El Kremlin en la política mundial[344]
1° de julio de 1939
Moscú es invitado, Moscú es halagado, a Moscú se le implora que se una al «frente de paz» y se disponga a la defensa del statu quo. Moscú, en principio, hace mucho que aceptó, pero ahora duda de que las democracias capitalistas estén dispuestas a luchar con la energía necesaria por el orden existente. Esta paradójica redistribución de roles demuestra que algo ha cambiado bajo el sol, no tanto sobre el Támesis y el Sena como sobre el río Moscova. Como ocurre siempre en los procesos de carácter orgánico, los cambios fueron madurando gradualmente. Sin embargo, bajo la influencia de un gran impacto histórico, aparecen de golpe, y ésa es, precisamente, la razón por la cual impactan al pensamiento.
En los últimos quince años, la política exterior soviética sufrió tantos cambios como el propio régimen interno. El bolchevismo declaró, en agosto de 1914, que las fronteras de los estados capitalistas, con sus aduanas, ejércitos y guerras, obstaculizaban el desarrollo de la economía mundial, de la misma manera que las aduanas provinciales de la Edad Media eran una traba para la formación de las naciones. El bolchevismo comprendió su misión histórica de abolir las fronteras nacionales en nombre de los estados unidos soviéticos de Europa y del mundo. En noviembre de 1917, el gobierno bolchevique comenzó una lucha implacable contra todos los estados burgueses, independientemente de su sistema político. No porque Lenin no le asignara, en general, importancia a la diferencia entre la dictadura militar y la democracia parlamentaria, sino porque en su opinión la política exterior de un estado no está determinada por su organización política sino por los intereses materiales de la clase dominante. Al mismo tiempo, el Kremlin de esa época formuló una radical distinción entre naciones imperialistas, coloniales y semicoloniales y apoyó enteramente a las colonias contra las metrópolis, al margen, aquí también, de la forma política de cada una.
Es cierto que desde el comienzo el gobierno soviético, en su lucha por defenderse, no se abstuvo de utilizar las contradicciones entre los estados burgueses y concertar acuerdos temporarios con unos contra otros. Pero entonces se trataba de acuerdos de carácter limitado y especifico, como por ejemplo con la derrotada y aislada Alemania, con países semicoloniales como Turquía y China, y finalmente con la Italia perjudicada en Versalles. La regla fundamental de la política del Kremlin era que ese acuerdo del gobierno soviético con un estado burgués no comprometía a la correspondiente sección nacional de la Internacional Comunista. Así, en los años posteriores al tratado de Rapallo[345] (abril de 1922), cuando se estableció una colaboración económica y parcialmente militar entre Moscú y Berlín, el Partido Comunista Alemán movilizó abiertamente a las masas en una insurrección revolucionaria; y si no tuvo éxito en lograrla de ninguna manera se debió a que la diplomacia del Kremlin la obstruyera. El carácter revolucionario común a la política del gobierno soviético y de la Comintern excluía, por supuesto, en ese período la posibilidad de que la URSS participase en un sistema de estados interesados en la preservación del orden existente.
El temor por el papel revolucionario jugado por el Kremlin siguió vigente en las cancillerías de Europa y América mucho más tiempo que los principios revolucionarios en el propio Kremlin. En 1932, cuando la política exterior de Moscú estaba completamente impregnada de un espíritu de conservatismo nacional, el periódico semioficial francés, Le Temps, escribió con indignación acerca de «los gobiernos que imaginan que pueden, sin riesgo para ellos mismos, introducir a los soviets en su juego contra otras potencias». Una estrecha vecindad de Moscú amenaza con «la desintegración de las fuerzas nacionales». En Asia, como en Europa, los soviets «crean desorden, explotan la miseria, provocan el odio y el sentimiento de venganza, especulan desvergonzadamente con todas las rivalidades internacionales». Francia, el país más interesado en mantener la paz de Versalles, aún seguía siendo el enemigo número uno del Kremlin. El segundo lugar lo ocupaba Gran Bretaña. Estados Unidos, por su lejanía, estaba en tercera fila. La llegada al poder de Hitler no cambió inmediatamente ese cuadro. A cualquier costo, el Kremlin quiso mantener con el Tercer Reich las relaciones que había establecido con los gobiernos de Ebert y Hindenburg[346], y siguió su ruidosa campaña contra el Tratado de Versalles. Pero Hitler se negó obstinadamente a responder a estas actitudes. En 1935 se firmó la alianza franco-soviética, que no incluía sin embargo un convenio militar, algo así como un cuchillo sin hoja. Eden visitó Moscú pero fue obligado a renunciar[347]. Mientras tanto, Europa asimiló la experiencia del acuerdo de Munich. Muchas cancillerías y publicaciones semioficiales se vieron obligadas a cambiar de posición. El 12 de jumo de ese año, cuando el señor Strang voló de Londres a Moscú, el mismo Le Temps escribió sobre la necesidad de «inducir a la Rusia Soviética a acelerar la conclusión de un pacto anglo-franco-soviético». La proximidad de Moscú había dejado, aparentemente, de amenazar con la «desintegración de las fuerzas nacionales».
La transformación del Kremlin de factor revolucionario de la política mundial en uno conservador no fue motivada, por supuesto, por un cambio de la situación internacional, sino por los procesos internos del propio país de los soviets, donde había surgido, por sobre la revolución y el pueblo, una nueva capa social, muy privilegiada, muy poderosa, muy codiciosa, una capa que tenía algo que perder. Como hace muy poco que ha subyugado a las masas, la burocracia soviética no confía en ellas más de lo que les temen las otras clases dominantes del mundo. Las catástrofes internacionales nada le pueden brindar; más bien le pueden quitar mucho. Un levantamiento revolucionario en Alemania o Japón podría, cierto es, mejorar la situación internacional de la Unión Soviética; pero, en compensación, amenazaría con despertar las tradiciones revolucionarias dentro del país, con poner en movimiento a las masas y crear un peligro mortal para la oligarquía moscovita. La apasionada lucha que inesperadamente y, según parecía, sin móviles del exterior, se desarrollaba en Moscú acerca de la teoría de la «revolución permanente» apareció durante mucho tiempo ante los ojos del observador externo como una querella escolástica; pero, en realidad, se sustenta en una profunda base material: la nueva capa dominante intentaba asegurarse teóricamente sus conquistas contra el riesgo de una revolución internacional. Precisamente en esa época la burocracia soviética comenzó a pensar que la cuestión social estaba resuelta, ya que la burocracia había resuelto su propia cuestión. Ése es el sentido de la teoría del «socialismo en un solo país».
Los gobiernos extranjeros sospecharon durante mucho tiempo que el Kremlin se escudaba tras fórmulas conservadoras para ocultar así sus planes destructivos. Tal «astucia militar» es posible, quizás, durante un corto lapso por parte de una persona aislada o de un grupo estrechamente cohesionado; pero resulta absolutamente inconcebible para una poderosa maquinaria estatal durante muchos años. La preparación de la revolución no constituye una alquimia que pueda desarrollarse en un sótano; está asegurada por el contenido de la agitación y de la propaganda, y por la dirección política general. Es imposible preparar al proletariado para derribar al sistema existente defendiendo el statu quo.
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La evolución de la política exterior del Kremlin determinó directamente la suerte de la Tercera Internacional, a la cual de partido de la revolución internacional se transformó gradualmente en un arma auxiliar de la diplomacia soviética. Al mismo tiempo, declinó el peso especifico de la Comintern, como claramente se aprecia en los sucesivos cambios del elenco gobernante. En el primer período (1919-1923) la delegación rusa a la conducción de la Comintern estaba formada por Lenin, Trotsky, Zinoviev, Bujarin y Radek. Después de la muerte de Lenin y de la eliminación de Trotsky y luego de Zinoviev de la dirección, ésta se concentró en manos de Bujarin bajo el control de Stalin, que hasta entonces había permanecido al margen del movimiento obrero internacional. Después de la caída de Bujarin, Molotov, que nunca se había preocupado por la teoría marxista, que no conocía ningún país ni idioma extranjero, se convirtió, inesperadamente para todos y para él mismo, en jefe de la Comintern. Pero al poco tiempo fue necesario que Molotov se desempeñara como presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, reemplazando a Rikov que había caído en desgracia. Manuilski fue nombrado para dirigir al «proletariado mundial», evidentemente sólo porque no servía para ninguna otra tarea. Manuilski agotó rápidamente sus recursos y en 1934 lo reemplazó Dimitrov, un trabajador búlgaro no carente de audacia personal pero limitado e ignorante. La designación de Dimitrov fue utilizada para demostrar un cambio de política. El Kremlin decidió desechar el ritual de la revolución e intentar abiertamente conseguir la unidad con la Segunda Internacional, con la burocracia conservadora de los sindicatos y por su intermedio con la burguesía liberal. Se inauguró la era de la «seguridad colectiva» en nombre del statu quo y la del «frente popular» en nombre de la democracia.
Para la nueva política se necesitaban nuevas personas. A través de una serie de crisis internas, remociones, purgas o directamente el soborno, los distintos partidos nacionales se fueron adaptando gradualmente a las nuevas exigencias de la burocracia soviética. Todos los elementos inteligentes, independientes y críticos fueron expulsados. El propio Moscú dio el ejemplo con sus arrestos, juicios prefabricados e interminables ejecuciones. Después del asesinato de Kirov (1° de diciembre de 1934), varios cientos de comunistas extranjeros exiliados, que se habían convertido en una carga para el Kremlin, fueron exterminados en la URSS. A través de una ramificada organización de espionaje, se realizó una sistemática selección de funcionarios de carrera dispuestos a llevar a cabo cualquier tarea. Sea como fuere se consiguió el objetivo: el actual aparato de la Comintern está integrado por individuos que por su carácter y educación representan exactamente lo opuesto de lo que debe ser un revolucionario.
Para no perder influencia en determinados círculos obreros, la Comintern está obligada, seguramente, a recurrir de tiempo en tiempo a la demagogia. Pero no va más allá de ciertas frases radicales. Estos individuos no son capaces de ninguna lucha real, que requiere criterio independiente, integridad moral y confianza mutua. Ya en 1933 el Partido Comunista de Alemania, la sección más numerosa de la Comintern después de la de la URSS, fue impotente para resistir el golpe de estado de Hitler. Esta vergonzosa capitulación marcó para siempre el fin de la Comintern como factor revolucionario. Desde entonces, considera su principal tarea convencer de su respetabilidad a la opinión pública burguesa. En el Kremlin, mejor que en ninguna otra parte, se conoce el precio de la Comintern. Se conducen hacia los partidos comunistas extranjeros como si fueran parientes pobres, que no son precisamente bienvenidos y que, además, son codiciosos. Stalin bautizó a la Comintern como la «falsa unión». No obstante, si sigue manteniendo estas «falsas uniones» es por la misma razón que lleva a otros estados a mantener ministerios de propaganda. Esto no tiene nada que ver con las tareas de la revolución internacional.
Unos pocos ejemplos demostrarán mejor cómo el Kremlin utiliza a la Comintern, por un lado, para mantener su prestigio ante las masas; por el otro, para demostrar su moderación a las clases dominantes. Además, la primera de esas tareas queda cada vez más atrás de la última.
Durante la Revolución China de 1927, todos los periódicos conservadores del mundo, particularmente los ingleses, describieron al Kremlin como un incendiario. En realidad el Kremlin temía más que nadie que las masas revolucionarias chinas traspasaran los límites de la revolución nacional burguesa. La sección china de la Comintern se subordinó, siguiendo el categórico mandato de Moscú, a la disciplina del Kuomintang, con el fin de impedir así cualquier sospecha sobre las intenciones del Kremlin de sacudir las bases de la propiedad privada en China. Stalin, Molotov, Voroshilov, y Kalinin cablegrafiaron instrucciones a los dirigentes del Partido Comunista Chino para que contuvieran la ocupación de las grandes propiedades por parte de los campesinos a fin de no asustar a Chiang Kai-shek y sus oficiales. La misma política se ejecuta actualmente en China, durante la guerra con Japón, de una manera mucho más decisiva: el Partido Comunista Chino está completamente subordinado al gobierno de Chiang Kai-shek y por orden del Kremlin reemplazó oficialmente las enseñanzas de Marx por las de Sun Yat-sen, fundador de la República China.
La tarea fue mucho más difícil en Polonia, con sus viejas tradiciones revolucionarias y su fuerte Partido Comunista, que había pasado por la escuela de la ilegalidad zarista. Como buscaba la amistad del gobierno de Varsovia, Moscú prohibió primero que se lanzara la consigna de autodeterminación de los ucranianos polacos; luego, ordenó al Partido Comunista Polaco que sostuviera patrióticamente a su gobierno. Como encontró resistencia, Moscú disolvió al Partido Comunista, declarando que sus dirigentes, viejos y conocidos revolucionarios, eran agentes del fascismo. Durante su reciente visita a Varsovia, Potemkin, vicecomisario del pueblo para las relaciones exteriores, aseguró al coronel Beck[348] que la Comintern nunca reanudará su tarea en Polonia. Lo mismo prometió Potemkin en Bucarest. La sección turca de la Comintern fue liquidada incluso antes para no enfriar la amistad con Kemal Pasha.
La política de los «frentes populares» llevada a cabo por Moscú significó en Francia la subordinación del Partido Comunista al control de los radical-socialistas, quienes, no obstante su nombre, son un partido burgués conservador. Durante el tempestuoso movimiento huelguístico de junio de 1936, con la ocupación de talleres y fábricas, la sección francesa de la Comintern actuó como un partido del orden democrático; es a ella a quien la Tercera República le debe en gran medida el haber impedido que el movimiento adquiriese formas abiertamente revolucionarias. En Inglaterra, donde, si la guerra no interfiere, se puede esperar que los tories sean suplantados en el poder por el Partido Laborista, la Comintern lleva a cabo una constante propaganda a favor de un bloque con los liberales[349], pese a la obstinada oposición de los laboristas. El Kremlin teme que un gobierno puramente obrero, a pesar de su moderación, estimule exigencias extraordinarias de las masas, provoque una crisis social, debilite a Inglaterra y desate las manos a Hitler. De allí la aspiración de colocar al Partido Laborista bajo el control de la burguesía liberal. ¡Por paradójico que parezca, la preocupación actual del gobierno de Moscú es la protección de la propiedad privada en Inglaterra!
Es difícil imaginar una fábula más necia que las referencias que hacen Hitler y Mussolini a los acontecimientos españoles como prueba de la intervención revolucionaria de la Unión Soviética. La revolución española, que estalló al margen de Moscú e inesperadamente para éste, exhibió pronto la tendencia a adquirir un carácter socialista. Moscú temía por sobre todo que las molestias a la propiedad privada en la Península Ibérica acercasen a Londres y París a Berlín contra la URSS. Después de algunas vacilaciones, el Kremlin intervino en los acontecimientos con el fin de contener la revolución dentro de los límites del régimen burgués.
Todas las acciones de los agentes de Moscú en España estuvieron orientadas a paralizar cualquier movimiento independiente de los obreros y campesinos, y a reconciliar a la burguesía con una república moderada. El Partido Comunista Español se ubicó en el ala derecha del frente popular. El 21 de diciembre de 1936, Stalin, Molotov y Voroshilov, en carta confidencial a Largo Caballero, recomendaban insistentemente al premier español de esa época que no fuera afectada la propiedad privada, que se dieran garantías al capital extranjero contra las violaciones de la libertad de comercio y que se mantuviera el sistema parlamentario sin tolerar el desarrollo de soviets. Esta carta, recientemente comunicada a la prensa por Largo Caballero a través del ex embajador español en París, L. Araquistain (New York Times, 4 de junio de 1939)[350], resume de la mejor manera la posición conservadora del gobierno soviético ante la perspectiva de la revolución socialista.
Debemos, por lo demás, hacer justicia al Kremlin: la política no permanece en el reino de las palabras. La GPU llevó a cabo en España una despiadada represión contra el ala revolucionaria («trotskistas», poumistas, socialistas de izquierda, anarquistas de izquierda). Ahora, después de la derrota, las crueldades y fraudes de la GPU en España son voluntariamente revelados por los políticos moderados, que en gran medida utilizaron el aparato policial moscovita para aplastar a sus adversarios revolucionarios.
Especialmente llamativo resulta el cambio de actitud del Kremlin hacia los pueblos coloniales, que para él han perdido todo interés especial, ya que no son los sujetos sino los objetos de la política mundial. En la última convención partidaria de Moscú (marzo de 1939), se proclamó oficialmente la negativa de la Comintern a exigir la libertad de las colonias de los países democráticos. Por el contrario, la Comintern les exigió sostener a sus amos contra las pretensiones fascistas. Con el fin de demostrar a Londres y a París el gran valor que tendría una alianza con el Kremlin, la Comintern agita en la India británica y en la Indochina francesa contra el peligro japonés, pero no contra la dominación de Francia e Inglaterra. «Los dirigentes stalinistas han dado un nuevo paso en el camino de la traición», escribía el periódico obrero saigonés La Lutte el 7 de abril de este año. «Sacándose sus máscaras revolucionarias, se convirtieron en campeones del imperialismo y se expresan abiertamente contra la emancipación de los pueblos coloniales oprimidos». Es importante recordar que en las elecciones para la constitución del consejo colonial, los candidatos del partido representado por el diario citado obtuvieron más votos en Saigón que el bloque de los comunistas y el partido gubernamental. En las colonias, la autoridad de Moscú está declinando rápidamente.
Como factor revolucionario, la Comintern está muerta. Ninguna fuerza en el mundo podrá revivirla jamás. Si alguna vez el Kremlin dirige otra vez su política hacia la revolución, no encontrará los instrumentos necesarios. Pero el Kremlin no quiere eso y no puede quererlo.
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La triple alianza militar, que debe incluir un pacto de los estados mayores, no sólo supone una comunidad de intereses sino también un grado importante de confianza mutua. Se trata de la elaboración común de planes militares y del intercambio de la información más secreta. La purga en el comando soviético permanece aún en el recuerdo de todos. ¿Cómo pueden París y Londres convenir en confiar sus secretos al Estado Mayor de la URSS, a cuya cabeza ayer mismo se encontraban «agentes extranjeros»? Si Stalin necesitó más de veinte años para descubrir que héroes nacionales como Tujachevski, Iegorov, Gamarnik, Bluecher, Iakir, Uborevitch, Muralov, Mrajkovski, Dibenko y otros eran espías, ¿en qué puede uno basarse para esperar que los nuevos jefes militares, que son personas absolutamente oscuras y desconocidas, sean más seguros que sus predecesores? No obstante, a Londres y París estas cosas no les han afectado. No es sorprendente: los gobiernos interesados y sus estados mayores leyeron muy bien entre líneas los procesos de Moscú. En el juicio de marzo de 1938, el ex embajador soviético en Inglaterra, Rakovski, se declaró agente exclusivo del Intelligence Service. Sectores atrasados de obreros rusos o ingleses pueden creerlo. Pero no el Intelligence Service; éste conoce muy bien a sus agentes. Sobre la base de este solo hecho —y hay cientos como éste— no le fue difícil a Chamberlain decidirse en cuanto al valor relativo de las acusaciones formuladas contra el mariscal Tujachevski y otros jefes militares. En Downing Street y en el Quai d’Orsay no hay románticos ni ingenuos soñadores. Allí saben con qué materiales se hace la historia. Mucha gente, por supuesto, frunce el ceño ante la mención de los monstruosos fraudes. Pero a la larga los juicios de Moscú, con sus fantásticas acusaciones y sus ejecuciones enteramente reales, reforzaron la confianza de estos círculos en el Kremlin como garantía de la ley y el derecho. La liquidación total de los héroes de la Guerra Civil y de todos los representantes de la joven generación ligados a ellos fue la prueba más convincente de que el Kremlin no pretendía utilizar artimañas, sino liquidar seria y definitivamente su pasado revolucionario.
Desde el momento en que se prepararon para acordar una alianza militar con el estado surgido en la Revolución de Octubre, Inglaterra y Francia pidieron en realidad la fidelidad del Kremlin ante Rumania, Polonia, Lituania, Estonia y Finlandia, ante todo el mundo capitalista. Y tienen razón. No existe el más mínimo peligro de que Moscú, como se había previsto hace muchos años, intente utilizar su participación en la política mundial para provocar la guerra: Moscú la teme más que a nada y que a nadie. Tampoco hay razón para que Moscú se aproveche del acercamiento a sus vecinos occidentales para derribar sus regímenes sociales. La revolución en Polonia y Rumania convertiría en realidad a Hitler en un cruzado de la Europa capitalista del este. Este peligro, para la conciencia del Kremlin, es una pesadilla. Si el mismo hecho del ingreso de las tropas rojas en Polonia, independientemente de cualquier plan, impulsara, a pesar de todo, al movimiento revolucionario —y las condiciones internas de Polonia y Rumania son bastante favorables para que ello ocurra— el Ejército Rojo, podemos predecirlo con certeza, jugará el papel de conquistador. El Kremlin se cuidaría de antemano de destinar las tropas de mayor confianza a Polonia y Rumania. Si no obstante fueran sorprendidas por el movimiento revolucionario, ello amenazaría al Kremlin con los mismos peligros que el Belvedere. Hay que carecer de toda imaginación histórica para admitir, aunque sea por un instante, que en el caso de una victoria revolucionaria en Polonia o Alemania las masas soviéticas soportarían pacientemente la terrible opresión de la burocracia soviética. El Kremlin no quiere guerra ni revolución; quiere orden, tranquilidad, el statu quo a cualquier costo. ¡Es hora de ir acostumbrándose a la idea de que el Kremlin se convirtió en un factor conservador en la política mundial!