Prólogo
—¡No moriremos hoy aquí, mi querido amigo, de eso puedes estar seguro! —prometió Haradin, penetrando con su intensa mirada la ventisca de nieve que arreciaba en la noche—. La situación se complica pero nada temas, Haradin está aquí para protegerte del frío de la noche y del letargo sin retorno.
La gélida tormenta de nieve azotaba con virulencia las majestuosas montañas Ampar, cubriendo de un espeso manto blanco cuanto a sus pies se hallaba. Haradin avanzaba cual esforzado peregrino con paso cansino, siguiendo el sendero serpenteante. La ascensión, que había iniciado en la planicie del profundo valle, concluía en la base de la primera de las tres cimas de la impresionante cordillera. A la sombra de aquella inmensa figura rocosa, el solitario viajero luchaba contra los elementos cual embarcación diminuta intentando no zozobrar en un embravecido y glaciar mar.
A cada paso que recorría, Haradin sentía como se agotaban sus ya exiguas fuerzas devoradas por el esfuerzo. Cada apoyo de su báculo sobre el suelo de la montaña, resentía sobremanera su cansado brazo. Cada pisada con sus botas de cuero sobre la traicionera nieve del camino emitía un mensaje de dolor que azotaba su fatigada mente en forma de descarga punzante. Aun así, el enjuto y alto viajero continuaba su escalada, impasible ante los elementos, a sabiendas del peligro mortal que lo rodeaba.
Sacudiendo la nieve que le cubría sus largos cabellos rubios, se colocó bien la capucha. A sus veinticinco años de edad y debido a una vida singularmente azarosa, se había enfrentado ya a bastantes situaciones de peligro; por desgracia, aquella se estaba convirtiendo a pasos agigantados en una de ellas.
El gélido viento de las montañas bufó con fuerza atravesando sus sucios ropajes, ahora irreconocibles bajo la capa de copos cristalinos que los recubría. Sintió el soplo penetrar la gruesa túnica que portaba y morder con intangibles fauces de hielo su frígido cuerpo. Buscó refugio en un pequeño llano colmado de robles centenarios y se cobijó bajo uno de gran tamaño. Apoyó el báculo contra el tronco del solemne árbol y libró el morral de viaje de su espalda para dejarlo sobre el suelo. Sacudió la nieve que le cubría el brazo con un par de enérgicos movimientos y se quitó, de un mordisco, el guante roído de lana.
Entreabrió con mimo el abrigo valiéndose de su dedo índice. Apartó suavemente la manta que envolvía y portaba, protegido contra el pecho, a su querido amigo: un hermoso bebé. El infante estaba ligado a su torso por medio de una improvisada sujeción de piel de cabra y paños de lino. El pequeño, que acababa de cumplir su primer año de existencia en aquel mundo cruel, le miró con sus enormes e intensos ojos esmeralda y le sonrió lleno de alegría, inconsciente del peligro que lo acechaba y aparentemente inmune a la tormenta que arreciaba sobre ellos.
Haradin era consciente de que el tiempo se le agotaba, pronto el frío haría mella en el pequeño. Temía que su minúsculo cuerpo se congelara y que todos sus esfuerzos por proteger a la criatura hubiesen sido en vano. Un sentimiento de angustia se apoderó de su alma y le atenazó el estómago al pensar en las terribles consecuencias de no llegar pronto a su destino. Meditó por un momento la posibilidad de buscar refugio en la ladera rocosa del sendero, pero viendo la fuerza de la tormenta, no había garantía de encontrar amparo suficiente para salvar al pequeño. Protegiendo los ojos con la mano intentó estimar el trayecto restante hasta alcanzar el final de aquella tortuosa vereda. La inhóspita noche no le permitía vislumbrar lo que su corazón ansiaba. Sentía como el pecho le latía, mezcla de ansia y coraje por encontrar lo que su sentido de la orientación le indicaba estaba ya no muy lejos.
—Estamos cerca. El final de esta huida abismal esta ahí mismo, casi al alcance de la mano —le dijo al pequeño. Recordó el comienzo de la frenética fuga que había emprendido hacía una semana para salvar la vida del retoño. Un destino marcado en sangre lo perseguía. El viaje de huida había estado lleno de peligros. Sus siniestros perseguidores habían estado muy cerca de alcanzarlos en un par de ocasiones; muy, muy cerca. Afortunadamente había sido capaz de ocultar su rastro y evadirlos en el último suspiro.
Sin embargo, algo en su interior, un inquietante sentimiento de alarma, no cejaba de transmitirle que el peligro se encontraba cerca, que alguno de sus perseguidores había conseguido retomar el rastro y se encontraba muy próximo. Por desgracia, en medio de la tormenta de nieve y en plena noche le era imposible constatarlo. Del mismo modo, quienes lo perseguían tendrían serias dificultades para seguir el rastro de sus huellas. Los violentos torbellinos de viento y la copiosa nevada que caía sobre el valle borraban las huellas casi al instante, dejando en su lugar un mullido manto blanco.
Girando en redondo, intentó entrever la presencia de algún perseguidor en la lontananza, pero le resultaba imposible distinguir más allá de un par de pasos. Aguzó el oído prestando total atención, pero todo lo que alcanzaba a escuchar era el soplido quebrado del viento sobre los árboles y el murmullo de la corriente al barrer la nívea ladera de la montaña. Respiró profundamente por la nariz, tres veces, de forma rápida y tomando pequeñas cantidades de aire para despejar las vías nasales. A continuación, exhaló el aire respirado y se preparó para inhalar a pulmón completo aquel aire gélido de la montaña. Encarando el valle que habían dejado atrás en la ardua subida, realizó una larga inhalación y cerró sus ojos grises. Su mente intentó reconocer o al menos detectar algún olor extraño, ajeno, pero no lo consiguió, el frío era demasiado intenso. Se tranquilizó por un instante, aunque sabía que era una falsa sensación de seguridad, ya que las posibilidades de detectar a algún perseguidor en aquellas condiciones eran prácticamente nulas.
—Tranquilo, pequeño, Haradin te cuidará. Pronto llegaremos a nuestro ansiado destino y estaremos a salvo.
Miró con ternura verdadera al alegre bebé, que al escuchar su voz comenzó a sacudir los brazos emitiendo un alegre balbuceo. Haradin, cerrando los ojos, pronunció una frase de poder y conjuró un hechizo envolviendo al bebé en un agradable halo de calor.
—Mejor así, ¿verdad, fierecilla? No podemos permitir que te enfríes.
Cubrió de nuevo al niño bajo el pesado abrigo de paño y empleó sobre su persona el mismo hechizo protector. «Dominar el Fuego, uno de los cuatro elementos de la naturaleza, me permite crear calor. Por desgracia mi Don no me permite combatir este cansancio impenitente. Tampoco aliviar los punzantes dolores causados por el esfuerzo, ni crear refugio que nos ampare» pensó preocupado. Se colocó el morral a la espalda, cogió su báculo de poder, y reemprendió el ascenso con la inquebrantable determinación de llegar a la cima y encontrar el refugio que tanto necesitaban.
Unas horas más tarde, Haradin coronaba exhausto pero triunfal la cima de la montaña. Desde allí el sendero daba paso a una gran explanada rodeada de robles centenarios cubierta de una espesa vegetación enterrada en nieve. La planicie desembocaba en un recóndito valle entre los dos picos menores de las montañas Ampar.
Con un profundo suspiro alivió la tensión interna que tanto tiempo llevaba manteniéndole en jaque. Finalmente había llegado a su destino: el pequeño pueblo de Orrio, situado en el extremo opuesto del vasto valle que tenía ante sí. Como si a un refugio natural hubiesen arribado, la tormenta de nieve dejó de arreciar y el viento helado desapareció casi por completo. Los últimos copos de nieve caían sobre la explanada descendiendo lentamente con movimiento oscilante, el rigor de la tormenta se había desvanecido. Habían alcanzado la entrada a un resguardo natural en las majestuosas montañas blancas que guarnecía a sus moradores de las extremas condiciones invernales. Aquel era el final del trayecto, el lugar concreto que había elegido para esconder al bebé del fatal destino que lo acosaba. Un pequeño y recóndito pueblo montañoso, aislado de la civilización, rodeado y protegido por unas montañas impenetrables.
Aquella región estaba habitada por pueblos centenarios, como era el caso de los orgullosos Norriel, cuyo origen se pierde en los anales de los tiempos. Los Norriel, agrupados en 30 tribus hermanas, reinaban sobre las tierras altas. Lo habían hecho desde los albores de la edad de los hombres. Conocidos por sus feroces y expertos guerreros, los Norriel eran tan temidos como respetados. Aquellas tierras rara vez eran frecuentadas por extranjeros, tanto por su inaccesibilidad como por el recelo que inspiraban sus gentes.
—Aquí estarás a salvo, pequeño, nadie te encontrará entre estas lejanas y perdidas montañas. Un poco más, un último esfuerzo hasta llegar a la entrada del valle y estaremos a salvo, mi alegre compañero.
Con renovada energía Haradin encaró el objetivo y comenzó a caminar, preguntándose por qué la madre naturaleza, en su divina sabiduría, había elegido aquel día para descargar su castigador llanto helado sobre aquel pobre viajero y la valiosa carga que protegía. Por otro lado, uno no debía ser tan presuntuoso, el invierno en aquellas latitudes era largo y muy duro, siendo un día tan malo como el anterior, para todos por igual, sin excepción.
Un sonido extraño, un susurro ahogado a su espalda, lo alarmó y detuvo el paso de inmediato. Se giró bruscamente y se encontró con una figura oscura y agazapada a varios pasos de distancia.
¡Uno de los perseguidores!
Un Asesino, sin duda.
El sombrío ejecutor iba vestido completamente de negro y de su rostro sólo se distinguía el brillo de unos ojos, la cara y la cabeza quedaban completamente ocultas. Su cuerpo, brazos, manos, piernas, todo estaba cubierto de un negro mate, como si una sombra hubiera tomado vida propia, como si una tiniebla maligna se hubiera reencarnado en un ser vivo. Afortunadamente, en aquel terreno en medio de la nieve, era completamente visible, pero de noche o escondido en las sombras, hubiera sido casi imposible distinguir a aquel ser. Haradin, rápidamente, lo estudió con detalle. Estaba ante un Asesino Oscuro y sabía que éste tenía por misión matar al bebé.
«No me equivocaba, mi instinto me prevenía fielmente» pensó. «Sabía que el peligro estaba cerca, algo en mi interior me lo susurraba y aquí está, dispuesto a acabar con nuestras vidas, como salido de una macabra pesadilla».
—¿Qué es lo que buscas, siervo de las sombras? Estás muy lejos de tu tierra y de tus amos —preguntó al Asesino con frialdad.
—Sabes muy bien lo que busco, Mago de los Cuatro Elementos, aquello que proteges bajo tus ropajes —le respondió el Asesino con una voz susurrante y un marcado acento de tierras lejanas.
—Date la vuelta y vuelve al mundo de las sombras de donde procedes, aquí estás fuera de tu elemento, en clara desventaja en medio de esta gélida tundra —le advirtió Haradin.
—Mi misión es acabar con la vida del Marcado y una misión sólo puede finalizar en éxito o en muerte —respondió el Asesino con voz serena, seguro de sí mismo—. Mi amo y señor me ha encomendado una misión de sangre y sangre ha de ser derramada. Entrégame al Marcado y dejaré que te alejes de aquí conservando tu vida, Mago.
Haradin sonrío con una sucinta mueca de ironía.
—¿En verdad crees que voy a entregarte este indefenso bebé para que lo sacrifiques? Soy su protector y tendrás que acabar conmigo primero, ningún mal se le acercará mientras yo viva.
—Mis dagas están afiladas y listas, esperando la orden para derramar sangre y beber del rojo fluido de la vida —respondió el siniestro perseguidor señalando al Mago con una curva y negra daga.
Haradin no se amedrentó.
—Otro de tus hermanos oscuros me alcanzó hace tres días, también él estaba seguro de que acabaría conmigo, pero todo lo que consiguió fue matar a mi pobre caballo. Una verdadera lástima, un animal noble que me había servido fielmente en mis viajes. Un excelente compañero, nunca una protesta y en más de una ocasión adivino de refugio cuando las cosas se tornaban difíciles. No tuve más remedio que enviar a tu hermano al infierno del que procedéis, así que si estás listo para seguir su camino, por mí adelante. Bajo ningún concepto permitiré que te acerques al bebé.
—Si ese es tu deseo… veremos quién es el que sobrevive esta vez, Mago. No siempre te va a acompañar la voluble fortuna.
Haradin se tensó previendo el envite, esgrimió su báculo a dos manos en posición defensiva y flexionó las piernas a la espera del asalto del Asesino. Era la tercera vez que se enfrentaba a un enemigo de este tipo y ya había constatado en sus dos anteriores encuentros que eran asesinos letales por antonomasia. Desconocía los secretos del arcano arte que utilizaban, pero había sufrido en sus carnes la inigualable agilidad y velocidad de aquellos verdugos, así como las extraordinarias habilidades acrobáticas que poseían. Por si aquello no fuera suficiente, desarrollaban artes sombrías que les permitían envenenar, lisiar y aturdir a sus víctimas. Tras su primer combate, al que sobrevivió por pura fortuna, terminó envenenado y casi no lo cuenta. Del segundo aún llevaba dos profundos cortes en pecho y espalda, suturados pero sin cicatrizar, y el brazo izquierdo aún parcialmente lisiado.
La negra silueta agazapada en la nieve le mostró las dos largas dagas de filo curvo y aspecto letal. Realizó un súbito gesto mientras invocaba unas palabras en un susurro.
Un breve destello de una intensa luz rojiza recorrió el cuerpo y las dagas del Asesino.
Haradin, al verlo, identificó instantáneamente el uso de una magia maléfica, la invocación de una habilidad mortal para ser utilizada en su contra. Su enemigo no era un Mago tal como lo era él, aquello podía percibirlo. La Magia, el Don, no era tan fuerte en el Asesino, pero percibía que poseía una fuente de poder. Era un hombre tocado por el Don, un hombre con el Talento. Haradin podía reconocerlos. Hombres que habían sido bendecidos por el don de la Magia, que les proporcionaba la habilidad para realizar actos que eran imposibles, impensables incluso, para el resto de los humanos.
—Las habilidades de un hombre tocado por la Magia son desarrolladas por expertos maestros durante años y años de aplicada enseñanza y disciplina. ¿Quién es tu amo, tu Maestro?
—Nada te contaré de mi señor.
—No eres de estas tierras, yo diría que ni siquiera de Tremia, nuestro querido continente. ¿De dónde procedes? ¿Quién te ha guiado y especializado en las habilidades que tu Don te confiere?
—Eres inteligente, Mago, pero tu astucia no conseguirá que te revele nada en absoluto.
Haradin sintió la oscura amenaza cernirse sobre él y se concentró para defenderse del ataque, sabía que sería rápido y mortífero por lo que no tendría una segunda oportunidad si no se protegía acertadamente. Se concentró visualizando su energía interior: una energía azulada, creada por las células vivas de su cuerpo, miles de diminutos puntos generando energía, que fluían en forma de celestes arroyos hacia su pecho desembocando en un circular lago de poder. Focalizó aquel lago bajo su pecho, donde su poder se acumulaba, y sintió que no estaba al completo, pero la energía remanente irradiaba con intensidad. El largo viaje, la dura huida, y el hechizo para mantenerse calientes, habían hecho mella en su resistencia y en su energía interior.
Evaluó la táctica a seguir, la escuela a emplear. Fuego y Tierra estaban descartados, demasiado lentos, aquel Asesino le rebanaría la yugular antes de poder finalizar el primer conjuro. ¿Agua, quizás? Arriesgado…
Mejor Aire.
Sí, Magia de Aire.
En un abrir y cerrar de ojos el Asesino se lanzó al ataque, saltando hacia adelante con una agilidad asombrosa más propia de un gran felino que de un humano, y alcanzando una altura inimaginable. Mientras ejecutaba el salto, y a medio vuelo, lanzó con un latigazo de su mano derecha algo metálico hacia Haradin y prosiguió con el salto de ataque.
Haradin reaccionó instintivamente. Invocó la fuerza del viento y fijó su blanco en el Asesino en pleno vuelo, dirigiendo y amplificando la fuerza del conjuro con su báculo. El conjuro abandonó el báculo con un breve e intenso estallido de color blanquecino un instante infinitesimal antes de que el Asesino lo alcanzara. La energía golpeó de pleno en el cuerpo del Asesino con toda la fuerza de un vendaval contenido explotando al contacto. Un crack estremecedor surgió del impacto, como si una gruesa rama de un árbol se hubiera quebrado.
El Asesino salió despedido con violencia por el aire y fue repelido varios pasos por la virulenta corriente. Intentó levantarse con rapidez, pero no pudo, se sujetó de inmediato el costado, dando muestras de estar malherido.
—Eres poderoso, Mago… Muy rápido… extremadamente rápido —dijo la oscura figura mientras emitía un ahogado gemido de dolor—. Un digno adversario, sin duda, un Mago de los Cuatro Elementos de gran poder. El amo ya nos advirtió antes de partir en busca del Marcado de los peligros a los que nos enfrentaríamos.
—Gracias por el cumplido. Como puedes apreciar no has conseguido llegar hasta mí con tus letales dagas.
—Cierto es, jamás antes había visto un Mago que pudiera lanzar un hechizo de esa magnitud con tan extrema rapidez. Debes de ser un Mago muy poderoso… Aún así, nada me detendrá en la consecución de mi objetivo. Deshonrar a mi amo conlleva el castigo de la tortura y una muerte insufrible.
El Asesino, apoyando su mano derecha sobre la helada nieve, consiguió levantarse con gesto de intenso dolor. Haradin comenzó a lanzar un nuevo conjuro viendo la oportunidad, pero el Asesino, con una velocidad inhumana, sacó una bola negra de su cinturón y la hizo reventar, lanzándola contra el suelo frente al Mago.
De improvisto Haradin se vio rodeado de una cortina de humo negro.
Desorientado, dudó un instante: no podía ver al Asesino y por lo tanto no podía fijar el blanco para su próximo conjuro, lo cual lo desconcertó.
Súbitamente, como materializándose de la mismísima nada, el Asesino surgió frente a él, listo para degollarlo. Las dos sanguinarias dagas, realizando un movimiento cruzado, buscaron el cuello de Haradin. En un desplazamiento reflejo, dio un paso atrás para esquivar el ataque y se percató de que su pierna izquierda estaba paralizada y no le respondía. Consiguió retrasar la cabeza lo suficiente para esquivar las dagas que pasaron rozando su yugular. Un pinchazo de dolor en la barbilla le indicó que una de las dagas le había cortado. De inmediato miró su pierna, identificando un pequeño objeto metálico clavado en ella que ni había notado.
«¡Me ha lisiado, algún veneno paralizante o similar!».
Justo en el momento en el que el Asesino lanzaba su ataque final, Haradin levantó su báculo y conjuró velocísimo un destello de luz cegador. El destello, explosionó en el extremo del báculo, como un potente faro en la noche cerrada y fue tan virulento que cegó al Asesino impidiéndole que acertara. Haradin se inclinó hacia un lado, esquivando el ofuscado ataque de su oponente, que pasó rozando su cara.
«Debo acabar con esto ahora mismo, este Asesino es demasiado peligroso y ahora tengo mi oportunidad» pensó, y con un firme movimiento de su brazo derecho apuntó con el báculo al Asesino. Éste se giró hacia él y se preparó para volver a atacar.
Con extrema urgencia Haradin pronunció la frase de poder y descargó un estruendoso relámpago sobre la negra figura en el preciso momento en que ésta se abalanzaba sobre él. El Asesino cayó muerto al suelo, fulminado en pleno salto por el letal rayo.
Haradin, con el alma en vilo, se apresuró a constatar que el bebé se encontraba bien. Abrió raudo el abrigo y encontró al pequeño sonriente, agitando los brazos, como pidiendo más acción, excitado por todo el ajetreo que habían vivido.
El Mago resopló de alivio. Sonrió al pequeño y con una profunda sensación de alegría le acarició la naricita.
«Te ha encantado toda esta acción ¿verdad, chiquitín? Tienes alma de luchador, ya lo creo que sí».
Volvió a protegerlo con suavidad bajo el abrigo de invierno. Se examinó la pierna inerte y encontró un pequeño dardo clavado en su muslo. Lo extrajo y miró al negro Asesino muerto sobre la blanca nieve.
«Por poco…» pensó y, sin perder un instante, Haradin comenzó la última parte del viaje arrastrando su inútil pierna.
La casa de piedra estaba a oscuras. No era excesivamente grande pero sí acogedora. Una edificación propia y característica de los Norriel construida casi en su totalidad en piedra y rematada en madera. Mitad hogar, mitad granja, albergaba conjuntamente a familias y unas pocas cabezas de ganado. Un binomio necesario para la supervivencia en las montañas. El tejado estaba cubierto de nieve y la chimenea aún desprendía un danzante hilo de humo. Haradin supuso que los residentes dormían apaciblemente al calor de las brasas del fuego bajo de la chimenea.
Se acercó hasta la puerta de roble y la golpeó un par de veces. Estaba tan exhausto que apenas se mantenía en pie, el colapso se acercaba inexorable como la salida del sol al alba. Pero gracias a los cielos había alcanzado el destino de su huida.
La puerta se abrió despacio pero nadie asomó. El interior estaba completamente oscuro y en medio de la noche no podía distinguir absolutamente nada. Muy despacio, tiro de la capucha que le protegía la cabeza de forma que su rostro quedara al descubierto.
—¡Ulis, soy yo, Haradin! —gritó dirigiendo sus palabras a la oscuridad reinante en la cabaña— ¡Necesito tu ayuda! —rogó.
Por un instante no ocurrió nada, sólo silencio y tensión flotaban en el umbral. Una forma metálica y brillante apareció en la puerta y Haradin advirtió que era el extremo de una larga espada Norriel dirigida a su cuello. Se quedó inmóvil, ni respiró. Unos instantes después un brazo musculado apareció esgrimiendo la espada. Finalmente un hombre de constitución fuerte se hizo visible.
—Veo que la hospitalidad norteña sigue siendo tan cálida como siempre —comentó Haradin con una sonrisa.
—Sólo un loco o un idiota despierta a un oso de las montañas mientras descansa en plena noche —replicó el montaraz mientras bajaba la espada—. ¡Mirta! puedes bajar el arco, no hay peligro, es nuestro amigo Haradin —gritó hacia el interior de la casa, donde Haradin no alcanzaba a ver.
—¿Estás seguro, esposo mío? —respondió una voz de mujer.
—Sí, tranquila, sal a recibirlo.
Mirta se acercó a la puerta con el arco todavía armado con una flecha y ligeramente tensado. Sonrió al ver al desfallecido viajero al pie de su puerta y se relajó. Hacía mucho tiempo que no veía al viajero y se alegraba muchísimo de verlo. Parecía muy cansado y le extrañó su presencia en pleno invierno, a aquellas horas y sin haberles avisado con anterioridad de su visita. Un sentimiento de preocupación la alcanzó, algo no iba bien, algo no encajaba, aquella no era una visita más del extrovertido viajero. Presintió el peligro, no sabia exactamente por qué y esto la inquietó.
Ulis avanzó hacia el viajero y con una gran sonrisa en su cara se dispuso a abrazarlo.
Pero Haradin lo detuvo alzando la palma de la mano.
—Traigo conmigo un pequeño compañero de viaje que requiere de inmediata atención, está hambriento y cansado —dijo mientras se abría el abrigo y les mostraba al pequeño de ojos esmeralda. Ulis se quedó completamente atónito al ver al bebé y paró en seco su avance boquiabierto por la sorpresa.
—Pero… qué demonios… no entiendo… ¡Qué haces tú con un bebé en medio de una tormenta de invierno, Mago loco! —llegó a articular Ulis azotado por el asombro.
Mirta sin embargo reaccionó de inmediato al ver al infante, dejó caer el arco, y se acercó corriendo al Mago para coger al bebé en sus protectores brazos.
—Ya sabía yo que algo iba mal, lo presentía en mis entrañas.
—Las mujeres Norriel siempre habéis tenido esa virtud —respondió Haradin con un guiño.
—Entremos dentro al calor del hogar, ¡debéis estar desfallecidos los dos! —exclamó Mirta mientras les guiaba al interior meciendo al bebé en sus brazos.
Una sensación de alivio y desahogo inconmensurable llenó por completo el corazón de Haradin, como si todo el cansancio, todos los dolores de sus fatigados músculos, toda la tensión de la larga y peligrosa huida hubieran desaparecido en un instante para ser reemplazados por una sensación de bienestar dulce como la miel.
—Refugio al fin…
Y se derrumbó extenuado.