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Vladawen trató de recuperar su espada, pero sus dedos entumecidos y ensangrentados se negaron a asirla. El elfo decidió agarrarla con la otra mano, se puso en pie y se dio la vuelta, contemplando el campo de batalla. Por lo que veía, la lucha parecía haber terminado. Lillatu y Ópalo habían sobrevivido, aunque algunos de sus otros camaradas no habían tenido tanta suerte. La maga había sido quien había conjurado el relámpago de mágico frío que había acabado con el último constructo.

La asesina frunció el ceño.

—Ese aliento mágico tuyo estuvo terriblemente cerca de congelarnos al elfo y a mí.

Ópalo le devolvió la mirada furibunda.

—¿Habrías preferido que dejara que esa esfera te lanzase otro rayo más?

—No —dijo Vladawen parpadeando y tratando de evitar que le entraran en los ojos las gotas de sangre que le brotaban de una herida encima de su ceja. Se dio cuenta de que había tenido suerte de que el estallido del orbe no lo hubiera dejado ciego—. Hiciste bien, y te lo agradezco.

La feucha maga resopló.

Las quemaduras y heridas de Vladawen empezaron a afligirle con un dolor punzante, una vez transcurrido el fragor del combate. Con torpeza volvió a enfundar su estoque, y entonces abrió el frasco de peltre lleno de elixir curativo que los maestros del consejo le habían dado. Iba a tener que consumirlo casi por completo para obtener algún alivio considerable, pero finalmente logró mitigar el dolor, y la mano con la que solía empuñar la espada recuperó su flexibilidad habitual. Cuando hubo acabado, lo que más le molestaba era la picazón bajo los restos que le quedaban de vendas, y arremetió contra ella arrancándoselas.

Una vez recuperados, Vladawen y sus compañeros comenzaron a dar tragos de reconstituyentes a aquellos que, aunque aún seguían con vida, eran en esos momentos incapaces de llevarse a la boca los preparados. Tras unos momentos, el elixir y la magia sanadora de Billuer lograron curar con más o menos eficacia al propio clérigo nigromante, a los extranjeros y a seis estigios. Con los restantes soldados, incluidos los irreprimibles bufones Islas y Guinn, lo único que pudo hacerse fue encomendarlos al abrazo de Nemorga. La culpa por su fallecimiento cayó como una losa en el corazón de Vladawen, pero el elfo decidió dejar de pensar en ello y volver a centrarse en la tarea que lo ocupaba.

—Muy bien —dijo Lillatu mientras recogía el candil de uno de los cadáveres para sustituir el suyo roto—. ¿Qué demonios ha pasado?

—Fantasmas —dijo Chave mientras una solitaria lágrima de pesar se deslizaba inadvertida desde el rabillo de uno de sus ojos.

—Es posible —respondió Vladawen—. Pero no vimos ninguno.

—En ocasiones son invisibles —apostilló Lillatu—. ¿No es verdad?

—Algunas veces —dijo de nuevo el elfo—. Pero Billuer y yo intentamos expulsar a los muertos vivientes cuando las esferas salieron despedidas de la pared. Y aquello no pareció perturbar a esos artefactos lo mínimo.

La asesina se encogió de hombros.

—¿Qué estás tratando de decir, aparte de poner en duda tu propia competencia y santidad?

Vladawen agitó la cabeza.

—No estoy seguro.

—¡Cuidado! —exclamó repentinamente Kolvas.

Vladawen giró y sacó el estoque.

—¿Qué ocurre?

—Lo siento —dijo el mago—. He visto que los constructos ya no estaban donde habían caído. Temía que estuvieran flotando hasta colocarse para preparar otro ataque, pero sencillamente han... cambiado de posición. —Entonces señaló en una dirección—. Mira, ése fue el que me achicharró, y ya está de vuelta junto a la pared. ¿No han vuelto todos a sus huecos en la pared?

—Sí —dijo Billuer—. Eso me preocupa. Esas esferas ya se reanimaron y se recompusieron antes. Pienso que es posible que puedan hacerlo una segunda vez.

—Parecen ser guardianes constructos —dijo Vladawen—. Ideados para proteger esta entrada en particular. Lo mejor que podemos hacer es elegir un pasillo y avanzar por él.

—Y rezar por que no nos persigan —dijo Ópalo entristecida—. En realidad ni siquiera sabemos qué esperar.

El grupo empezó a avanzar, y sólo Vladawen se detuvo un momento para dibujar con tiza unas flechas en la pared. Pensaba que, de no hacerlo, bien podrían acabar perdiéndose allí abajo. Aquellos túneles oscuros y atestados de aire rancio eran enormemente extensos, y se prolongaban a lo largo de bloque tras bloque de cuarteles comunales de esclavos. Asimismo cruzaban ocasionales celdas de los propios eslarecianos, quienes, a juzgar por las camas y sillas cubiertas de púas y otros artilugios similares, debían ser practicantes de mortificaciones de la carne.

Tampoco parecían haberse negado a los lujos del arte. En una región de aquellos laberintos, la enfermiza luz verdosa de los candiles iluminó una pintura que representaba a unos medianos sollozando y gimiendo, mutilándose unos a otros con navajas a instancias de sus maestros, calvos y descarnados. En otra zona, una sala de conjuros en la que los residuos de magia hacían estremecer a los miembros del grupo, efigies de jade y obsidiana parecían observarlos procedentes de algún extraño reino de pesadilla, más allá incluso de los conocimientos esotéricos del propio Vladawen.

El grupo, sin dejar de caminar, registró el complejo exhaustivamente, y mientras lo hacía los espectros iban y venían, casi siempre en apariciones excepcionalmente fugaces. Cada cierto tiempo les concedían vistas del estado de aquellas catacumbas en los días anteriores al asedio, cuando las celdas estaban iluminadas con una pálida fosforescencia, y los maestros eslarecianos recorrían los pasillos entonando monótonos himnos que despertaban dolores sordos y temores informes muy dentro de la cabeza de aquel que los escuchase. En otros momentos, la ancestral batalla rugía y retumbaba a través de la ciudadela, esparciendo muertos y agonía a su paso. En ocasiones los invasores irrumpían entre formaciones de eslarecianos, estas últimas acompañadas siempre de su variopinto ejército de esclavos; con orcos, ogros y miembros de otras razas más. Sin embargo, en otras visiones, las tropas del mago blanco corrían en estampida llevadas por el pánico, de vuelta a la rampa de acceso a las catacumbas.

—No tiene demasiado sentido —dijo Lillatu tras presenciar una de estas últimas visiones—. ¿Por qué vemos victoriosos tanto a los atacantes como a los defensores?

—Uno de los bandos se hizo primero con la ventaja —explicó Kolvas—. Pero entonces las tornas cambiaron a favor del otro.

—O quizá puede que la ciudadela sobreviviera a un asedio antes de sucumbir ante el definitivo —dijo Vladawen—. Y lo que vemos son sólo escenas de ambos. Es posible que nunca lleguemos a saberlo con certeza, y espero que nunca necesitemos averiguarlo. Me alegra que estas apariciones, por el momento y a diferencia de los orbes, no parezcan vernos y aparentemente no tengan intención de dañarnos.

Instantes más tarde, el elfo vio que el pasillo por el que avanzaban desembocaba en una nueva cámara, algo más abajo. En aquella estancia, entre las tinieblas, flotaban unas formas sin definir que hicieron que el pulso se le acelerase. Rezando por haber visto justo lo que imaginaba, se apresuró a avanzar hacia la cámara y en ese momento la oscuridad empezó a hervir. Un grupo de guerreros humanos embistiendo a la carrera tomó forma justo frente a sus pies.

Vladawen se sobresaltó ante aquella escena, pero no se preocupó demasiado; asumía que debía de tratarse de nuevos fantasmas, tan fugaces e intangibles como el resto que se habían encontrado hasta ese momento. No obstante, la primera fila de soldados aterrorizados chocó contra él, derribándolo. Tras ellos, el resto de los rugientes soldados lo pisotearon. El grupo de aterrorizados milicianos era perseguido por unas criaturas con cuatro fuertes brazos y ocho ojos protuberantes que asomaban desde sus bestiales caras. Dos de esos trasgos de ojos arácnidos saltaron sobre el elfo abandonado, con las hojas que empuñaban dispuestas a asestarle algún golpe fatal.

Vladawen se deshizo de su candil, saltó hacia un lado y giró sobre sí mismo. Las armas de los trasgos chocaron con estrépito contra el suelo. El elfo se puso en pie sobre una rodilla y disparó a uno de los esclavos eslarecianos con su ballesta. Entonces dejó caer su arma y embistió a la otra criatura, que giraba para encararlo, lanzándole una estocada.

Una nueva espada corta se abalanzó sobre él, y Vladawen se hizo a un lado. Los trasgos de ojos arácnidos lo rodearon con tanta rapidez que no tuvo tiempo de comprobar cómo se encontraba el resto de sus compañeros. El elfo saltó, agarrando su puñal con la mano con la que no asía el estoque.

Uno de los trasgos corrió a embestirlo, y Vladawen le atravesó el gaznate con una violenta estocada. Otro más aulló, arremetiendo también contra él, pero el elfo logró esquivar su hoja y colocarse a su lado. Entonces le golpeó brutalmente con la guarda cruzada de su estoque, de aspecto delicado pero virtualmente indestructible. El golpe destrozó el cráneo del ojo de arácnido.

Vladawen sintió entonces que algo se lanzaba contra su espalda, haciéndole tambalearse, y unas garras de aspecto horrible le agarraron de la garganta y los hombros. Consciente de que uno de esos trasgos le iba a clavar sus venenosos colmillos, lanzó un ataque desesperado con su puñal, apuntando a su propia espalda. No podía ver qué estaba acuchillando, pero confiaba en sus instintos, y podía sentir como su arma aguijoneaba la cabeza del ojo de arácnido. La presa de la criatura se desvaneció, y su cuerpo cayó al suelo.

Vladawen dio parte aún de otro adversario más, y por fin la escaramuza hubo acabado. El resto de los trasgos se habían apresurado a perseguir a sus camaradas pasillo abajo, habían perecido, o sencillamente se habían desvanecido. El elfo suspiró aliviado al ver que Lillatu y Ópalo parecían estar ilesas, aunque Anly Silbidos no había tenido tanta suerte. Billuer se agachó junta al guerrero, lo examinó y negó con la cabeza. Aquel estigio no volvería a ocuparse de la olla de la comida.

—Lo siento —dijo Vladawen. En realidad se sentía triste, exceptuando cierta excitación que subyacía bajo la pena—, Pero al menos tus compatriotas no han muerto en vano. Ven a ver esto.

—Un momento. —Billuer bajó la cabeza y entonó una plegaria.

Vladawen se esforzó por combatir su impaciencia hasta que su compañero clérigo cerró los ojos del hombre que yacía en el suelo. Entonces dirigió a sus camaradas supervivientes hasta el interior de una biblioteca eslareciana, donde estanterías tras estanterías repletas de rollos de pergamino y libros con olor a moho ocupaban la estancia hasta alcanzar el techo. Una serie de escaleras portátiles, con ruedas en la base, esperaban dispuestas a llevar a quien las utilizara a los libros situados en las alturas.