De Lobo a Oso

 

 

 

Al llegar a la aldea ambos jóvenes no podían salir de su asombro. Orrio, su tranquilo pueblo, estaba repleto de forasteros que inundaban cada recoveco y rincón. Un vibrante ambiente festivalero reinaba en toda la aldea. La atmósfera nada tenía que ver con la habitual tranquilidad del poblado. Cientos de personas habían acudido a presenciar la Ceremonia del Oso desde todas las aldeas y pequeñas comunidades pertenecientes a la tribu Bikia. Los Bikia eran liderados por la joven matriarca Auburu. Formaban una de las más numerosas e influyentes tribus dentro de las tierras Norriel. El poblado de Orrio era, sin duda, no sólo el Poblado de Mando de los Bikia sino el centro neurálgico de ferias, fiestas y demás actividades. Aquel día dar un solo paso en la localidad sin tropezarse con alguna persona era prácticamente imposible. No se recordaba una muchedumbre igual debido a una festividad de la tribu desde hacía muchísimo tiempo. Los más ancianos del lugar lo comparaban con los mejores tiempos de los Bikia, allá en la lejana juventud, más de cincuenta años atrás.

Komir luchaba por controlar los nervios que lo invadían. Había anticipado que estaría nervioso por la ceremonia, por el escrutinio despiadado de sus vecinos, pero ciertamente no tanto… Apenas podía controlar la emoción que le recorría el cuerpo, las rodillas le temblaban. Aquello era ridículo, tenía que sosegarse, después de todo estaba en medio de una gran fiesta, una enorme celebración; estaba rodeado de música, bailes, aguardiente y animadas charlas allá donde caminara, todo estaba repleto de vida y alegría.

Los dos amigos recorrieron la aldea deleitándose con los entretenimientos preparados por la festividad para disfrute de locales y visitantes. Hartz insistía en detenerse en todos y cada uno de los puestos y degustar las delicias a la venta de cada uno de ellos. Después de asaltar las carnes, embutidos, quesos, panes y demás manjares, el gigantón terminó el atracón devorando un pastel de moras con miel como colofón a aquella ocasión especial. Komir lo había observado pasmado mientras el grandullón se chupaba los dedos sentado junto a la fuente de piedra de la Plaza de los Oficios. Un grupo de músicos pasó por su lado en dirección a la calle mayor amenizando la mañana con sus alegres melodías y entonadas canciones. Ni un ápice de nerviosismo era perceptible en el gigantón.

¡Cuánto envidiaba su tranquilidad y aquella jovialidad que lo caracterizaban! Nada parecía poder alterar su buen humor, su confianza en sí mismo y su tranquilidad. Por fortuna el grandullón había decidido no probar el vino y la cerveza que tanto adoraba y que bañaban la fiesta por doquier. De esta manera, sabía no se verían mermados sus reflejos a la hora de competir. Los premios y la gloria lo atraían más que la dulce y efímera felicidad del alcohol.

Sin embargo, su caso era totalmente diferente. El único momento en toda la mañana en el que Komir no había estado preso del nerviosismo había sido el rato que había estado compartiendo con sus padres a las afueras del pueblo, en los prados bajos junto al río, donde la feria ganadera estaba teniendo lugar. Allí había podido disfrutar de los magníficos caballos del sur, por los que sentía una gran predilección. Caballos traídos del reino de Rogdon, alguno incluso de las lejanas tierras bajo el control del Imperio Noceano. Los equinos escaseaban en las tierras Norriel y se consideraba todo un lujo y un signo de posición social. Quizás un día él también tendría uno aunque en aquel momento lo viera como un día muy lejano.

Sin embargo ahora se acercaba el momento de la verdad, la ceremonia comenzaría en breve y las rodillas apenas le aguantaban. La enorme plaza central de la insigne aldea de Orrio estaba completamente abarrotada. Con mucha dificultad, los organizadores habían conseguido establecer un perímetro custodiado en la gran plaza donde poder celebrar la ceremonia y las finales de las competiciones.

El Maestro Guerrero Gudin se dirigió al centro de la plaza seguido de dos de sus instructores. En ese mismo lugar se había trazado un perfecto círculo blanco en el suelo. En su interior, la efigie de un feroz oso había sido cuidadosamente dibujada en un rojo sangre. Gudin y sus dos instructores se giraron en el centro de la plaza para situarse frente a la líder espiritual de la tribu y arrodillarse en muestra de respeto.

Auburu presidía la festividad sentada en un alto y bello trono de roble decorado con un intrincado tallado ceremonial. Vestía una larga túnica blanca de lana con bordados en plata. Su rubio y liso cabello le llegaba hasta la cintura y brillaba como el trigo bañado al sol. En su cabeza, una sencilla corona de flores silvestres multicolor atenuaba la habitual dureza del serio semblante de la joven matriarca. En su mano diestra portaba el ancestral cetro de los Bikia. De casi dos varas y media de altura, elaborado en madera de olmo y adornado con elaborados símbolos representando el sol y la luna en brillante argento, la identificaba ante todo su pueblo como líder y guía espiritual. A su derecha estaban sentadas la Curandera Suason y la extraña ermitaña Amtoko. Esta última de edad indeterminada pero pasados los cincuenta, acariciaba su larga melena, blanca como la nieve, en contraposición a su vestimenta negra como la noche. Era la Maestra de Ceremonias Tribal, encargada de los ritos ancestrales y actos solemnes, y tenía encomendada la responsabilidad de garantizar la pureza y corrección de la ceremonia. Muchos la consideraban una bruja y mística, otros la veneraban por su sabiduría incalculable. Todos la respetaban y temían. A la izquierda de Auburu se distinguía al Maestro Forjador Althor, el herrero Bamul y varios artesanos y mercaderes de importancia en la pequeña sociedad tribal, así como los Doce del Consejo. Rodeándolos se situaban, a su vez, cincuenta veteranos guerreros cubiertos con una capa de piel de oso sobre armadura de cota de malla. Empuñaban lanza de acero y escudo de madera.

En medio del bullicio y de todos los allí presentes Auburu se puso en pie, cetro en mano, y con su suave pero firme voz se dirigió a toda la audiencia. Al instante la amalgama de superpuestas conversaciones cesaron abruptamente y todos los presentes escucharon en silencio las palabras de la líder.

—Os doy la bienvenida un año más a la Ceremonia del Oso en este tan insigne día en la historia de nuestro pueblo. Como es tradición, todas las tribus Norriel celebramos hoy el paso de la juventud a la madurez de nuestros jóvenes cachorros y les damos la bienvenida para que ocupen su lugar dentro de la tribu como miembros de pleno derecho —dando unos pasos al frente y mirando a su pueblo allí reunido, extendió los brazos en cruz y continuó—. Gracias a Iram, nuestra diosa Madre, nuestra tierra y nuestra tribu Bikia crece fuerte y poderosa. Bajo su protección y divino amparo seguiremos como un pueblo libre, honorable y orgulloso en los años venideros. Hoy es un día de celebración y alegría, disfrutemos todos de esta gran festividad y honremos a Iram para que siga guiando sabiamente nuestro destino como su pueblo que somos y podamos disfrutar de este acontecimiento en los años futuros.

Levantando el cetro ancestral golpeó tres veces sobre el suelo de la plaza. A pleno pulmón e irradiando fortaleza y resolución entre los asistentes con su autoritaria voz, anunció:

—¡Doy por iniciada la Ceremonia del Oso!

Toda la plaza estalló en vítores y gritos de alegría, todo el pueblo Norriel gritaba jubiloso y lleno de excitación por presenciar el acontecimiento.

—¡Que pasen los jóvenes de la tribu que este año cumplen o hayan cumplido diecinueve primaveras y se sitúen alrededor del círculo sagrado!

Desde la gran Casa del Consejo, donde esperaban impacientes, los jóvenes hombres y mujeres comenzaron a desfilar hacia la plaza entre los aplausos y gritos de euforia de los asistentes. Komir, con los nervios a flor de piel, avanzó hasta el círculo sagrado y contempló el feroz rostro del oso dibujado sobre el suelo. Cerró los ojos y tragó saliva. Al abrirlos contempló como en el exterior del círculo se situaban todos sus compañeros de Udag y otros muchos que no lograba reconocer de aldeas cercanas pertenecientes a los Bikia, todos expectantes, inquietos.

Auburu se dirigió a sus jóvenes guerreros:

—Hoy, jóvenes Norriel, pasáis a convertiros en miembros de pleno derecho de la tribu. Cuando cumplisteis 17 primaveras os convertisteis en Lobos, adquiriendo el derecho a empuñar las armas por vuestra tribu como jóvenes guerreros, luchando en manada para salvaguardar nuestra ancestral tribu. Los Lobos se transformarán hoy en poderosos Osos, salvajes y orgullosos miembros de la tribu Bikia. Os convertís en hijos defensores de la tribu, en Norriel por derecho de nacimiento. Es un gran honor pero al mismo tiempo conlleva una ineludible responsabilidad. Vuestro destino pasa a estar ligado al de la tribu hasta el fin de vuestros días. Dicen nuestros mitos y leyendas que antes de que los primeros hombres llegaran a Tremia, los Norriel ya poblaban las tierras altas. Nuestras creencias, traspasadas de padres a hijos desde los albores de los tiempos, nos sitúan sobre estas montañas antes de la Era de los Hombres; tan arraigada está nuestra tribu a las tierras altas, tan alto es el honor de pertenecer a ella que se os pide siempre la veneréis como tierra sagrada a la que os debéis. Acatareis sin vacilación los designios de los líderes de la tribu y en última instancia las directrices que marque la Matriarca —golpeó el suelo con su gran cetro de mando y lo mostró a los jóvenes Lobos. Un silencio completo se posó sobre toda la plaza—. Hoy tenéis la posibilidad de convertiros en miembros de esta tribu, acatando todas sus leyes y tradiciones o podéis emprender otro camino alejándoos de aquí, renunciando a la tribu, siguiendo vuestro propio destino en solitario. Vuestra es la elección. Una vez tomada no podrá ser cambiada. Meditadlo bien… y decidid.

Auburu señaló a Gudin y este indicó a sus ayudantes que procedieran. Un pesado brasero de metal, en el que se podía ver grabada la cabeza del gran oso, fue situado en el centro del círculo sagrado. En el interior del brasero se discernían ascuas emanando todo su calor. Auburu pidió la asistencia de Amtoko, Maestra de Ceremonias Tribal. Ésta se acercó y con paso solemne entró en el círculo sagrado. Una vez situada en el centro se hizo el silencio, un silencio sólo interrumpido por el paso firme de su ayudante, que portador de una majestuosa piel de oso, se acercaba hacia ella ofreciéndole el sagrado pelaje. La Maestra de Ceremonias se enfundó la cabeza de oso y dejando caer el resto de la piel sobre su espalda, señaló con su largo báculo el símbolo pintado en el suelo. Comenzó a entonar, absorta en su estado, un cántico ancestral lleno de palabras arcanas e ininteligibles. Todos la observaron ensimismados y temerosos. El cántico subió en magnitud. Se agitó abierta de brazos, como poseída por el espíritu de un autentico oso de las montañas y representó una excéntrica danza ritual, mezcla de representación animal y baile atávico. Todos la contemplaban en absoluto silencio, temerosos. Con un gutural y estruendoso rugido la mística finalizó el ritual. Permaneció por unos instantes inmóvil, estática, hasta que con voz firme anunció mirando a Auburu:

—¡El círculo ha sido bendecido! Está libre de todo mal. Protegerá a todos cuantos hoy realicen el juramento.

—Adelante, Amtoko, procede con el ritual —le indicó la líder realizando una pequeña reverencia a la mística.

Amtoko llamó a los dos ayudantes del Maestro Gudin y les indicó que se situaran a ambos lados del brasero, las ardientes brasas crepitaban en el interior. Se dio la vuelta y con su báculo señaló a uno de los expectantes jóvenes, a Komir.

—Entra en el círculo sagrado, joven Lobo. Es tiempo de convertirte en un poderoso Oso. Komir entró temeroso y se situó frente al brasero. Amtoko le puso la mano sobre la cabeza y musitó un extraño cántico mirando al cielo. Al terminar se dirigió a él:

—¿Cuál es tu decisión, joven Lobo? ¿Quieres convertirte en Oso o seguir otro camino fuera, lejos de la tribu?

—Quiero convertirme en Oso —respondió Komir con decisión premeditada, nunca había deseado otra cosa que no fuera ser un Bikia, ser aceptado plenamente por la tribu.

—En ese caso descubre tus brazos y muéstramelos —ordenó la Maestra de Ceremonias.

El joven así lo hizo.

—Para convertirte en Oso una prueba de sangre y otra de dolor son requeridas —anunció la mística.

De su cinturón desenfundó una daga curva de un brillo argénteo con extraños y finos grabados sobre el filo; sujetó el brazo izquierdo de Komir y de un rápido tajo le propinó un corte en el antebrazo. La sangre emanó de la herida y Amtoko la dirigió hacia el oso en el suelo, bañando su feroz rostro con el líquido de la vida.

—¡He aquí la prueba de sangre! —proclamó mirando al cielo. Recitó unas palabras inaudibles en dirección a la tierra y acto seguido agarró con fuerza el brazo derecho de Komir por la muñeca. Éste se preparó, respirando profundamente. Ya había olvidado todo el nerviosismo que padecía, como si el viento lo hubiera barrido. Amtoko presionó el antebrazo de Komir contra el grabado ardiente del oso del brasero. Komir aguantó una exclamación de terrible dolor y su rostro se contrajo sin poder disimular la extrema agonía. El desagradable olor de carne quemada llegó hasta Hartz que visiblemente afectado reprimió una nausea. Amtoko mantuvo la tortura unos instantes mientras Komir sufría un terrible dolor. Finalmente, lo liberó. Komir se sujetó el brazo y, aguantando el sufrimiento que sentía a duras penas, miró la herida consternado. En su antebrazo la marca del Oso había quedado grabada a hierro y fuego para siempre.

—¡He aquí la prueba de dolor! —anunció Amtoko volviendo a mirar al cielo. Situó sus dos manos sobre la cabeza del joven y mirando una vez más al cielo recitó una bendición.

—Como Lobo entraste en el círculo y como Oso lo abandonas. ¡La tribu te acoge con orgullo en su seno! —proclamó Auburu a su pueblo.

Todos los asistentes rugieron enfervorizados dando la bienvenida al nuevo miembro de la tribu.

El joven se inclinó en una reverencia y, con signos de extremo dolor en el rostro, abandonó el círculo.

Por fin era un Bikia, un Norriel.

Para siempre y por pleno derecho.

Nunca había deseado otra cosa.

El ritual continuó durante varias horas, hasta que todos y cada uno de los jóvenes Lobos pasaron por él, incluido Hartz. Ninguno, hombre o mujer, emitió la más mínima queja y aguantaron estoicamente la bárbara tortura del ritual. Ninguno de los jóvenes decidió seguir otro camino que no fuera el de pertenencia a la tribu. Todos eligieron libre y conscientemente convertirse en miembros de pleno derecho.

En Osos Norriel.

 

 

 

La vibrante Ceremonia del Oso dio paso al afamado banquete popular. La fiesta se trasladó a las verdes campas al este del río, donde se había preparado un enorme recinto para tan señalada ocasión. Desde el albor, expertos cocineros asaban a fuego lento más de cuarenta terneros y sesenta cerdos que se degustarían, para deleite de los asistentes, acompañados de un afrutado vino del sur y grandes cantidades de cerveza. Todos los acontecimientos festivos pausaron mientras se servía la tan ansiada comida, que duró varias horas como era tradición en las tierras altas. Las risas y conversación de los asistentes podían escucharse desde grandes distancias. Los Norriel amaban sus fiestas populares y muy especialmente todo lo que supusiera comer, brindar y disfrutar de todo lo bueno que la tierra les proporcionaba. Los postres se amenizaron con cantos y bailes, otra de las grandes debilidades de los habitantes de las tierras altas a los que las danzas y espectáculos les emocionaban sobremanera. Varios grupos de bailarines de diferentes pueblos representaron las tradicionales danzas populares que los presentes aplaudieron eufóricos.

Tras el gran banquete y las danzas folclóricas, el Maestro Guerrero Gudin, anunció el inicio de las competiciones. Éstas comenzaron a desarrollarse en diferentes zonas del pueblo y sus alrededores, y los espectadores se trasladaban de un punto a otro como un mar multicolor inundando los verdes prados. Algunos continuaron, inmutables, con la compra de artículos en los puestos de los comerciantes y en los talleres de los artesanos, mientras otros seguían comentando temas de actualidad en pequeños corros. Los más voraces continuaban aplacando su apetito y sed allá por donde algo les ofrecieran.

En la plaza se anunció una de las pruebas más esperadas: combate a espada entre jóvenes participantes en la ceremonia. El público comenzó a aplaudir con furor y los más alejados se fueron acercando para poder contemplar mejor el enfrentamiento. Era la prueba reina.

Los ayudantes del Maestro Guerrero portaron las espadas a utilizar en la contienda. Estas espadas, denominadas planas, se utilizaban en entrenamiento, instrucción y exhibiciones. Les habían eliminado la punta así como los filos cortantes de forma que no pudieran causar heridas letales. Aparte de este hecho, las espadas eran réplicas exactas de una espada de combate Norriel en cuanto a dimensiones, peso y manejo. Al ser de acero, un buen golpe podía quebrar huesos aunque estuviesen protegidos con la cota de malla. Los brazos y costillas que se habían roto eran ya incontables y Suason, la curandera de la tribu, estaba acostumbrada a tratar este tipo de lesiones entre los jóvenes de la aldea. En muchas ocasiones un buen espadazo en la cabeza terminaba con el contrincante en el suelo sin sentido. Como la experimentada curandera sabía perfectamente, la naturaleza un tanto salvaje de los jóvenes de la tribu y las tradiciones ancestrales que ensalzaban la fuerza bruta y la proeza física de los guerreros, no ayudaban en nada a reducir las lesiones. Los Norriel no eran ni la más culta ni avanzada de las naciones del continente de Tremia, pero sí que eran una de las etnias más salvajes, bravas y osadas. Una raza de luchadores, de guerreros nacidos para el combate. Por ello en muchas regiones eran conocidos y tratados como incivilizados bárbaros de las montañas y no precisamente de forma desmerecida.

Los combates se sucedieron durante varias horas en forma de eliminatorias donde sólo los mejores consiguieron pasar a las grandes finales. Los espectadores aplaudían cada eliminatoria como si fuera la mismísima final. En tiro al arco la joven Aikana venció a la zurda Maiyu. Una final extremadamente igualada que se decidió en el último tiro y que demostró por tercer año consecutivo el dominio de las mujeres en la difícil disciplina del arco de guerra.

La gran final de combate desarmado se anunció al público reunido a media tarde. La gran expectativa ante este enfrentamiento congregó a una ansiosa multitud. Hartz se sentía bien, contento. Flexionó y estiró sus fuertes piernas varias veces. Realizó varias sentadillas y estiró los músculos de brazos y espalda en una serie de estudiados ejercicios. El calentamiento era una costumbre y un ritual para él, le ayudaba a relajarse y sacudir cualquier atisbo de tensión. Los ejercicios que realizaba eran una excelente preparación tanto física como psicológica antes de la batalla. Sabía que esta era una de las finales más esperadas por todos los espectadores. Lo apreciaba flotando en el ambiente que le rodeaba.

Por fin, la gran final. El combate que le proporcionaría la gloria y le coronaría como campeón de este año en su especialidad favorita. El preciado título y el premio que lo acompañaban estaban a su alcance y lo deseaba más que nadie. Las anteriores eliminatorias le habían resultado más sencillas de lo esperado. Sus oponentes no habían tenido un nivel notable y los había derrotado con bastante rapidez y facilidad pero estaba seguro que la final sería otro cantar.

Su contrincante fue anunciado por la fuerte voz del Maestro Guerrero Gudin y entró en el círculo de lucha. Hartz lo miró y constató preocupado que era tan grande y fuerte como él, o incluso más. Avanzó como un gigante haría, con paso seguro pisando enérgicamente. Se rascó su larga cabellera negra, mirando fijamente a Hartz con ceño fruncido y mirar adusto. Sus ojos eran oscuros, toscos, de clara enemistad. Se puso una cinta sobre la frente para sujetar su pelo.

Hartz, imitando el gesto de su adversario, ató su larga melena caoba en una coleta para que no le estorbara durante el combate. Ya había oído hablar de aquel gigantesco contrincante: Brotan el Buey. Era del poblado de Dango, algo más pequeño que Orrio, y situado al noreste a menos de dos días de distancia. Su fama le precedía, era bien conocido en las aldeas vecinas por su excepcional fortaleza y resistencia física. En una ocasión había rescatado a un vecino atrapado bajo un árbol derribado por un rayo. Con sus propias manos y sin ayuda de nadie había sido capaz de levantar el tronco y moverlo para que pudieran sacar a su desdichado vecino. Un verdadero prodigio de la naturaleza ya que aquel árbol no lo hubieran podido mover ni entre tres de los más fuertes hombres de la aldea.

La gente vitoreaba los nombres de los dos púgiles animándolos mientras la expectación crecía por momentos. Como era costumbre en este tipo de eventos tribales, y casi en cualquier evento de los Norriel, las apuestas comenzaron a tomar fuerza entre los espectadores. Se podía escuchar claramente sobre el griterío de la expectante multitud cómo se lanzaban los envites.

La voz del Maestro Gudin tronó y la plaza calló.

—Conocéis las reglas del combate —los dos jóvenes asintieron en conformidad—. Situaos en vuestras marcas —les ordenó, y así lo hicieron los dos gigantes.

La tensión se palpaba en el ambiente, los espectadores apenas podían reprimirse. Levantando el brazo, miró a ambos contrincantes y tras un momento lo dejó caer, marcando un antes y un después en la vida de aquellos dos jóvenes guerreros. Los gritos ensordecedores de los lugareños explotaron llenando toda la aldea, animando unos y otros a su luchador favorito. Los dos contendientes se abalanzaron el uno contra el otro a toda velocidad como dos elefantes envistiendo a la carrera.

Brotan se propulsó hacia delante en el último instante y soltó un veloz derechazo. Hartz, sorprendido ante el agresivo envite, retrocedió un paso salvándose de una buena sacudida. Intercambiaron varios golpes fugaces, midiendo las fuerzas.

La gente gritaba celebrando cada golpe y cada sacudida. Todos tenían algo en juego, quien no había apostado un par de gallinas o un saco de trigo había empeñado un par de buenos cochinos. La causa lo merecía y los Norriel eran auténticos entusiastas de esta celebración. Mientras tanto, en medio de todo aquel bullicio, el combate proseguía.

Brotan soltó un gancho de izquierda, pero Hartz lo detuvo con su guardia. Brotan volvió a golpear con un potente derechazo que alcanzó el costillar de Hartz.

—¡Será bruto! ¡Vas a saber lo que es pelear de verdad! —se enfadó Hartz al sentir el dolor del tremendo impacto.

Otro golpe seco en el costado contrario le obligó a bajar la guardia instintivamente para protegerse, aunque no le libró de otra buena sacudida.

«¡No puedo dejar que este malnacido le gane al gran Hartz!» se alentó a sí mismo.

Una explosión de agudo dolor estalló en el interior de su cabeza y por un momento perdió completamente la orientación. Aturdido y confuso, retrocedió un par de pasos intentando recuperarse. Un terrible golpe de izquierda le había alcanzado en la nariz. Se agachó justo a tiempo para esquivar otra derecha a su barbilla y logró tomar impulso suficiente para soltar un golpe que alcanzó a su contrincante en el estómago haciéndolo retroceder varios pasos.

Hartz sacudió la cabeza intentando despejarse. El aturdimiento comenzó a disiparse y respiró profundamente intentando aclarar su mente. El golpe había sido brutal, Brotan pegaba con la fuerza de un buey. No recordaba haber recibido nunca semejantes golpes. Esto le preocupó, su adversario podía hacerle verdadero daño. Era bueno, muy bueno. Por un instante dudó de sus posibilidades de victoria. Pero se rehizo, apartó toda duda de su mente. Tenía que poner a prueba la barbilla de aquel bruto, ponerle en apuros y ver cómo reaccionaba. Tras varios golpes bien encajados por Brotan, éste le soltó un devastador puñetazo a la contra que estalló contra su cara.

Hartz retrocedió varios pasos tras el bestial impacto, perdió por completo la orientación durante un momento y sus piernas se quedaron sin fuerza alguna. Un mareo terrible le impidió pensar y la visión se le nubló totalmente. Sentía que perdía la consciencia, que se iba al suelo, e intentó mantenerse de pie, pero sus flácidas piernas le fallaron y finalmente cayó. Su cara golpeó la sucia tierra.

Los espectadores que animaban sin descanso a ambos luchadores comenzaron a gritar de forma desaforada. Unos a favor del presumible vencedor y los otros intentando levantar del suelo al abatido guerrero con sus gritos y ánimos. Las apuestas cambiaban signo y los afectados intentaban salvar sus pugnas desesperadamente.

Gudin indicó a Brotan que se situara en su esquina y se acercó al caído Hartz para comprobar si podía continuar. Hartz lo miró, se puso sobre una rodilla e indicó a Gudin que podía continuar.

«Así no lo venceré. Es más fuerte que yo y su técnica es tan buena como la mía o mejor. Atacando no lo voy a derrotar. ¡Piensa, piensa! Tengo que luchar a la contra, hacer que se canse y sorprenderle. ¡Por las tres diosas que no voy a darme por vencido! ¡De eso nada! ¡Tendrá que romperme el cráneo para ganarme!».

La pelea se reinició ante el delirio de los espectadores. Hartz, a la defensiva, soportó una monumental paliza golpe a golpe. El castigo fue devastador. Todo era dolor. Pero el momento esperado se acercaba. «Se está cansando. Está sin aliento, lo noto, ya casi lo tengo, será mío. Tengo que aguantar unos pocos golpes más y es mío». Un aluvión de golpes llovieron sobre su cabeza. A través de su ensangrentada guardia podía ver a Brogan golpeando frenéticamente, consumiendo hasta la última gota de energía que le quedaba. El furioso ataque finalizó y Brotan dio un paso atrás para respirar y recobrar el aliento.

«¡Ha llegado el momento, está agotado!».

Hartz saltó hacia adelante y soltó un potente derechazo contra la mandíbula de su oponente. Éste retrocedió por el tremendo impacto. Hartz comprobó que las piernas de Brogan perdían su fortaleza por un instante y se doblaban.

«Ya eres mío, ya te tengo».

Hartz, viendo la oportunidad, propinó un poderoso gancho de derecha, pero para su sorpresa Brogan no cayó. Se mantuvo de pie, inmóvil, con los brazos caídos, resistiéndose a perder.

La plaza enmudeció expectante.

Hartz, hinchando su pecho y con un grito de guerra a pleno pulmón, como si se encontrara en plena batalla, lanzó un potente golpe que bien hubiera tumbado un buey.

El gigante cayó derribado al suelo cual roble talado.

Los espectadores que se mantenían expectantes y en silencio, presos de la tensión, irrumpieron en atronadores aplausos y vítores. Toda la plaza estalló en enfervorizados gritos de júbilo que pudieron oírse en varias comarcas a la redonda.

—¡Victoria! —gritó Hartz levantando los brazos al cielo con la cara completamente ensangrentada. De la misma, y sin casi mediar palabra, cayó de rodillas al suelo, extenuado.

 

 

 

Una hora más tarde de la increíble exhibición de coraje y fortaleza protagonizada por Hartz le llegó el turno a Komir. Allí, en medio de la plaza mayor, rodeado de cientos de personas que lo observaban, Komir empezó a sentir cómo los nervios se apoderaban de él. Tenía una inquietante sensación en la boca del estómago, nada agradable, y que iba creciendo por instantes como un volcán a punto de entrar en erupción. Hacía sólo unos instantes estaba totalmente tranquilo, confiado en sus posibilidades, viendo a otros participantes luchar sin el más mínimo atisbo de preocupación. Pero ahora, en medio de aquel ambiente absolutamente espectacular, los nervios comenzaban a pasarle factura.

Hartz se le acercó con la cara completamente hinchada por los brutales golpes recibidos, le miró a los ojos y dijo:

—Norriel somos, Norriel moriremos.

—Norriel somos, Norriel moriremos —asintió Komir agradeciéndole su apoyo. El grandullón le guiñó el ojo como pudo y se situó entre el público.

Gudin se colocó en el centro de la atestada plaza y anunció:

—Komir, hijo de Ulis de la tribu Bikia, acércate al círculo de lucha —lo miró a los ojos y señaló con su brazo derecho la posición que debía ocupar el joven.

Komir se acercó con paso presuroso pero un tanto titubeante y se situó en la posición indicada.

—Akog, hijo de Lopar de la tribu Bikia, acércate al círculo de lucha —solicitó el Maestro mientras señalaba con su brazo izquierdo la posición del segundo combatiente.

El joven Akog se situó con paso firme y actitud desafiante en su posición. Miró fijamente a Komir. Sus ojos brillaban con una ira contenida, el odio en su mirada era inconfundible, su puño derecho estaba cerrado y de un color mortecino, que reflejaba la ira con la que lo apretaba, no dejando ni un atisbo de sangre circular por sus venas.

Komir respiró profundamente, llenando al máximo sus pulmones para luego exhalar despacio intentando calmar los nervios y ansias. Miró a su contrincante a los ojos. Vio claramente aquel odio visceral proyectado hacia él como el rayo de una tormenta de verano. «Una vez más nos encontramos. Mi peor enemigo, aquel que tanto me odia y causante del funesto incidente del río que tanto ansío olvidar y no puedo. No podía ser de otra manera. Cuánto rencor… cómo te gustaría vencerme ¿verdad? Más que eso, cómo te encantaría humillarme frente a todos, dejarme en ridículo para que sea el hazmerreír del pueblo. Pero eso no va a ocurrir, ¡no te lo voy a permitir! Tu odio es mi mejor aliado y me ayudará a vencerte».

Cerró los ojos y se concentró. Recordó las enseñanzas del Maestro Guerrero. En el arte del manejo de la espada se requiere vaciar la mente de sentimientos, se debe conseguir un estado neutro, de equilibrio. Este estado permite evaluar cada acción de forma equitativa e iniciar una reacción en consecuencia. Los sentimientos turban el juicio y un juicio nublado no puede tomar decisiones neutras, lo que inevitablemente lleva a cometer errores. Este dogma lo había repetido el Maestro Guerrero en innumerables ocasiones.

«La técnica sin raciocinio conlleva la muerte: el luchador cree que su habilidad lo conquistará todo, hasta que se encuentra con una técnica igual o superior a la suya».

La voz del Maestro Gudin volvió a resonar en la plaza:

—Conocéis las reglas del combate —los dos jóvenes asintieron en conformidad.

—Instructores, presenten las armas a los luchadores —ordenó a sus ayudantes.

Los luchadores cogieron los largos aceros de brillante perfil y se saludaron al estilo Norriel. Todo estaba dispuesto para el combate. El Maestro Guerrero hizo una seña con el brazo y los dos contendientes se dispusieron en posición de guardia. El público, que abarrotaba la plaza para ver la gran final, comenzó a gritar y vitorear, incapaz de contener la tensión.

Aquel era el momento culminante del día. El que todos aguardaban a presenciar.

El brazo del Maestro cayó a su vera señalando el comienzo del combate y ambos luchadores iniciaron el movimiento circular de aproximación.

Sorprendentemente, y casi sin dilación, Akog lanzó un furioso ataque. Komir vaciló un instante y retrasó su posición, lo que le dio el tiempo suficiente para esquivarlo. Akog presionó frenéticamente. Los espectadores exclamaban sorprendidos ante la velocidad y fiereza con la que atacaba. Una vez superada la dubitación inicial, Komir se defendió del colérico envite mientras su confianza se apagaba ante las arremetidas de su rival. Toda su concentración se focalizó en bloquear de manera ágil y certera las embestidas. Brazo y muñeca actuaban a las órdenes de su mente conectando instantáneamente pensamiento y acción, pero su seguridad y confianza menguaban a cada golpe de su adversario.

La intensidad del combate se acrecentó aún más, la velocidad de los golpes aumentó despertando gemidos de asombro entre los asistente. Akog comenzó a mostrar signos de frustración al no encontrar la forma de romper la guardia defensiva de Komir. Intentó una combinación de estocada al pecho seguido de un golpe al pie de apoyo, pero Komir desvió el primer movimiento con un rápido golpe de muñeca y se desplazó hacia atrás con un súbito salto. Con este gesto quedó fuera del alcance de la espada de su contrincante. Los ojos de Akog refulgieron de puro odio. Odiaba a Komir a muerte y él lo sabía. Y fue aquel brillo de maldad lo que hizo reflexionar a Komir. Debía apartar los sentimientos de su mente y vaciarse, ese era el camino a seguir, sólo así lo vencería. Se relajó y sintiéndose algo más confiado, comenzó a su vez a presionar a su frustrado oponente. Lo puso a prueba con movimientos rápidos, atacando los costados, para medir el tiempo de reacción. Akog era agresivo, su destreza con la espada pulida, pero sus movimientos de desplazamiento no eran lo suficientemente ágiles y coordinados. Sus pies no seguían el mismo ritmo que los movimientos de su brazo y ahora que se comenzaba a cansar empezaba a ser más evidente.

La gente animaba enfervorizada gritando en cada estocada, suspirando en cada bloqueo como si fueran ellos mismos los que estuvieran participando directamente en la lucha. Las apuestas continuaban subiendo, aquel día unos cuantos terminarían algo más ricos que cuando lo comenzaron. Los niños, incapaces de estarse quietos, ocupaban la primera fila para poder presenciar mejor el choque.

Komir midió bien a su rabioso enemigo. Éste escupió a sus pies con desprecio y lo acompaño de gestos desdeñosos. Parecía estar totalmente fuera de sí. Komir, con plena confianza ya y la mente en equilibrio, decidió tomar la iniciativa. Esperó un ataque fuera de posición y realizó un bloqueó que combinó con un rápido revés a la cabeza. Akog reaccionó tarde, dejando expuesto su cuerpo. Komir se agachó con gran agilidad y golpeó con la espada la pierna de apoyo de Akog. Éste, intentando no perder el equilibrio movió el peso de su cuerpo sobre la otra pierna y Komir la barrió con una dura patada. Akog cayó estrepitosamente de espaldas sobre el duro suelo. Komir se aproximó y colocó su espada en el cuello de su vencido contrincante.

—¡Vencedor de la contienda: Komir hijo de Ulis de la tribu Bikia! —proclamó Gudin con una voz autoritaria y solemne.

Todos los espectadores comenzaron a gritar y aplaudir enfervorizados y a corear el nombre del vencedor.

Komir permaneció un instante sobre el cuerpo vencido de su rival, su odiado enemigo desde la más tierna infancia, el que tanto dolor le había causado tantas veces sin haber él mediado ofensa o falta alguna. Allí estaba, vencido a sus pies, derrotado públicamente. Komir sabía que debía sentir alegría, júbilo, sin embargo no sentía nada más que lástima por el desdichado al que acababa de vencer. Lo contempló un instante más: tenía el rostro rojo de ira y los ojos desorbitados por la furia; nada, ninguna satisfacción, sólo un sentimiento de pena por un ser despreciable.

«Se acabó, lo he vencido delante de toda la tribu. He demostrado que soy mejor Norriel que él delante de toda la comunidad, de toda la tribu. He esperado mucho tiempo esta oportunidad y al final lo he conseguido. Ya nadie pondrá en duda que soy un autentico guerrero Norriel. He ganado el campeonato. Soy un Norriel por derecho propio, un campeón».

Se dio la vuelta y se acercó al Maestro Gudin, al que entregó su espada y saludó en señal de respeto. El Maestro le devolvió el saludo solemne.

Komir comenzó a retirarse del círculo de lucha entre los aplausos y vítores de la exaltada multitud. Mientras avanzaba buscaba deseoso a sus padres con la mirada entre el público, sabedor de lo muy orgullosos que estarían de su logro.

Finalmente vislumbró el rostro de su madre a la izquierda entre los espectadores de la primera fila. Pero algo lo alarmó, su semblante no mostraba la esperada alegría, reflejaba otro sentimiento:

Reflejaba… ¡Horror!

Con los ojos grandes como platos, ella miraba en su dirección y con el dedo le señalaba algo gritando. En medio del ruido ensordecedor de aplausos, vítores y gritos de los espectadores Komir no podía discernir lo que su madre le decía.

Aquella expresión en el rostro de su madre le sorprendió y preocupó. Se detuvo, casi al borde del círculo de lucha, para intentar escuchar lo que le estaba gritando. Intentó comprender, le chillaba, giró la cabeza y estiró el cuello para escuchar mejor.

¿Qué esta ocurriendo? ¿Por qué le señalaba su madre gritando? No lo entendía.

Un chillido estridente, un grito desgarrador y ensordecedor procedente de la garganta de su querida madre sobresalió por encima del resto de la marea de ruido:

—¡Cuidado! ¡A tu espalda!

Al escucharlo Komir se asustó, el corazón le dio un vuelco. Un temor visceral le atenazó el estómago al recibir el desesperado grito de advertencia. Instintivamente se giró de medio cuerpo.

Akog con brazo en alto sujetando un brillante y largo puñal en su mano, se encontraba a dos pasos de asestarle un golpe mortal. Los ojos del desdichado brillaban con el destello de la locura. Su boca, desencajada por la ira, dibujaba una grotesca sonrisa.

—¡Te mataré, bastardo! —chilló con toda la rabia contenida de años de odio irracional.

Detrás del atacante, a una distancia insalvable para detener el traicionero asalto, corrían el Maestro Gudin y uno de sus instructores gritando a pleno pulmón para que Akog detuviera la alocada agresión. Los vítores y aplausos de los espectadores cesaron por completo y se convirtieron al instante en gritos de horror y alarma ante una insidia tan deshonesta y espantosa. Akog, ignorando a todos, dio un último paso en su carrera, cogió impulso y se lanzó hacia su objetivo.

El fatídico desenlace parecía inevitable.

Komir, al ver el ataque de su enemigo y fijando la vista en el afilado puñal que se aproximaba a gran velocidad hacia su cuello, experimentó una descarga de adrenalina tan brutal que casi le estalla el pecho. Pero algo más despertó en su interior con la descarga. Una extraña sensación lo invadió. Percibió una energía singular, nacida de lo más profundo de su cuerpo, que recorría su ser y se acumulaba en su pecho, procedente de lo más profundo de su interior, como miles de pequeños riachuelos descendiendo de las montañas hacia un gran lago azul. Una poderosa energía que, catapultada por la adrenalina, se había concentrado en un instante en su pecho. Podía sentir la poderosa energía azulada presionando contra su tórax, intentando abandonar su cuerpo.

En aquel aciago instante, el tiempo pareció detenerse por completo, congelando la realidad. Todo sonido cesó de existir, todo movimiento quedó helado, el propio aire pareció evaporarse para ser reemplazado por el vacío. Akog quedó suspendido en el aire, la daga letal a un palmo del cuello de Komir.

Komir instintivamente levantó la mano derecha para defenderse con un movimiento lentísimo, pero en lugar de colocarla en actitud defensiva la estiró a fin de tocar a su atacante, sin saber muy bien por qué. La daga se acercó aletargada a su cuello realizando un luminoso arco de muerte. Los movimientos se producían con tal lentitud que Komir pensó que se encontraba en medio de una pesadilla. Un instante antes de que el cortante filo llegara a su cuello y sesgara su joven vida, la mano extendida de Komir tocó el pecho del enemigo que se abalanzaba sobre él. Y en ese último instante algo totalmente impensable sucedió: de la mano de Komir surgió propulsada, con una brutal virulencia, toda la energía acumulada en su pecho en forma de un violentó y devastador estallido de pura energía.

Aquel instante en el tiempo se descongeló y todo volvió a la vida. El sonido volvió a llenar los oídos de Komir. La potencia de la brutal explosión fue tal que Akog salió despedido en dirección opuesta a su trayectoria original con una violencia máxima. Voló por el aire atravesando todo el círculo de lucha y cayendo en el otro extremo de la plaza con un sonoro y hueco golpe.

Varios de los presentes tuvieron que apartarse para evitar ser golpeados por el cuerpo. Un silencio sepulcral se adueñó de toda la plaza. Los asistentes parecían haber perdido el habla. Permanecían en shock a consecuencia del impensable acto que acababan de presenciar. Nadie se movió durante unos instantes, intentaban asimilar el impactante suceso que acababa de producirse. Gudin reaccionó el primero y corrió hasta la posición del caído Akog para comprobar si tenía pulso. Con un gesto negativo confirmó que estaba muerto.

Komir bajó la cabeza, su alma se lleno al instante de un profundo pesar.

Un ligero murmullo comenzó a escucharse entre los asistentes. Rápidamente el susurro fue tomando fuerza y se convirtió en cientos de exclamaciones y acusaciones veladas. Una palabra comenzó a escucharse sobre los cuchicheos:

Brujo.

Los espectadores comenzaron a entonarla, repitiéndola cada vez con mayor rapidez y con mayor fuerza:

—¡Brujo! ¡Brujo! ¡Brujo!

Una acusación pública que dirigían a Komir por el acto de magia que acababan de presenciar.

Komir, que aún permanecía de pie al borde del círculo, no podía dar crédito a lo que acababa de suceder. La desesperación le consumía el alma. Había matado a Akog y su secreto, la causa por la cual nunca había conseguido integrarse en la sociedad de la tribu, el estigma que lo había marcado, se había revelado allí delante de todo el mundo. Su alma se precipitó al abismo de la desesperación. Todos lo habían presenciado y tenía la certeza de que no lo aprobarían. Su corazón se hundió.

«¿Por qué? ¿Por qué me sucede esto ahora? Ahora que finalmente estaba tan cerca de ser un miembro aceptado por la tribu. Ahora que podría borrar de una vez por todas el incidente que me marcó como persona non grata en la memoria de todos. Después de conseguir vencer en el torneo, cuando por fin iba a lograr ser un guerrero Norriel por derecho propio y alcanzar lo que siempre había deseado... esto lo destruye todo». Una lágrima mezcla de rabia y frustración se deslizó por su mejilla mientras escuchaba las acusaciones dirigidas a él como saetas envenenadas.

Quedaría marcado como un Brujo, un estigma del que ya nunca se libraría.

Para siempre sería alguien a quién la sociedad tribal apenas toleraría, nunca sería bienvenido y estaría obligado a llevar una existencia prácticamente al margen de la tribu. La magia y las artes arcanas generaban temor e incomprensión en su pueblo, un pueblo supersticioso por tradición y temeroso de lo místico. No sería nunca el guerrero Norriel respetado que tanto ansiaba ser.

Su sueño moría allí.

—¡Brujo! ¡Brujo! ¡Brujo! —continuaron los gritos de de toda su gente, de su pueblo. Bajando la cabeza y con un doloroso e inmenso vacío en su alma abandonó la plaza sin atreverse siquiera a mirar a su madre, temeroso de vislumbrar la vergüenza en sus dulces ojos por no haber conseguido aquello que tanto había ansiado y que nunca más tendría oportunidad de alcanzar.