Venganza en la noche
El Duque Orten estaba de un humor excelente. Por fin habían llegado a su añorada fortaleza después de dos semanas de cansado viaje desde Norghania, la capital del reino. La fortaleza de Skol, situada en el extremo suroeste del reino, sobre la frontera, vigilaba incansable las verdes llanuras que se abrían hacia el oeste. Tras la fortaleza se alzaba una imponente cordillera montañosa que, junto con el azul del grandioso río Utla a sus pies, llenaba todo el paisaje.
Una fortaleza de más de 800 años de antigüedad con dos murallas inquebrantables que se alzaba a la sombra de unas montañas eternas. El baluarte, el segundo más grande del reino, detrás del castillo real de Norghania, era considerado inexpugnable al estar construido en la falda de la propia montaña y protegido por dos imponentes murallas y un foso de más de cinco pasos de amplitud. El gran castillo había sido construido como un refugio para todos los habitantes de los valles del sur del reino y custodiaba el amplio paso hacia las llanuras bordeadas por el Utla. No había otro paso transitable hacia el reino desde el suroeste.
La guarnición estaba formada por 8000 soldados de infantería pesada cuya misión era defender la impresionante fortaleza esculpida en el vientre de la imponente cordillera. Con una guarnición así defendiéndola, la fortaleza no caería en meses, ni ante una fuerza cinco veces superior en número. En Skol, el hermano del rey se sentía más seguro y a salvo que en ningún otro lugar sobre la faz de la tierra. Era su fortaleza, su hogar; la gobernaba con mano de hierro y sus hombres eran los mejores luchadores del reino, elegidos a dedo por él mismo.
Orten entró en su añorada alcoba, después de haber disfrutado de un magnifico banquete, digno de un rey, y se preparó para disfrutar de una larga noche de placer. Su siempre atento y fiel ayudante de cámara le había conseguido para su disfrute personal una preciosa joven, de una de las tribus salvajes de las llanuras, una Masig.
Aquello le agradaba sobremanera.
«Jajaja, nada como una salvaje de las estepas para pasar un rato agradable. Esta noche disfrutaré del placer de subyugar una jovencita deliciosa».
Sus hombres tenían órdenes de realizar incursiones periódicas en las llanuras del suroeste, al otro lado del gran río Utla. Debían penetrar en las interminables estepas, territorio de las tribus Masig para castigar a aquella raza de sucios e incivilizados nómadas. Los navíos de incursión habían atracado aquella misma mañana, trayendo de vuelta el botín de los saqueos y su tesoro favorito, varias jóvenes salvajes capturadas.
Los asquerosos Masig no debían olvidar ni por un miserable momento que su insignificante existencia era tolerada únicamente gracias a la benevolencia Norghana y, por supuesto, bajo el sometimiento a su yugo. Cualquier oposición de cualquier tipo, por leve que fuera, sería aplastada sin piedad. Después de todo, no eran más que incivilizados salvajes de las estepas que necesitaban ser adiestrados.
Las numerosas tribus Masig de las inmensas llanuras al suroeste del reino, sufrían las misiones de castigo y control que los soldados del reino helado ejercían periódicamente. Los Norghanos cruzaban el Utla en sus embarcaciones de ataque y asaltaban a las tribus sin piedad. Las jóvenes que las patrullas capturaban debían ser portadas para alimentar la pequeña debilidad del Duque y para el disfrute de sus oficiales en Skol. De esta forma se mantenía a los salvajes bajo control y se obtenían beneficios y placer. Aquel sistema agradaba sobremanera al poderoso Duque y se aseguraba de que se mantuviera perfectamente engrasado.
Su ayudante abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí y dejando a la joven Masig atada con las manos a la espalda junto a la cama del Duque. Orten se acercó a aquella preciosidad bendiciendo a los Dioses del Hielo por su buena fortuna. Al acercarse, la joven le escupió a la cara con todo el odio del mundo. El Duque, se mantuvo impertérrito, se limpió el rostro con un arrugado pañuelo y sonrió. La excitación comenzó a bullir en su sangre. Esto era precisamente lo que buscaba, lo que deseaba.
Sin mediar palabra abofeteó a la joven con dureza.
—¡Maldito hijo de perra! ¡Te arrancaré los ojos y el corazón si me pones una mano encima! —le amenazó la joven a pleno pulmón con ira incontenible.
—Vaya, vaya, una Masig que conoce la Lengua Común del Norte, esto sí que es una verdadera sorpresa.
—¡Mayor sorpresa te llevarás si me pones una mano encima!
—Qué sorpresas se lleva uno en la vida. Había recibido informes de las patrullas indicando que comerciantes e incluso jefes de ciertas tribus conocían la Lengua Común del Norte pero lo descarté como impensable. Siempre había pensado que los de tu etnia erais todos unos analfabetos sin educación alguna.
—Y yo que los de la tuya erais unas hienas carroñeras.
—Veo que eres una autentica fierecilla ¿eh? —respondió el Duque mirándola de arriba abajo, examinado las curvas del joven y muy bien formado cuerpo de la Masig con creciente lascivia—. ¡Así es como a mí me gustan! Las de tu tribu tenéis todas ese espíritu indomable, ese odio visceral que hace surgir un brillo letal en vuestros oscuros ojos. Me gusta… me gusta, mucho. —Orten no había visto nunca una belleza tan salvaje, tan animal y primitiva como la de aquella joven en ninguna mujer que hubiera poseído con anterioridad, era una autentica pantera de las estepas. Una pantera realmente bella.
Rió sin poder disimular la lujuria en su garganta.
—¡Te juro que te mataré, cerdo Norghano, te lo juro! ¡Te arrancaré tu podrido corazón mientras aún late y mi cara será la última que veas antes de morir! —amenazó ella llena de un aborrecimiento visceral.
—Amenaza todo lo que quieras, pequeña salvaje, muy pronto me suplicarás entre llantos, y antes de que acabe contigo veré como te arrastras y me besas los pies —le dijo él mientras dejaba su espada sobre la mesa de trabajo de su lujoso aposento.
—¡Antes que suplicarte, hijo de una ramera de las nieves, me quitaré la vida!
—No tengo la menor duda de que si tuvieras un cuchillo en la mano intentarías algo, pero dudo mucho que fueras a quitarte la vida. Más bien creo que probarías a arrebatarme la mía —sonrió el Duque seguro del peligro que representaba una Masig armada.
La Masig dio un paso al frente.
—Desátame, dame un puñal y lo comprobaremos —le desafió.
Orten explotó en una carcajada.
—No pequeña, de eso nada. Conozco bien el tipo de fieras que crían en tu tribu. Si te desato intentarías matarme antes de que pudiera pestañear.
—¡Te sacaré los ojos en cuanto tenga una mínima oportunidad, hijo de una perra sarnosa! ¡Lo juro por la sagrada sangre de mis antepasados!
Orten, ante la furia desmedida de la joven, le propino una fuerte bofetada con el dorso de su mano enguantada.
—¡Calla y muestra el respecto que me debes zorra salvaje! —la impertinencia de aquellos salvajes lo irritaba sobremanera. No conocían su lugar. No sabían mostrar el respeto que debían a sus superiores. Domesticar a aquellos animales era prácticamente imposible. Sólo el látigo era capaz de razonar con ellos y después de mucho castigo, lo cual era una total pérdida de tiempo.
La joven retrocedió un par de pasos y lo miró con una rabia abismal al tiempo que escupía sangre sobre la alfombra de piel de oso. Una mirada que proyectaba todo el odio que la joven sentía.
Aquello excitaba a Orten más allá de cualquier otro placer terrenal. El sentimiento de poder, de dominio, de control. Aquella noche conseguiría la sumisión de la fierecilla de un modo u otro. Cuanto más se resistiera la joven más disfrutaría él y aquella joven tenía pinta de que resistiría lo indecible. Comenzó a quitarse la pesada armadura con tranquilidad, el exquisito regalo de su querido hermano el rey Thoran valía una verdadera fortuna, forjada por los mejores artesanos del país lucía bordados de puro oro e incrustaciones de piedras preciosas.
Mientras se desvestía se regodeaba en el odio destellante en los ojos de la preciosa morena de las llanuras. No debía llegar a los 20 años, dedujo Orten. Aquellos ojos, de un caoba casi rubí, le resultaban embriagadores. Contempló su largo cabello, negro como la noche cerrada, entrelazado en dos largas trenzas que caían hasta sus turgentes pechos. Las sinuosas caderas bajo los pantalones de piel de animal curtida… Su rostro salvaje, no excesivamente bello según el estándar Norghano, pero sí de una belleza exótica realmente turbadora. El color de su piel era del característico rojizo Masig que tanto le gustaba. La tonalidad rojiza de aquella piel, tan chocante en contraposición a la palidez extrema de las mujeres Norghanas, lo volvía loco de deseo y excitación.
Libre de la pesada armadura se acercó a su prisionera con la intención de poseerla. La Masig se dio la vuelta para huir hacia la puerta pero le echó el brazo al cuello reteniéndola. La sujetó con fuerza, atrayéndola hacia sí, inmovilizándola por completo y anclando a la joven por la espalda en un embrace del que no podía escapar. Orten sentía una lascivia incontrolable. La Masig se resistía frenéticamente intentando sacudírselo de encima, luchando con todas sus fuerzas, pero él sabía que nada conseguiría, ya que la doblaba en corpulencia y fortaleza. Con desbordante lujuria introdujo la mano bajo la túnica de piel de la Masig y le tocó los senos de manera brusca, con la lujuria y lascivia que ya muchas cortesanas conocían.
Ella luchó desesperada pero no podía deshacerse del férreo embrace del asqueroso Duque.
Él buscaba ahora incesante el interior de los pantalones de piel con intención de manosear la carnal feminidad.
La joven gritó desesperada:
—¡No! ¡Suéltame!
—¡Estate quieta, zorra! —ordenó él volviendo a aferrarla con el brazo.
La joven Masig, agónica, lanzó una fuerte dentellada con todo el odio y la desesperación de un animal salvaje y herido. Los dientes se clavaron profundos, la mandíbula ejerció una presión demencial sobre el brazo de Orten. Éste, aulló de dolor ante el inesperado ataque y sacudió el brazo para liberarse del sangrante mordisco. La joven Masig aprovechó el momento para escabullirse del embrace que la mantenía presa. Corrió hacia la puerta como una exhalación con intención de escapar, pero la encontró cerrada con llave. Sus manos, que continuaban atadas a la espalda, no le permitirían abrir la maldita puerta que la mantenía encarcelada a merced de los repugnantes deseos del Duque. Mientras intentaba desesperadamente huir de la segura violación, Orten se acercó por detrás y la golpeó salvajemente lanzándola contra el suelo. La joven no pudo amortiguar la caída y se golpeó fuertemente contra la dura piedra.
—¡Veremos cómo me suplicas ahora! —le gritó situándose sobre ella y volvió a golpear a la indefensa prisionera sobre el duro suelo llevado por una excitación desmesurada y fuera de control.
La luna brillaba alta en la oscura noche bañando la fortaleza con su tímida belleza. Hacía horas que todos los habitantes de Skol dormían plácidamente. Sólo los centinelas y la guardia de noche permanecían alerta. Los primeros apostados en sus puestos ojo avizor, los segundos patrullando por las murallas y patios realizando la ronda atentos a cualquier sonido o movimiento.
Orten notó un molesto cosquilleo en su oreja derecha que le hizo despertar del profundo y libidinoso sueño en el que estaba sumido. Abrió los ojos, su mente no pudiendo entender lo que ocurría. «Qué demonios… ». De súbito, su cerebro reaccionó. Una sensación de tremendo pánico ácido le subió por el estómago hasta llegarle a la boca.
Una figura envuelta por completo en una sombra tenía dispuesta una afilada daga sobre su cuello y con una mano enfundada en negro le tapaba la boca.
El miedo se apoderó de su mente y por un instante lo vio todo perdido.
«¡Voy a morir! ¡A morir!». Pero aquello era imposible, un asesino en el castillo más inexpugnable del reino, ¿cómo había podido llegar hasta él? ¡Era imposible!
Perdió completamente la compostura, su mente lo bombardeaba con cientos de pensamientos. Miró al rostro del asesino pero sólo podía entrever sus extraños ojos negros, había algo anómalo en aquellos ojos. El resto de su semblante estaba cubierto por una capucha negra y un pañuelo del mismo color. Tenía que hacer algo o moriría en unos instantes pero ¿qué podía hacer, qué? ¿Qué?
«Mis guardias están apostados al otro lado de la puerta, tengo que conseguir avisarlos, dar la alarma, con un grito, un sonido bastará».
Intentó empujar bruscamente al asesino que estaba sentado sobre su pecho para liberarse, pero tenía los brazos firmemente sujetos por las piernas del atacante y su intento resultó completamente infructuoso.
Con un gesto de la cabeza, negando lentamente de izquierda a derecha, el asesino le indicó que no intentara más estratagemas.
Orten se sintió perdido, el miedo apoderándose completamente de su ser. Su muerte era un hecho. El pánico estalló en su interior, estaba acabado, no podía hacer nada. Llegaba su final y lo vio todo perdido; comenzó a temblar descontroladamente, era su fin. Cerró los ojos y se entregó a su destino.
Pero nada sucedió.
Esperó otro instante seguro de sentir el afilado metal lacerando su garganta de lado a lado sin misericordia alguna. Pero no ocurrió. La pausa le creó un ápice de esperanza: ¿por qué no le había matado ya aquel asesino, por qué? Abrió los ojos y en ese momento lo comprendió: ¡la Masig!
El asesino, con un gesto de cabeza indicó a la joven Masig que se acercara a la cama. Orten pudo comprobar que la joven ya no tenía los pies y las manos atadas tal y como él la había dejado al terminar con ella. En ese momento se percató de a qué esperaba el asesino y el terror volvió a apoderarse de su mente y cuerpo.
«¡Espera! ¡No me mates!» quiso gritar llevado por la desesperación más absoluta pero su boca permanecía firmemente sellada bajo la férrea mano del asesino.
La salvaje de las llanuras volvió a mirarle a los ojos, esta vez, un brillo triunfal brillaba en su mirada rubí con la intensidad del mismísimo sol. La Masig le escupió a la cara. El húmedo odio le impactó en el rostro.
El asesino ofreció una curva daga a la Masig.
Orten de puro terror incontrolable se orinó encima.
Sin mediar palabra la Masig le clavó la daga en el corazón con un golpe brutal.
—¡Te dije que mi cara sería la última que verías, hijo de una hiena! —le susurró ella al oído llena de ira mientras tiraba del arma ensangrentada y se la mostraba.
Orten sintió que lo habían matado, era el fin, vio la daga ensangrentada y balbuceo:
—No… por... los… Dioses de Hielo.
—Mi nombre es Iruki Viento de las Estepas, basura Norghana y ¡te he matado! —le dijo en un murmullo mirándolo fijamente a los ojos.
La joven levantó la daga y la volvió a clavar en el corazón.
—¡Muere, mala bestia, muere! —volvió a levantar el brazo y lo acuchilló una vez más— ¡Al infierno irás, maldito cerdo!
El asesino la sujetó del brazo para que detuviera el apuñalamiento del asqueroso violador y le quitó la daga de la mano indicándole con un gesto que guardara silencio.
—Si quieres vivir será mejor que me sigas en silencio —le susurró con un extraño acento extranjero que Iruki no había escuchado nunca antes—. Mantente a un paso detrás de mí y haz todo lo que yo haga.
—De acuerdo —asintió ella.
—Si veo que me entorpeces te mataré, yo no voy a perecer hoy aquí —afirmó él con total frialdad.
—No tendrás que matarme, te lo aseguro —respondió ella con determinación.
El asesino se acercó a la ventana que estaba entreabierta y se situó en el alfeizar con la agilidad de un felino. Comenzó a trepar por una delgada cuerda negra en dirección al tejado de la torre en la que se encontraban. Iruki imitó sus movimientos y lo siguió de cerca. Al llegar al tejado de la torre el asesino esperó a que su compañera terminara la escalada y recogió la cuerda. Manteniéndose agazapados avanzaron hasta el otro lado de la torre. El asesino tenía allí dispuesta otra cuerda para el descenso. Ésta era más larga que la que acababan de utilizar y que la que el asesino cargaba ahora a su espalda bajo la negra capa.
Descendieron por la delgada pero resistente cuerda teñida de negro arropados por las sombras y la oscuridad de la noche. El descenso era largo y peligroso desde el tejado superior hasta otro tejado adyacente de un edificio más pequeño y contiguo. El asesino se desenvolvía con una agilidad y sigilo casi inhumanos, como si poseyera una habilidad especial para que sus movimientos y silueta fueran prácticamente inapreciables. En la oscuridad de la noche incluso ella, que se encontraba dos pasos por detrás, tenía serias dificultades para distinguirlo.
Inesperadamente, el oscuro asesino se frenó y le indicó levantando la mano que se detuviera. Al ver el gesto, Iruki paró bruscamente su avance por el tejado y se lanzó al suelo para no ser detectada. Alzó la mirada y pudo ver a un centinela, lanza y escudo en mano, aproximarse por la muralla a su diestra. Iruki se intranquilizó, algo de luz les salpicaba desde las habitaciones superiores del edificio a su espalda, existía la clara posibilidad de que fueran detectados. Corrían un serio peligro.
Desde el tejado donde se encontraban hasta la muralla por la que patrullaba el guardia había un salto de más de cuatro pasos. «Muy difícil de realizar» pensó Iruki.
El guardia se detuvo y miró en su dirección. Iruki sintió que un frío cortante le recorría la espalda, como si un chorro de agua helada le resbalara por la columna. «¡Estamos a punto de ser descubiertos!». Si el guardia daba la alarma todo habría terminado para ellos.
Y entonces sucedió algo tan extraordinario, tan sorprendente y sobrenatural, que Iruki lo recordaría siempre.
Sin mediar el más mínimo ruido, el asesino, que estaba al borde del tejado, desapareció con un resplandor carmesí, como por arte de magia, y apareció sobre el guardia que estaba escudriñando en su dirección a punto de descubrirla. Pudo contemplar completamente atónita cómo el guardia caía hacia atrás en el preciso momento en el que el asesino se volatilizaba delante suyo como si hubiera sido golpeado por la mismísima sorpresa. Sin darle tiempo a reponerse, el asesino atacó y le rebanó el cuello con sus dos letales dagas negras. Sin emitir el más mínimo sonido, arrastró al guardia fuera del campo de visión, escondiendo el cadáver en una de las torres vigía a su izquierda.
«Increíble, totalmente increíble…». Iruki no podía entender cómo el asesino había conseguido propulsarse y noquear al guardia saltando los cuatro pasos en un suspiro, sin impulso, sin utilizar carrerilla alguna. El miedo la alcanzó como una traicionera brisa invernal al ver que el asesino estaba ya sobre la muralla y podría abandonarla allí a su suerte. Intentó calmarse y pensar qué podía hacer para llegar hasta él. El salto era muy arriesgado, era mucha distancia, lo más probable era que no lo consiguiera.
Pero si se quedaba allí estaba muerta.
El asesino, agazapado, le hizo señas indicándole que corriera y saltara hacia él.
No tenía elección, o saltar o quedarse allí y morir. Iruki, sin más dilación, decidió que debía, sin dudarlo, saltar.
Retrocedió sigilosamente para coger la máxima carrerilla posible y se preparó.
El asesino le hizo un gesto para que esperara. Otro guardia se aproximaba sobre la muralla por su izquierda. Iruki se volvió a tirar al suelo y vio que el asesino en un movimiento velocísimo abría la puerta de la torre y desaparecía dentro. Al cabo de un momento, en el preciso instante en el que el guardia pasaba por delante de la puerta, ésta se abrió de sopetón y una negra mano sujetó al sorprendido guardia por la boca y lo hizo desaparecer en el interior de la torre. Un instante más tarde el asesino le indicaba que realizara el salto.
Iruki respiró profundamente para calmar los nervios que la atenazaban. Sentía miedo, un miedo brutal que casi le hacía temblar como las fiebres amarilla de las estepas; estaba casi convencida de que no podría librar la distancia con un salto. Pero si se quedaba la descubrirían y matarían. Mucho peor que eso, la torturarían y violarían. Aquel horripilante pensamiento la propulsó y comenzó a correr con toda la fuerza que sus piernas le permitían. Llegó al final del tejado y saltó. Saltó con la certeza de que si no lo conseguía estaba muerta. Puso toda la fuerza que su joven y ágil cuerpo disponía en aquel decisivo impulso, potenciada por el miedo y la ansiedad, a sabiendas que la traicionera muerte le esperaba.
Iruki voló.
Voló unos brevísimos instantes sobre el oscuro vacío, sus brazos totalmente extendidos en pos de la muralla.
Pero pese al grandísimo esfuerzo puesto en el salto, Iruki no consiguió alcanzar la muralla. Golpeó con su cuerpo la dura piedra, sus extendidas manos quedaron dos palmos por debajo del bordillo de la muralla. El impacto fue seco y doloroso pero la certeza de la caída y la muerte inexorable borraron al instante el dolor y los suplantaron con una agónica desesperación.
Aquel era su final. La joven Masig caía como caían sus esperanzas por vivir, hacia el lejano suelo de piedra y roca.
Pero, de súbito, como una fuerte ráfaga de aire, una férrea mano la sujetó por la muñeca que extendida en su vano intento por alcanzar la cornisa, aún mantenía en alto. El brazo salvador detuvo su caída con brusquedad, casi en el mismo instante del inicio de la misma.
Iruki levantó la cabeza y miró a los ojos al asesino. Éste los tenía cerrados, como si estuviera concentrándose. Lo observó entonar unas palabras en un extraño lenguaje y un pequeño destello rojizo recorrió el cuerpo del oscuro guerrero. Estiró el brazo hacia arriba y con una fuerza prodigiosa la levantó como si de una pluma llevada por el viento se tratase. En un soplo se encontraba sobre la muralla junto a su salvador. Respiró y se sacudió el susto del cuerpo. Lo que acababa de suceder era algún tipo de magia sombría, desde luego no era natural. «¡Por las interminables estepas! este hombre es algún tipo de demonio. No es un hombre corriente, hay algo más en él que entrenada destreza y habilidad».
—Gracias, te debo mi vida —le dijo agradecida al tiempo que miraba los extraños ojos de aquel hombre en los que por primera vez podía reparar. Una nueva y enorme sorpresa la atenazó por completo.
¡Sus ojos eran rasgados!
Aquello era algo totalmente fuera de lo normal. Iruki jamás había visto ojos similares en ningún hombre. Aquel asesino era extranjero, de algún lugar lejano, muy lejano, de alguna raza que ella no conocía ni de la que había oído hablar. ¿Del lejano este quizás? Iruki no lo sabía pero de las tierras del oeste no era.
—No me debes nada. Nada quiero de ti. Sígueme en silencio y trata de no matarte.
La respuesta no le hizo ninguna gracia, pero Iruki no protestó. Se pusieron de nuevo en marcha. Estaban aún en la segunda muralla e Iruki intuía que se dirigirían a la primera, la más exterior, para escapar desde allí. Avanzaron agachados y en sigilo durante un tiempo y finalmente se detuvieron. A poca distancia de donde se encontraban agazapados en las sombras, estaba situado el puente retráctil de madera que unía ambas murallas por el lado este. Un total de tres puentes, idénticos, unían las dos grandes murallas permitiendo el paso entre ellas. Si la primera muralla caía en manos del enemigo, los puentes se recogían o se podían quemar, dedujo Iruki contemplándolos. Dos centinelas patrullaban el puente más cercano realizando un lento y metódico recorrido de extremo a extremo.
No resultaría nada sencillo llegar a la primera muralla.
Su misterioso salvador le hizo una seña para que no se moviera. Iruki se ocultó en las sombras y contempló al asesino avanzar como flotando sobre el suelo en dirección al puente. Los centinelas no se percataron ya que se encontraban cruzando en dirección norte y el asesino avanzaba a sus espaldas desde el sur. Al llegar al puente, el asesino dio un salto y quedó colgado de un lateral al vacío. Iruki no pudo reprimir un gemido del susto. Por un momento pensó que su compañero de huida se precipitaba de cabeza al vacío. Lo contempló con el corazón en un puño; los centinelas habían dado la vuelta y se aproximaban por el puente.
«¡Lo descubrirán, lo van a ver, hay demasiada claridad en ese puente! ¡Esas antorchas lo delatarán sin duda!».
Y ante sus ojos el asesino desapareció misteriosamente, fundiéndose por completo en la negrura de la noche.
«¡No puede ser, ha desaparecido. Ya no está!».
Los centinelas llegaron a la altura del desaparecido asesino e Iruki tragó saliva. De repente, desde el punto donde había desaparecido el asesino, una sombra salió despedida hacia los dos centinelas con un prodigioso y fulminante salto. Los dos soldados cayeron al suelo ante el impacto del ataque sorpresa. Dos negras dagas sobrevolaron los cuerpos de los derribados soldados realizando vertiginosos arcos y, en un instante, ambos habían perdido la vida. El misterioso asesino los había degollado con expertos cortes.
Iruki no daba crédito a sus ojos. Ningún hombre podía ser tan ágil, fuerte y letal, aquellos movimientos eran inhumanos, demoníacos. Parecía un hombre poseído por el espíritu del guepardo moteado de las praderas.
El puente quedó despejado. Ambos lo cruzaron con rapidez en dirección a la muralla exterior. Llegaron a las inmediaciones de una gran torre circular descubierta en la muralla donde dos centinelas vigilaban el exterior. La torre daba directamente al gran foso de gélida agua, donde la gran fortificación llegaba a su fin. Iruki comprendió que aquel era el destino final al que se dirigían. Aquella era la torre por la que descenderían hasta el foso. Sólo se interponía ante ellos un último escollo: los dos centinelas allí apostados. El asesino, agachado contra el muro, le hizo la señal para que se detuviera. Él continuó avanzando.
Se situó a unos pasos de los dos guardias con un sigilo que rivalizaba con el de la propia muerte. Un pequeño destello rojizo recorrió su cuerpo y tras aguardar unos instantes, como esperando al momento propicio, salió disparado hacia los desprevenidos soldados a una velocidad abismal cual guepardo de las estepas a la caza de dos incautas gacelas. Atacó al primero con un golpe seco circular con el mango de la daga a la altura de la sien, justo por debajo del casco, dejándolo momentáneamente aturdido. El otro guardia se giró sorprendido para encontrarse con un ataque combinado. El asesino le propinó un cabezazo que le rompió la nariz y antes de que pudiera defenderse, un tajo salvaje le rebanó el cuello. El asesino, instantáneamente, se giró y antes de que el degollado guardia tocara el suelo, con un movimiento ascendente clavó la daga en la barbilla del todavía aturdido soldado.
Los dos murieron sin emitir un grito.
Iruki se acercó a la torre y vio que el asesino descolgaba la cuerda que llevaba consigo. «Demasiado corta para descender desde esta altura» pensó ella. «Estas murallas son altísimas por lo menos tres veces la longitud de esa cuerda». El asesino comenzó a descolgarse por la pared y ella lo siguió sin preguntar. Efectivamente, tal y como había supuesto, el asesino llegó al final de la cuerda y aún quedaban dos tercios para finalizar el descenso. Él la miró un instante. Le guiñó un ojo y se lanzó de espaldas al vacío con una pirueta cual ave acuática.
Sin pensarlo dos veces lo siguió.
La caída fue larga y el miedo la agarrotó por completo. En un instante estaba volando, cayendo a gran velocidad y antes casi de que pudiera esgrimir pensamiento alguno entró en contacto con la gélida agua del foso que rodeaba la fortaleza. El impacto, pies por delante, fue estremecedor y la gélida sensación del contacto con el agua un impacto terrible. Con todas sus fuerzas se sobrepuso a la glacial puñalada y nadó frenéticamente hacia la superficie en busca del preciado aire, rodeada de la gélida negrura que la bañaba. Iruki braceó con todo su ser consiguiendo finalmente alcanzar la superficie y respirar. Sacudió su dolorida cabeza y respiró llenando sus pulmones por completo. «¡Viva, estoy viva!». Nadó hasta la orilla donde aguardaba el asesino agazapado, y, sin tiempo para recuperarse del increíble salto que acababa de sobrevivir, salió del agua, y lo siguió agachada y en silencio.
Los dientes le castañeteaban.
Las extremidades le temblaban.
A sus espaldas podía oír los gritos de los guardias que habían oído la zambullida en el agua y estaban dando la alarma.
Llegaron a unos árboles tras bordear unas grandes rocas y descubrió sorprendida dos magníficos caballos castaños ensillados y a la espera. El asesino montó y le señaló el otro caballo. Ella montó con dificultad, pues la gente de las estepas no usaba sillas de montar. El asesino comenzó a cabalgar y ella lo siguió.
Situándose a su altura y a galope tendido le preguntó:
—¿Hacia dónde nos dirigiremos?
—Hacia el sur —respondió el asesino sin más explicaciones.
—Pero al sur sólo está el gran río Utla, no podremos cruzarlo, nos apresarán.
—No te preocupes, Masig, la huida está dispuesta. Una embarcación me aguarda para cruzar al otro lado del gran río. A las tierras de tu gente. Pronto serás libre.
Iruki no podía creer su suerte, estaba escapando de un destino peor que la muerte, de un destino de esclavitud, violaciones y vejación.
Un destino que sin duda le habría llevado a quitarse la vida.
Aquel misterioso asesino la había salvado.
No lo olvidaría.
Nunca.