Lluvia de tierra
Aliana llegó hasta Gerart. El príncipe yacía inconsciente en el suelo a consecuencia del terrible ataque de los Golems. La preocupación devoraba el alma de Aliana a dentelladas. Al verlo tendido, malherido, pensó que el corazón le abandonaba el cuerpo por la boca. De inmediato comenzó a sanarlo. Sus heridas eran preocupantes, los Golems, las enormes criaturas de roca le habían dañado gravemente. Sufría serias contusiones en pecho y cabeza que, de no haber intervenido ella con rapidez, habrían acabado con su vida en breve.
Tirando con todas sus fuerzas había conseguido quitarle la abollada coraza que presionaba peligrosamente su pecho, dificultándole seriamente la respiración. Una vez consiguió estabilizarlo, corrió a auxiliar al resto de los compañeros de expedición que yacían también malheridos. Uno por uno los fue atendiendo, sufrían heridas diversas y preocupantes. Por fortuna, eran hombres fuertes y bien preparados físicamente, soldados de élite, de otra forma no hubieran sobrevivido la brutal paliza. Trabajó incansablemente hasta estar segura de que no perdería a ninguno. Una vez finalizada la sanación, dejo que todos descansaran, inconscientes pero estables y volvió con el príncipe para cerciorase de que no sufría complicaciones.
Aliana impuso sus manos sobre el pecho de Gerart y con el contacto, éste despertó.
—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estoy?
—Tranquilo Gerart, has sufrido graves lesiones pero ya estás mejor, necesitas reposo.
—¿Y los Golem?
—Los derrotamos, tranquilo, el peligro ya pasó.
Gerart miró alrededor, su confusión inicial fue desapareciendo paulatinamente al reconocer el lugar y ver a los compañeros caídos.
—¿Cómo están? ¿Viven? —preguntó con gran preocupación al verlos en el suelo.
—Están bien, no te preocupes. Los he atendido y ahora descansan, recuperando fuerzas.
—¡Gracias a la Luz! Pensé que no lo contábamos.
—No te muevas, debes permanecer en reposo un tiempo. El cuerpo requiere de descanso para sanar.
—Como mandes, Sanadora —dijo él con una sonrisa—. ¿Qué haríamos sin ti, que nos sanas y proteges? ¿Qué haría yo sin ti…?
Al escuchar aquella última frase, y el tono insinuador empleado por Gerart, un remolino de sentimientos contradictorios invadió una vez más el corazón de Aliana. Por un lado ansiaba perderse en los brazos del apuesto príncipe, más incluso ahora que el peligro y la muerte los rodeaba por doquier a cada paso dado. Era consciente de que aquellos podrían muy bien ser sus últimos momentos sobre la tierra. Los sentimientos de pasión y deseo por Gerart se habían intensificado gradualmente desde el comienzo de la aventura, como una rosa roja floreciendo bajo el sol. En aquél mismísimo instante, contemplándolo recostado a su vera, apenas podía reprimir su pasión por él. Pero por otro lado, no podía, no debía dejarse arrastrar por aquellos sentimientos de calor, de ardor, que le recorrían el vientre y el estómago, y le subían por el pecho atenazándole la garganta, impidiéndole casi hablar. No, no debía dejarse arrastrar, ella se debía a su Don, a la Orden, ese era el camino que debía seguir.
Gerart la miró a los ojos, con aquella mirada intensa del color del mar. El corazón le palpitaba con tal fuerza que por momentos pensó se le salía del pecho. Sentía los incontrolados latidos retumbando en los oídos como tambores de guerra, impidiéndole ordenar las ideas.
Como si pudiera leer su pensamiento o intuirlo de alguna forma, el príncipe la rodeó con su brazo y la atrajo hacia sí. La mirada de Gerart en ese momento era como un destello centelleante de pura pasión.
Aliana se dejó llevar, sin poder resistirse al abrazo, bien consciente de la intención del príncipe. Quedó recostada sobre el fuerte torso de Gerart y al sentir el contacto de su cuerpo con el del príncipe, un hormigueo dulzón comenzó a recorrerle los muslos de manera ascendente, como un golpe de excitante energía. Una afrodisíaca sensación llena de un irresistible ardor la invadió por completo.
Gerart la besó con pasión, su abrazo poderoso, su pecho henchido.
Aliana se perdió en el momento, un estallido de sensaciones maravillosas envolvía todo su ser. Nunca antes había experimentado tal deseo, semejante frenesí. Se dejó llevar y saboreó aquellas maravillosas y excitantes sensaciones. Gerart la apretó contra él y Aliana pudo sentir todo su varonil cuerpo, músculo por músculo. Percibió cómo la excitación en el príncipe se hacía presente, cómo sus partes se manifestaban sin poder evitarlo. Aliana, ante tal descubrimiento, sintió un rubor que le recorrió todo el cuerpo, que no hizo sino acrecentar su deseo, si bien la vergüenza se adueñó de sus mejillas.
Nunca antes había estado en contacto con hombre alguno, y aunque era conocedora y estudiosa de todo a lo que el cuerpo se refería, los mecanismos del amor le eran vergonzosamente ajenos. Una culpabilidad acusadora la invadió de súbito, convirtiendo el estremecimiento de placer en un escalofrío de falta, de desliz imperdonable.
Se apartó bruscamente de Gerart, avergonzada y posó la mirada en el suelo.
—Lo siento… no debí dejarme llevar… —se disculpó Gerart de inmediato con sentido remordimiento ante el rechazo de Aliana.
—Yo soy tan culpable como tú, Gerart, no es necesario que te disculpes. Pero no podemos dejarnos llevar de esta dicha, no está bien, no es digno. Dejémoslo así.
—Comprendo… mis avances no son bien recibidos. No volverá a suceder, no sé qué me ha llevado a actuar de forma tan impulsiva.
—No es eso, Gerart…
—¿Entonces, qué es?
—Me debo a mi Orden, a mi Don, debo seguir el camino de la Sanación. Lo es todo para mí…
—Lo entiendo, el Don que posees es un regalo de la Luz, no debería ser desaprovechado.
—Así lo veo yo también y es por ello que debo seguir el camino marcado por la Orden y servir al prójimo siguiendo las normas establecidas.
—¿Y no hay otra forma? No deseo en absoluto alejarte del camino que has elegido, pero debe haber alguna forma de que pueda acercarme a ti.
—¿El príncipe heredero a la corona de Rogdon y una Sanadora de la Orden de Tirsar? No veo forma alguna... nuestras obligaciones y deberes no son compatibles, se interpondrían a cada paso que quisiéramos dar…
—Yo sólo sé que desde el momento en que mis ojos se posaron en los tuyos no hubo lugar para más fin que el de alcanzar tu corazón.
—Lo siento, Gerart…, no puedo, debo seguir el camino que inicié… En él no hay lugar para el amor de un hombre o para formar una familia, así lo marca la Orden. La Sanación requiere dedicación absoluta, al igual que la familia.
—Ni tu ni yo podremos evitarlo Aliana, hace tiempo que los dos lo sabemos —dijo Gerart mirándola intensamente a los ojos.
Aliana se levantó de la vera del príncipe, eludiendo su influjo y se dirigió a retomar la sanación de sus compañeros, sin mirar atrás, consciente de que Gerart la miraba mientras se alejaba. Por un instante, deseó poder entregarse a sus sentimientos y corresponder al príncipe pero era muy consciente de las consecuencias que aquello podría acarrear.
Aliana trabajó incesantemente para intentar sanar a sus compañeros heridos. El veterano Sargento, fuerte como un buey, sólo había sufrido unas cuantas magulladuras y un fuerte golpe en la cabeza. Aquel hombre era indestructible.
El príncipe permanecía tendido en el suelo, inconsciente nuevamente, pero de momento estable.
—¿Qué es lo que tengo? ¿Me he dislocado el hombro, verdad? —preguntó Lomar a Aliana con un gesto de dolor en el rostro.
—Así es, Lomar. Además tienes varias contusiones fuertes y alguna hemorragia interna que de no haber conseguido parar hubieran sido fatales. Descansa un poco mientras pensamos cómo colocarte de vuelta el hombro en su sitió.
—Yo me encargo de eso —se presentó voluntario el veterano Sargento—. No te preocupes que no te dolerá demasiado, soldadito de ciudad —le dijo a Lomar con una amplia y maliciosa sonrisa que nada bueno presagiaba. Lo acercó hasta la pared de piedra y le hizo un gesto para que mirara al techo. El novato así lo hizo y en ese preciso instante el Sargento golpeó con fuerza el hombro del confiado lancero contra la pared de piedra.
Lomar aulló de dolor.
—Listo, ya esta en su sitio. Un viejo remedio de mi abuela —explicó el Sargento riendo a carcajadas mientras Lomar, blanco de sufrimiento, se recuperaba de la dolorosa experiencia.
Aliana vendó fuertemente las costillas de Kendas. Tenía dos de ellas fracturadas y un chichón del tamaño de una ciruela en la cabeza.
—Procura no realizar movimientos bruscos. He acelerado la recuperación de tus costillas lo que he podido, pero requieren seguir su proceso de sanación natural. Por ahora nada más puedo hacer. Asegúrate de no volver a quebrarlas con un movimiento brusco o un esfuerzo desmedido. Dentro de un par de días podré volver a actuar sobre ellas. El Don no obra milagros, sólo ayuda a la naturaleza a seguir su curso.
—Muchísimas gracias, Aliana. Ya me encuentro infinitamente mejor. Gracias por aliviar el terrible dolor en mi cabeza y ayudar a sanar mi costado —le agradeció Kendas con una amistosa sonrisa.
—¡Bah! ¡Si por mí fuera os aumentaba el dolor en lugar de mitigarlo! Menudo par, una pequeña batalla de nada y os rompéis como figuras de porcelana. No sois más que un par de niños llorones. En mis tiempos sí que había hombres de verdad. Todavía recuerdo a mi compañero de armas, Kodar el Feo. ¡Ese sí que era un soldado de verdad! En la batalla por la ciudad portuaria de Corula luchó toda una tarde sin descanso a mi lado con una daga Noceana clavada hasta el mango en su hombro izquierdo. Cuando llegó la noche y los Noceanos se retiraron, en lugar de ir a la enfermería se bebió una botella de vino tinto. Al terminarla me dijo con un guiño: mejor voy a que me saquen esta daga, necesitaré que me remienden para estar guapo para el ataque matutino. Y lo más sorprendente de todo es que el feo guerrero sobrevivió al asedio. ¡Y aquí estoy yo ahora rodeado de endebles soldaditos que se dejan vencer por un par de piedras andantes!
Aliana sonrió, le encantaba cómo el Sargento arengaba a Lomar y Kendas. Sabía que era su forma de expresar el aprecio por los dos bravos jóvenes aunque estos probablemente no lo entendieran así. Se concentró buscando su poder interior y pudo comprobar que su energía sanadora estaba ya muy baja, casi agotada. Necesitaba descansar para recuperarla, necesitaba dormir, el agotamiento la estaba poseyendo. Se sentó cansinamente contra la pared y sin poder decir nada cerró los ojos dejándose caer en un profundo y reparador sueño que tanto necesitaba.
Al despertar unas horas más tarde, Aliana pudo comprobar que sus cuatro compañeros la contemplaban en silencio. Gerart se había recuperado y la miraba intensamente, con un gesto de preocupación grabado en su rostro.
—Estoy bien, sólo necesitaba reponer mi energía interna —le dijo poniéndose en pie intentando atenuar el manifiesto desasosiego del príncipe.
—¿Estás segura de encontrarte bien? —se interesó de inmediato Gerart sujetándole la mano y mirándola tiernamente a los ojos.
Al contacto de la mano de Gerart y contemplando la amabilidad en los ojos del heredero a la corona de Rogdon, Aliana sintió que el estómago se le encogía. Su pulso se aceleró y su corazón comenzó a cabalgar desbocado; unos imprevistos e inoportunos sofocos la asaltaron y fue consciente del calor en sus mejillas. Rápidamente eludió el contacto con la mirada del joven, y bajando la cabeza de forma esquiva comentó:
—Me siento ya recuperada. No te preocupes Gerart…
—Te debemos la vida, Aliana, nos has salvado a todos de una muerte segura —le dijo él con un tono entre agradecido y de admiración.
—La verdad es que Kendas es quién nos ha salvado al localizar al espíritu oculto e indicarme dónde se escondía.
—¿Cómo has conseguido verlo? Era totalmente invisible en las sombras —preguntó Lomar a su amigo— ¿O es que en los campos aprendéis estas cosas jugando al escondite entre los maizales?
—No lo sé, realmente no tengo ni idea, al golpearme contra el suelo y antes de perder el sentido pude ver los dorados ojos del espíritu un brevísimo instante. Creo que fue por el golpe en la cabeza… no estoy seguro… y no, esto no lo aprendemos en los maizales, allí nos escondemos de la vanidad de los capitalinos para que no nos contamine.
—Sea por la razón que sea, tu visión y la agudeza mental de Aliana nos ha salvado. Gracias a los dos —dijo Gerart realizando un pequeño saludo con la cabeza—. Ahora debemos continuar —señaló mirando hacia la salida de la cueva.
—No creo que sea una buena idea que continuemos. Estáis todos en lamentables condiciones —expresó Aliana preocupada al verlos listos para seguir adelante.
—¡Tonterías! Sólo son unas magulladuras, esto no detiene a un Lancero Real —respondió el Sargento.
—No nos iremos de aquí sin Haradin —aseguró Gerart con serias dificultades para respirar por los terribles golpes en el pecho—. Sigamos, acabemos con ese mago o espíritu o lo que sea y encontremos a Haradin, estamos muy cerca de conseguirlo. ¡No nos amedrentaremos!
La salida estaba tapiada por una nueva losa de pulido mármol negro, rectangular, muy similar a las que ya habían encontrado anteriormente.
—¡Ja! Esta vez no nos engañas ¡Conocemos el truco! —vociferó Mortuc—. Anda Kendas saca el saquito de tierra y ya sabes qué hacer.
Kendas sonrió y vertió algo de tierra sobre la losa pero tras un instante de espera, decepcionando las expectativas del grupo, no se movió. Todos se miraron perplejos sin saber qué hacer. Lomar se encogió de hombros y el Sargento se rascó la barba. Kendas, resistiéndose a darse por vencido, descargó todo el contenido del saquito sobre la losa. Un tenso silencio expectante reinó por un momento. Finalmente, para alivio de todos, ésta se desplazó dejando al descubierto la salida. Entraron en la siguiente caverna con mucho cuidado. La caverna, de forma rectangular, era inmensa. Las paredes, de un color rojizo mezclado con vetas metálicas bajo la luz de las antorchas, brillaban con una belleza singular similar a una puesta de sol sobre un infinito océano. Estandartes con extraños símbolos dorados sostenidos por largas lanzas adornaban los muros de la estancia. El techo era tan alto que no conseguían verlo. El suelo, completamente pulido y sin ninguna roca o piedra visible, desprendía luces escarlatas en todas direcciones. Daba la sensación de que se encontraban sobre un suelo de cristal de brillante roca carmesí. En el centro de la imponente estancia, alrededor de una veintena de figuras contemplaban inmóviles, como hipnotizadas, un gigantesco monolito de roca escarlata. El monolito parecía tener completamente apresados, encandilados, a aquellos hombres que lo contemplaban en silencio y sin realizar el más mínimo movimiento. Al fondo de la estancia, tras el gran monolito, un alto arco del mismo color daba paso a un fabuloso altar marmóreo sobre el que reposaba un sarcófago marrón y resplandeciente, con intrincados adornos dorados.
Todos contemplaron en silencio la maravillosa y extraña estancia. Nadie habló, todos intentaban comprender lo que estaban descubriendo.
Avanzaron con gran precaución hacia el centro de la extraña caverna, atentos y con las espadas desenvainadas. Aliana cargó su arco y oteó las sombras en busca del espíritu. Al llegar al centro se detuvieron a la espalda de la veintena de inmóviles figuras: hombres en diferentes armaduras y vestimentas, no parecían ser del mismo grupo, ni siquiera del mismo reino. Debían de haber llegado hasta allí por separado en diferentes expediciones.
—¿Están vivos? —inquirió Gerart.
—Enseguida lo averiguo —dijo el Sargento Mortuc adelantándose y pinchando con la punta de su espada en una pierna al más cercano de los inmóviles hombres.
Para sorpresa de Aliana el hombre no reaccionó. Parecía carente de vida, petrificado.
—Están muertos o algo peor —dijo Mortuc.
Aliana se acercó y contempló de cerca al inanimado humano. Su vestimenta estaba intacta pero al acercarse a inspeccionar el rostro notó algo extraño y se detuvo al instante, horrorizada.
¡El rostro del extraño era de carbón!
Aliana se asustó y dio un paso atrás. Al instante, Lomar y Kendas se situaron a sus costados para protegerla. Los dos soldados quedaron igual de sorprendidos al ver el rostro carbonizado en puro sufrimiento de la inmóvil figura.
—¡Por todas las historias de Guntar el Borracho! ¿Qué demonios le ha pasado a este desgraciado? —prorrumpió Mortuc acercándose y palpando el oscuro rostro que petrificaba una grotesca mueca de dolor—. Parece de carbón, esta duro y sin vida. ¡Lo han convertido en puro mineral!
—¡Pero eso no es posible! —exclamó Gerart adelantándose hacia otra de las inertes figuras y contemplando su rostro—. Es totalmente imposible, mis ojos me engañan —dijo mientras tocaba el rígido cuerpo del guerrero en armadura—. Todo él es de carbón, ¡qué locura!
Kendas se aproximó a otra figura ataviada en túnica y capucha grises y tras examinarla detenidamente comentó:
—Los han convertido en estatuas de grafito. Ha tenido que ser el espíritu y su magia, parece que controla el elemento Tierra: animando roca a la vida, convirtiendo vida en roca… en carbón.
—Esto no me gusta nada —señaló Lomar que miraba a todos lados con nerviosismo—. Si eso les ha ocurrido a ellos… también podría ocurrirnos a nosotros…
Todos callaron y miraron alrededor con ansiedad mientras la tensión llenaba el aire por completo.
Un fatídico cántico comenzó a escucharse una vez más en la extraña lengua. Un sonido producido por una sibilante y aciaga voz, como una tenebrosa evocación que ganaba intensidad a cada momento.
Aliana sabía lo que aquello significaba. El espíritu estaba invocando su magia ancestral para, de alguna forma, acabar con ellos. Un escalofrío le recorrió la espalda. Su intuición le gritaba que se escondiera o acabaría como aquellas petrificadas figuras.
¡Debían esconderse de inmediato!
El gigantesco monolito de roca rojiza comenzó a girar sobre si mismo como bailando al son del extraño cántico. Su velocidad de rotación se aceleró y comenzó a brillar con gran intensidad. De la bóveda de la estancia comenzó a llover tierra, tierra húmeda. Un rayo de resplandeciente luz escarlata salió despedido desde el gigantesco monolito en dirección a Lomar. El entrenado soldado instintivamente se agachó y el rayo pasó rozándole la cabeza y se estrelló contra el suelo.
Aliana comprendió al instante lo que aquello significaba y gritó a sus compañeros:
—¡No dejéis que os alcance!
—¡A cubierto! —gritó Mortuc al tiempo que escupía tierra que le había entrado en la boca.
Un nuevo rayo salió despedido hacia Gerart. El príncipe se lanzó al suelo, a los pies de una de las estatuas, protegiéndose tras ella con cara de dolor. Imitándolo todos buscaron refugio tras las inmóviles figuras, resguardándose lo mejor posible mientras la lluvia de tierra arreciaba sobre sus cabezas. Otro rayo de luz rojiza salió despedido hacia Aliana estrellándose en la estatua tras la que se ocultaba.
El cántico continuaba llenando la cámara pero Aliana no lograba determinar la procedencia.
—¿Qué hacemos? —preguntó Kendas buscando alguna indicación.
—¡Que me aspen si lo sé! —respondió el Sargento agazapado a los pies de otra figura.
—¡Hay que detener ese monolito antes de que nos alcance! —señaló Gerart.
—¿Pero cómo, Alteza? —preguntó Lomar.
Otro haz de luz roja pasó rozando el brazo del Sargento.
—¡Por los perros de dos cabezas del santuario de Orec! ¡Casi me alcanza! ¡Kendas! ¿Ves a ese mal nacido?
—No, Sargento, esta vez no lo veo.
—Quizás otro golpe en la cabeza ayudaría —comentó Lomar burlón con una sonrisa mientras se apartaba para evitar otro rayo del monolito.
—¿Alguien tiene idea de dónde procede ese sonido, el cántico? —preguntó Aliana.
Nadie contestó.
—Aquí no hay nada más que estas estatuas de grafito —objetó Gerart.
Y al escuchar al príncipe Aliana comprendió que estaba en lo cierto.
Una idea se gestó en su mente, brillante.
Agachándose miró a los pies de las figuras más cercanas que comenzaban a cubrirse de tierra de la esperpéntica lluvia. No viendo nada reseñable avanzó hacia la siguiente hilera de guerreros petrificados.
Inmediatamente Gerart la siguió.
¡Nada!
Esperó al siguiente rayo y volvió a avanzar entre las estatuas, Gerart la seguía de cerca y por detrás los demás en hilera.
¡Tampoco nada!
Siguió su avance, ya sólo quedaba la primera hilera. Miró uno por uno a todos los hombres petrificados, todos convertidos en grafito por igual.
Tampoco nada. No satisfecha, continuó investigando y por fin encontró aquello que buscaba, a los pies de la segunda estatua comenzando por la izquierda:
¡Sangre!
Una mancha de sangre a los pies de aquella figura confirmaba las suposiciones de Aliana. La sanadora señaló a la figura y mirando a Gerart a los ojos le indicó con un gesto rápido que le cortara el cuello. Gerart asintió y desenvainó su daga. Esperó al siguiente rayo que casi alcanza al descolocado Sargento y se movió con total sigilo hasta situarse tras la sangrante figura. En un movimiento de una velocidad vertiginosa, Gerart se puso en pie y rápidamente cortó el cuello del espíritu camuflado en estatua.
El espíritu cayó al suelo un instante después.
El cántico cejó. El gigantesco monolito comenzó a perder velocidad de rotación hasta que finalmente se detuvo por completo.
Todos esperaron unos instantes, inseguros de abandonar sus cubiertas posiciones. Finalmente, el Sargento se adelantó titubeante y, sin quitar ojo al monolito, se acercó al caído espíritu.
—Está muerto. Es el espíritu de los ojos dorados. Ya no parece una estatua de grafito. ¡Maldito camaleón!
—Incluso cuando le he cortado el cuello no podía discernir que el cántico proviniera de él —explicó Gerart mirando el cuerpo reseco y sin vida del momificado mago.
—Tengamos cuidado —advirtió Aliana mientras agachada registraba el cuerpo. Con mucha precaución, de debajo de la túnica, extrajo un tomo dorado. Lo examinó con detenimiento y fascinación. ¡Era un grimorio Ilenio! Lo guardó bajo su peto, consciente de la importancia de aquel descubrimiento.
—Este libro debe de ser examinado por estudiosos. Si estoy en lo cierto y es de origen Ilenio, de la Civilización Perdida, su valor es incalculable.
—Entonces será mejor que lo guardes tú, Aliana, en manos de unos soldados como nosotros no duraría dos días —le dijo Gerart con una sonrisa.
—Totalmente de acuerdo —sonrió ella—. Busquemos a Haradin, tiene que estar en esta cámara —aseguró mirando con aprensión a las figuras a su alrededor.
Pero al cabo de un buen rato buscando no encontraron rastro alguno o vestigio referente al mago.
—Sólo queda investigar el altar de mármol y el majestuoso sarcófago marrón—dijo Lomar señalando con la mano en dirección al alto arco rojizo que daba paso a la tumba.
—Yo me encargo —dijo Kendas avanzando presuroso hacia el arco.
—Este chico siempre a la carrera —refunfuñó Mortuc, mucho menos ágil que el joven lancero.
Kendas cruzó el arco y al dar el primer paso en dirección al sarcófago, un sonido metálico se produjo bajo su bota de cuero. De inmediato se quedó quieto, inmóvil, como deteniendo el tiempo. Miró al suelo buscando una explicación al sonido.
—¡No te muevas! —le gritó el Sargento— ¡Es una trampa!
Kendas se quedó completamente inerte, conteniendo hasta la respiración. Los demás se acercaron corriendo al arco pero no lo cruzaron, temerosos.
—¿Qué hacemos, Sargento? —preguntó Lomar inquieto por la suerte de su amigo.
—Kendas, ni respires —le dijo el Sargento mientras examinaba el arco. En la parte interior, oculto, un cristal rojizo de similar tonalidad a la del monolito captó su atención—. ¡Rastreros embaucadores! Hay otro cristal ahí, si avanzas me juego el cuello que te convierte en carbón.
—Tiene toda la pinta de que así es —corroboró Gerart.
—Lomar, conmigo —ordenó el Sargento situándose a la espalda de Kendas bajo el arco pero sin cruzarlo.
—Sí, mi Sargento —obedeció Lomar situándose junto a él.
Kendas permanecía inmóvil como una estatua, no se le oía ni respirar.
—A la de tres tiramos de Kendas hacia atrás, un solo tirón, fuerte —indicó el Sargento.
—De acuerdo, Sargento.
Gerat y Aliana retrocedieron un par de pasos para dejar espacio.
—¡Uno! —comenzó la cuenta el Sargento.
Lomar flexionó las piernas.
—¡Dos!
—¡Un momento, un momento, Sargento! —gritó Lomar.
—¡Por las barbas de mi abuela!, ¿qué diantre...? —rugió el Sargento.
—¿A la de tres y tiramos o a la de tres… y tiramos? —intentó aclararse Lomar.
—¡Por todos los mancos de Tremia! ¡Juro que cuando salgamos de aquí os voy a poner a hacer instrucción hasta que vuestros hijos tengan barba! ¡A la de tres, tres! ¡Por todos los santos pecadores!
—Sí, Sargento, perdón sargento.
—Uno, dos, y…
Lomar se tensó.
—¡Tres!
Los dos tiraron de Kendas con tal fuerza que salió despedido hacia atrás y los tres terminaron rodando por los suelos. Un rayo rojizo proveniente de la piedra en el lado velado del arco se estrelló donde hacía un instante Kendas permanecía inmóvil.
Todos miraron la traicionera trampa.
—Por los pelos —suspiró Kendas aliviado desde el suelo.
Una tenue luz dorada descubrió un sendero oculto desde el arco hasta la regia tumba. La luz bañó de dorado el altar de mármol y bajo la sutil luminiscencia, detrás del sarcófago de color tierra, una estatua de grafito apareció ante los ojos de los sorprendidos aventureros. La petrificada forma sostenía en su mano alzada un medallón con una enorme piedra preciosa de color marrón que fulguraba con una potente luz del mismo tono.
Aquel desdichado había caído en la última trampa.
Aliana miró la estatua de carbón con un creciente sentimiento de desasosiego. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo.
—¡Oh, no! ¡Es Haradin! —exclamó compungida.
«Rogdon está perdido.»
Estamos perdidos.