Capítulo 7

 

Inverness, Tierras Altas de Escocia, 7.15 h

 

   Desperté chillando, temblando de pies a cabeza, con los pantalones cortos y la camiseta empapados de sudor. Durante un terrorífico momento, no estuve seguro de dónde estaba, y después, la habitación de hotel vacía me miró bostezante, y la televisión todavía seguía emitiendo la BBC2 de la noche anterior.
   "Estás bien… Estás bien… Estás bien…"
   Aparté las sábanas a patadas, me quité la ropa empapada y me metí bajo una ducha caliente.
   Furiosos golpes en la puerta me obligaron a abandonar la ducha prematuramente. Me envolví la cintura con una toalla, y abandoné el cuarto de baño todavía mojado.
   - Por los clavos de Cristo, espere…
   Era el director, acompañado de un guardia de seguridad. -¿Todo va bien, señor?
   - Sí, bien. ¿Pasa algo?
   El hombre de seguridad entró.
   - Algunos huéspedes nos han dicho que oyeron unos gritos horrorosos. Daba la impresión de que estaban apuñalando a alguien. -¿Apuñalando? Ah, lo siento, debió de ser la televisión, uno de esos programas norteamericanos. A mí también me despertaron.
   El director compuso una expresión de alivio.
   El hombre de seguridad seguía buscando un cadáver.
   - Buenos días. -Entró Max, vestido con un traje de raya diplomática gris y corbata a juego, el pelo peinado hacia atrás, sin rímel-. ¿Algún problema?
   - Oyeron gritar a alguien. Era la televisión.
   - Pues claro. Ni una palabra más.
   - Aquí no hay nada -anunció el hombre de seguridad-. Pero si vuelve a pasar, le denunciaré por perturbar la paz.
   Me miró fijamente, y después salió por la puerta, seguido del director.
   - Gilipollas. Ni siquiera es un poli de verdad. -Max me empujó hacia el dormitorio-. Vístete, hermanito, el Tribunal Supremo nos espera.
   El Tribunal Supremo de Justicia es la máxima instancia jurídica de Escocia. Como los únicos tribunales supremos se hallan en Edimburgo y Glasgow, todos los juicios por asesinato que tienen lugar fuera de estas dos ciudades se celebran en el edificio del tribunal del juez. El castillo de Inverness alojaba al Tribunal Supremo en Inverness, un decorado medieval único.
   Había dos fiscales: Mitchell Obrecht, un hombre alto y corpulento, de pelo castaño claro que formaba una "V" impresionante sobre su frente, y su ayudante, una rubia de pelo corto, vestida con traje azul marino, llamada Jennifer Shaw.
   Angus iba vestido con un viejo traje de lana marrón, y estaba sentado en el banquillo de los acusados, detrás de los fiscales. Max estaba en otra mesa, de cara al tribunal. Había quince jurados sentados en la tribuna del jurado, tres agentes de policía en sus puestos, uno al lado de mi padre. Los demás (reporteros, amigos, familiares y curiosos) estaban apretujados en filas de bancos de madera, en la parte posterior de la sala.
   La viuda de Johnny C., Theresa Cialino, una belleza de aspecto atlético, pelo rojizo largo y ondulado, estaba sentada tres bancos delante de mí, con un ángel tatuado en el omóplato izquierdo. A juzgar por la forma en que clavaba sus ojos castaño oscuro en Angus, no me cupo la menor duda de que habían sido amantes.
   A las nueve y tres minutos, el secretario del tribunal indicó que nos levantáramos.
   - El Tribunal Supremo de Justicia abre la sesión, presidida por lord Neil Hannam.
   El juez, un hombre menudo con aspecto de estar en plena forma, piel bronceada y pelo oscuro peinado hacia atrás, ocupó su asiento e indicó con un cabeceo al secretario que continuara.
   - Caso número C93-04, Angus William Wallace contra el fiscal de Su Majestad en el caso de asesinato en primer grado. El acusado ha presentado una declaración de inocencia.
   - Señor fiscal, sus comentarios iniciales.
   Mitchell Obrecht se levantó y miró al jurado.
   - El 15 de febrero de este año, el acusado, señor Angus William Wallace, de Drumnadrochit, se encontró con el fallecido, señor John Cialino Jr., de Cialino Ventures, Londres, en los terrenos del Nessie's Retreat and Entertainment Center, de próxima apertura. El fiscal de Su Majestad demostrará que el señor Wallace era propietario de algunas hectáreas junto al lago Ness, y las había vendido a la firma de bienes raíces del señor Cialino unos dieciocho meses antes.
   "Aproximadamente a las cuatro y media de aquella tarde, no menos de una docena de personas fueron testigos de que el señor Wallace y el señor Cialino se enzarzaban en una acalorada discusión, que terminó cuando el señor Wallace golpeó con el puño al señor Cialino en la cara, de forma que este cayó desde siete metros de altura a las aguas inmisericordes del lago, con una temperatura de seis grados.
   Si el señor Cialino no estaba muerto cuando tocó el agua, se ahogó unos minutos después. Las aguas que rodean el castillo de Urquhart tienen una profundidad superior a doscientos metros, y es improbable que alguna vez se recupere el cadáver.
   "El fiscal de Su Majestad tiene la intención de demostrar que el señor Wallace no solo es culpable del asesinato de Cialino, sino que el acto fue premeditado, asesinato en primer grado.
   Se elevaron murmullos en la sala cuando el fiscal volvió a su asiento. Miré las caras de los jurados, y me dio la impresión de que habían concedido crédito a las palabras de Obrecht.
   Ahora era el turno de Max.
   - Damas y caballeros, mi cliente, Angus Wallace, admite que estaba discutiendo con su amigo y socio comercial, el señor John Cialino, aquel trágico 5 de febrero pasado. Confiesa que golpeó a su amigo, como alguien podría golpear a un colega después de una pinta de cerveza. Pero el señor Wallace no mató al señor Cialino, ni por accidente ni de manera intencionada, porque el señor Cialino estaba muy vivo después de tocar el agua. Nos proponemos demostrar que la muerte del señor Cialino fue provocada por su propia negligencia, y no por la mano de su amigo, el señor Angus Wallace.
   El juez tomó algunas notas, y después se volvió hacia el macero del tribunal.
   - Puede llamar al primer testigo de la Corona.
   - El Tribunal Supremo llama al señor Paul Garrison, de Las Vegas, Nevada, al estrado.
   Un estadounidense de edad madura y pelo castaño claro, gris en las sienes, se presentó en el estrado y prestó juramento.
   Jennifer Shaw le interrogó desde su asiento.
   - Tenga la amabilidad de decir su nombre completo y ocupación.
   - Paul Garrison. Trabajo para un casino de lujo de Las Vegas, Nevada. -¿Qué le trajo a Escocia el pasado febrero, señor Garrison?
   - Vacaciones, sobre todo. Han sido muy amables al traerme de vuelta. -¿Estaba usted en el castillo de Urquhart el 15 de febrero?
   - Hum, sí… Sí, estaba. -¿Qué vio?
   - Bien, era invierno, así que oscureció muy pronto. Mirando desde las ruinas, vi a ese hombretón de barba plateada…
   - Que conste en acta que el señor Garrison ha identificado al acusado.
   - Exacto, es él. Bien, vi al tipo de la barba plateada dar un puñetazo al otro tipo… -¿El señor Cialino?
   - Exacto, el señor Cialino, en plena cara. Bien, el tal Cialino dio unos cuantos tumbos, y después cayó de cabeza al lago.
   - No haré más preguntas.
   El juez se volvió hacia Max.
   - Señor Rael, su testigo.
   Max levantó la vista de sus notas.
   - Señor Garrison, desde el punto donde usted se encontraba, ¿pudo ver al señor Cialino cuando caía?
   - Sí. -¿Le vio tocar el agua?
   - Oí el chapoteo, pero la caída es demasiado empinada. -¿De modo que no llegó a verle en el agua?
   - No. Como ya he dicho, el ángulo me lo impedía, pues yo estaba cerca de la torre del castillo. Con aquella pendiente, tendría que haber estado cerca del borde para verle hundirse en el agua.
   - Por lo tanto, no pudo saber si el señor Cialino seguía con vida después de caer al lago Ness.
   - Sí, o sea, no, no podía verle.
   - Gracias, señor Garrison. No haré más preguntas.
   Y así continuó todo el día. La acusación presentó a sus testigos, y Max demostró que ninguno había visto a John Cialino en el agua después de que Angus le golpeara.
   A las cuatro y veintidós minutos de la tarde, la acusación pidió un descanso. Max presentaría su defensa el lunes.
   Los reporteros corrieron a transmitir la historia.
   Aún quedaba lo mejor.

 

El diario de Sir Adam Wallace
Traducido por Logan W. Wallace

Anotación: 17 de octubre de 1330
Tres semanas han transcurrido desde que me acogió la Orden Militar de Caballería del templo de Jerusalén, habiendo sido descartado el nombre de templarios, según me han referido, desde la matanza perpetrada por Felipe el Hermoso. El caballero sacerdote MacDonald afirma que el linaje se remonta hasta el mismísimo San Columba, y sus artes curativas no me ofrecen duda. La fiebre ha remitido y estoy empezando a sentirme como antes. Buenas noticias, según me han dicho, pues necesitaré de todas mis fuerzas para lo que nos aguarda.

Anotación: 22 de octubre de 1330
Un largo día ha transcurrido y la noche ha caído sobre nuestro campamento.
Un viento tempestuoso agita las llamas de nuestra hoguera, que bailan en la noche, lo cual me dificulta escribir, pero estoy decidido a terminar la anotación.
Hemos pisado el estuario de Moray, justo antes del alba, ocho templarios, yo y el sagrado estuche de Bruce, colgado alrededor de mi cuello. Durante horas seguimos el río Ness en dirección sur, pero a mediodía las montañas se habían elevado a ambos lados. El camino empezó a presentar dificultades, pero jamás había visto un paisaje tan hermoso. Colinas esmeralda se estaban tiñendo de oro, rojo y púrpura, y se percibía el olor del invierno en el aire. El río se hizo más denso al doblar un curva, y MacDonald señaló el mismísimo lugar en que San Columba había salvado a un guerrero picto de una de las bestias que estábamos buscando.
Sigo siendo escéptico.
Al anochecer terminamos nuestro día de marcha, y llegamos a las orillas de un estrecho canal que se ensanchó alrededor de la boca del lago Ness. Esta era la primera vez que mis ojos contemplaban sus aguas oscuras, que corren hasta perderse en el horizonte. El cielo estaba muy nublado y gris, y retumbaban truenos en el valle. En busca de refugio, MacDonald me ordenó que acampáramos en el bosque, lejos de la orilla, no fuera que los dragones emergieran a la superficie y sintieran curiosidad.
La charla sobre dragones del templario, jovial al principio, ha empezado a inquietarme un poco en este ominoso entorno. Aunque todavía me niego a creer, la espalda de sir William se quedará cerca de mi lado mientras duerma.

 

   La proporción general que [la Naturaleza] ha de alcanzar entre ciertos grupos de animales se ve con facilidad. Los animales grandes no pueden abundar tanto como los pequeños. Los carnívoros han de ser menos numerosos que los herbívoros. Águilas y leones nunca pueden ser tan abundantes como las palomas y los antílopes. Los asnos salvajes de los desiertos tártaros nunca pueden igualar el número de caballos de las praderas y pampas más exuberantes de América. La mayor o menor fecundidad de un animal se considera a menudo una de las principales causas de su abundancia o escasez, pero un análisis de los datos nos demostrará que poco o nada tiene que ver con el asunto. Hasta los animales menos prolíficos aumentarían de número rápidamente si no fueran controlados, en tanto resulta evidente que la población animal del globo ha de continuar igual, o tal vez, debido a la influencia del hombre, menguante.
   ALFRED RUSSEL WALLACE, Sobre la tendencia de las variedades a alejarse indefinidamente del tipo original, 1858.