Oscuro poder

 

 

 

A miles de leguas de distancia de los sinsabores de la Ceremonia del Oso de los Norriel, en un lejano continente más allá de los Cien Mares, Isuzeni esperaba sentado en la antesala al trono. Aguardaba a ser llamado por su poderosa y despiadada reina. Yuzumi, la Dama Oscura, como era conocida a lo largo del devastado continente de Toyomi. Aquella mañana la reina había requerido de su humilde presencia. Desconocía el motivo, pero como Sumo Sacerdote del Culto a Imork, señor ancestral de los muertos, y como Consejero personal de su todopoderosa reina, estaba habituado a que lo convocaran para llevar a cabo los deseos de su ama y señora.

Allí sentado contemplaba pensativo la estancia con sus rasgados ojos oscuros. Ante él, una sala grande y exquisitamente decorada, vestida con aterciopeladas telas que bañaban las paredes con los colores del Imperio. Una enorme bandera ondeaba en un balcón mostrando sus dos espadas de hoja curvilínea en rojo intenso sobre un fondo negro como la noche, un estandarte que allá donde se avistaba generaba pavor entre sus enemigos y miedo entre sus súbditos. Insignia que desde que la reina Yuzumi había comenzado la guerra por la conquista del Imperio, hacía algo más de diez años, había tomado reino a reino de forma paulatina y despiadada hasta dominar todo el continente.

Toyomi, su tierra, se había encontrado sumida en una sangrienta guerra por más de una década.

Ninguno de los nueve reinos en los que se dividía el lejano continente en forma de media luna había podido parar el sangriento e implacable avance de la Dama Oscura en su inagotable ansia de poder. Su poder atenazaba y ahogaba todo aquello sobre lo que se extendía, como una gigantesca marea negra apresando y sofocando todo a su paso. Hacía sólo diez años, La Dama Oscura arrebataba por la fuerza el reino de Kotami a su legítimo soberano. A pesar de ser el más débil y pobre de los nueve reinos del continente, comenzó desde él la gran conquista. Algo totalmente impensable, algo que nadie había conseguido en más de 500 años. El último líder que se alzó en solitario sobre todos los reinos del continente fue el gran Zokimori, que reinó durante cincuenta años. Fueron años de sufrimiento, años que sumieron a todo el continente en una bruma de oscuridad y maldad, sometiendo a todos sus súbditos a su despiadado yugo y malvado poder. Una época amarga dentro de la historia del convulsionado continente. Y ahora, después de tanto tiempo, la historia volvía a repetirse, demostrando una vez más lo inútil que resultaba enfrentarse al poderoso lado oscuro del poder y la ambición.

La Dama Oscura había derrotado y eliminado a los nueve soberanos, uno tras otro, y había clavado su sangrienta bandera en las capitales de los nueve estados. Ahora todo le pertenecía, nada ya se interponía en su camino. El continente de Toyomi había caído bajo su sangriento poder. Para asegurar el futuro control de cada reino, la despiadada conquistadora no sólo había vencido y eliminado a sus respectivos líderes, sino que había exterminado a toda la estirpe real, a todos los Generales y Consejeros leales al trono y a todos los miembros de sus familias, sin excepción. Nadie quedaba que pudiera oponer resistencia alguna. Nadie.

Muy pocos habían conseguido huir de sus despiadadas y sangrientas garras; la Dama Oscura disponía de una Orden secreta de expertos asesinos a los cuales encomendaba la labor de encontrar y matar a los huidos. Estos asesinos perseguían a sus víctimas de forma implacable, el fracaso en llevar a cabo una misión acarreaba el deshonor y, por consiguiente, una muerte llena de sufrimientos impensables. Por ello, perseguían de forma implacable incluso a los que habían conseguido huir en barco a otras tierras lejanas, tan lejanas como el grandioso y rico continente de Tremia. La distancia no representaba la salvación para sus víctimas, únicamente postergaba lo inevitable.

Isuzemi se levantó, miró algo molesto el duro sillón de madera forrado de terciopelo rojizo. Se apoyó en su singular cayado, coronado por una esfera blanca de poder arcano, y comenzó un paseo por la elegante estancia con la intención de estirar sus entumecidas piernas y doloridas posaderas. Vestía su túnica favorita, un poco larga como acostumbraba, de exquisita seda de un color granate cual denso vino y ribeteada con llamativos emblemas dorados. En el centro de la túnica lucía bordada una calavera dorada de abismales ojos rodeada por dos serpientes entrelazadas cuyas cabezas se enfrentaban en perfecta simetría. Era el símbolo del Culto a Imork. Como parte de su vestimenta, llevaba una capa de terciopelo negro con el mismo símbolo dorado bordado en el centro. Sus manos estaban cubiertas por guantes de seda negros y calzaba botas bajas de fino cuero.

Mientras caminaba a lo largo de la rectangular estancia observó a los ocho guardias de honor, cuatro a cada lado, que silenciosamente cual estatuas de piedra custodiaban la antesala. Vestían una pesada armadura completa de láminas, negra como una noche sin luna. En el pecho llevaban grabado el emblema de su reina, las rojas espadas entrecruzadas. Sus caras estaban ocultas tras una máscara roja que sólo permitía discernir unos ojos rasgados, una mirada fría y perdida, la de unos soldados de élite. Sobre sus cabezas llevaban el tan particular casco tradicional, a cuello cubierto y de visera, bajo la que escondían, su semblante guerrero. Se trataba de los Moyuki, la guardia de élite de la Dama Oscura, los mejores guerreros de todo Toyomi. Soldados reclutados y adiestrados por su formidable fortaleza física y habilidad con el acero. Grandes, fuertes, letales, obedientes y fieles hasta la muerte. Una fuerza de élite cuya única misión era la de salvaguardar el bienestar de su reina.

«Realmente un loable cometido, un honor sin parangón» pensó Isuzemi con una sonrisa. Él los había visto en acción en muchas ocasiones a lo largo de las campañas militares de los últimos años y eran todo un espectáculo. Constituían una fanática y terrible maquinaria de matar, capaces de desplegar oleadas de destrucción y muerte allí donde su ama lo requiriera. Un centenar de Moyuki luchando en formación cerrada llegaba a crear tal devastación en el campo de batalla que podía alterar por completo el curso de una batalla decantándola del lado de la Dama Oscura.

Se recostó sobre una ventana y miró al exterior. Recordó con claridad el día, hacía veinte años, en que la Dama Oscura llegó al templo del Culto a Imork en el cual él era, en aquel entonces, un simple Sacerdote Oscuro. La niña tenía siete años y ya irradiaba un poder manifiesto a aquella temprana edad, una energía contenida que para aquellos agraciados con el Don o instruidos en el arte para reconocerlo, destacaba sobremanera. Uno de los sacerdotes del templo la había descubierto en una pequeña aldea de pescadores durante un viaje a uno de los templos de la costa noreste. La niña era huérfana y nadie conocía su pasado. La habían abandonado a la puerta de un humilde pescador. Éste, cuya mujer e hijo habían fallecido por las fiebres, compadeciéndose de la pequeña la había acogido en su casa y la había criado. El sacerdote no tuvo problemas para convencer al viejo pescador de que la joven estaría mejor cuidada y tendría un futuro mucho más prometedor si el poderoso Culto a Imork la acogía y la protegía. Tras ofrecerle una generosa compensación económica, se llevó a la niña al templo de la costa, dejando al viejo pescador sumido en la tristeza.

Las primeras muestras de aquel inocultable Don hicieron inevitable enviar a aquella niña al Templo Mayor en la capital del reino de Zchu, uno de los nueve reinos de Toyomi, donde insignes Sacerdotes de rango más alto podrían instruir adecuadamente a la niña y guiarla hacia un brillante futuro. El Culto a Imork estaba siempre dispuesto a captar nuevos adeptos, especialmente aquellos que gozaban del Don. Cuantos más adeptos mayor era el alcance e influencia del Culto, y cuantos más miembros alistados en su rígida estructura piramidal agraciados con el Don, mucho mayor el poder global del Culto. Desgraciadamente, el Don era escaso, muy pocas personas nacían con él y no podía ser ni adquirido ni traspasado. Ni siquiera se garantizaba su continuidad genéticamente. Un padre podría tener el Don y su hijo no tenerlo y viceversa. Aunque sí existía una mayor afinidad a encontrarlo dentro de una misma familia. En la mayoría de casos, cuando el Don se manifestaba en una persona, lo hacía en una proporción limitada, minúscula en muchas ocasiones. De todos los sacerdotes del Culto, la gran mayoría apenas habían sido agraciados con más de cuatro gotas de la fuente de poder del Don. Sólo un puñado de afortunados había sido bendecido con un pozo de poder considerable. Isuzeni se encontraba dentro de este último grupo de agraciados y era muy consciente de su tremenda fortuna.

Pero el poder de su Don palidecía en comparación al de su ama y señora.

Desde el día en que la joven llegó al templo, sus destinos habían quedado unidos, entrelazados, inexorablemente. Primero como profesor y alumna y después como Consejero y monarca. Su primer recuerdo de ella, tan imborrable como impactante, fue del día en que la niña llegó. Allí estaba, en el patio interior del gran templo. Su cabello, perfectamente peinado, caía liso hasta la cintura. Era de un negro azabache encandilador y sus enormes ojos sesgados, oscuros y fríos como la noche invernal. Aquellos ojos, si bien sesgados y alargados como correspondía a su raza, eran impactantes por la oscuridad que irradiaban. Su piel era nívea y de una delicadeza que sorprendió a Isuzeni, la amarillenta tonalidad de su raza era casi imperceptible en ella. Pero lo que más le impresionó fue la intensidad, la magnitud de su Don Arcano. Era de unas proporciones no vistas en nadie en muchas generaciones. Un auténtico portento que afortunadamente se había descubierto a una temprana edad, lo cual hacía factible poder desarrollar plenamente aquel inmenso potencial. Isuzeni sabía perfectamente que resultaba considerablemente más difícil, muchas veces simplemente imposible, el desarrollar tal potencial en adultos, ya que el vinculo entre el Don y la persona iba debilitándose y muriendo con el paso del tiempo si la unión no se establecía, igual que un organismo vivo, una flor a la que no se ha prestado el cuidado necesario y que se va marchitando con el paso de los días hasta que finalmente muere.

Isuzemi se dejó llevar por las memorias hasta aquel crucial día en el que se produjo el primer encuentro:

—Hola, pequeña —le dijo mientras la saludaba con la mano y le daba la bienvenida con una gran sonrisa.

—Hola —contestó la introvertida niña sin levantar la cabeza para mirar a su interlocutor.

—Empecemos por las presentaciones. Mi nombre es Isuzeni y soy un sacerdote del Culto aquí en el templo. ¿Cuál es tu nombre, pequeña?

—Me llamo Yuzumi.

—Creo que tú y yo vamos a ser muy buenos amigos —le dijo él en tono amigable—. No tienes nada que temer y nada de qué preocuparte, estás en un lugar seguro. Esta será tu casa por un tiempo y cuidaremos muy bien de ti. No te preocupes por nada, cualquier cosa que necesites no tienes más que pedírmela.

—¿Qué voy a hacer aquí?

—Lo que vas a hacer es aprender. Yo seré tu tutor y te enseñaré todo lo que sé sobre muchas e interesantes materias. Además, cuando estés preparada, otros sacerdotes más poderosos que yo te instruirán en disciplinas de otro nivel que te permitirán realizar cosas que ahora mismo ni podrías llegar a soñar.

La niña alzó la cabeza, le miró fijamente a los ojos como intentando vislumbrar algún atisbo de engaño, y tras unos instantes asintió con la cabeza y volvió a bajar la mirada.

—¿Qué tipo de cosas?

—Cosas mágicas… ¡increíbles!

Ella volvió a mirarlo a los ojos, lo estudió y volvió a bajar la mirada.

—¿Mágicas? ¿Cómo?

—Verás, tú eres una persona muy especial. Has nacido con un gran regalo, un Don que te acompañará siempre y te permitirá hacer cosas que el resto de los mortales sólo sueñan.

Tras volver a mirar al sacerdote un instante más con voz calma y asintiendo dijo:

—Te creo.

Habían pasado veinte largos años desde aquel día y hoy aquella introvertida niña había creado un Imperio gracias a sus conquistas, disponía de un ejército de más de 75.000 hombres y era la dueña y señora de todo un continente.

Las dos puertas de la sala real se abrieron al unísono y dos guardias imperiales Moyuki entraron en la antesala.

—Su Alteza le recibirá ahora, Eminencia —anunciaron al mismo tiempo que se inclinaban en signo de respeto ante el Sumo Sacerdote.

Isuzeni, sin mirarlos, se dirigió a ver a su reina.

Sentada en un rico trono de marfil que palidecía ante su exquisita y letal belleza, Yuzumi lo miraba con el rostro sereno rodeada de leales guardias. Su belleza y poder eran tales que Isuzeni se maravillaba cada vez que se encontraba en presencia de su Majestad. Especialmente su poder, que ahora más que nunca, le asombraba.

—Creo que tienes algo que contarme, mi querido Consejero, ¿no es así? —dijo la reina con su tono aterciopelado al tiempo que severo y directo.

—Majestad —saludo él realizando una reverencia al tiempo que comprendía por qué había sido requerido, aunque desconocía cómo la reina había llegado a saberlo—. Se ha producido un incidente relacionado con el Marcado.

La reina se irguió en su trono.

—Continúa —le indicó asintiendo.

—Nuestros espías en el gran continente del oeste más allá de los Cien Mares han recibido información sobre un posible candidato.

—¿Qué grado de fiabilidad tiene esta información? Tremia está muy lejos…

—Muy bajo, Alteza. No es más que un rumor, pero la edad coincide.

—¿Se ha manifestado el Talento? —preguntó la reina.

—Sí, mi señora. El joven ha mostrado poseer el Don.

—Dame los detalles de los que disponemos.

—Los rumores que trae el viento hablan de un joven en una remota aldea en las montañas al norte del reino de Rogdon, que fue capaz de matar a otro joven únicamente con el toque de su dedo.

—Muy interesante… si fuera cierto. Eso atestiguaría su Talento. Un Talento poderoso. De ser cierto, claro está.

—Eso es lo que llamó mi atención, Majestad —dijo el Sumo Sacerdote con una chispa brillando en sus ojos.

—¿Son los rumores creíbles o sólo otro montón de falacias como los muchos que hemos perseguido durante los últimos años?

—Creíbles mi señora. El incidente tuvo lugar frente a toda una aldea durante un torneo de espada. Un enorme número de personas lo presenciaron. De ahí que los rumores se expandieran con tremenda rapidez y hayan llegado a oídos de nuestros espías.

—¿Qué edad tiene? —prosiguió la reina con interés.

—19 años aproximadamente. Coincide con la supuesta edad del Marcado.

—¿Cuánto tiempo desde el incidente?

—Ummm… Algo más de dieciséis semanas. Las noticias tardan en surcar los mares y llegar hasta nosotros, Majestad.

—Es posible que ya no se encuentre en esa población, que se haya escondido al ver que su poder se revelaba —meditó la Dama Oscura acariciando su larga melena azabache.

—¿Creéis que es ya consciente de su poder… de su posible destino?

—No, no creo que sea consciente aunque cabe la posibilidad de que esté bajo la tutela y protección de alguien que conozca la premonición. Eso explicaría por qué todos nuestros esfuerzos por encontrarlo hayan sido en vano. No disponemos de suficiente información como para asegurar que se trate de él. Podría ser otro joven con el Don pero no necesariamente el Marcado. Sin embargo, como bien dices, la edad y el tipo de poder coinciden. No quiero correr riesgos.

—¿Qué deseáis que se haga?

—Que sea eliminado de inmediato.

—¿Envío a uno de los Asesinos Oscuros? Disponemos de varios agentes en Tremia realizando diversas labores de espionaje.

—¿Dónde se encuentra esa aldea dentro del gran continente?

—Al oeste, Majestad, al norte del reino de Rogdon. En las tierras altas habitan unas tribus a las que se les conoce como los Norriel. Salvajes de las montañas, Alteza, bastante incivilizados, y buenos luchadores según los rumores. El territorio se considera hostil y peligroso. Rogdon ha desistido en su conquista tras varios intentos infructuosos, principalmente por el elevado coste de las campañas y el poco beneficio que aportan esos territorios, si bien dan paso al Mar del norte.

—Envía a los Tigres Blancos. Es un terreno en el que ellos se desenvuelven mejor. Asegúrate de que no se confíen. Si es el Marcado podría llegar a ser muy peligroso.

—Los Tigres Blancos son cazadores de hombres sin igual en todo el Imperio, Majestad. Nadie puede huir de ellos. No tengo ninguna duda de que cumplirán su acometido.

—Que así sea. Llevo años buscando al Marcado sin éxito pero lo encontraré, debo encontrarlo. Es imperativo que sea destruido a cualquier precio. ¡La premonición no puede cumplirse!

—Será destruido, Alteza —aseguró el Consejero Real realizando una reverencia ante su poderosa señora.

—No me defraudes, Consejero. Quiero rubricar la conquista de todo el continente con la muerte del Marcado. No me niegues aquello que tanto ansío, el continente es mío por fin, después de diez largos años de guerra. Tráeme la cabeza del Marcado para celebrarlo tal y como deseo.

Isuzeni se dio la vuelta y se apresuró a abandonar la sala real.

La mujer más poderosa del mundo acababa de ordenar una muerte. Una muerte que si resultaba ser la del Marcado, sería de una importancia colosal ya que cambiaría el destino del mundo conocido.