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En plena vorágine de conjuros, Vladawen recordó fugazmente el sobrecogimiento y la adoración que habían llenado su corazón el día que Jandaveos lo había llamado a su servicio. Siempre había imaginado que, al contemplar a su dios de nuevo, esos sentimientos renacerían. Por la razón que fuese, no sucedió así, pero no obstante el clérigo sí disfrutó de una sensación de gozo y triunfo a partes iguales, junto con un intenso sentimiento de liberación.
Tomó la mano luminosa y etérea de su dios, y justo en ese mismo instante sintió una explosión de dolor en su espalda, junto a la columna vertebral.
Los intensos ojos de su dios se abrieron de par en par, como manifestando una confusión o consternación que no hubiera estado fuera de lugar en el semblante del más humilde de los mortales, pero sí en el suyo. Vladawen aulló mientras un intenso poder parecía consumir la fuerza de la mano que mantenía estirada, extrayéndola en dirección al dolor punzante que sentía en la espalda. El Que Permanece titubeó y se desvaneció.
La hoja abandonó por fin el cuerpo de Vladawen. El elfo, pensando que debía haberse tratado de un puñal o algo parecido, se tambaleó entre la pulsante luz blanquecina para darse la vuelta. Entrecerrando los ojos, vislumbró a Lillatu empuñando su propio y añorado puñal. Donde la sangre no la cubría, la plata refulgía y se apagaba rítmicamente, acompasada al corazón de la asesina.
Vladawen intentó hablarle, pero la estancia empezó a girar a su alrededor, alejándola de él. Cuando las rotaciones cesaron, se encontró metido hasta los tobillos en una capa de polvo gris, y frente a un enorme trono de basalto tallado según la estilizada figura de las alas de un buitre. Con el aspecto de una radiante reina elfa, y portando un vestido de seda gris engarzado con diminutos diamantes, Belsamez estaba sentada ante él, sonriéndole.
—Hola, Matatitanes.
—Enviadme de vuelta —dijo el elfo—. Quizá aún pueda salvar el ritual.
—Déjalo estar.
El clérigo la observó.
—¿Qué quieres decir? Estaba a punto de traer a Jandaveos de vuelta al mundo de los vivos, pero aún no lo había logrado del todo.
—Bueno, han pasado ya ciento cincuenta años, imagino que podrá esperar un poco más. Estaría bien resucitarlo ahora en otoño, con la Naturaleza agonizando, pero parece más propicio aún hacerlo durante el invierno, cuando Ésta haya muerto realmente.
—No os entiendo.
Belsamez sonrió.
—No esperaba menos. Lo cierto es que cuesta mucho ocultarte cualquier información.
—¿Cómo que cuesta mucho?
Belsamez dudó, y entonces se encogió de hombros.
—Supongo que no hay nada malo en que te ilumine ahora. Por todos sitios donde has pasado, te has topado con alguna clase de criatura demente que urdía algún plan, retrasándote en tu misión. Entretanto, te irritabas bajo la maldición del amor. Todos los desafíos y los retos tenían el último fin de evitar que pensaras con claridad todo lo que estabas haciendo.
Vladawen había dejado de sufrir aquel atroz dolor en su espalda, y ahora apenas le quedaba un recuerdo. Sin embargo, empezó a revolvérsele el estómago.
—¿Qué es lo que se supone que no debía considerar?
—Pues el hecho de que, para que tu causa progresara, debías confiar en la masacre, el fanatismo y la duplicidad. Como clérigo, sin duda sabrás que ningún elfo puede moverse entre tanta corrupción sin que ésta acabe oscureciendo su alma, y que es muy probable que esa mancha acabe manifestándose en cualquier obra que lleve a cabo tal conjurador.
Vladawen ladeó su cabeza.
—Hablas por hablar. Pude ver claramente a Jandaveos, estaba justo ahí, al fin. Y tan noble y justo como lo recordaba.
—Supongo que así sería —reconoció—, porque no iba a ser todo pecado y deshonra, ¿no? No podía mantener el control de todo, e hiciste una o dos buenas acciones junto a las malas. Aun así, tus transgresiones introdujeron cierta debilidad en la trama del destino que estabas tejiendo, y eso me permitió, bueno, a mí no, a mis peones, subvertirlo todo al final.
—Con una importante ofrenda de sangre —dijo Vladawen lánguidamente.
—Y con tu amada compañera abatiendo al mismísimo hierofante de Jandaveos con su propia daga sagrada, un acto de violencia, traición y perversidad suficiente para enviar al dios hacia un nuevo sendero.
—Así que era eso —dijo el elfo—. Amas a tu hermano y quieres que vuelva, pero no exactamente como era antes, ya que, ¿por qué resucitar a una deidad de vida, razón, y gracia dispuesta a oponerse a la Asesina en cuanto tuviera ocasión? Es mucho mejor darle una nueva forma mientras yace indefenso en el seno de la muerte, suponiendo que sea posible hacer algo así.
—Te aseguro que lo es. De hecho, la labor casi ha sido ya completada. Te doy las gracias por toda la ayuda prestada, y que sólo tú me podías haber dado. —Belsamez sonrió—. Espero que puedas aceptar el desenlace con filosofía. No te regodees entre lamentos. Mira hacia tu futuro.
Vladawen sintió una mezcla de entusiasmo y cautela.
—¿Es que tengo alguno? ¿Me enviarás de vuelta al mundo mortal?
Belsamez se carcajeó.
—¿Y darte así la oportunidad de desbaratar mis planes? Creo que no. Estás tan muerto como el desierto en el que yace ahora tu cuerpo terrenal, y eso encaja perfectamente en mis planes. Sin embargo, eso no significa que tu otra vida deba ser desagradable. Más bien al contrario. Me serviste bien, y si finalmente eres capaz de encontrar en tu corazón algo que te haga mostrarme un respeto adecuado, entonces haré de ti un caballero en mi corte.
—Tengo una idea mejor. —El elfo desenvainó su estoque plateado.
En ese instante, el polvo pálido que tenía bajo sus pies se tornó tan resbaladizo e inestable como unas arenas movedizas. Vladawen perdió el equilibrio, se cayó y empezó a hundirse.
—Ya sé —dijo Belsamez. La compasión, o puede que sólo una ridiculización de ésta, parecía teñir su dulce voz— que mataste a Chern. Supones una amenaza incluso para los seres divinos. Pero, ahora que has fallecido, eso se ha acabado; sobre todo estando aquí, en el baluarte de mi poder. Te concederé algo de tiempo para que puedas considerar mi invitación, y entonces volveremos a conversar.
Entonces algo agarró a Vladawen por los tobillos, introduciéndole la cabeza en la masa rezumante en la que estaba inmerso.