Despedida y comienzo

 

 

 

El moreno mensajero entró en la gran sala de audiencias del alcázar tras ser escoltado a través del complejo palaciego de la amurallada ciudad fronteriza de Alabando. La esplendorosa ciudad era la capital y residencia del Gran Regente del Norte, señor de todas las tierras al norte del vasto y poderoso Imperio Noceano.

La bella ciudad, situada sobre un amplio y árido altiplano, era toda ella una renombrada obra arquitectónica; la inmensa y dorada cúpula central del palacio del Regente brillaba bajo el tórrido sol de la región. A leguas de distancia su brillo era distinguible, al igual que las cuatro esbeltas torres gemelas de un dorado resplandeciente que, escoltándola, se erguían a sus lados con sus alargados y ovalados pináculos. La gran cúpula y las cuatro torres gemelas conferían a toda la ciudad un aire casi celestial. Uno pensaría que era de origen semidivino. A cinco días de marcha de la frontera con el reino de Rogdon, la gran ciudad amurallada señalaba el inicio de los extensos dominios del gran Imperio Noceano.

El Imperio del aguerrido Pueblo de los Desiertos.

Un Imperio con cuatro regiones bien diferenciadas. El norte y el este disfrutaban de la bendición de las lluvias, si bien en muy modesta cuantía. Esto creaba un cálido clima sobre unas tierras bastante fértiles. Sin embargo, el oeste y especialmente el sur se caracterizaban por sus enormes y áridos desiertos, donde un despiadado y abrasador sol calcinaba cuanto sus rayos tocaban. Los Noceanos, originarios de las profundas tierras desérticas del sur, habían conquistado grandes extensiones al este y norte de su natal tierra. Habían doblegado a las tribus vecinas al yugo de sus cimitarras, formando un gran imperio por conquista y derramamiento de sangre con su imparable sed de expansión. La ciudad fortaleza de Alabando controlaba desde el gran altiplano el paso fronterizo hacia el reino de Rogdon por lo que su valor estratégico era incalculable.

Mulko, el poderoso Regente del norte, miró un instante con curiosidad al polvoriento mensajero que se arrodillaba y le ofrecía la misiva con manos extendidas. Reconoció al mensajero, un soldado experto, muy duro, elegido para realizar misiones de índole delicada. De tez oscura y ojos negros, vestía una corta y gastada túnica azul sobre pantalones negros de tela. Una sucia capa de un azul gastado le caía de los hombros. Sobre sus largos cabellos rizados portaba el característico casco Noceano de forma redondeada y coronado por una afilada punta de un palmo de altura. Su pecho y antebrazos estaban protegidos por una intrincada armadura en cuero y rectángulos de metal, flexible y reforzada, especial para las fuerzas de asalto ligeras. A su cintura llevaba un ancho tahalí de cuero con hebilla de acero a un lado y con tres dagas de lanzar. En su costado derecho colgaba una cimitarra y al izquierdo una larga daga curva.

Confiaba en la habilidad de aquel hijo del desierto, sabía que sería capaz de sobrevivir a la peor de las plagas y llevar a cabo la misión encomendada. Le hizo un gesto con la mano para que se apresurara a darle el mensaje. Mulko lo leyó detenidamente mientras paseaba sobre el suelo de pulido mármol negro. La intensa luz de la mañana inundaba el gran salón penetrando a través del gran ventanal en arco de bellos mosaicos. Ornamentadas cortinas de la mejor seda del Imperio vestían la gran estancia combinando con bellísimas y exóticas alfombras de una elaboración exquisita. Ricas cerámicas de reinos conquistados del este adornaban las paredes pintadas en motivos de oro y carmín. Sobre una enorme mesa circular se habían dispuesto varias bandejas de plata con frutas exóticas para degustación de los presentes.

Mulko sacudió la cabeza, maldijo en voz baja y llamó a voces a sus dos Consejeros personales.

—¡Malas nuevas de nuestros vecinos del norte! —exclamó al verlos llegar a la carrera—. El príncipe de Rogdon, ese mequetrefe sin sangre, ha sido abatido por una flecha de origen supuestamente Noceano y ahora el Rey Solin nos culpa y busca sangre. Esa lagartija desteñida ha expulsado a nuestro embajador, al líder religioso de nuestra gente en su reino y a varios comerciantes de gran influencia. ¡Está cerrando la frontera!

—Esto sólo puede significar que se prepara para la guerra —dedujo Ukbi, su Consejero Militar, un corpulento General con una larga trayectoria a sus espaldas y que había servido fielmente al Imperio por más de 40 años. Mulko se acercó hasta él y lo miró a los ojos. Irradiaban inteligencia y coraje. Un guerrero con un talento brillante para las artes militares y la estrategia. Gracias al intelecto de su General, Mulko había conseguido afianzar la posición de poder que ostentaba dentro del Imperio. Las victorias de aquel hombre le habían proporcionado tierras, reconocimiento, y poder.

—Sí, yo también lo creo —replicó Mulko con preocupación.

—Una flecha no es suficiente prueba para lanzar una guerra a gran escala contra el imperio, mi señor. El Rey Solin no es tan insensato. Buscará más evidencias de la traición antes de declarar una guerra abierta —razonó Zecly, su Primer Consejero. El anciano y extremadamente inteligente Consejero era tan frágil como sabio. Llevaba toda la vida al servicio de su familia y Mulko lo conocía desde que era un niño. Siempre había estado ahí, sirviendo y proporcionando vitales consejos. No había nadie en quién Mulko confiara más. Aquel frágil anciano de insólitos ojos azul celeste, largo cabello níveo y privilegiada mente, rara vez se equivocaba. Además era el Hechicero más poderoso de todo el Imperio. Una frase de poder suya y los hombres caían muertos entre horripilantes sufrimientos. Mulko había presenciado el enorme poder de aquel anciano en muchas ocasiones.

—¿Y si las encuentra? Donde se encuentra una prueba siempre puede haber otra apuntando en la dirección que se requiere. Quien haya atacado a su retoño busca comenzar una guerra que costará miles de vidas, tanto a nuestro Imperio como al reino de Rogdon —conjeturó Mulko.

—Me pregunto… —comenzó el anciano— ¿Estamos realmente seguros que no hemos sido nosotros? —finalizó Zecly alzando una ceja. El Imperio es vasto… las ambiciones de ciertas personas poderosas insaciables…

Mulko negó con la cabeza.

—La orden no ha sido dada por mí, eso puedo asegurarlo, no es el momento adecuado para tamaña empresa. Si hubiera venido del Gran Emperador Malota, su excelentísima me hubiera puesto sobre aviso para preparar la situación y hubiéramos planificado conjuntamente la estrategia a seguir. No, esto es obra de otra fuerza, una mano oculta que está actuando en las sombras para desestabilizar el equilibrio existente entre nuestro Imperio y nuestros arrogantes vecinos del norte.

Zecly dando unos pasos miró pensativo la bóveda de la habitación.

—¿Qué me decís de vuestros rivales en el Imperio? El Imperio es amplio, su poder y riquezas inigualables, pero sólo cuatro hombres lo gobiernan. Cuatro hombres que sirven a un Emperador, cuatro hombres que se reparten todo un Imperio. ¿Podría ser una maniobra política interna para hacerse con el control y derrocar al Gran Emperador?

—¿Eso crees, sabio Consejero? ¿Quién se atrevería a tan audaz y arriesgada empresa? ¿Quizás Omod, Gran Regente del Oeste? Lo dudo, desde hace cinco años está en guerra con esa pesadilla que son los Tulinesos. Ha tenido que invertir una enorme fortuna en construir una flota que defienda sus tres principales ciudades portuarias al oeste de las incursiones de las rápidas flotas Tulinesias. No, Omod no puede ser.

—¿Y qué me decís de vuestro rival del este, mi señor? —intervino Ukbi con su profunda voz.

—¿Ese perro rabioso de Elmesh, Gran Regente del Este? No lo creo. Ya tiene suficientes problemas a día de hoy repeliendo las insurgencias y levantamientos que padecen en su extenso territorio. Algunos de los cuales, como muy bien sabes, son financiados por nuestras arcas… Dudo que sea Elmesh, lo mantenemos bien ocupado y su imagen se va deteriorando ante el Emperador, además no tiene suficiente cerebro para orquestar algo así. Sin embargo, esa víbora traicionera de Salmag, Gran Regente del Sur, podría muy bien estar detrás de este movimiento encubierto. Dispone del cerebro y los medios. Sus tierras están bien controladas y protegidas y siendo primo por sangre del Gran Emperador Malota podría intentar incluso un derrocamiento, después de todo es de sangre real.

—No lo sé, mi señor, es pronto para sacar conclusiones. Una cosa es cierta, en caso de guerra con el norte vos seríais el mayor perjudicado. Al ser vuestro territorio frontera, la guerra llegaría primero a vos y debilitaría en gran medida vuestra posición —señaló Ukbi rascándose la cuidada barba en forma de tridente.

—¡Sí, eso es bien cierto maldita sea! —ladró Mulko acercándose a su General primero. Si el enemigo no es interno, ¿quién puede ser, quién osaría atacar al Imperio Noceano?

—Los únicos con ejércitos capaces de enfrentarse al Imperio son Rogdon, y Norghana mucho más al noroeste en las tierras heladas, pero tenemos tratados de paz firmados con ambos y no ha habido movimientos ostensibles de sus ejércitos que hayamos visto —respondió Ukbi.

—Prepara las tropas, Ukbi. Ponlas en alerta y refuerza la guarnición de la fortaleza. La guerra podría estallar en cualquier momento. Debemos prepararnos para afrontarla —ordenó Mulko nervioso.

—Es hora de ejercer una muy fina diplomacia, con mucha cautela y sutileza —sugirió Zecly—. Debemos conversar con Rogdon y Norghana y estudiar las posibilidades de guerra y alianza con ambos reinos.

—¿Están tus espías preparados y en situación para actuar, Zecly?

—Así es, mi señor. Mi red de espías y asesinos llevan años en posición. Sólo esperan órdenes y comenzarán a actuar.

—Bien. Es hora de despertar a tus durmientes.

 

 

 

A muchas leguas de distancia del Imperio Noceano, lejos de las tierras del ardiente sol, en las montañas de los Norriel, la remota aldea de Orrio despertaba con pereza. El rocío teñía de luminosidad y refulgencia las verdes plantas y a su paso salpicaba las gastadas botas de cuero de Komir. Levantó del suelo húmedo su morral de viaje, en el que había puesto unas pocas prendas de abrigo y provisiones para dos semanas. Lo cargó a la espalda con un suspiro. Junto a la puerta descansaba su lanza de guerra, la agarró y, despacio, con cuidado, cerró la puerta de su hogar.

Komir se quedó contemplándola en silencio un largo momento, aletargado. ¡Cuántos momentos felices había vivido en aquella casa junto a sus queridos padres! Se preguntó si algún día volvería a verla de nuevo. No, lo más probable era que no. Este pensamiento lo animó a seguir en su empeño de encontrar respuestas a todas las incógnitas que lo atormentaban. Sin dudar un instante más se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección al pueblo, dejando su querido hogar paterno tras de sí. Un sentimiento contradictorio de tristeza por el abandono de lo conocido, de lo amado, y de ácida alegría por el comienzo de la aventura que esperaba sanara su destrozada alma, le recorrió todo el cuerpo.

—¿Nos marchamos sin despedirnos? —tronó una voz familiar a su espalda. Komir inmediatamente la reconoció.

—Quería evitarme tener que ver tu fea cara una última vez —respondió Komir dándose la vuelta y encarando al gigante de su amigo.

Hartz sonrió de oreja a oreja.

—Hoy no es tu día de suerte entonces.

—Veo que no me lo vas a poner fácil.

—¿Cuándo he hecho yo algo que te haya facilitado la vida? —respondió el gigante riendo.

—Efectivamente, nunca. No recuerdo ni una sola vez en la que me hayas ayudado con nada realmente importante. Siempre nos metes en líos, ese es tu gran don. Ayudar, por otro lado, más bien poco.

—Cada uno tiene su talento, el mío es muy especial…

—Sí, desde luego, meterte en líos y romper cráneos, menudo talento el tuyo.

—Realmente especial, ya lo quisieran muchos —aseguró el gigante riendo.

—¿Por qué has venido, grandullón? Hubiera sido más sencillo no despedirnos, quería evitarlo…

—Después de haber estado estos meses cuidándote como una doncella enamoradiza ¿te me vas sin un adiós ahora que ya te has curado?

—Sé que no es muy digno y sabes cuánto aprecio de corazón toda la ayuda que me ha prestado en este tiempo tan difícil.

—Ya lo sé, tranquilo, lo decía en broma. Te has puesto todo serio de repente —dijo Hartz volviendo a reír.

—Contigo no hay forma de mantener una conversación seria —afirmó Komir contagiándose de su risa sin poder evitarlo.

Rieron a pleno pulmón olvidando todas las penas y sinsabores de la amarga vida, unidos en una camaradería forjada por los años de amistad en la aldea.

Komir miró a los enormes ojos castaños de su gran amigo y le dijo:

—Te voy a echar mucho de menos, de eso estoy seguro, amigo —le aseguró dándole una cariñosa palmada en el hombro.

—Bueno, creo que eso no va a pasar… —le dijo Hartz dándose la vuelta y acercándose a un roble cercano. Komir lo siguió con la mirada intrigado y vio que de detrás del árbol sacaba un enorme morral, su lanza de guerra y su capa de piel de oso.

—No puedes acompañarme, Hartz. Ya lo hemos hablado.

—En efecto lo hemos hablado y tú has tomado tu decisión. Es el momento de que yo tome la mía.

—No quiero que te veas envuelto en mis problemas. Si me acompañas y algo te sucediera no me lo perdonaría nunca.

—Lo entiendo, amigo, pero mi vida es mía para vivirla como yo así decida. No voy a permitir que camines solo hacia el peligro. Somos amigos y donde tú vayas allí te acompañaré.

—¡Serás cabezón! ¡Tienes la cabeza más dura que una roca! Ya he perdido a mis padres, ¡no quiero que por mi culpa muera nadie más!

—Lo sé. Y yo no quiero que mueras solo en una tierra lejana e inhóspita sin una cara amiga a tu lado. No lo permitiré.

—Por favor, te lo ruego, date la vuelta, vuelve con tu padre y vive una vida plena aquí en tu tierra, con tu pueblo.

—Es hora de ver el mundo, salir y explorar. Experimentar nuevos lugares y vivir grandes aventuras. Si me quedo aquí solo me moriré de aburrimiento. Las incursiones piratas que sufrimos son cada vez más escasas y la caza de osos no me emociona.

—Si me acompañas lo más probable es que mueras —intentó disuadirlo Komir.

—Gracias por intentar asustarme pero no va a funcionar. Me quede aquí o vaya contigo lo más seguro es que termine metido en algún lío mortal y prefiero que sea contigo.

—¡No quiero que me acompañes, no quiero tu muerte sobre mi conciencia y no se hable más!

—¡Y yo no permitiré que mueras solo en una tierra lejana sin yo haberte ayudado! ¡Así que te acompaño y no se hable más!

—¡Maldita sea! Eres más testarudo que una mula, lo más terco que existe sobre la faz de la tierra. ¡Una roca rellena de serrín, eso es lo que tienes por cabeza! —gritó Komir, y dándose la vuelta comenzó a caminar sendero abajo completamente furioso con Hartz.

Dio unos pasos más mientras descendía por el camino, se calmó una pizca y miró a su amigo que permanecía expectante algo más atrás.

—¡Por el sol y la luna! Vamos… tenemos un largo camino por delante… —capituló Komir con tono de vencida resignación.

La cara de Hartz se encendió y su enorme sonrisa afloró llenando la mañana de calidez. Como un resorte el grandullón se puso en movimiento.

—¡Cuántas aventuras por vivir! ¡Cuántos cráneos por machacar!

Komir cabizbajo negó con la cabeza, una vez más, su gran amigo le había derrotado.