Un paso hacia el social-patriotismo[213]
Sobre la posición de la Cuarta Internacional contra la guerra y el
fascismo
7 de marzo de 1939
Nuestros amigos palestinos hicieron una concesión obvia y extremadamente peligrosa a los social-patriotas, aun cuando su punto de partida sea opuesto al del social-patriotismo.
Sostenemos que en el cuarto de siglo que transcurrió desde el estallido de la última guerra, el imperialismo pasó a dominar el mundo más despóticamente todavía; su mano pesa más tanto en la guerra como en la paz; y finalmente, bajo todas las máscaras políticas, asumió un carácter incluso más reaccionario. En consecuencia, los preceptos fundamentales de la política «derrotista» del proletariado en relación a una guerra imperialista mantienen todo su vigor en la actualidad. Éste es nuestro punto de partida y todas las conclusiones que se infieren están determinadas por él.
En lo que hace a este punto de partida, los autores del documento sostienen una posición diferente. Ellos diferencian cualitativamente la próxima guerra de la pasada y, lo que es más, lo hacen en dos aspectos. Aparentemente, en la última guerra sólo participaron los países imperialistas: el papel de Servia, dicen, fue demasiado insignificante como para dejar su sello en la guerra (se olvidan de las colonias y de China). En la próxima guerra, escriben, seguramente participará la URSS, factor mucho más importante que Servia. Al leer estas líneas, el lector tiende a sacar la conclusión de que el siguiente razonamiento de los autores de la carta girará precisamente en torno a la participación de la URSS en la guerra. Pero los autores abandonan esta idea muy rápidamente o, para decirlo con más corrección, la relegan a un segundo plano por otra, a saber, la amenaza mundial del fascismo. La reacción monárquica en la última guerra, afirman, no fue de carácter histórico agresivo, era más bien un vestigio, mientras que el fascismo representa en la actualidad una amenaza directa e inmediata a todo el mundo civilizado. Por eso, la lucha contra él es la tarea del proletariado internacional, tanto en la paz como en la guerra. Esa degradación de las tareas revolucionarias —el reemplazo del imperialismo por una de sus máscaras políticas, la del fascismo— es una clara concesión a la Comintern, una evidente indulgencia hacia los social-patriotas de los países «democráticos».
Establezcamos antes que nada que los dos nuevos factores históricos que dictan presumiblemente un cambio de política durante la guerra, a saber, la URSS y el fascismo, no necesitan inevitablemente operar en la misma dirección. No hay que excluir en absoluto la posibilidad de que Stalin y Hitler, o Stalin y Mussolini, puedan encontrarse en el mismo bando durante una guerra, o en todo caso que Stalin pueda comprar una breve e inestable neutralidad al precio de un acuerdo con los gobiernos fascistas o con uno de ellos. Por alguna razón desconocida, esta posibilidad escapa completamente del campo visual de nuestros autores. Sin embargo, manifiestan correctamente que nuestra posición de principios debe armarnos contra cualquier variante posible.
No obstante, como ya hemos manifestado, la cuestión de la URSS no juega ningún papel real en todo el proceso de razonamiento de nuestros camaradas palestinos. Enfocan su atención en el fascismo como la amenaza inmediata para la clase obrera internacional y las nacionalidades oprimidas. Sostienen que una política «derrotista» no es aplicable en los países que puedan estar en guerra con países fascistas. Nuevamente, este razonamiento supersimplifica el problema, pues muestra el panorama como si los países fascistas fueran a encontrarse necesariamente de un lado de las trincheras mientras que los democráticos o semidemocráticos fueran a estar en la otra. En realidad, no existe absolutamente ninguna garantía de que se cumpla este «conveniente» agrupamiento. Italia y Alemania pueden, en la próxima guerra como ya ocurrió en la última, estar en bandos opuestos. Esto no ha de descartarse de ninguna manera. ¿Qué debemos hacer en ese caso? En realidad, se está haciendo muy difícil clasificar a los países de acuerdo a rasgos puramente políticos. ¿Dónde ubicaríamos a Polonia, Rumania, la actual Checoslovaquia y a una cantidad de potencias de segundo o tercer orden?
La tendencia principal de los autores de este documento es aparentemente la siguiente: sostener que el «derrotismo» es obligatorio para los principales países fascistas (Alemania e Italia), mientras que es necesario renunciar al mismo en los países de virtudes democráticas dudosas, pero que en la guerra están con los principales países fascistas. Así puede expresarse la idea principal que encierra el documento. De esta manera, también, sigue siendo falso y constituye un paso obvio hacia el social-patriotismo.
Recordemos que todos los lideres de la socialdemocracia alemana emigrados son «derrotistas» a su manera. Hitler los ha privado de sus fuentes de influencia y de sus ingresos. El progresismo de este derrotismo «democrático», «antifascista», es exactamente igual a cero. No está ligado a la lucha revolucionaria; con esperanzas prendidas con alfileres se aferra al papel «liberador» de Francia o de algún otro imperialismo. Los autores del documento, obviamente contra su voluntad, han dado un paso en esa misma dirección.
En primer lugar, en nuestra opinión, definen de manera demasiado nebulosa y especialmente equívoca el «derrotismo», como si fuera un sistema especial e independiente con miras a producir la derrota. Eso no es así. El derrotismo es la política de clase del proletariado, que incluso durante la guerra ve a su principal enemigo en casa, en su propio país imperialista. El patriotismo, en cambio, es una política que ubica a su principal enemigo fuera de su propio país. La idea del derrotismo significa en realidad lo siguiente: llevar adelante una irreconciliable lucha revolucionaria contra la propia burguesía como enemigo principal, sin detenerse por el hecho de que esta lucha pueda causar la derrota de propio gobierno; dado un movimiento revolucionario la derrota del propio gobierno resulta el mal menor. Lenin no dijo, ni quiso decir otra cosa. Ni siquiera se puede hablar de alguna otra forma de «ayuda» para causar la derrota. ¿Debería renunciarse al derrotismo revolucionario en relación a los países no fascistas? Aquí está el nudo de la cuestión; a partir de este punto se yergue o cae el internacionalismo revolucionario.
Por ejemplo, ¿deberían renunciar los trescientos sesenta millones de indios a utilizar la guerra para su propia liberación? Su levantamiento en medio de la guerra contribuiría, indudablemente, a la derrota de Gran Bretaña. Además, en el caso de un levantamiento indio (a despecho de todas las «tesis»), ¿lo apoyarían los trabajadores británicos? O, por el contrario, ¿están obligados moralmente a pacificarlos y arrullarlos para que se duerman en virtud de la victoria del imperialismo británico «contra el fascismo»? ¿Qué camino tomamos? «Actualmente, la victoria sobre Alemania o Italia (mañana el caso puede ser distinto) equivale a la caída del fascismo». En primer lugar, nos llama la atención la caracterización de «actualmente (mañana el caso puede ser distinto)». Los autores no dilucidan qué quieren decir en realidad con esto. Pero indican en todo caso que —incluso desde su propio punto de vista— su posición es episódica, inestable y de carácter incierto; puede ya resultar inútil «mañana». No toman suficientemente en cuenta el hecho de que en la época del capitalismo decadente las sustituciones y semisustituciones de los regímenes políticos se suceden con suficiente sorpresa y frecuencia sin alterar los cimientos sociales, sin frenar la decadencia capitalista. ¿En cuál de estos dos procesos debe basarse nuestra política en una cuestión tan fundamental como la guerra: en el cambio de regímenes políticos o en los cimientos sociales del imperialismo comunes a todos los regímenes políticos y que infaliblemente los unen contra el proletariado revolucionario? La cuestión estratégica fundamental es nuestra actitud hacia la guerra, y no se la puede subordinar a consideraciones y especulaciones tácticas coyunturales.
Pero incluso desde un punto de vista puramente episódico, la mencionada idea del documento es incorrecta. Una victoria sobre los ejércitos de Hitler y Mussolini sólo implica en sí misma la derrota militar de Alemania e Italia, y de ninguna manera el colapso del fascismo. Nuestros autores admiten que el fascismo es un producto inevitable del capitalismo decadente, en la medida en que el proletariado no reemplaza a tiempo a la democracia burguesa. ¿Cómo puede liquidar al fascismo una victoria militar de las democracias decadentes sobre Alemania e Italia, aunque sea sólo por un período limitado? Si existiera algún fundamento para creer que una nueva victoria de la familiar y algo senil Entente (menos Italia) puede producir resultados tan milagrosos, es decir, contradecir las leyes socio-históricas, entonces no sólo sería necesario «desear» esa victoria sino hacer todo lo que esté a nuestro alcance para provocaría. En tal caso los social-patriotas anglo-franceses tendrían razón. En realidad, tienen mucha menos razón hoy en día de la que tuvieron hace veinticinco años o, para decirlo más correctamente, están jugando en la actualidad un papel infinitamente más reaccionario e infame.
Si hay posibilidades —e indudablemente las hay— de que la derrota de Alemania e Italia —siempre que haya un movimiento revolucionario— pueda conducir a un colapso del fascismo, por otra parte hay posibilidades más próximas e inmediatas de que la victoria de Francia pueda asestar el golpe final a la corroída democracia, especialmente si se consigue con el apoyo político del proletariado francés. A su vez el atrincheramiento del imperialismo británico y del francés, la victoria de la reacción militar-fascista francesa, el fortalecimiento del dominio de Gran Bretaña sobre India y otras colonias, darán apoyo a la más negra reacción en Alemania e Italia. En caso de triunfar, Francia e Inglaterra harán todo lo que esté a su alcance para salvar a Hitler y a Mussolini, y detener el «caos». La revolución proletaria puede, por supuesto, rectificar todo esto. Pero a la revolución hay que ayudarla, no obstruirla. Es imposible ayudar a la revolución en Alemania si no se ponen en acción los principios del internacionalismo revolucionario en los países que luchan contra ella.
Los autores del documento se manifiestan categóricamente contra el pacifismo y en esto, por supuesto, tienen razón. Pero están absolutamente equivocados al pensar que el proletariado puede resolver las grandes tareas históricas por medio de guerras que no son conducidas por él mismo sino por sus enemigos mortales, los gobiernos imperialistas. Uno puede interpretar el documento de la siguiente manera: durante la crisis checoslovaca nuestros camaradas franceses e ingleses debieron haber solicitado la intervención militar de su propia burguesía, y asumido por lo tanto responsabilidades por la guerra, no por la guerra en general, y por supuesto no por una guerra revolucionaria, sino por la guerra imperialista dada. El documento cita las palabras de Trotsky respecto a que Moscú debió haber tomado la iniciativa para aplastar a Hitler en 1933, antes de que se convirtiera en un terrible peligro (Biulleten Opozitsi, 21 de marzo de 1933)[214]. Pero estas palabras significan meramente que ése debió ser el comportamiento de un verdadero gobierno revolucionario de un estado obrero. ¿Es válido plantearle la misma exigencia al gobierno de un país imperialista?
Por cierto, no asumimos ninguna responsabilidad por el régimen que ellos llaman régimen de paz. La consigna «¡Todo para la paz!» no es nuestra consigna, y ninguna de nuestras secciones la levanta. Pero no podemos asumir más la responsabilidad por su guerra de la que asumimos por su paz. Cuanto más decidida, firme e irreconciliable sea nuestra posición en esta cuestión mejor nos entenderán las masas, si no al comienzo, por lo menos durante la guerra.
«¿Podría haber luchado el proletariado de Checoslovaquia contra su gobierno y la política capituladora del mismo con consignas de paz y derrotismo?». Aquí se plantea una cuestión muy concreta en forma muy abstracta. No había lugar para el «derrotismo» porque no había guerra (y no es accidental que no siguiera ninguna guerra). En las críticas veinticuatro horas de confusión e indignación universales, el proletariado de Checoslovaquia tuvo toda la oportunidad de derribar al gobierno «capitulador» y tomar el poder. Para ello sólo se requería una dirección revolucionaria. Naturalmente, después de tomar el poder el proletariado habría ofrecido una desesperada resistencia a Hitler y provocado, indudablemente, una poderosa reacción en las masas trabajadoras de Francia y otros países. No especulemos sobre cómo habría sido el desarrollo posterior de los acontecimientos. De todos modos, la situación actual sería infinitamente más favorable para la clase obrera mundial. Sí, nosotros no somos pacifistas; estamos por la guerra revolucionaria. Pero la clase obrera checa no tenía el menor derecho de confiar la dirección de la guerra «contra el fascismo» a los señores capitalistas, que en pocos días cambiaron fácilmente su coloración y se convirtieron en fascistas y semifascistas. En todas las «democracias» las transformaciones y recoloraciones de este tipo por parte de las clases gobernantes estarán a la orden del día durante la guerra. Es por eso que el proletariado se arruinaría si fuera a decidir su línea política en función de rótulos formales e inestables de «por el fascismo» y «contra el fascismo».
Consideramos totalmente errónea la idea del documento de que de las tres condiciones para una política «derrotista» enumeradas por Lenin, probablemente hoy en día falta la tercera, a saber, «la posibilidad de que los movimientos revolucionarios de todos los países se brinden mutuo apoyo». Los autores están obviamente hipnotizados por la publicitada omnipotencia del régimen totalitario. En realidad, la inmovilidad de los trabajadores alemanes e italianos no está en absoluto determinada por la omnipotencia de la policía fascista sino por la ausencia de un programa, la pérdida de la fe en los viejos programas y consignas y la prostitución de la Segunda Internacional y de la Tercera. Sólo en esta atmósfera de desilusión política y decadencia puede el aparato policial operar esos «milagros», que, triste es decirlo, también impresionaron excesivamente las mentes de nuestros camaradas.
Naturalmente, es más fácil comenzar la lucha en aquellos países donde las organizaciones de trabajadores no han sido destruidas aún. Pero se debe comenzar la batalla contra el principal enemigo que sigue estando, como hasta ahora, en casa. Puede concebirse que los trabajadores avanzados de Francia digan a los trabajadores de Alemania: «En tanto estén en las garras del fascismo y no puedan emanciparse ayudaremos a nuestro gobierno a aplastar a Hitler, es decir, estrangularemos a Alemania con el lazo de un nuevo tratado de Versalles y luego… luego construiremos el socialismo junto con ustedes». A esto los alemanes podrían responder perfectamente: «Perdónennos, pero ya hemos oído esa canción de labios de los socialpatriotas durante la última guerra y sabemos muy bien cómo termina…». No, de esa forma no ayudaremos a los trabajadores alemanes a despertar de su letargo. Debemos mostrarles en la acción que la política revolucionaria consiste en una lucha simultánea contra los respectivos gobiernos imperialistas en todos los países en conflicto. Por supuesto, no se debe tomar mecánicamente esta «simultaneidad». Los éxitos revolucionarios, cualquiera que sea el lugar donde comiencen, elevarían el espíritu de protesta y los levantamientos en todos los países. El militarismo de los Hohenzollern fue completamente aplastado por la Revolución de Octubre Para Hitler y Mussolini el triunfo de una revolución socialista en cualquiera de los países avanzados del mundo es infinitamente más terrible que los armamentos combinados de todas las «democracias» imperialistas.
La política que intenta atribuir al proletariado la insoluble tarea de evitar los peligros engendrados por la burguesía y su política de guerra es vana, falsa, mortalmente peligrosa. «¡Pero el fascismo podría triunfar!». «¡Pero la URSS está amenazada!». «¡Pero la invasión de Hitler significaría la matanza de trabajadores!», y así hasta el infinito. Por supuesto, los riesgos son muchos, muchísimos. No sólo es imposible evitarlos a todos sino incluso preverlos. Si el proletariado intentara, a costa de la claridad e irreconciliabilidad de su política fundamental, tomar en cuenta por separado cada peligro episódico, resultaría inevitablemente su bancarrota. En época de guerra, las fronteras se alterarán, las victorias y derrotas militares se alternarán, los regímenes políticos cambiarán. Los trabajadores podrán aprovechar en su totalidad este monstruoso caos sólo si en vez de ser supervisores del proceso histórico se comprometen en la lucha de clases. Unicamente el avance de su ofensiva internacional pondrá fin a los «peligros» episódicos y también a su fuente principal: la sociedad clasista.