Tesoros

 

 

 

Lindaro caminaba apresuradamente por la atestada calle mayor del gran distrito mercantil. Aquella era la zona más bulliciosa y llena de vida de la ciudad de Ocorum, la metrópoli eternamente alumbrada por el gran Faro de Egia.

Su sencilla sotana marrón rozaba contra los numerosos transeúntes, compradores y curiosos que se arremolinaban sobre los puestos de mercaderías y tenderetes de todo tipo, dispuestos a ambos lados de la amplia avenida comercial. En el centro de su sotana, a la altura del pecho, resaltaba el símbolo del Templo de la Luz: una estrella de 30 aristas en refulgente blanco, encajada en un círculo del mismo color sobre un fondo negro. Aquel emblema identificaba la orden eclesiástica del sacerdote. Miró al cielo con el fin de poder ver la posición del sol y calcular la luz que le quedaba al día. «Una hora más hasta el comienzo del anochecer. Mejor me apresuro a la posada; cómo pasa el tiempo, el día se queda en nada cuando hay tanto que hacer».

—Una bendición para una pobre viuda —le rogó una anciana vestida completamente de negro que al verlo avanzar en su dirección se le había aproximado.

Lindaro se detuvo, la miró con ternura y posando las manos sobre la cabeza de la longeva mujer, recitó en tono evocador:

—En nombre de este su humilde siervo, pido a la Luz creadora que cuide a esta hija suya, guiando y protegiendo su camino, iluminándolo para que siempre camine por la senda de la Luz y ningún mal la aflija.

La anciana sonrió al clérigo con alegría, su rostro era un mar de surcos y dejó entrever una pequeña boca donde únicamente tres disjuntos dientes sobrevivían.

«Los humildes que nada tienen con poco se conforman».

Lindaro reemprendió la marcha y al final de la calle giró a mano derecha para adentrarse en otra de las populares avenidas comerciales del distrito que, igualmente, estaba muy concurrida. Los ciudadanos realizaban las últimas compras del día, charlaban animadamente o simplemente curioseaban.

Intentó navegar la multitud lo más rápido posible pero el gentío le impedía avanzar cual olas rompiendo constantemente sobre su avance. «La gran metrópoli de Ocorum y sus agitadas gentes, siempre tan activas, en continuo movimiento, sin descanso. Miles de vidas realizando millares de acciones, tomando centenares de minúsculas decisiones a cada instante. La obra de la Luz es ciertamente una maravilla de gran esplendor».

Desde su retorno de la gran aventura en el Faro de Egia había estado tan ocupado que no había dispuesto de un solo instante siquiera para poder respirar. La actividad había sido frenética desde el mismísimo instante de la llegada al Templo de la Luz con sus compañeros de aventura. A su arribada, buscó inmediatamente al Padre Abad Dian, responsable del templo en Ocorum y su superior. Con gran excitación le narró la increíble aventura, el maravilloso descubrimiento del templo subterráneo y el hallazgo de la tumba de un posible Rey o Gran Señor de los Ilenios, de la Civilización Perdida.

El Abad no daba crédito a lo que estaba escuchando, por un momento Lindaro incluso dudó de que el buen Abad le fuera a creer, pero tras verificar la fantástica historia con los tres extranjeros y realizar incontables preguntas, finalmente pareció convencerse, si bien no completamente.

Organizaron de inmediato una expedición al templo bajo el gran faro y Lindaro guió al Abad y a varios de sus hermanos sacerdotes de la orden hasta el interior del mismo, mientras los tres compañeros reposaban y sanaban sus heridas en el Templo de la Luz.

Al regreso de la expedición, el Abad impuso voto de silencio a sus sacerdotes de forma que nada de lo presenciado del importantísimo descubrimiento fuera revelado o mencionado a persona alguna y asegurando así un secreto de vital trascendencia.

Debido a la extrema importancia del descubrimiento y al revuelo que sin duda se generaría si se divulgara su existencia, el Abad Dian decidió mantenerlo en completo secreto y de este modo disponer del tiempo necesario para investigar y estudiar aquel maravilloso hallazgo. Lo último que deseaba era enfrentarse a miles de curiosos entorpeciendo y haciendo imposible el trabajo de investigación a iniciar y tener que lidiar con ladrones, asaltadores de tumbas y otros canallas de calaña similar. Necesitaban un tiempo prudencial sin ser molestados o entorpecidos para poder estudiar y aprender lo máximo posible de los Ilenios y los misterios enterrados en aquel sorprendente lugar.

Los tres compañeros, por su parte, no vieron inconveniente en guardar el secreto y proporcionar al Abad el tiempo que necesitaba para sus labores de estudio. Se organizó un cuidadoso plan para ocultar lo acontecido y no llamar la atención de la siempre vigilante, y curiosa por naturaleza, ciudad portuaria. Fabricaron una historia ficticia para encubrir los viajes de los sacerdotes al faro: urgentes y laboriosas reparaciones necesarias en el gran brasero que iluminaba las costas. Teniendo en cuenta que la guerra estaba apunto de estallar resultó totalmente convincente. Desde ese momento, los días para Lindaro se consumían a una velocidad vertiginosa.

Dio un súbito giro a la izquierda abandonando la calle en la que se encontraba y ante sus ojos apareció una pequeña plazoleta. Al otro lado de la misma, se alzaba el pintoresco edificio de la posada del Caballo Volador, donde sus tres compañeros extranjeros estaban terminando de recuperarse de las heridas sufridas en la aventura subterránea. Por alguna extraña razón, que Lindaro no alcanzaba a comprender, preferían el ruido y bullicio de la ajetreada posada a la paz y tranquilidad del Templo de la Luz.

La verdad era que el gozo desbordaba el alegre espíritu de Lindaro como una jarra situada bajo una fuente de agua cristalina incapaz de contener el torrente que la colmaba. Estaba totalmente eufórico por los acontecimientos de los últimos días. Toda su vida, desde niño, había sentido una auténtica fascinación por la misteriosa Civilización Perdida y todo lo relacionado con los Ilenios. Una fascinación, había de reconocer, quizás excesiva, incluso rozando lo preocupante, que trataba de contener con la gracia de la Luz todopoderosa.

Se había sentido cautivado por esta historia desde que en su más tierna infancia su abuelo le narrara cómo una avanzada y mística civilización reinó sobre el gran continente de Tremia y desapareció sin dejar apenas huella, un milenio antes de los primeros hombres modernos pisaran aquellas tierras. Muchos mitos y leyendas sobre la desconocida Civilización Perdida recorrían el reino pero la verdad era que apenas se disponían de evidencias concretas que arrojaran indicio alguno sobre su origen, procedencia o cultura, al menos hasta la fecha.

«¡Pero finalmente ha ocurrido, lo que yo siempre había deseado encontrar, pruebas, evidencias!». Por fin estaban en posesión de certezas concretas que podían comenzar a esclarecer, sin duda, ¡el mayor y más antiguo misterio del continente! Sólo de pensar en la posibilidad de encontrar y poder estudiar los milenarios escritos y runas del templo, le infundían una energía y entusiasmo inusitados.

—Alabada sea la Luz Creadora y que su bondad infinita guíe nuestros pasos hacia su voluntad —oró sobrecogido deteniéndose un instante mirando al cielo.

El Sacerdote de la Luz siempre había sentido debilidad por los estudios y las letras, desde su infancia. No era nada atlético ni de constitución fuerte, nunca lo había sido, y tanto en la escuela de niño como a posteriori, su preferencia siempre habían sido lo intelectual sobre lo físico. Incontables eran las horas que había dedicado a la lectura en su afán por devorar el conocimiento, el entendimiento que los maravillosos tomos y pergaminos proporcionaban. Bien fuera de historia del reino, de sus aliados y enemigos, religión, sanación o cualquier otro tema. Sus preferidos siempre habían sido la historia y la religión, que caminaban de la mano a lo largo de los tiempos. Tremia era un continente muy rico en ambos.

Su entrada en el templo de la luz había llegado casi de forma natural ya que gran parte de sus horas las había pasado en la biblioteca del templo leyendo los volúmenes allí almacenados y escuchando sin perder detalle los relatos e historias de los sacerdotes más ancianos de la orden. Su sed de conocimiento, como él llamaba a su necesidad por entender, por comprender los sucesos relevantes y sus consecuencias, lo habían guiado siempre en la vida. Nada le colmaba de mayor alegría que la nueva sabiduría todavía sin descifrar o la posibilidad de cultivar, analizar e instruirse en nuevos conceptos. En alguna ocasión se había preguntado si su pertenencia al Templo de la Luz y su vocación de sacerdote, eran secundarios a esta necesidad por entender la naturaleza de las cosas pero la realidad era que también amaba con fervor su labor como sacerdote. El bien y la bondad que intentaban llevar a la gente más necesitada allí donde fuera requerido era algo que, sin duda, también le llenaba enormemente. Por suerte para él, su superior en el templo, el Padre Abad Dian, lo conocía bien y conscientemente le encargaba labores relacionadas con el estudio y los libros, por lo que el sacerdote estaba realmente satisfecho con el camino elegido en su vida.

Acercándose a la repujada puerta de la posada pensó en cómo el azar, o quizás el destino, lo habían llevado a toparse con Komir y su grupo, y vivir aquella vibrante aventura. No siendo él un hombre de acción sino de fe, la aventura le había resultado especialmente impactante, sobre todo el miedo vivido durante el combate con las bestias y engendros, y las trampas mortíferas que tuvieron que sortear. Pero a pesar de ello, el descubrimiento de artefactos y tesoros milenarios de la enigmática civilización le había dejado completamente eufórico y lleno de una vitalidad y un nerviosismo que no conseguía aplacar.

¿Qué misterios revelarían los descubrimientos en la tumba de aquel Rey Ilenio? ¿Cuánto podrían aprender del tomo arcano encontrado y del propio templo? ¿Qué otros escritos podrían estar almacenados o escondidos en aquel templo subterráneo? ¿Existían más templos como aquél? Y si así era, ¿cuántos? Y lo más importante, ¿cuál era su función? ¿Dónde se encontraban los otros templos? Tantas preguntas, tantas incógnitas por resolver...

Lindaro dio gracias a la Luz por haber iluminado su camino y haberle proporcionado tan increíble oportunidad; obtendría el mayor conocimiento posible de aquel magnifico descubrimiento. Llevaba trabajando frenéticamente y sin descanso varios días en el templo y ahora debía hablar con el grupo para discutir un tema de gran relevancia: los tesoros Ilenios hallados y ahora en manos de los Norriel y especialmente sobre sus siguientes movimientos y pretensiones. Un temor le martilleaba inconscientemente en su interior, temía que los tres extranjeros partieran con los tesoros. No tanto por su valor económico que estaba seguro era muy elevado, la corona del Rey Ilenio estaba colmada de piedras preciosas y elaborada en oro, era preciosa incluso para el inexperto ojo de un sacerdote, sino por la pérdida de la oportunidad del estudio de las mismas. En especial el grimorio Ilenio del enigmático Mago Guardián al que se habían enfrentado.

Debía convencer a Komir de que no abandonara la ciudad o que le permitiera primero analizar los tesoros. Por ley del reino, los tesoros encontrados por Komir le pertenecían como descubridor. Por otro lado, siendo tan grande la importancia de los mismos, en caso de llevarlos ante un Magistrado Real no tenía duda de que obligarían a Komir a entregarlos para su estudio. Pero Lindaro no deseaba traicionarlos así. Desafortunadamente, el Templo de la Luz no disponía de la cantidad de fondos requerida como para comprar los tesoros a Komir. El Abad había sido claro en este tema cuando Lindaro había mencionado tal posibilidad.

—El Templo de la Luz no dispone de mucho oro, como bien sabes, y el poco del que dispone se emplea para el mantenimiento de los templos y sus sacerdotes a lo largo del reino así como para el sustento todas las obras de caridad que realizamos.

—¿Y en la capital, en Rilentor? ¿El Prelado, quizás?

—El Abad Mayor dispone de fondos concedidos por el Rey pero son precisamente los destinados al sustento de la orden.

—Entonces ¿no hay forma de obtener los tesoros?

—No, si no son entregados voluntariamente. La otra opción es involucrar a la ley que quizás pueda obligarlos.

—Preferiría no hacerlo, sería como traicionarlos y por lo que he visto hasta ahora son gente honrada y valiente.

—Y amigos de la violencia, por lo que me has contado. Guerreros acostumbrados a matar que no sienten la barbarie y vileza de sus propios actos destructivos. Ese no el camino marcado por la Luz…

—Lo sé, Padre Abad, sé que el camino de la violencia sólo lleva al dolor y a la destrucción y que nuestro camino es el opuesto, el de la Luz, hacia el bien, guiados por el amor y la compasión. Pero aun así, no percibo maldad en ellos. En este mundo de guerras, asesinatos y violaciones ellos no son el mal, no lo originan. Lo combaten de la única forma que conocen, con sus armas de violencia.

—Pero participan en esas guerras que todo lo destruyen y que tanto dolor y sufrimiento traen al hombre. Guerras sin sentido que dejan tras de sí miles y miles de soldados muertos, familias asesinadas, mujeres y niñas violadas, torturadas, y granjas, animales y bosques arrasados. Guerras de las que un reino tarda generaciones en borrar el dolor y la desesperación en los corazones de los hombres buenos y que sin embargo vuelven a repetirse como si la lección no estuviera nunca lo suficientemente ahondada en sus almas. La Luz en su eterna sabiduría nos insta a alumbrar su oscuro camino, ofreciendo luz a los que la perdieron e incluso a los que nunca la encontraron. Esta gente es parte del mal, no de la Luz, porque empuñan armas sin ningún temor a sus consecuencias. Esto no debes olvidar nunca, Lindaro.

—Tenéis razón, Padre —reconoció el clérigo—, no lo olvidaré. Intentaré buscar una solución amistosa y no enfrentarme a los extranjeros, quizás podamos alcanzar un compromiso que satisfaga a todas las partes.

—Podemos ofrecernos como intermediarios… Dile a Komir que el Templo de la Luz guardará sus tesoros para estudiarlos con detenimiento y una vez finalizado su análisis podríamos ofrecérselos a la corona. Estoy seguro de que el Rey estará interesado en retener estas joyas por su increíble significado y valor. Quizás así consigamos salir ganando todos. Nosotros dispondríamos de tiempo para estudiar y analizar estas maravillas, Komir obtendría un precio justo por ellas en lugar de venderlas en los mercados y las reliquias quedarían a salvo en manos de la familia real.

—¡Excelente idea, Padre! —exclamó Lindaro—. Se lo propondré. Esperemos que acepten y que podamos obtener el respaldo económico de la familia real.

—Voy a redactar un mensaje urgente para el Prelado Primero explicando la delicada situación de los artefactos Ilenios y pidiendo su intervención para llegar hasta el Rey, le informaré también de la importancia del descubrimiento así como de nuestros movimientos encubiertos, de los cuales, ya está al corriente. En su último mensaje nos indica que actuemos con mucha discreción y nos comunica que va a reunirse con los consejeros del Rey para explicarles lo acontecido y la importancia del hallazgo.

—Perfecto, mi tarea ahora es intentar convencer a Komir y sus amigos —comentó Lindaro al tiempo que juntaba las manos y realizaba el signo de la Luz para despedirse del Padre Abad.

Con estos pensamientos en mente, Lindaro abrió la puerta de la posada, una de las más populares de la ciudad por su cercanía al mercado central. Allí encontró a los dos Norriel, sentados cómodamente en una mesa al fondo del establecimiento. Un par de grandes jarras de cerveza reposaban sobre la rústica mesa de madera. Los saludó con la mano y los dos amigos, al verlo, lo recibieron con una amplia sonrisa y elevando las jarras a modo de saludo de bienvenida. El sacerdote cruzó la estancia, muy concurrida al ser la hora de la cena, y se sentó a la mesa mirando a los dos jóvenes Norriel que le esperaban comentando algo en su extraño lenguaje de las montañas.

—Buenas noches, Lindaro, ¿una cerveza fresca para saciar la sed? —le ofreció Hartz socarrón.

—No, gracias, prefiero algo de agua fresca. La Luz nos enseña a huir del alcohol, que nubla nuestra mente y nos aleja del sendero del bien —explicó el sacerdote.

—No sé si me cae muy bien esa Luz divina tuya, Lindaro, en mi tierra las diosas no te prohíben disfrutar de los placeres de la vida —le respondió el grandullón arqueando una ceja y mirándolo con aire irónico.

—Algún día tendrás que enseñarme sobre los dioses Norriel, quizás sean mejores que la Luz Creadora y me vea obligado a cambiar de creencias —bromeó el hombre de fe con una sonrisa.

—Como gustes, sacerdote. Desde luego, qué poco disfrutáis de los pequeños placeres y de la buena vida los seguidores de la Luz.

—Para alcanzar la pureza y ser fuerte ante la debilidad del ser humano es necesario renunciar a muchos de los placeres mundanos. Entiendo que para vosotros que practicáis otras costumbres religiosas diferentes a las del Templo de la Luz sea de difícil comprensión.

—Hartz, deja tranquilo a nuestro amigo. Si no quiere beber sus motivos tendrá y a nosotros no nos conciernen —le reprimió Komir dándole un codazo amigable.

—Está bien, está bien, le dejo tranquilo pero que conste que sólo intento endulzar un poco su agria existencia —se defendió el gigantón.

—¿Qué nuevas nos traes? ¿Cómo va todo en el faro? ¿Alguna novedad importante? —le preguntó Komir.

—Bien… mejor voy directo al grano… Tengo una proposición que haceros en referencia a los valiosos objetos que recuperasteis de la cripta. Espero que entendáis que esta proposición que voy a presentaros es bienintencionada y busca llegar a un acuerdo satisfactorio para todas las partes. En verdad os digo que la hago con la mejor de las intenciones.

El sacerdote les relató su conversación con el Abad y la propuesta para la resolución del conflicto del futuro de los valiosos objetos obtenidos en la tumba del templo subterráneo. Al finalizar Lindaro su exposición, los dos jóvenes Norriel intercambiaron una mirada. Durante unos instantes hablaron entre ellos en el lenguaje de su tribu, ignorando la presencia del sacerdote que sabían no podía entender una palabra de lo que hablaban. Hartz negaba ostensiblemente con brazos y cabeza, lo cual descorazonó al sacerdote. Komir, por su parte, frunció el ceño y su semblante se fue endureciendo, su mirada se volvía más torva según hablaban los dos amigos. De súbito dejaron de argumentar y le miraron detenidamente.

—Mucho nos pides, sacerdote. Quieres que confiemos a ciegas en tu Templo de la Luz sin ninguna garantía de que no seremos traicionados, bien por tu templo, bien por la corona.

—Pero Komir, te aseguro que puedes confiar completamente en el Templo de la Luz.

—Eso lo dices tú, sacerdote —replicó Hartz cruzando los brazos sobre su descomunal torso.

—Hartz me duele en el alma que no confíes en mí.

—¿Cuánto hace que nos conocemos, sacerdote? ¿Unos pocos días? He tenido disputas con vecinos a los que conocía de toda la vida.

—Pero después de todo lo qué hemos pasado juntos... pensaba que...

—Piensas mucho, hombrecillo, pero si crees que te voy a dar la espada del Rey Ilenio estas muy equivocado.

—Entiendo que quieras quedártela, es digna de un gran guerrero como tú pero debemos estudiarla con detenimiento, es un arma única.

—Si alguien intenta arrebatármela primero le machaco el cráneo y luego le rompo la crisma. ¿Queda claro?

—Komir, por favor, hazlo entrar en razón...

—Lo siento, Lindaro, sobre este tema no hay más que hablar —apuntilló Komir para desmayo del sacerdote.

Lindaro miró a los dos Norriel y viendo sus semblantes hoscos decidió no presionar más el tema de la espada. Pero no podía darse por rendido, los tesoros eran de una trascendencia enorme. Debía persuadir a los reacios Norriel.

—Escuchadme, por favor, lo que os propongo es un arreglo justo...

Komir se inclinó hacia adelante y mirando fijamente a los ojos a Lindaro dijo:

—No somos hombres de gran inteligencia o cultura, y tampoco tenemos un gran entendimiento del mundo en el que nos movemos lejos de nuestras tierras altas, pero conocemos el valor de los objetos y el poder de la codicia. Conocemos bien la maldad, la avaricia y las falsas promesas, aún siendo unos salvajes de las montañas.

—Lo sé, Komir. Sé que lo que te pido es que confíes en mí a ciegas y que tu instinto se niega. Puedo garantizarte la honestidad del Templo de la Luz ya que ese es precisamente uno de los cimientos principales sobre los que se ha edificado el templo: la honestidad. La corona también tiene una merecida reputación de honestidad que se ha ganado con el tiempo. El Rey es muy respetado por cumplir con las promesas realizadas al pueblo. Pero a fin de cuentas es sólo mi palabra. Lo entiendo. Si queréis tomaros algo de tiempo para informaros, estoy seguro que aquí en la posada y en el mercado encontrareis suficientes referencias en un sentido o en el otro.

—¿Qué crees que dirán a dos Norriel de las tierras altas si preguntamos? Aquí se nos considera como salvajes analfabetos, no dignos de los Rogdanos, sólo útiles para servir como mercenarios o guardaespaldas. Nos dirán que todo es del color de las rosas —dijo Hartz tomando otro trago de cerveza.

—¿Por qué está hoy tan molesto? —preguntó Lindaro extrañado.

—Ha tenido un pequeño altercado en una taberna cercana. Unos tipejos pendencieros se han reído de nosotros precisamente por ser Norriel y sin provocación alguna. A Hartz los comentarios e insinuaciones lanzados sobre nuestras madres no le han gustado lo más mínimo. He intentado calmarlo pero cuando le han dicho que era más feo que un sapo y tan tonto como enorme, se ha desatado un vendaval de mamporros. La verdad, he de confesar que he disfrutado viendo a Hartz machacarles la crisma. Los cinco han quedado hechos trizas. Desafortunadamente, los desperfectos al establecimiento han sido considerables y nos han vetado la entrada de por vida. Aunque ha valido la pena ver la paliza que el grandullón les ha pegado.

—Ya veo... siento que hayáis tenido problemas…

—Estamos acostumbrados, los Rogdanos sois altivos y os creéis muy superiores a nosotros, los salvajes de las tierras altas. No es ningún secreto.

—Te aseguro que no es el caso de todos los Rogdanos, Komir.

—De la gran mayoría. Como comprenderás se nos hace muy difícil confiar.

—Vamos, Komir, confía en mí, te lo ruego, por el bien de todos.

Komir resopló sonoramente y miró a Hartz que seguía con cara de pocos amigos. Volvieron a discutir en su extraño lenguaje y finalmente Komir dijo:

—Si me das tu palabra de que no seremos engañados y robados, la aceptaré. Pero ten por seguro que si al final nos traicionan, habrá consecuencias muy desagradables para quienes nos la jueguen, no importa su posición social o alcurnia, lo encontraremos y pagará en sangre —le advirtió Komir con mirada aviesa.

—El mensaje es claro… y no tengo duda alguna de que cumplirás tu amenaza. Así lo haré saber —dijo Lindaro algo asustado.

—Este es el trato: podéis quedaros con el Grimorio y el Báculo del Mago Guardián, vuestros son. A nosotros no nos sirven de nada.

—Gracias, Komir, te lo agradezco en el alma. La Luz te proteja.

—La espada se la queda Hartz. No hay discusión al respecto, da igual lo valiosa que sea.

—Pero...

—¡No hay peros que valgan! —ladró Hartz.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Podremos al menos estudiarla?

—¡Argh, está bien! ¡Sólo para que me dejes tranquilo! —concedió Hartz a regañadientes.

—La corona del Rey Ilenio vale una fortuna, eso lo sabemos todos —dijo Komir—, haremos lo siguiente: nos adelantáis algo de oro para que podamos continuar nuestro viaje y vuestra es para que la estudiéis o hagáis con ella lo que queráis. Cuando la Monarquía pague por ella repartimos.

—Pero…

—Esa es mi oferta final. Tómala o déjala.

Lindaro sopeso las alternativas y contestó:

—La acepto…