Tragedia

 

 

 

No podía dormir. Komir volvió a cambiar de postura sobre el firme camastro pero el esquivo sueño era hoy su enemigo. La noche había descendido plácidamente sobre la pequeña granja hacía horas. Su mente no paraba de castigarle de forma involuntaria enviando cientos de imágenes y pensamientos dispares. Sentía que estaba cansado, los ojos le pesaban, quería dormir, pero el ansiado descanso no llegaba. Había pasado gran parte del día cazando y realizando tareas en la granja y sus músculos estaban fatigados. Sin embargo, su mente saltaba alocadamente de un lugar al siguiente, de un pensamiento a otro, sin descanso. Se concentró intentando no pensar en nada. Pretendió detener la frenética actividad de su cerebro centrándose en apagar cualquier idea que su mente creara. Pero sin que pudiera evitarlo la imagen de Akog muerto en la plaza de la aldea le asaltó y el corazón le dio un vuelco. Un malestar ácido le atacó la boca del estómago y respiró profundamente intentando aplacarlo sin éxito.

Su mente saltó de inmediato a otra insufrible escena, la de su gente acusándolo de brujería con gritos lacerantes y ensordecedores chillidos, que castigaban su derrotada alma. La aguda sensación de malestar fue aumentando. Intentó apagar las imágenes concentrándose en la negrura, en la oscuridad. No existía nada más, únicamente la oscura noche, el vacío. Las imágenes cesaron por un instante siendo reemplazadas por un velo de tinieblas completamente impenetrable. Pero ese sentimiento acosador, la ansiedad que lo atenazaba, no le permitía conciliar el sueño. Por un momento lo consiguió y su desazón comenzó a aplacarse paulatinamente. Pero una nueva imagen surgió eludiendo el ennegrecido velo protector y volvió a encontrarse en medio de la plaza siendo acusado por los gritos de toda la tribu. Mil ojos desdeñosos le atravesaban con desprecio. Su ansiedad se disparó, provocando que el estómago le diera un vuelco, y experimentó una terrible sensación, como si le perforan el pecho con una flecha de seis aristas. Aunando fuerzas contra lo que parecía que no podía controlar logró erradicar aquella visión de su mente.

Cambió de posición, una vez más, en un intento de situarse algo más cómodo para cazar la elusiva pieza que aquella noche era el sueño, sabedor de que si las imágenes continuaban su ansiedad se incrementaría y no conseguiría pegar ojo. Incontables eran ya las noches que había pasado en vela, acosado por los demonios internos de su subconsciente. Con renovada determinación se concentró en crear un manto negro y evitar cualquier imagen o pensamiento que no fuera la más profunda de las oscuridades.

La batalla por el descanso continuó librándose en su mente durante horas. Finalmente consiguió dormirse, aunque él no fuera consciente.

Y soñó.

Una sensación apacible y agradable lo abrazó y se dejó arrastrar a las profundidades del atrayente descanso, guiado por la efímera promesa del deseado reposo. Soñó que descansaba tumbado sobre un mullido manto de flores silvestres, al pie de los hermosos bosques al norte de la granja, en los prados altos. Un sentimiento de bienestar lo cercó como los protectores brazos de una madre mecen a su retoño. Una suave y cálida brisa le acarició el cabello y el inconfundible olor de las flores en verano le cautivó los sentidos. Llevado por los agradables sentimientos que lo envolvían, cayó en un sueño más profundo todavía.

Lentamente, una misteriosa silueta se situó a su lado. Iba ataviada con una larga túnica de lana negra y llevaba la cabeza cubierta por una capucha del mismo color. El extraño eclipsó con su figura el radiante sol que le bañaba el cuerpo, interrumpiendo la tan agradable sensación que experimentaba. Komir tumbado boca arriba sobre la mullida hierba, miró al recién llegado abriendo un ojo con esfuerzo. No podía verle la cara, una sombra bajo la capucha era todo lo que entreveía. Pero no sentía miedo ante la presencia de aquel personaje, pues instintivamente era consciente de que no constituía una amenaza. La figura, si bien desconocida, no le era del todo ajena. Casi podía asegurar que le era hasta cierto punto conocida, familiar incluso.

La enigmática figura encapuchada le mostró las manos. Unas manos de mujer, delgadas, frágiles, castigadas por la dureza de la vida. Komir las observó atentamente pero no las pudo reconocer. Sin embargo el sentimiento de familiaridad se acrecentó. El castigador paso de los años era claramente patente en ellas. Eran las palmas de una mujer humilde, trabajadora, marcadas por el trabajo y la dureza de la vida en las montañas. La figura dio media vuelta y se dirigió al cercano riachuelo que descendía desde el bosque en dirección a los verdes pastos. Al llegar al arroyo se arrodilló y con las dos manos formando un cuenco las introdujo en el agua. Se puso en pie y portando en sus manos el agua del riachuelo se le acercó sin emitir palabra alguna.

Komir se sentó sobre el suelo y miró sin comprender el agua que le mostraba. No entendía lo que estaba ocurriendo. Intentó examinar nuevamente al rostro bajo la capucha pero le resultó imposible. Pretendió preguntar a aquella mujer qué era lo que quería pero no consiguió articular palabra, como si por algún sórdido motivo le hubieran robado el habla. Los labios articulaban las palabras que su mente ideaba pero ningún sonido surgía de su silenciada garganta. Llevando la mano al cuello comprobó alarmado que realmente estaba hablando, pero el sonido emitido había sido borrado del propio aire al abandonar su boca.

Un fugaz pero intenso destello plateado captó su atención. Procedía del agua que la misteriosa figura portaba en sus manos. El resplandor volvió a producirse con mayor intensidad y, sin ser él plenamente consciente, lo encandiló cual enamoradizo mozalbete. El agua, en calma plena, brillaba con gran intensidad y tras unos instantes el fulgor volvió a desaparecer. La superficie de ésta se transformó en un pequeño espejo. Un espejo ondulante sujetado por dos ancianas manos. Komir podía ver su rostro reflejado con toda nitidez. Comprobó que su rostro comenzaba a desaparecer y era sustituido por otra imagen borrosa. La imagen fue tomando forma lentamente, como si de un amanecer se tratara. Un paraje tomó forma, le era muy conocido aunque no conseguía ubicarlo. Era de noche y una espesa neblina cubría el terreno impidiendo a su mente concretar los detalles.

Continuó observando la imagen intrigado, intentando darle sentido. Alcanzó a ver un denso bosque bajo una noche estrellada; en él varias figuras ataviadas con pieles de algún animal salvaje se movían, sigilosas, como la bruma al amanecer. Llevaban máscaras cubriendo sus rostros con aciagas y terroríficas dentaduras. Vestigios de sangre asomaban por aquellas mandíbulas. Vestían de negro, con aderezos en rojos e iban enfundados en pieles de tigre. Sus movimientos eran los de ágiles guerreros. Una sensación de acuciante alarma violentó a Komir. El peligro y la intranquilidad lo golpearon. Continuó observando el bosque por el que corrían, le resultaba muy familiar, un lugar conocido, pero no conseguía adivinar cual era. La sensación de alarma comenzó a crecer, el pulso a acelerarse y su nerviosismo se disparó cual saeta abandonando un potente arco.

El líder de las figuras enmascaradas progresaba a la cabeza del grupo y forzaba ahora un ritmo demoledor. La máscara que cubría su rostro llevaba dibujada una siniestra dentadura con atroces colmillos. En la cabeza y espalda portaba una piel de un gran tigre blanco. Era un guerrero grande y musculoso. Llevaba una armadura de cuero reforzada teñida de negro y decorada en el pecho con símbolos en rojo, hombreras de piel de tigre y pantalones negros también forrados de la misma piel. Avanzaba con una larga lanza negra de afilada punta pintada en rojo. Se detuvo, realizó unas señas a su partida que Komir no llegó a descifrar y se dispersaron en varias direcciones.

Al verlos moverse con adiestrada sincronía la sensación de alarma aumentó aún más y su corazón comenzó a palpitar con extrema rapidez y fuerza, como queriendo abandonar su constreñido pecho.

¿Quiénes eran aquellas siniestras figuras? ¿Qué buscaban? ¿Por qué sentía tan desbocada ansiedad? Intentó calmarse respirando profundamente. Por un instante la imagen cambió, le mostró más de lo que, en un inicio, su visión había podido alcanzar; en medio de aquella nublada imagen y como surgida de improvisto, apareció ante sus ojos el sagrado monolito Norriel. ¡El monumento a Ikzuge, la diosa Sol! Komir sintió un golpe en el pecho y un frío maligno le recorrió todo su cuerpo. La imagen mostraba a los siniestros guerreros llegando al monolito.

¡El monumento está situado muy cerca de mi casa!

Su corazón se volvió loco y comenzó a latir cual semental desbocado. La imagen de sus padres, ajenos a todo peligro en su querida granja, asaltó su mente. El miedo le devoró el corazón.

¡Tengo que avisarlos! ¡Vienen a por nosotros! ¡Debo salvarlos!

Y despertó.

Con un brinco se incorporó en la cama en medio de un mar de fríos sudores. Abrió los ojos de par en par y examinó agitado todo lo que le rodeaba. Estaba en su habitación. Se puso en pie de un salto y esperó un instante a que los ojos se hicieran a la oscuridad. Rápidamente buscó los pantalones y botas y se vistió. Acto seguido se abalanzó sobre su espada, que colgaba envainada en la pared. La extrajo de la funda de cuero con un movimiento rápido y se dirigió a la habitación de sus padres. Sólo un pensamiento recorría su mente: debía avisarlos del inminente peligro. Entró en la habitación con sigilo. Se situó junto a su padre y tapándole la boca con la mano le susurró al oído:

—Despierta, padre, corremos peligro. Despierta.

Ulis, sobresaltado, abrió sus ojos castaños. Miró a Komir y tras un breve instante para despejar y centrar su mente, asintió a su hijo. Inmediatamente despertaron con mucha cautela a Mirta que, asustada, los miró con ojos temerosos.

—He tenido una visión —susurró Komir—. Corremos grave peligro: varios guerreros ataviados en pieles de tigre se aproximan. Vienen a por nosotros —explicó angustiado.

—¿Una visión? ¿No estarías soñando, hijo? —le preguntó Ulis con semblante de incredulidad.

—No, es algo más que un sueño, estoy seguro aunque no pueda explicarlo. Es una clara advertencia, un aviso de que estamos en peligro —aseguró Komir.

—¿Quiénes son y por qué quieren hacernos daño? —le preguntó su madre con voz acuciante.

—Parecen guerreros forasteros, madre, desde luego no son de ninguna tribu que reconozca y están muy cerca. Creo que vienen a matarme… La razón la desconozco pero tengo claro que yo soy la presa que buscan, Amtoko ya me lo advirtió.

—Si Amtoko te lo advirtió debemos obrar en consecuencia. La Bruja Plateada rara vez se equivoca —expuso Mirta.

—¿Cuántos son, hijo? —preguntó Ulis ya más convencido.

—Unos seis o siete aunque no estoy del todo seguro, podrían ser más.

—De acuerdo. Sean quienes sean será mejor que nos preparemos para su llegada. Nos defenderemos aquí dentro. En campo abierto tenemos menos posibilidades —afirmó Ulis.

—Démonos prisa, padre, deben de estar ya muy cerca.

Ulis señaló la puerta de la habitación y ordenó:

—Mirta coge el arco y sitúate cubriendo la puerta principal desde aquí. Nosotros les esperaremos en la entrada.

—De acuerdo —dijo ella mientras descolgaba el arco y el carcaj de la pared sin perder un momento.

Padre e hijo, espadas en mano, avanzaron hacia el lar con sigilo. Lo cruzaron y se situaron a ambos lados de la puerta de entrada cubriendo a su vez las dos grandes ventanas que la flanqueaban. Puertas, ventanas y postigos estaban perfectamente atrancados. Se agacharon y esperaron en silencio. Komir miró a su padre, que con cuidado intentaba penetrar la oscuridad de la noche mirando a través de las rendijas de la contraventana de madera. Él lo emuló. Todo era oscuridad, las nubes cubrían la luna y era poca la luz plateada que descendía desde los cielos nocturnos. Esperaron en silencio, Mirta tenía el arco armado. Apuntaba con pulso firme a la puerta. No se escuchaba ni un sonido, la cara de su madre reflejaba la tensión creciente del momento.

Komir percibió un leve movimiento y giró la cabeza. Dos finas varas de metal surgieron entre las rendijas del portón de madera y, sincronizadas, con sumo sigilo, elevaron a la par el grueso tablón de madera que aseguraba la puerta ante la atónita mirada de Komir. Con el mismo sigilo ambas varas de metal, hicieron descender el grueso tablón. Komir miró a su padre y éste asintió.

El temido momento de la confrontación había llegado.

La puerta se abrió un palmo sin emitir ruido alguno. Como surgiendo de una pesadilla, y en el mayor de los silencios, un enmascarado cubierto en piel de tigre dejó ver su estampa. Giró la cabeza, guiada por unos extraños ojos rasgados bajo la aterradora máscara, ojos nunca antes vistos por Komir. Antes de finalizar el giro, Ulis, que aguardaba agachado y expectante al otro lado de la puerta, le asestó un certero tajo en la garganta que acabó con la vida del siniestro atacante. El cuerpo se derrumbó sobre la puerta. Mirta, siguiendo su instinto protector, dejó volar una saeta en dirección a la oscuridad que se abría paso tras la puerta ahora abierta. Un ahogado grito de dolor se escuchó en el exterior. Una figura oscura saltó por encima del caído atacante con agilidad felina y rodó por la habitación. Mirta volvió a tirar, el atacante se movió a gran velocidad pero la flecha lo alcanzó en un brazo.

Komir, para proteger a su madre, se abalanzó sobre el guerrero tigre. Éste empuñaba una extraña espada de filo único y cortante, algo curva y chata, muy diferente a un arma Norriel. A su espalda podía oír a su padre luchando con otro enemigo. Komir lanzó un tajo hacia la cabeza del atacante pero éste lo bloqueó con un cuchillo similar a la espada y a una velocidad endiablada se giró lanzándole un corte al cuello. Al verlo, Komir, desplazó su cabeza hacia atrás como un rayo. Sintió el filo de la espada que, como una exhalación, pasó rozando su yugular. La adrenalina se le disparó por todo el cuerpo. Había estado a punto de morir, aquel malnacido había estado a punto de sesgarle la garganta. Recuperó el equilibrio y lanzó una feroz estocada. Su oponente la desvió con la espada y contraatacó con el cuchillo. Komir saltó hacia un lado para esquivarlo pero sintió un punzante dolor en el hombro: le había alcanzado. Se preparó para contraatacar de nuevo cuando la negra figura se arqueó en dolor y se giró. Komir pudo ver que llevaba una flecha clavada profunda en el centro de la espalda. Sin dudarlo, lo remató con una potente estocada. Hizo un gesto a su madre para agradecerle su ayuda.

Se volvió y encontró a su padre defendiéndose de dos atacantes junto a la puerta. Estaba en graves apuros y un sangrante corte en la frente estaba bañando de rojo su rostro. Un miedo terrible contrajo el corazón de Komir al ver a su padre luchando desesperadamente por su vida. El efecto inicial de la adrenalina y el nerviosismo puro ante la situación de grave peligro dejó paso a la inaceptable posibilidad de la muerte de sus seres queridos. Su innato atrevimiento y temerario espíritu se encogieron totalmente ante la posibilidad de una tragedia. No le importaba lo más mínimo su vida, de hecho estaba completamente dispuesto a morir en defensa de su hogar y familia. Pero la horrible posibilidad de perder a sus seres queridos le resultaba insufrible. Con el corazón encogido se dispuso a ayudar a su valeroso padre.

Repentinamente, y con un gran estruendo que le hizo cubrirse instintivamente la cabeza, las dos ventanas a ambos lados de la puerta reventaron en mil pedazos. Madera y cristal llovieron hacia el interior sobre los combatientes. Siguiendo a la explosión, dos Tigres volaron desde el exterior. Rodaron por el suelo en una ágil cabriola y se lanzaron contra Komir. Con un rápido quiebro logró esquivarlos y ponerse en guardia. Con todas sus fuerzas, agarrando firmemente la espada, asestó un tajo hacia la garganta del enemigo a su izquierda. Éste retrocedió esquivando el envite. El segundo atacante dio un potente salto lanzándose por el aire y golpeó a Komir con una fuerte patada. El impacto lo propulsó hacia la mesa de roble a su espalda contra la que se estampó. En medio del dolor intentó ponerse en pie pero antes de lograrlo el primer atacante le lanzó un tajo a la cara. Lo esquivó milagrosamente tirándose hacia un lado por puro instinto. El segundo de aquellos salvajes atacantes se situó sobre él y levantó el brazo para asestarle el golpe final con su brillante espada. En ese momento pudo escuchar un sonido seco y vio como una flecha alcanzaba al salvaje en el pecho. El guerrero tigre agarró la flecha con una mano, dio dos pasos hacia atrás, y cayó muerto.

Komir se puso sobre una rodilla y bloqueó el ataque del segundo guerrero. Giró la cabeza para intentar ver cómo se encontraba su padre. Ulis se defendía de uno de los guerreros tigre. A sus pies yacían dos salvajes que Ulis había conseguido vencer. Sangraba abundantemente, la cara y su túnica de lana mostraban varias manchas rojas de sendos cortes. Estaba retrocediendo, defendiéndose con fiereza de su adversario. Con aquellas heridas y la perdida de sangre no aguantaría mucho.

Komir se estremeció. «¡Tengo que ayudarlo o morirá!».

Un tercer atacante entró corriendo y, con la espada en alto sujetada a dos manos se dirigió como una exhalación hacia Mirta.

Komir, todavía sobre su rodilla, saltó hacia el techo y a medio vuelo lanzó una patada a la cara de su sorprendido oponente forzándole a retroceder. Aprovechó la ventaja y, cambiando el movimiento en el último instante, lo convirtió en una certera estocada al corazón. El guerrero gimió de dolor mientras la vida abandonaba su cuerpo.

Mirta soltó una flecha que alcanzó, en el lado derecho del pecho, al atacante que se abalanzaba sobre ella. Éste continuó corriendo como poseído por un demonio. Antes de que pudiera recargar una nueva saeta, ya lo tenía encima. El guerrero levantó la espada y golpeó sobre la arrodillada arquera.

—¡No! —gritó Komir en desesperación.

Mirta se defendió bloqueando el golpe sobre la cabeza, con el arco sujeto a dos manos, que del impacto, se partió con un brusco chasquido. El guerrero volvió a levantar la espada para rematarla. Mirta soltó los dos trozos del arco y sacó su cuchillo en un intento baldío de defenderse. Antes de que el atacante pudiera rematar a su madre, Komir le clavó la espada en la nuca.

En ese momento tres enormes guerreros tigres irrumpieron en la casa. Su aspecto salvaje y su enorme tamaño atemorizaron los corazones de la familia Norriel. En el centro, Komir reconoció al líder del grupo, al que había visto en la visión. Llevaba una lanza de punta ensangrentada con extraños símbolos grabados. Los dos hombres que le acompañaban en pieles de tigre blanco iban armados con arcos cortos. Daban la sensación de ser tres bestias salvajes de las profundidades de alguna oscura jungla. Antes de que Komir pudiera reaccionar para atacar, los dos arqueros apuntaron y tiraron.

Komir saltó hacia un costado pero la flecha le alcanzó en el hombro. Sintió un estallido de dolor. Rodó por el suelo e intentó incorporarse.

Miró a su madre.

Una angustia infinita le sobrecogió el alma. De rodillas sobre el suelo de madera, con la cabeza gacha, Mirta se miraba una negra flecha que le sobresalía del estómago.

Komir gritó desesperado.

—¡Madre! ¡No! ¡Noooooo!

Preso de la desesperación se lanzó hacia los tres atacantes completamente fuera de si. Fue repelido por otra saeta que le alcanzó en el muslo derecho haciéndole perder el equilibrio y cayó al suelo. Desde la dura tarima vio a su padre acabar con su oponente y escuchó su agonizante grito al ver a su moribunda mujer:

—¡Mirta, Mirta! ¡No! ¡Mirta!

Con un grito lleno de desesperación, Ulis se lanzó contra los tres guerreros en un intento imposible por salvar a su familia.

El poderoso líder preparó su lanza, bloqueó a dos manos los ataques enfebrecidos de Ulis y golpeó al Norriel en el en rostro con semejante brutalidad que lo dejó completamente aturdido e indefenso. El poderoso líder tigre dio un paso atrás, con calma, y sus violentos ojos analizaron al desvalido Norriel. Sin mediar palabra, con un fuerte y brutal golpe de brazo, le clavó profunda la sanguinaria lanza. Ulis, herido de muerte, dejó caer la espada. Sujetó la lanza que lo había matado y dio dos pasos hacia atrás. Miró a su amada esposa, dio un desesperado paso en su dirección, se tambaleó y se derrumbó de costado sobre el suelo.

Komir gritó, un grito sordo y estremecedor.

—¡Noooooo! ¡Padre! ¡Noooooo!

La impotencia y la agonía por lo que estaba contemplando lo desbordaron. Creyó perder la razón.

El líder de los atacantes dio una orden a sus dos hombres en un gutural lenguaje ininteligible y se acercó a Ulis. Los dos guerreros tigre, dejando sus arcos cortos desenfundaron sus espadas y pausadamente se aproximaron a Komir y a Mirta con la inequívoca intención de rematarlos.

Komir no pudo erguirse. A duras penas consiguió clavar una rodilla. De su bota sacó una pequeña daga equilibrada de lanzar.

El líder se acercó a Ulis que con las últimas fuerzas nacidas de la desesperación absoluta intentaba seguir luchando por salvar a su familia. El líder tigre alzó su espada. Ulis, mirándolo, se puso de rodillas y le escupió, orgulloso, sin miedo. Con un fugaz movimiento el guerrero extranjero acabó con el bravo Norriel.

Komir lanzó la daga arrojadiza al guerrero tigre que se le acercaba con una fuerza desmedida, engendrada en la ira y la locura del fatídico momento. La daga alcanzó al guerrero en el ojo derecho con tal fuerza, que le hizo retroceder varios pasos antes de caer desplomado al suelo.

Mirta levantó la mirada de la negra flecha en su estómago. Contempló a su caído marido y con toda la fuerza de sus pulmones emitió un agudo y prolongado grito en dirección al cielo que desgarró totalmente la paz reinante en la noche.

Komir la miró reconociendo el inconfundible grito de alarma de los Norriel; aquel chillido despertaría a vecinos a largas distancias y alertaría a la guardia de la aldea.

El guerrero enemigo se apresuró a silenciar a Mirta y alzando la espada se dispuso a rematarla. Mirta bajó la cabeza, como aceptando su fatal destino, parecía vencida, desahuciada. El guerrero colocó la espada en el cuello de la Norriel y rió, seguro de la victoria. Con un veloz e inesperado movimiento, Mirta clavó el cuchillo que escondía a la espalda en la bota del guerrero, atravesando el pie y clavándolo contra el suelo. El guerrero gritó y apartó la espada, doblándose de dolor. Mirta liberó el cuchillo con las dos manos y en el mismo movimiento golpeó de forma ascendente clavándolo en el bajo vientre del salvaje guerrero. Éste retrocedió en un mar de sufrimiento.

El líder se acercó parsimonioso hasta Komir, que contemplaba la heroica acción de su madre, y le propinó una potente patada en la cabeza. El joven perdió el sentido por un instante y al recuperarlo y centrar la borrosa visión pudo ver que aquel enorme asesino se había situado a la espalda de su madre. La sujetaba del pelo y tenía la brillante espada en el cuello de Mirta. La sangre fluía de la flecha en el estómago de su madre, manchando el suelo sobre el que se encontraba arrodillada. El guerrero que Mirta acababa de mutilar gemía de dolor tirado en el suelo, la negra muerte rondaba muy cercana. Venía a posarse y llevárselo con ella.

Mirta miró a su hijo y con lágrimas en los ojos le dijo:

—¡Vive, hijo, tienes que sobrevivir!

—¡Madre! —fue todo lo que Komir alcanzó a decir en su agonía estirando la mano en un vano intento de llegar a ella.

—¡Vive un día más, tienes que salvarte, hijo!

—¡Madre!

—¡Vive, Komir!

El líder guerrero, mirando a Komir con sus rasgados ojos negros bajó la horripilante máscara, sesgó el cuello de Mirta y dejó caer al suelo el cuerpo de la brava Norriel. Komir vio como su madre se desplomaba a un costado. La cabeza tocó el suelo y sus ojos perdieron la luminosidad, el destello de la vida se desvanecía de su mirada perdida para no retornar jamás.

—¡No! ¡Noooooo! ¡Noooooo! —chilló Komir con la desesperación de mil almas condenadas al sufrimiento eterno. Su dolor, angustia y agonía eran de tales proporciones que su mente dejó de racionalizar. Con la locura nacida de una ira insufrible se puso de pie, obviando las dos saetas profundamente clavadas en su carne y la sangre que perdía por las heridas recibidas.

Recuperó la espada del suelo y arremetió contra el poderoso líder. Éste bloqueó los furibundos ataques mostrando gran habilidad. No sólo era poderoso sino un guerrero muy hábil y fantásticamente adiestrado en el manejo de la espada. Un seco y relampagueante puñetazo hizo retroceder a Komir, quien casi pierde el conocimiento por el impacto. Aquel guerrero atacaba con la celeridad y potencia de un gran felino. Komir lanzó una estocada fugaz pero fue desviada y seguida de un contraataque que le ocasionó un profundo corte en el brazo. La sangre comenzó a fluir de la herida. Su contrincante era más fuerte y más hábil. No podría vencerlo.

Estaba perdido, era su fin.

No viviría un día más.

La pierna derecha cedió bajo la herida de la saeta e hizo que clavara una rodilla en el suelo. Aun así pelearía hasta el final, moriría como un Norriel, espada en mano.

—Norriel somos, Norriel moriremos —gritó lleno de ira.

El líder enemigo avanzó y Komir le lanzó una última estocada desesperada al estómago. Su contrincante la desvió sin dificultad y lo desarmó con un rápido movimiento de muñeca. Aquel guerrero era un maestro con la espada. Seguro de la victoria, comenzó a reírse con guturales carcajadas.

Komir miró una última vez a sus padres, sus cuerpos sin vida yacían sobre el suelo como en una fúnebre y macabra representación. Una incontenible ira volvió a apoderase de su alma pero su cuerpo ya no le respondía, estaba exhausto, sin fuerza alguna, sentía inertes todos sus músculos. Sin embargo algo despertó en su interior en ese momento, algo aún vivo, algo con voluntad, intenso, nacido de la combinación de la ira y la desesperación, un sentimiento que no le era extraño aunque sí ajeno. Sintió una poderosa energía emanar del interior de su cuerpo, miles de pequeñas partículas emitiendo destellos de pura energía que recorrían su organismo y se le aglomeraban en el pecho. Pura energía emanando del interior de su ser. Centenares de azulados arroyos confluyendo en un mágico lago cristalino.

El salvaje líder tigre se situó sobre él y mirándolo a los ojos alzó la espada sobre su cabeza.

El momento final: la muerte.

«¡He de vivir, he de matar a esta bestia asesina, he de vengar a mis padres!».

La espada comenzó un mortal movimiento descendente en dirección a su cuello.

Komir levantó el brazo izquierdo para protegerse del letal golpe. Y en ese movimiento instintivo de defensa, la poderosa energía almacenada en su interior surgió de su cuerpo propulsada por la ira desmedida y la desesperación más absoluta, explosionando contra su atacante con una virulencia inusitada. El líder tigre salió despedido, volando por la habitación, golpeado por una gigantesca fuerza. La explosión de energía lo propulsó con una violencia increíble y lo estrelló contra la pared de piedra de la cabaña con un tremendo y espeluznante golpe.

Komir quedó atónito. «No puede ser… ha vuelto a ocurrir. No sé cómo, pero ha vuelto a suceder».

Su enemigo, tendido en el suelo varios pasos atrás, le miró con sus rasgados ojos y sin pronunciar una palabra comenzó a incorporarse lentamente, cual ser indestructible, sobrehumano. Komir no daba crédito a lo que sus ojos contemplaban. El impacto había sido de una brutalidad tremebunda, mayor de lo que ningún humano podría soportar, aquel hombre debía tener todos los huesos del cuerpo rotos. Sin embargo, intentaba avanzar hacia él, quería acabar con su acometido, como si las leyes de la naturaleza no le afectaran.

«No le puede quedar un hueso intacto en el cuerpo, nadie puede sobrevivir a semejante impacto, ¿acaso es sobrehumano?». Komir recogió su espada y sin un ápice de fuerza en los músculos, en un último esfuerzo estéril, intentó defenderse. El guerrero dio dos pasos de aproximación y alzó la espada sobre la cabeza.

Dio un paso más y se derrumbó al suelo.

Muerto.

Komir soltó la espada.

Perdió el sentido y se precipitó a la negrura.