Capítulo 5

 

Sobre el océano Atlántico,

 

a bordo del vuelo 8226 de Continental Airlines

 

   Era un vuelo de ocho horas hasta el aeropuerto de Gatwick, donde tendríamos que tomar otro avión a Escocia. No llegaríamos a Inverness hasta las siete de la mañana, hora local.
   Ya estaba agotado, pero decidido a permanecer despierto, temeroso de dormir y de las posibilidades de experimentar terrores nocturnos a bordo del avión. Con la creciente amenaza terrorista, que ponía nerviosos a la mayoría de los viajeros occidentales, sabía que un chillido estremecedor a doce mil metros de altitud podía dar como resultado que entre todos los pasajeros me propinaran una paliza.
   Con Max roncando a mi lado, permanecí despierto, y la sobriedad me obligó a pensar. Evité todo pensamiento sobre el mar de los Sargazos e intenté concentrar mi mente en Escocia, un país que apenas recordaba.
   Mi madre acababa de terminar la universidad cuando viajó a Inglaterra con dos amigas y vio por primera vez a mi padre. Angus Wallace era impetuoso y apuesto, una figura impresionante para alguien como Andrea McKnown, de veintiséis años, y el hecho de que hubiera perdido hacía poco a su padre, y de que Angus fuera veintisiete años mayor que ella, sin duda contribuyó a su enamoramiento. El noviazgo duró apenas seis semanas, y él insistió en casarse. Andrea aceptó, en parte porque no la esperaba nada en su país, y en parte porque estaba embarazada y era incapaz de enfrentarse a su madre, una católica estricta. Incluso ahora, mamá todavía insiste en que nací con nueve semanas de antelación en lugar de solo tres.
   Mi madre aguantó mucho durante aquellos primeros años y, con el tiempo, su enamoramiento se fue diluyendo y empezó a ver a mi padre como era en realidad: un borracho irresponsable al que le gustaba flirtear tanto como beber. Oculté los líos amorosos de mi padre a mi madre todo el tiempo que pude, pero después de que estuve a punto de ahogarme, confesé todo cuanto sabía. Mi madre esperó al siguiente "viaje de negocios" de Angus, vendió nuestra casa y los muebles, hizo las maletas y solicitó el divorcio. Cuando Angus regresó de Inverness, una nueva familia se había instalado en su vivienda, y mi madre y yo vivíamos en casa de su madre, en Long Island, Nueva York.
   Esa fue la última vez que vi a mi padre en Escocia, y me quedé sorprendido al darme cuenta de las ganas que tenía de ver las Tierras Altas de nuevo. Tal vez Angus tenía razón cuando dijo: "Si naces en las Tierras Altas, las llevas en la sangre".
   La identidad escocesa procede tanto de la tierra como de su historia, y su historia, como casi todas las de Europa, es sangrienta. Separada de la Europa continental por el mar del Norte, Escocia forma la frontera norte de Gran Bretaña, unida a la cadera norte de Inglaterra, y nuestro pueblo siempre ha estado en conflicto con nuestro vecino del sur, un pueblo más numeroso y rico, y más adelantado, sobre todo en el arte de la guerra. Coexistir con Inglaterra ha sido nuestro gran desafío, y todavía lo sigue siendo en la actualidad.
   Como otras naciones, los escoceses son descendientes de todas las razas que pisaron nuestras orillas.
   Nuestros primeros inmigrantes, cazadores primitivos, llegaron de Europa hará unos ocho mil años, poco después de que se fundiera el hielo del último período glacial. No sabemos gran cosa de estos antiguos habitantes, pero su isla fue invadida unos cinco mil años después por un pueblo conocido como celtas.
   Llegados del noroeste de Europa, estos conquistadores se autodenominaban "pretani", lo cual fue malinterpretado por los futuros colonos celtas como "britoni".
   Los bretones no tardaron en ser invadidos por los romanos, los amos de Europa y el mundo mediterráneo, que jamás descubrieron una tierra que no desearan conquistar. Los romanos avasallaron rápidamente a las tribus celtas del sur, y después fueron subiendo hacia el norte poco a poco, en dirección a la futura nación de Escocia. Por desgracia para los romanos, se alejaron de los puertos del sur, y lo más difícil para ellos era mantener sus líneas de abastecimiento.
   La región del norte también implicaba otro reto: los habitantes de las Tierras Altas.
   Para los conquistadores romanos, estos bárbaros de las montañas eran conocidos como pictos, un nombre derivado de la palabra latina pictii, que significa pintado, tal vez una referencia a los tatuajes corporales de la tribu o a sus documentos escritos, dejados en forma de imágenes talladas en grandes piedras verticales. Hasta el día de hoy, no estamos seguros de su procedencia, de qué idioma hablaban o de cómo se llamaban a sí mismos, pero una cosa está clara: estos guerreros de las Tierras Altas se negaron a someterse al dominio de los romanos, o de cualquier otro invasor. Como alimañas incansables, los pictos nunca dejaron de atacar a los romanos, y hacia el año 409, los romanos se hartaron, abandonaron Bretaña y dejaron como legado su estilo de vida y la religión cristiana.
   Fue más o menos en esa época cuando una tribu de habla celta invadió Bretaña y pobló la costa sudoeste de Escocia, fundando el reino de Dalriada. Eran los escoceses y llegaban de Escocia, la región nordeste de Irlanda, entonces llamada Hibernia. En el siglo VII habían logrado mover su frontera medio día de marcha al sur de Inverness, la capital de los pictos, antes de ser rechazados de nuevo hacia Dalriada.
   En el año 834, los pictos tenían sus ejércitos ocupados en el norte con los invasores vikingos, en el sur con los anglos y en el oeste con los escotos. Muy debilitados por los ataques vikingos, Drust IX, el nuevo rey picto, aceptó una invitación de Kenneth MacAlpin, un escoto del clan Gabhran, para solucionar el problema de Dalriada. Al llegar a Scone, Drust y sus nobles fueron agasajados con alcohol y terminaron completamente borrachos. Entonces, los escotos retiraron los tornillos de los bancos de los pictos y atraparon al rey y a sus nobles en oquedades de tierra, donde fueron empalados y asesinados.
   Tras derrotar a los pictos, MacAlpin reclamó la corona escocesa y bautizó a su nuevo reino Alba, el cual gobernó hasta su muerte, en el año 858. Durante los siguientes trescientos años, los escoceses continuaron luchando contra los anglos en el sur y contra los normandos en el norte. Las guerras vikingas finalizaron en 1266 con la batalla de Largs y el Tratado de Perth.
   Pero la turbulenta historia de Escocia no había hecho más que empezar.
   La muerte accidental del rey Alejando II, rey de los escoceses, en 1286 dejó un trono vacío. En señal de amistad y respeto, los nobles escoceses invitaron al rey Eduardo (Longshanks) I de Inglaterra a actuar de juez en el proceso de selección del nuevo rey. En lugar de elegir, Longshanks llegó a Escocia con su ejército y citó un matrimonio dinástico celebrado un siglo antes como base de su derecho a la corona. Si bien la reclamación de Longshanks carecía de legitimidad, Escocia se vio obligada a aceptar a sir John Balliol como nuevo rey electo, según el compromiso que estaba pactado con Inglaterra.
   Pero Longshanks aún no había terminado. Como todavía deseaba que Escocia formara parte de su reino, encarceló a John Balliol en la Torre de Londres y utilizó el terrorismo de estado para sojuzgar a los nobles escoceses y a sus súbditos.
   Por fin, los escoceses se rebelaron la primavera de 1297. En el norte iban al mando de sir Andrew de Moray, y en el sur, de mi antepasado sir William Wallace.
   William Wallace nació hacia 1270, muy probablemente en Ayrshire. Tenía un hermano mayor, Malcolm; un tío, Richard, y otro tío, un sacerdote, quien le preparó para la vida eclesiástica. La muerte del padre de William a manos de tropas inglesas cambió el destino de William y le convirtió en un proscrito.
   Después de matar a varios soldados, Wallace fue capturado y encarcelado en una mazmorra, donde cayó en coma. Corrieron rumores de que había muerto de fiebre, pero cuando una ex niñera recibió permiso para sepultarle, descubrió que aún tenía pulso. Le cuidó hasta que recuperó la salud, y no tardó en empezar a reclutar más patriotas, hasta organizar un ejército de guerrillas contra los ingleses.
   Longshanks se había convertido en el dragón de William Wallace, y había nacido un guerrero.
   A finales de agosto de 1297, Longshanks envió un enorme ejército a Escocia para derrotar a Wallace.
   Cuando Moray se enteró, se unió a Wallace, y juntos se encaminaron hacia el sur, en dirección a Stirling.
   Tres días después, la mitad de la caballería inglesa cruzó el estrecho puente de Stirling, y después se detuvo, al darse cuenta de que su líder, John de Warenne, no se hallaba entre ellos (se había quedado dormido). En la confusión, no se enviaron más tropas, mientras los soldados de Wallace y Moray, medio desnudos y chillando, bajaban de las colinas para atacar. Los carpinteros se encargaron de quitar las estacas del puente y destruirlo, matando a cientos de soldados al tiempo que cortaban la retirada del resto del ejército inglés. Mientras Moray continuaba su asalto frontal, Wallace condujo a sus tropas río abajo, donde cruzaron y atacaron a las restantes fuerzas inglesas hasta derrotarlas. Se dice que las bajas inglesas fueron superiores a cinco mil hombres.
   Moray murió debido a las heridas recibidas en la batalla, dejando a Wallace como único comandante en jefe. Se sucedieron las conquistas, y creció la reputación de Wallace como líder carismático. Su ejército de seguidores reconquistó el castillo de Stirling, y después invadió los condados ingleses de Cumberland y Nortumbría. A finales de aquel diciembre, fue nombrado caballero y proclamado Guardián de Escocia, y reinó en nombre de Balliol. Aun así, la mayoría de los nobles escoceses se negaron a apoyarle.
   El 3 de julio de 1298, Longshanks invadió Escocia, y su ejército de noventa mil hombres derrotó a Wallace en Falkirk. Arruinada su reputación de militar, Wallace dimitió como Guardián y viajó a Francia en misión diplomática.
   En 1303, las hostilidades entre Inglaterra y Francia habían terminado, y Longshanks pudo concentrarse de nuevo en la conquista de Escocia. Stirling fue reconquistado en 1304, y Wallace traicionado un año después por un caballero escocés que servía a Eduardo.
   El 23 de agosto de 1305, sir William Wallace fue ahorcado, mantenido con vida y destripado, y luego quemaron sus entrañas ante sus ojos. Después, su cuerpo fue decapitado y descuartizado, su cabeza empalada en una pica y exhibida en el Puente de Londres.
   La bárbara ejecución de Wallace le convirtió en un mártir para los escoceses, y concedió a Roberto I Bruce el impulso que necesitaba para liderar otro levantamiento. En 1306, el triunfal Bruce fue coronado rey de Escocia.
   El ejército de Bruce derrotó a los ingleses en 1314 en la batalla de Bannockburn. Invadió en dos ocasiones Inglaterra, hasta aceptar por fin una tregua con el hijo de Longshanks, el rey Eduardo II. La paz entre Escocia e Inglaterra duró trece años, hasta que estalló otra guerra. Los ingleses salieron victoriosos de nuevo, y en 1328 Bruce firmó un tratado en el que se reconocía la independencia de Escocia. Un año después, el rey moría de lepra y dejaba la corona a su hijo, David II.
   En 1390, David II moría, y el sobrino de Bruce, John Stewart (Estuardo), conde de Carrick, era coronado rey Roberto II.
   Así empezó lo que se conoce en Escocia como la monarquía Estuardo.
   Los siguientes tres siglos de gobierno se consumieron en luchas intestinas, conflictos comerciales y matrimonios manipulados entre las casas reales de Escocia e Inglaterra. Se produjeron más derramamientos de sangre, en la guerra que enfrentó a hermanos, y también a religiones, por culpa de la estupidez, que ya duraba un siglo, de fijar qué método de culto era el más adecuado para nuestro Creador, el cual, debido a nuestros esfuerzos criminales, debe despreciarnos a todos.
   Las diferencias religiosas condujeron a la caída de la Casa Estuardo.
   En 1603, el rey Jacobo VI de Escocia, hijo de María Estuardo, reina de los escoceses, prima de Isabel I, reina de Inglaterra, se convirtió también en el rey Jacobo I de Inglaterra en la Unión de las Coronas.
   Al conseguir el trono de Inglaterra, unió Escocia e Inglaterra en un reino, Gran Bretaña, convencido de que los ingleses aceptarían a sus hermanos escoceses tal como le habían aceptado a él. Pero siglos de derramamiento de sangre no se olvidan con tanta facilidad, y el Parlamento de Inglaterra votó en contra de la propuesta.
   El sucesor del rey, Jacobo VII de Escocia (Jacobo II de Inglaterra), concedió su apoyo inequívoco al catolicismo, la religión tradicional de Escocia. El Parlamento de Inglaterra expulsó a Jaime VII, y en lugar de combatir por su corona se exilió en Francia. Inglaterra ofreció la Corona a su yerno Guillermo de Orange, quien fue conocido como el rey Guillermo III de Gran Bretaña.
   Jacobo VII y la Casa Estuardo habían desaparecido, pero aún contaban con el apoyo de muchos habitantes católicos de las Tierras Altas, quienes consideraban a los Estuardo el verdadero linaje de Escocia. A estos partidarios de los Estuardo se los conocía como jacobitas.
   Cuando Jacobo VII murió en Francia en 1701, los jacobitas pensaron que su hijo, Jaime VIII el Pretendiente, era el heredero legítimo de la Corona. Cuando el rey Guillermo III de Gran Bretaña murió un año más tarde, la corona recayó en su hija, la reina Ana, que no tenía herederos.
   En Francia, el hijo de Jaime VIII, Carlos Eduardo Estuardo, también conocido como Bonnie Prince Charlie, decidió que había llegado el momento de reclamar la corona escocesa. Apoyado por Francia (o al menos eso creía él), viajó a las Tierras Altas de Escocia y formó un ejército de seguidores jacobitas. El primer levantamiento jacobita había tenido lugar un año antes, pero finalizó en derrota. El segundo levantamiento contó con más apoyos, y al cabo de poco Bonnie Prince Charlie y sus seguidores marcharon hacia el sur de Edimburgo, donde sus tropas derrotaron con facilidad a las fuerzas inglesas.
   Por Inglaterra se propagó a toda prisa la noticia de que, una vez más, un ejército de habitantes de las Tierras Altas se había puesto en marcha. El rey británico, Jorge II, envió tropas británicas, holandesas y alemanas para interceptarlo, bajo el mando del general Wade y William Augustus, duque de Cumberland.
   Entretanto, los franceses decidieron no apoyar a Charlie, y dejaron que se enfrentara al ejército inglés solo con sus tropas jacobitas. El príncipe llegó a ciento ochenta kilómetros de Londres, pero retrocedió cuando se enteró de la (falsa) noticia de que Cumberland había reunido una fuerza de treinta mil hombres y se dirigía a su encuentro.
   Temeroso de una matanza, Charlie guió a sus rebeldes en una larga y agotadora retirada, entre montañas cubiertas de nieve y hacia las cumbres de las Tierras Altas. Al llegar a Inverness, los jacobitas averiguaron que el ejército de Cumberland había acampado en Nairn, a veintitrés kilómetros de distancia.
   El 16 de abril de 1746, Bonnie Prince Charlie y sus exhaustos jacobitas se enfrentaron a los veteranos de Cumberland, armados hasta los dientes, en Drummossie Moor, cerca de Culloden.
   La matanza duró poco más de media hora.
   Más de dos mil jacobitas murieron aquel día. Algunos habitantes de las Tierras Altas perdieron clanes enteros. Pero lo peor aún no había llegado.
   Después de la batalla, el duque de Cumberland se dirigió a Inverness, blandió su espada ensangrentada y gritó: "¡Sin cuartel!", la orden de que nadie quedara con vida. Al acabar el día, los cadáveres ensangrentados de hombres, mujeres y niños cubrían las carreteras que conducían a la ciudad. Cientos de habitantes inocentes de las Tierras Altas fueron aniquilados, y durante meses, las fuerzas de Cumberland continuaron registrando la campiña en busca de jacobinos, y no pararon hasta concluir la limpieza étnica.
   Bonnie Prince Charlie logró escapar, pero Inglaterra aún no había terminado con los habitantes de las Tierras Altas. Temerosa del sistema agrícola tradicional, y de los guerreros que engendraba, los "Fueros de las Tierras Altas" fueron puestos fuera de la ley, con la intención de destruir la cultura de clanes. Hablar o escribir en gaélico se condenaba con la horca, así como llevar el tartán. Comunidades enteras fueron "invitadas" a emigrar al Nuevo Mundo, mientras otros habitantes de las Tierras Altas eran vendidos como esclavos, sus tierras robadas y utilizadas para criar ovejas.
   Más de dos siglos han transcurrido desde los oscuros días de Culloden. Los escoceses que huyeron hace tanto tiempo han engendrado grandes generaciones que han florecido por todo el mundo. George Washington afirmaba ser de ascendencia escocesa, y más de treinta presidentes estadounidenses exhiben también orígenes escoceses.
   Hoy se está produciendo una nueva invasión. Italianos y paquistaníes, asiáticos y africanos, así como ciudadanos de otros muchos países, se han instalado en Escocia y la consideran su hogar. Aunque tal vez no compartan nuestra turbulenta historia, ellos también son escoceses, y ahora se han integrado en nuestra herencia.
   De todos modos, aquellos de pura sangre celta, como mi padre, juran que jamás olvidarán lo que Inglaterra hizo a sus antepasados en los páramos de Culloden hace tanto tiempo.
   Que John Cialino fuera natural de Londres no me sorprendió en absoluto.
   El amanecer me cegó. Los rayos del sol golpearon mis ojos privados de sueño, por debajo de la persiana medio corrida. Estábamos dando vueltas alrededor del aeropuerto de Gatwick, y la larga noche había acabado por fin. Dentro de escasas horas estaría de vuelta en las Tierras Altas, reunido con mi padre, y si bien no tenía ni idea de lo que me aguardaba, si la historia enseñaba algo, sabia que mi estancia en Escocia iba a ser movidita.

 

   Un país con especies, géneros y familias enteras propias del territorio será el necesario resultado de haber estado aislado durante un largo período, suficiente para que muchas series de especies hayan sido creadas a partir del tipo de otras que ya existían, las cuales, al igual que muchas especies formadas antes, se han extinguido, por lo cual daba la impresión de que los grupos estaban aislados. Si, en cualquier caso, el antitipo poseía un alcance amplio, puede que se hayan formado dos o más grupos de especies, que varían entre sí de diferente manera, de forma que producen varios grupos representativos o análogos.
   ALFRED RUSSEL WALLACE, Sobre la ley que ha regulado la introducción de las nuevas especies, 1855.

 

   Como sin duda sabrán, algún animal o pez de un tipo poco usual se ha instalado en el lago Ness. Creo poder afirmar que las pruebas de su presencia no dejan lugar a dudas. Demasiada gente ha visto algo anormal para poner en duda su existencia… Se me ha solicitado que presente un proyecto de ley en el Parlamento para asegurar su protección.
   Extracto de una carta dirigida a sir Godfrey Collins, secretario de Estado para Escocia, por sir Murdoch MacDonald, diputado por Invernessshire, 13 de noviembre de 1933.