a partir de mediados de los años sesenta, a un acercamiento oportunista a la URSS. Pero la cronología es testigo: las iniciativas proceden regularmente de China, y frecuentemente se aceptan como botón de muestra. Hay un aire de familia que no engaña en todos los regímenes comunistas; pero, entre los de Asia, ese aire de familia parece más bien una clonación —pensemos por ejemplo en las reformas agrarias china y vietnamita.
Si el «comunismo del gulash» tan caro a Jrushchov atrajo tan poco a los comunismos de Asia, por lo menos hasta principios de la década de los ochenta, fue porque todavía se encontraban en el momento de las guerras revolucionarias, pero también porque constituían ideocracias en un punto raro. En la tradición confucianista de la «rectificación de los nombres» (y en todas partes, salvo en Camboya, está presente esa tradición), es la realidad la que debe plegarse a las palabras. En el terreno de lo penal, lo que cuenta no es lo que uno ha hecho, sino el veredicto que se pronuncia sobre esos actos, y la etiqueta que pegan sobre el cuerpo de uno; y veredicto y etiqueta responden a todo tipo de consideraciones ajenas a esos actos. Lo que asienta la paz en los espíritus es menos la buena acción que la palabra justa. De ahí ese díptico de los comunismos de Asia: superideologización, pero también voluntarismo. La primera deriva de la ampulosidad empleada en la clasificación y en la reorganización salida de la combinación del modo de pensamiento confuciano y de la visión revolucionaria de una refundición total de la sociedad. La segunda, desde la perspectiva más amplia todavía de una transformación del mundo, quiere apoyarse, como si se tratase de una palanca, en la penetración completa de las conciencias por las «ideas justas». Se han citado esas justas oratorias en que se triunfaba si se asestaba al adversario la cita de Mao a la que no se puede replicar. El «gran salto adelante» fue también un festival de palabras. Evidentemente, el irrealismo de los asiáticos tiene unos límites: cuando la realidad resiste en exceso al discurso, este no sale vencedor. Y tras haber constatado la quiebra de demasiados discursos, así como las innumerables catástrofes que entrañaron, acabaron por no querer oír otra cosa que las palabras profundamente antiideológicas de Deng Xiaoping: «Qué importa que un gato sea negro o gris con tal de que cace ratones».
Pero la auténtica, la gran originalidad de los comunismos asiáticos es, sin duda, haber conseguido transferir del partido al conjunto de la sociedad esa superideologización y ese voluntarismo. Sin duda, se pueden encontrarle equivalentes, por ejemplo en la URSS estaliniana. También ahí podían contar con dos tradiciones, a su vez coordinadas. En la Asia sinizada (esto se refiere por lo tanto a Vietnam y a Corea, además de China) no existe desde hace tiempo la distancia que podemos comprobar en Occidente entre cultura de elites y cultura popular: el confucianismo, en particular, supo pasar de la clase dirigente a los campos más remotos sin modificarse mucho; pero también le ocurrió en China, a principios del presente milenio, a una institución tan aberrante como la de vendar los pies de las mujeres. Por otra parte, el Estado nunca se ha constituido como una institución coherente, separada de la sociedad, y basada en un derecho complejo: contrariamente a la imagen que a menudo intentaron dar de sí mismas, las monarquías de inspiración china casi siempre estuvieron desprovistas de la mayoría de los instrumentos formales de intervención que ya se hallaban en posesión de los reinos de Occidente a finales de la Edad Media[2]. Solo podían sobrevivir y gobernar por medio del consentímiento de sus súbditos —un consentimiento logrado no por una forma cualquiera de consulta democrática, ni por el arbitraje institucionalizado entre intereses divergentes, sino por la amplísima y profunda difusión de formas idénticas de moral cívica, a su vez hábilmente basada en una moral familiar e interindividual: muy parecido a lo que Mao llamó «línea de masas»—. El Estado moral (o ideológico) tiene en Asia oriental una larga y rica historia. Es un Estado pobre y débil en el fondo; pero si consigue atraer la conciencia de cada grupo, de cada familia y de cada individuo hacia sus propias normas e ideales, su poder se vuelve inaudito, ilimitado —ya que no a las de la naturaleza, la implacable enemiga de Mao en el momento del «gran salto adelante».
Los comunismos asiáticos buscaron, y durante un momento (sin duda acabado en todas partes) consiguieron crear sociedades profundamente holistas. De ahí ese jefe de celda vietnamita, también prisionero, que se cree con derecho a gritar al detenido recalcitrante: «Te has enfrentado al jefe de celda nombrado por la revolución. ¡Luego te enfrentas a la revolución!»[3]. De ahí esa extraordinaria voluntad paciente y obstinada de hacer del último de los detenidos, e incluso de oficiales franceses salidos de Saint-Cyr, los portadores y difusores del mensaje del partido. Allí donde la revolución rusa no consigue colmar el foso entre «ellos» y «nosotros», la Revolución Cultural puede hacer pensar por un momento a muchos que el Estado y el partido eran ellos también: en ciertos casos, los guardias rojos que no eran miembros del Partido Comunista se creyeron con el derecho de decidir expulsiones del partido. También los comunismos de Occidente conocieron la crítica, la autocrítica, las interminables reuniones de «discusión» y la imposición de los textos canónicos. Pero por regla general eso quedó reservado a la esfera del partido. En Asia, las mismas normas se extienden a todos.
Pueden sacarse dos consecuencias de relevancia por lo que se refiere a las formas adoptadas por la represión. La más evidente es la falta, que tan a menudo hemos constatado, de cualquier referencia incluso formal al derecho, a la ley y a la justicia: todo es política y nada más que política. La aprobación tardía de un código penal (1979 en China, 1986 en Vietnam) marca, de hecho, el fin de los grandes terrores. La segunda consecuencia es el carácter más generalizado todavía que sangriento de las grandes oleadas represivas: engloban bien al conjunto de las sociedades, bien a capas amplísimas, en su totalidad (campesinos, habitantes de ciudades, intelectuales, etc.). El régimen de Deng Xiaoping ha afirmado que la Revolución Cultural había «perseguido» a millones de chinos —cifra imposible de verificar; pero probablemente no provocó más de un millón de muertos—. El punto de vista no fue el mismo en las grandes purgas estalinistas. ¿Por qué tomarse el trabajo de matar, si se puede aterrorizar tan eficazmente? Ello explica también, sin duda, suicidios masivos en la mortalidad política: la intensidad de las campañas, llevadas a cabo sucesivamente por los colegas, los amigos, los vecinos y la familia, implica unas tensiones realmente insoportables para muchos individuos: y no hay espacio para replegarse.
Nuestro razonamiento lleva en sí mismo su límite: se llama Camboya (y, en medida mucho más leve, Laos). Este país nunca estuvo imbuido de confucianismo. Su tradición política es mucho más india que china. ¿Hay que ver en el frenesí de una violencia tan sangrienta como generalizada, que fue el único país en conocer, el espanto ante un poder que intenta aplicar las recetas chino-vietnamitas a una población no predispuesta a recibirlas? Es una pista que hay que seguir, pero también convendría profundizar las condiciones precisas de esa experiencia afortunadamente única.
Nuestra intención era subrayar aquí la especificidad del comunismo asiático (o al menos del comunismo del Asia sinizada). El lector del conjunto de esta obra descubrirá más cómodamente por sí mismo los lazos fortísimos que además le unen al sistema comunista mundial, y a su jefe de fila soviético. Muchos fenómenos que han llamado nuestra atención (la «página en blanco», esa nostalgia del recomienzo absoluto, de la tabla rasa; el culto y la manipulación de la juventud) pueden encontrarse fácilmente bajo otros cielos. Pero lo cierto es que el destino del comunismo en Europa y en Asia, de ahora en adelante muy divergente, impone que nos preguntemos por las diferencias estructurales que puedan existir entre las variantes de un fenómeno planetario.