Sanación
Aliana agachó su ágil y esbelto cuerpo para recoger una de las plantas medicinales que habían salido a recolectar. Hacía un día cálido y una suave brisa arrullaba el acantilado meciendo con delicadeza las coloridas flores que lo decoraban. La satisfacción irradiaba en su joven rostro. Recogió varios dientes de león y los introdujo en la ajada bolsa de cuero que llevaba atada al cinturón. Al incorporarse, buscó con la mirada a su alrededor alguna planta medicinal más que pudiera llevarse pero no consiguió discernir ninguna. El suave viento de la mañana, procedente del infinito océano, le acarició la cara y el pelo. Extendiendo los brazos y meciendo su joven cuerpo al son del envolvente aire, Aliana disfrutó con todo su espíritu de aquella gentil y agradable sensación.
Rezagada unos pocos pasos, Gena observaba a Aliana sin poder evitar una sonrisa al constatar el regocijo de su tutora. Recordó con agrado cómo desde su llegada al Templo de Tirsar, hacía ya un verano, para convertirse en aprendiz de la Orden de Tirsar, la bella Aliana la había acogido bajo su ala protectora. La Orden no era una orden religiosa, sino una Orden de Sanadoras. Mujeres dedicadas al arte de la sanción, a la curación de enfermedades y se regían por una estructura casi militar.
Gena recordó con gran tristeza y pesar, cómo sus padres la habían enviado sin dilación al templo tras descubrir, con verdadero estupor, que era poseedora del Don Arcano. Se le antojaba toda una paradoja que un acto de bondad, casi milagroso, hubiera tenido unas repercusiones tan horrendas. Gena, inadvertidamente y por mero accidente, recién cumplidos los diecisiete años, había sanado una fea herida en el brazo de su hermano Bilon tras caerse éste de un árbol. Sin entender ni el cómo ni el porqué ni comprender lo que ocurría, el pequeño milagro había sucedido, nacido de la preocupación y el sincero deseo de ayudar a mitigar el dolor de un ser querido. Lo había curado, había sanado a su hermano con aquel insólito destello azulado de energía interior que nunca antes había experimentado. Sus queridos padres, sin embargo, unos humildes granjeros de buen corazón pero muy supersticiosos en su ignorancia y muy temerosos de lo místico y de lo mágico, se habían horrorizado sobremanera. La reacción de sus progenitores había quebrado el alegre corazón de Gena. Era muy consciente de que, al igual que la mayoría de los vecinos de la aldea y gentes de la comarca, sus padres temían y aborrecían lo desconocido y arcano. Por ello, y tras consultar con los líderes de la pequeña aldea rural, habían decidido enviarla al Templo de Tirsar, hogar de las Sanadoras, en la costa más occidental del reino de Rogdon donde podrían hacerse cargo de ella y hacer frente a los requerimientos especiales que su situación demandaba.
La tristeza que había sentido por el rechazo había sido indescriptible.
Gena llevaba un año en el templo y contrariamente a lo que inicialmente había imaginado, era feliz. Muy feliz. Caminando alegremente hacia Aliana pensó que no podía haber deseado una tutora mejor. A pesar de su juventud, Aliana era una maestra muy dotada y precisamente gracias a esa mocedad, una compañera inmejorable. La saludó con el brazo en alto y Aliana al verla devolvió el saludo moviendo la mano enérgicamente y esgrimiendo aquella encantadora sonrisa que la caracterizaba. Gena, haciendo uso de su mente analítica, la estudió un instante: la joven Sanadora de la Orden acababa de cumplir los diecinueve años, era alta y esbelta, con el cabello rubio del color del trigo en verano, largo hasta media espalda; sus enormes ojos eran del color del mar e irradiaban una tranquilidad y armonía cautivadoras. Su tez era pálida al tiempo que algo curtida por la constante exposición al suave sol de aquellos lares. La belleza sosegada de aquel rostro, serena y armónica, resultaba absolutamente tranquilizadora cual bálsamo para agitadas almas. Daba la impresión de haber sido tocada por la gracia de los dioses y bendecida con una belleza y serenidad exquisitas. Pero por alguna razón que escapaba a su comprensión, no se sentía celosa de su mentora. Gena era perfectamente consciente de su escasa belleza física, algo que tenía muy asumido hacía ya mucho tiempo. Al lado de Aliana, este hecho se acentuaba significativamente y, sin embargo, no le importaba. Sabía que este efecto era una de las virtudes de su tutora y aunque su ávida mente le indicaba que debería envidiarla, por alguna razón, era incapaz.
Aliana, según le habían contado las hermanas, había pasado toda su vida en el Templo de Tirsar bajo la tutela de la Orden rodeada y protegida por ellas. Aquel era el orgulloso destino que a ella le aguardaba también debido a su talento y esto Gena lo aceptaba de muy buen grado, es más, daba gracias a los dioses por ello. Dentro de La Orden de Tirsar, una orden compuesta íntegramente por mujeres donde rara vez se veía a un hombre, su falta de belleza física no le parecía tan significativa ni importante. Además, hacía tiempo que había aceptado e interiorizado con resignación el desprecio de la caprichosa Asra, diosa de la Belleza, que en su cruel y arbitraria selección había decidido no agraciarla. Siguió con la mirada a su maestra mientras ésta se dirigía hacia el templo con paso alegre y se dejó envolver por el precioso paisaje ante sus ojos, por la hermosura y grandiosidad del panorama que se extendía ante ella mientras la calidez de la brisa la acurrucaba.
El Templo de Tirsar, sede y refugio de la reverenciada Orden, había sido erigido en una bella y singular península de triangular orografía. Estaba situado en el extremo occidental del poderoso reino de Rogdon. Un largo puente de piedra de casi un centenar de arcos, construido sobre un irregular istmo, unía la independiente península al territorio del rico reino. La península constituía una auténtica fortaleza natural, rodeada casi en su totalidad por el Mar de Rogdon. Una puerta amurallada y dos regias torres salvaguardaban la entrada a la península desde el soberbio puente de unión al próspero reino de Rogdon. A Gena le maravillaba aquel puente, edificado en parte sobre el estrecho istmo y en parte sobre el índigo mar. Habituaba a pasear sobre sus firmes espaldas disfrutando de las espectaculares vistas siempre que sus obligaciones se lo permitían.
Infranqueables acantilados rodeaban toda la extensión de la península a excepción de una pequeña zona cóncava al sur, donde una coqueta playa y un diminuto puerto rompían la hegemonía de los majestuosos precipicios. Salvaguardando toda la playa y el pequeño puerto, una robusta muralla de piedra había sido erigida con la intención de proteger a la Orden de los ataques de embarcaciones piratas procedentes de los mares del norte. Una puerta levadiza de hierro reforzado escoltada por dos torres vigías daba paso al interior de la península desde la playa. Gena se acercó a uno de los acantilados de la zona sur y observó desde aquella impresionante altura la pequeña playa. Viendo las murallas y torres de inquebrantable roca se sintió plenamente protegida, segura. «Aquí estamos a salvo de todo mal, del odio y la codicia despreciable de los hombres sin escrúpulos».
Continuó oteando con su siempre curiosa mirada el noreste de la verde península. Un vasto y frondoso bosque llegaba hasta los descalzos pies de los acantilados. La extensión al oeste de la amplia isla había sido convertida en grandes campos de cultivo. Estaban divididos en numerosas parcelas de vegetales y hortalizas, para la subsistencia de sus habitantes. Al centro y norte de la península, una grandiosa edificación se alzaba sobre una colina rocosa. El edificio central, una antigua fortificación militar, un torreón de sólida construcción, había sido ampliado con dos grandes pabellones laterales donde se alojaban la mayoría de los residentes de la península. Las Hermanas Sanadoras de la Orden ocupaban el ala este y las Hermanas Protectoras el ala oeste. Gena al poseer el Don y haber sido iniciada en la Orden como una Sanadora neófita se alojaba con sus hermanas en el ala este. Las Hermanas Protectoras no habían sido bendecidas con el Don pero su dedicación hacia la Orden era total. Su deber era simple al tiempo que vital: proteger la Orden de Tirsar y a todos sus miembros. Instruidas en el arte de la guerra y en el dominio de las armas, constituían una guardia de soldados de élite. Bajo la salvaguarda de las Hermanas Protectoras, a Gena aquel lugar le parecía el más seguro y protegido sobre la faz de la tierra y en él se encontraba completamente a salvo de las atrocidades e inmundicias del mundo exterior.
Mientras descendía la colina con paso despreocupado, Gena repasó los conocimientos que su mente albergaba relativos a la Orden de Tirsar y su origen, enseñanzas nacidas de las narraciones de Aliana y otras maestras con las que había compartido tiempo y estudios. La Orden era una orden de sanadoras y curadoras cuya misión última y razón de ser consistía en promover el estudio y ejercicio de la curación así como de todas las artes de sanación. A su vez, aquellas que habían sido bendecidas con el Don debían ser protegidas para que pudieran ayudar a los necesitados y mitigar el dolor con el que, las enfermedades y los hombres mezquinos, asolaban el mundo. La bondadosa y autosuficiente Orden centenaria había sido fundada por Helaun, la primera Sanadora con el Don de la que se tenía constancia en el reino de Rogdon.
Según contaba la leyenda, Helaun persiguió un objetivo altruista toda su vida: crear un grupo benévolo de personas dedicadas en cuerpo y alma a hacer el bien y erradicar las enfermedades sobre la faz de la tierra. Con muchísima perseverancia e incansable tesón, Helaun fundó la Orden de Tirsar con tan sólo cuatro Sanadoras en un tiempo donde eran perseguidas y acusadas de brujería. Aunque no existen imágenes o descripciones de la Madre Fundadora de la Orden, Gena siempre la imaginaba de un aspecto etéreo, casi divino, principalmente debido a la grandeza de todos sus logros. Había comenzado en solitario con su Don, y tras muchos años de estudio autodidacta, basado en la experimentación y el ensayo, consiguió comprender los principios básicos que lo guiaban.
En una época arcaica donde la existencia del Don no era apenas conocida, los pocos que lo poseían, lo especializaban en el arte de la destrucción, pues la existencia de Magos con poderes destructivos era constatada. Magos capaces de manipular los elementos: Fuego, Tierra, Aire y Agua, para crear conjuros de gran poder destructor y arrasar ciudades y ejércitos; Hechiceros que penetraban y corrompían las mentes de los hombres con ilusiones atroces portadoras de dolor abismal, muerte y abominación, capaces de matar a sus desdichadas víctimas en medio de la mayor de las agonías. Pero Helaun, aun pudiendo haberse convertido en un Mago o Hechicero de gran poder debido a la intensidad de su Don, rechazó aquellos caminos de destrucción y ansia de poder para dedicar su vida a la altruista tarea de la sanación de sus semejantes. Sin personas que la ayudaran y perseguida por la ignorante plebe, Helaun creó los primeros tratados sobre el Don focalizado en la sanación.
A partir de ahí, desarrolló su talento con muchos años de arduo trabajo y constante aprendizaje; pero fue mucho más allá: fundó una orden que garantizaría la continuidad del trabajo iniciado por ella, para que en un futuro otras Sanadoras pudieran continuar el camino que había emprendido. Todo ello en una época, en la cual fueron perseguidas por el supersticioso populacho, marginadas y atormentadas por la ignorancia y la incultura de mentes simples y temerosas. Constatado era que varias hermanas de la Orden habían sido asesinadas de forma brutal, quemadas en la hoguera por campesinos ignorantes y líderes religiosos de equivocadas verdades. Éste fue el motivo que obligó a Helaun a fundar las Hermanas Protectoras. Fue la forma de evitar nuevos asesinatos, linchamientos y violaciones de las indefensas Sanadoras.
Tremia es un mundo duro y cruel, y la vileza de algunos hombres alcanza cotas indescriptibles.
Por todo ello, para Gena, Helaun representaba todas las virtudes y bondades a las que ella misma aspiraba, algún día lejano, poder imitar. Con un suspiro miró hacia el infinito horizonte sobre el inmenso mar y con voz susurrante proclamó:
—Algún día seré merecedora del Don que se me ha otorgado. Algún día te sentirás orgullosa de esta humilde hija, Madre Fundadora.
Aliana llegó a la gran plaza central frente al templo. Como era habitual a aquella hora del día, la rectangular plaza estaba llena de hermanas de la Orden trabajando en sus labores diarias. El templo en sí era una fortificación militar, un enorme torreón bien conservado por las laboriosas mujeres de la Orden y que, en más de una ocasión pasada, había salvado a la Orden al servir de fortaleza contra invasiones piratas. La gran plaza estaba dividida en tres áreas bien diferenciadas donde se llevaban a cabo las actividades principales de la Orden. La zona este estaba dedicada al comercio y la agricultura y disponía de mesas y puestos de trabajo para la preparación y almacenamiento de los productos, tanto para consumo interno como para comercio con el reino vecino. La zona oeste estaba dedicada a la sanación y todas las labores relacionadas o derivadas de su complejo arte, con diferentes puestos y mesas donde decenas de mujeres llevaban acabo su trabajo.
Aliana se acercó y saludó a sus hermanas. Les dio las plantas medicinales que había recolectado para que las secaran y más tarde fueran preparadas como pociones y ungüentos. Con el espíritu animado que le caracterizaba se encaminó a la zona sur de la plaza donde las Hermanas Protectoras entrenaban su destreza con el arco, la espada y la lanza. Unas treinta mujeres practicaban rigurosamente el oficio de la guerra. Un cuarto de la fuerza armada total del templo. El resto permanecía en sus posiciones en las torres, en el templo o de patrulla.
Aliana al ver el entrenamiento fue súbitamente invadida por el deseo de participar y pidió al oficial de adiestramiento que le permitiera realizar unos tiros de ejercicio con el arco. Aun siendo una Sanadora, ya que el Don era fuerte en ella, Aliana manejaba muy bien el arco ya que, como era ley en la Orden, se adiestraba a todas las mujeres, Sanadoras o Protectoras, en su uso desde el ingreso. Realizó cinco tiros a una distancia considerable y todos ellos dieron en la diana. La alegría por su pericia le produjo una involuntaria sonrisa que no reprimió. Le encantaba el arco y no podía resistirse a tirar con él. Decidió probar el tiro sobre blanco en movimiento que era lo que en realidad más le gustaba por la dificultad añadida que entrañaba. Hizo una seña con la mano a una de sus hermanas, que vistiendo una armadura pesada completa y con yelmo con visor, estaba situada junto a un árbol sujetando una cuerda con poleas. La Hermana en armadura tiró de la cuerda y de una de las ramas del árbol se desprendió un blanco circular de madera con una diana que comenzó a oscilar de izquierda a derecha. A aquella distancia el acertar a aquel blanco oscilante sólo estaba al alcance de las tiradoras más expertas.
Se concentró, midió el viento, estudió el movimiento, calculó el tiro y el ángulo necesarios y se preparó. Su mente se purgó, quedando en blanco, en completa armonía, sólo existía el movimiento oscilante de la diana. Sintió la ligera brisa en su rostro, respiró profundamente, tensó hasta su mejilla y soltó. La flecha voló como un rayo de luz realizando una medida parábola al surcar el aire y se clavó certera en el centro de la diana.
Aliana, puño en alto, dio un salto de alegría.
—Excelente tiro, Aliana —comentó una voz muy familiar a su espalda.
Aliana se dio la vuelta con una amplia sonrisa de satisfacción en su cara y vio a Sorundi, la Maestra Sanadora de la Orden. Era una mujer de rostro amable, de más de 60 primaveras de edad aunque aparentaba 20 menos de los que realmente tenía, sin duda debido a su gran poder interior. Su cabello, rubio y pincelado de gris, y su tez blanca y carente de arrugas discernibles, le conferían el aspecto de una mujer de apariencia mucho más joven. Aliana miró sus indulgentes ojos castaños y realizó una pequeña reverencia en signo de respeto.
—Gracias, Maestra Sanadora, trato de mantener mi puntería afinada.
—Y haces muy bien, criatura —le dijo la máxima responsable de la Orden de Tirsar tomando la mano de Aliana entre las suyas.
—Gracias a la Luz que te encuentro aquí, temía que estuvieras todavía entretenida en los bosques recogiendo raíces y hongos por horas, como generalmente acostumbras.
—Acabo de regresar de los acantilados al norte, estaba recogiendo diente de león.
—Necesito hablar contigo… es urgente… en privado, caminemos un poco en dirección a la playa… —le comentó la líder de la Orden con tono preocupado.
—Como desees, Madre Sanadora —le contestó la joven, intrigada y con una pizca de preocupación.
Caminaron del brazo cual madre e hija dando un paseo hasta encontrarse suficientemente alejadas del resto de las hermanas.
Sorundi detuvo el paseo, miró a Aliana a los ojos y con severa urgencia le explicó:
—Ha llegado un mensajero desde el reino con graves nuevas —hizo un inciso, respiró profundamente y prosiguió sujetando firmemente el brazo de la joven—. Ha ocurrido una desgracia y el Rey Solin nos ha mandado llamar con urgencia.
—¿Su Alteza Real Solin, monarca de Rogdon? ¿Qué ha ocurrido, Madre Sanadora? —preguntó Aliana muy preocupada y algo espantada.
—El hijo del Rey ha sido alcanzado por una flecha enemiga en una emboscada. Se sospecha que ha sido obra de asesinos del Imperio Noceano… Los cirujanos reales han hecho todo lo posible pero creen que la saeta estaba envenenada con algún tipo de sustancia desconocida, un tóxico extranjero muy potente. Su vida se escapa y el Rey ha pedido que intervengamos de inmediato.
—Graves noticias… muy graves… —meditó Aliana intentando hacerse a la idea de las implicaciones y posible repercusión del intento de asesinato del príncipe heredero a la corona de Rogdon—. Estoy segura de que podréis neutralizar el veneno, Maestra —prosiguió con controlado optimismo.
—Yo no estoy tan segura, hija mía, el Don de la sanación me esta abandonando poco a poco, ya no tengo ni la mitad del poder que tenía antaño y desafortunadamente no se regenera… —confesó la maestra afligida.
Aliana bajó la cabeza.
—Lo siento mucho, Maestra, no era consciente de que se estuviera agotando vuestra fuente.
—En efecto, hija, por ello necesito que me acompañes en esta ocasión. Tu Don es de un poder excepcional y es muy plausible que necesitemos de él. Quiero que estés a mi lado en todo momento. Es de vital importancia para el reino que salvemos al príncipe. No solo eso, sino que además tenemos una deuda de gratitud muy importante. La familia real ha acogido y dado protección a nuestra Orden desde prácticamente su concepción. Es una ocasión única para devolver esa deuda.
—Podríais llevaros a otras Sanadoras con mayor experiencia que yo. Ya somos casi treinta las hermanas en la Orden con el Don de la Sanación desarrollado y yo soy de las más jóvenes… —propuso Aliana con sinceridad.
—Lo sé, hija mía, el Don no se manifiesta mucho en este continente. Una orden de más de 150 hermanas y sólo una treintena bendecida con el Don de la curación. Esperemos que la Luz nos bendiga con más hermanas que lo posean en un futuro cercano. Pero para esta delicada tarea quiero que seas tú la que me acompañe, tu poder interior es muy superior al de cualquiera de tus hermanas.
—Haré todo lo que esté en mi mano para ayudaros, Maestra —respondió Aliana con humildad.
—Apresurémonos entonces, recojamos los antídotos y bálsamos contra venenos más potentes que tengamos y partamos de inmediato hacia la capital. Los caballos están siendo preparados y una escolta real está a la espera: un regimiento de Lanceros Reales de Rogdon. De todas formas llevaremos una guardia de quince de nuestras Hermanas Protectoras como escolta, ya sabes que no me gusta abandonar nuestro refugio si no es en su compañía. No sería la primera vez que caemos en una emboscada por ser demasiado confiadas.
—Sé previsora y malpensada y vivirás para ver los cien —recitó Aliana con una pícara sonrisa.
—No sabes bien cuan cierto es lo que acabas de decir, querida hija…