Frases y realidad[1]

19 de septiembre de 1938

Escribo estas líneas en medio de un ominoso escándalo diplomático sobre la cuestión de los Sudestes alemanes. Chamberlain[2] se remonta a los cielos con la vana ilusión de encontrar allí la solución a las contradicciones imperialistas. Todavía no está definitivamente aclarado si la guerra estallará ahora o si, como es más probable, los gobernantes de todo el mundo lograrán postergarla por algún tiempo, no muy largo por cierto. Ninguno de estos señores quiere la guerra. Todos temen sus consecuencias. Pero tienen que pelear. No pueden eludirla. Su economía, su política, su militarismo llevan a la guerra.

Los cables de hoy nos informan que en todas las iglesias del llamado mundo «civilizado» se elevan oraciones públicas pidiendo la paz. Coronan oportunamente toda una serie de reuniones pacifistas, banquetes y congresos. No es fácil decidir cuál de los dos métodos es más eficaz, la oración piadosa o los lamentos pacifistas. De todos modos, son los únicos recursos que le quedan al Viejo Mundo.

Cuando un campesino ignorante reza es porque realmente anhela la paz. Cuando un simple trabajador o ciudadano de un país oprimido se pronuncia contra la guerra podemos creerle, realmente anhela la paz, aunque muy rara vez sabe cómo conseguirla. Pero el burgués no pide en la iglesia la paz sino el mantenimiento y extensión de sus mercados y colonias; si es posible, pacíficamente; si no, por medio de las armas. Del mismo modo, los imperialistas «pacifistas» (Jouhaux, Lewis y Cía.)[3] no se preocupan en lo más mínimo por la paz sino por ganar simpatía y apoyo para su imperialismo nacional.

Hay tres millones y medio de alemanes en los Sudestes. Si la guerra estalla, morirán tres, cuatro o diez veces esa cantidad de personas, habrá un número similar de heridos, inválidos e insanos y una larga secuela de epidemias y otras tragedias. Esta consideración, sin embargo, no cuenta en absoluto para ninguno de los bandos enemigos. En última instancia, para los ladrones lo que cuenta no son los tres millones y medio de alemanes sino su dominación sobre Europa y el mundo.

Hitler[4] habla de «la nación», «la raza», «la unidad de la sangre». En realidad su objetivo es ampliar la base militar de Alemania antes de entablar una lucha abierta por la posesión de las colonias. Aquí la bandera nacional es sólo la hoja de parra del imperialismo.

El principio de la «democracia» juega un rol similar en el bando opositor. Sirve a los imperialistas para ocultar sus conquistas, violaciones, robos y prepararse para otros nuevos. La cuestión de los Sudestes alemanes lo refleja claramente. Democracia significa que todas las naciones tienen derecho a la autodeterminación. Sin embargo, el tratado de Versalles[5], firmado por los más altos representantes de los gobiernos más democráticos que existen —Francia, Gran Bretaña, la Italia parlamentaria de antaño y, finalmente, Estados Unidos—, pisoteó vilmente este derecho democrático de los alemanes de los Sudestes, de los austríacos y de muchos otros grupos nacionales, como los húngaros, los búlgaros, los ucranianos, etcétera.

Atendiendo a los objetivos estratégicos de la Entente imperialista triunfante[6], señores demócratas, con el apoyo de la Segunda Internacional, entregaron los Sudestes alemanes a los jóvenes imperialistas de Checoslovaquia. En el ínterin, la socialdemocracia alemana aguardaba con sumisión perruna los favores de la democracia de la Entente, pero esperó en vano. Los resultados son conocidos: la Alemania democrática, incapaz de soportar el yugo del tratado de Versalles, se arrojó con desesperación en brazos del fascismo. Parecía que la democracia checoslovaca, que permanecía bajo la augusta protección de la democracia franco-británica y de la burocracia «socialista» de la URSS, tenía todas las oportunidades de demostrar a los alemanes de los Sudestes que en realidad el régimen democrático es mucho más ventajoso que el fascista. Por supuesto que, si lo hubieran hecho, Hitler no se hubiera atrevido a atacar los Sudestes. Su mayor fuerza reside precisamente en que los habitantes de esa región desean la unidad con Alemania. El responsable de esto es el rapaz régimen policial de la «democracia» checoslovaca, que «combatió» al fascismo imitando sus peores métodos.

La superdemocrática Austria estaba hasta hace poco tiempo sometida a la solicitud incansable de la democrática Entente, que parecía empeñada en no dejarla vivir ni morir. Austria acabó arrojándose en brazos de Hitler. El mismo experimento se había realizado ya, en menor escala, en la región del Saar. Después de haber estado durante quince años en manos de Francia y probado todas las ventajas de la democracia imperialista, la inmensa mayoría de sus habitantes expresó su deseo de unirse a Alemania[7]. Estas lecciones de la historia son más importantes que todas las resoluciones de los congresos pacifistas.

Sólo unos lamentables charlatanes o los bandidos fascistas pueden hablar del irresistible «llamado de la sangre» cuando se refieren al destino del Saar, Austria y los Sudestes alemanes. Los suizos alemanes, por ejemplo, no tienen la menor intención de dejarse esclavizar por Hitler porque se sienten dueños de su país, y Hitler lo pensará diez veces antes de atacarlos. Las condiciones políticas y sociales deben ser intolerables para que los ciudadanos de un país «democrático» anhelen el poder fascista. Los alemanes de Saar en Francia, los austríacos en la Europa de Versalles, los de los Sudestes en Checoslovaquia, se sentían ciudadanos de tercera categoría. «No podrá ser peor», se dijeron. En Alemania, por lo menos, iban a ser oprimidos de la misma manera que el resto de la población. En estas condiciones las masas prefieren la igualdad en la servidumbre a la humillación en la desigualdad. La fuerza temporaria de Hitler reside en la bancarrota de la democracia imperialista.

El fascismo es la expresión de la desesperación de las masas pequeñoburguesas, que también arrastran consigo al abismo a parte del proletariado. Como sabemos, la desesperación surge cuando se ven cortados todos los caminos de la salvación. La triple bancarrota de la democracia, la socialdemocracia y la Comintern[8] fue la condición necesaria para el éxito del fascismo. Las tres ataron su suerte a la del imperialismo. Las tres sólo les brindan a las masas desesperación, asegurando así el éxito del fascismo.

En estos últimos años, el objetivo fundamental de la camarilla bonapartista de Stalin[9] consistió en demostrar a las «democracias» imperialistas su gran conservadorismo y amor por el orden. En función de la tan ansiada alianza con las democracias imperialistas, la camarilla bonapartista llevó a la Comintern a la prostitución política más profunda. Dos grandes democracias, Francia y Gran Bretaña, tratan de persuadir a Praga de que haga concesiones a Hitler, que a su vez se apoya en Mussolini[10]. Aparentemente, Praga no puede hacer otra cosa que aceptar el consejo «amistoso». De Moscú ni se habla. A nadie le interesa la opinión de Stalin o la de su Litvinov[11]. Como consecuencia de su repugnante rastrerismo y su sangrienta vileza al servicio del imperialismo, especialmente en España[12], el Kremlin está más aislado que nunca.

¿Cuáles son las causas? Son dos. La primera reside en que, pese a haberse transformado definitivamente en un lacayo del imperialismo «democrático», Stalin no se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias su línea en la URSS, es decir a restaurar la propiedad privada de los medios de producción y abolir el monopolio del comercio exterior. Y, al no tomar estas medidas, el imperialismo lo sigue viendo como un revolucionario advenedizo, un aventurero de poca confianza, un falsificador sangriento. La burguesía imperialista no se aventura a apostar una suma importante a la carta de Stalin.

Por supuesto, podría utilizarlo para fines parciales y coyunturales. Pero aquí aparece la segunda razón del aislamiento del Kremlin; en su lucha por mantenerse al frente la desenfrenada camarilla bonapartista degradó completamente al ejército y a la armada, desbarató la economía, desmoralizó y humilló al país[13]. Nadie cree en los rugidos patrióticos de la camarilla derrotista. Es evidente que los imperialistas no se atreven a confiar en Stalin ni siquiera para objetivos militares episódicos.

Es en esta situación internacional que los agentes de la GPU[14] cruzan el océano y se reúnen en el hospitalario México para «luchar» contra la guerra. El método es simple, unir a todas las democracias contra el fascismo. ¡Solamente contra el fascismo! «Asisto como invitado —dice Jouhaux, el valioso agente de la bolsa francesa— para luchar contra el fascismo, ¡no contra el imperialismo!». Cualquiera que lucha contra el imperialismo «democrático», es decir por la libertad de las colonias francesas, es un aliado del fascismo, un agente de Hitler, un trotskista. Los trescientos cincuenta millones de hindúes deben aceptar su esclavitud para apoyar la democracia británica, cuyos dirigentes, junto con los esclavistas de la Francia «democrática», están entregando en este mismo momento el pueblo español a Franco[15].

El pueblo latinoamericano tiene que tolerar lleno de gratitud que el pie del imperialismo anglosajón le aplaste la cabeza sólo porque este pie está calzado con una bota de cuero democrático. ¡Desgracia, vergüenza, cinismo hasta el fin!

Las democracias de la Entente de Versalles contribuyeron al triunfo de Hitler con su vil opresión de la Alemania derrotada. Ahora los lacayos del imperialismo democrático de la Segunda Internacional y de la Tercera contribuyen con todas sus fuerzas al fortalecimiento del régimen de Hitler. En realidad, ¿qué significaría un bloque militar de las democracias imperialistas contra Hitler? Una nueva edición de las cadenas de Versalles, todavía más pesada, sangrienta e intolerable que la anterior. Naturalmente, ningún obrero alemán lo desea. Son cosas muy distintas derrocar a Hitler con una revolución y estrangular a Alemania con una guerra imperialista. Por eso los aullidos de los chacales «pacifistas» del imperialismo democrático constituyen la mejor música de fondo de los discursos de Hitler. «Ya lo ven —le dice éste al pueblo alemán— hasta los socialistas y los comunistas de todos los países enemigos apoyan a su ejército y a su diplomacia; la catástrofe los amenaza si no me rodean a mí, que soy su dirigente». Stalin, el lacayo del imperialismo democrático, y todos los lacayos de Stalin —Jouhaux, Toledano[16], y Cía.— son los mejores auxiliares con que cuenta Hitler para engañar, adormecer e intimidar a los obreros alemanes.

La crisis de Checoslovaquia reveló con notable claridad que el fascismo no existe como factor independiente. Es sólo una de las herramientas del imperialismo. La «democracia» es otra de sus herramientas. El imperialismo se eleva por encima de ambos. Los pone en movimiento de acuerdo a sus necesidades, algunas veces contraponiendo una al otro, otras combinándolos amigablemente. Luchar contra el fascismo aliándose al imperialismo es lo mismo que luchar contra las garras o los cuernos del diablo aliándose con el diablo.

La lucha contra el fascismo exige antes que nada que se expulse a los agentes del imperialismo «democrático» de las filas de la clase obrera. El proletariado revolucionario de Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y la URSS debe declarar una lucha a muerte contra su propio imperialismo y su agente, la burocracia de Moscú. Sólo así podrá despertar expectativas revolucionarias en los obreros italianos y alemanes, y al mismo tiempo nuclear a su alrededor a los cientos de millones de esclavos y semiesclavos con que cuenta el imperialismo en todo el mundo. Para garantizar la paz entre los pueblos tenemos que derribar al imperialismo, cualquiera que sea la máscara que adopte. Sólo lo podrá lograr la revolución proletaria. Para prepararla, los obreros y los pueblos oprimidos tienen que oponerse irreconciliablemente a la burguesía imperialista y unirse en un solo ejército revolucionario internacional. La única que en la actualidad emprendió esta gran tarea es la Cuarta Internacional[17]. Por eso la odian los fascistas, los «demócratas» imperialistas, los social-patriotas y los lacayos del Kremlin. Este odio constituye un síntoma real de que bajo sus banderas se unirán todos los oprimidos.

Escritos , Tomo VI
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