9
La mañana amaneció con una brisa fría que soplaba hacia el norte desde los Picos Gasear. Aquel viento hada ondear la perpetua columna de humo que ascendía desde la cima del volcán, e hizo a Andelais pensar cómo sería sentirlo bajo las alas de un halcón. Un viento como ese podría empujar a un pájaro a cualquier lugar que quisiera ir.
Tan cansado y preocupado como estaba, aquella fantasía era tentadora. Sin embargo, había venido a Hollowfaust en busca de respuestas, no a descansar, y no abandonaría su búsqueda tan fácilmente. En lugar de ello, con la diadema de plata encajada en su cabeza y el cayado ondulando en su mano, caminaba por las soleadas calles mientras buscaba el paso adecuado por el que continuar. Había planeado actuar en la oscuridad y quizá, de forma espantosa, había juzgado correctamente. Sin embargo, ahora que lo consideraba con detenimiento, pensaba que quizá sería posible, e incluso más prudente, actuar de día.
Mientras avanzaba, podía distinguir los primeros indicios claros de que la ciudad estado estaba preparando alguna clase de festividad, con los taberneros recogiendo entregas de carretas llenas de bebidas, los dueños de las casas y los comerciantes colgando baratijas a modo de adornos en sus edificios, acorde con la morbosa idea local de la decoración, y con los trabajadores apilando restos de enredaderas de vides secas y astilladas y despojos de madera que sin duda terminarían alimentando hogueras. El festín que estaba en camino no era uno de esos ampliamente celebrados, ya fuera de carácter religioso o no, presente también en otras tierras; se trataba de uno de espíritu druídico, relacionado con los ciclos de los cielos. A Andelais se le hacía fácil relacionar todo aquello con el próximo plenilunio de la Luna Gris, que iba a tener lugar algunas noches después. Muchas otras regiones no prestaban mayor atención a ese hecho, al no considerar especialmente importante la presencia de esa lámpara celestial. El pueblo de Hollowfaust, evidentemente, tenía sentimientos diferentes.
Andelais tampoco quería preocuparse demasiado por aquello. Con algo de suerte, incluso podría estar fuera de la ciudadela cuando todo empezara.
Finalmente avistó una pequeña franja de terreno de forma triangular, acotada por tres calles distintas. Apenas era una arboleda sagrada en el corazón de un bosque primigenio. Al menos era verde, no parecía ser ninguna propiedad privada, e incluso en su seno lucía una pareja de pequeños pinos. Olvidando ya todo acerca del carnaval en ciernes, se abrió camino hasta el centro del lugar y se sentó con las piernas cruzadas sobre el terreno salpicado de agujas de pino.
Así dispuesto cerró los ojos y dio inicio a un ejercicio respiratorio, mientras bebía del acre aroma de las hojas de los árboles perennes. No percibía la calma tanto como en otras ocasiones. Una vez más, imaginó al halcón elevándose y remontando el vuelo.
No será así, se insistía a sí mismo. La noche anterior no había sabido qué esperar, no había estado preparado. Ahora sí lo estaba. Reconocía su inquietud y se esforzaba por superarla, no tanto para descartar sus pasiones como para luchar por abrir su tercer ojo a toda esa perspectiva druídica que todo lo abarcaba, y en la que las personas eran sencillamente un pequeño elemento más en un panorama de mayor complejidad.
Por un instante pudo ver girar la gran rueda, con la habitual claridad con la que solía poder verla, al mismo tiempo cambiante e inmutable, con la sublime totalidad en la que incluso el dolor, la muerte y todo lo que alguna vez podía irritar a elfos o humanos ocupaba su lugar correspondiente, sólo con que el que observaba poseyera la sabiduría para entenderlo. Esperaba poder contemplar todo aquello por un rato, y entonces dio con un umbral en medio de aquella majestuosa y giratoria inmensidad. En ese instante, algo lo agarró y tiró de él.
Todo se oscureció. Se sentía como si estuviera en plena caída libre, indefenso. Puede que algo circular aún le esperara a sus pies, o frente a él, pero de ser así, giraba con tanta furia como un remolino.
Andelais aterrizó sobre una superficie dura. El golpe lo dejó sin aire y, por un instante, fue incapaz de ver nada. Cuando logró levantar la cabeza descubrió un trazo de luz. Yacía despatarrado bajo un cielo nocturno, entre formas sombrías que se alzaban para ocluir las estrellas más bajas.
Aquellas figuras eran siniestras. Si se esforzaba, podía establecer las semejanzas con los edificios que rodeaban aquel minúsculo parque en que había dado comienzo a su meditación. Sin embargo, ahora parecían más irregulares, gracias a las incrustaciones de lava y ceniza.
Súbitamente, un esqueleto gigante se abrió paso entre las tinieblas. Andelais retrocedió alarmado, con dificultades para distinguir aquella figura con claridad, pero hubiera jurado que sus huesos eran negros en lugar de blancos, y que la criatura parecía tener cuatro brazos y unos cuernos taurinos brotando de su cráneo. Ignorando al semielfo, el ser alzó un azadón adecuado para un trabajo tan grandioso como él mismo y acometió contra la masa de magma endurecido que colgaba de uno de los muros. Aquella roca despidió el olor de viejas hogueras al hacerse trizas.
—No os preocupéis —dijo una cómica voz grave que, en ese instante, a Andelais le sonaba tan familiar como la suya propia—. No te hará ningún daño, aunque no puedo decir lo mismo de mí.
El druida se giró. Junto a él había un joven que podía recordar bastante a él mismo, aunque claramente de sangre pura humana. Su altura era media, similar a la de Andelais, sus rasgos reflejaban la misma resolución y astucia, e incluso empuñaba un bastón de combate y lo que bien podría considerarse un exceso de amuletos y colgantes. No obstante, tanto su atuendo como toda la parafernalia que lo rodeaba se correspondían manifiestamente con el trabajo artesano de un pueblo semejante al del propio Andelais, unas gentes que daban forma a esos materiales lo mejor que podían, empleando medios naturales.
—No creo que puedas dañarme —dijo Andelais.
—¿Tan seguro estás? —le respondió el otro conjurador—. Pues hice un buen trabajo con el magistrado y su esposa, ¿no crees? ¿O es qué estás interesado en atribuirlo a tus propios méritos?
—Nada de eso ocurrió la pasada noche. Lo comprobé. Era sólo un recuerdo.
—¿Estás seguro? Pedimos a los demonios necrófagos que retirasen cualquier rastro de los cadáveres, para que nadie descubriera nada. ¿No recuerdas cómo sus largas lenguas lamían la sangre del magistrado del suelo? Después de eso les dimos permiso para que deambularan y se entretuvieran un rato. Como recompensa por su buen servicio.
—Eso nunca ocurrió —insistió Andelais—. A mí al menos no.
El humano se encogió de hombros.
—Está bien, no discutamos. Es demasiado tedioso. ¿Qué te preocupa entonces?
—Quiero saber quién eres —dijo el druida.
El hombre sonrió.
—Es normal que te preocupe.
—Lo entiendo, y confieso que nunca antes lo había padecido de este modo. Y es más, es exactamente a lo que vine.
—Bien, a mí me parece bien. En realidad me divierte mucho deambular por ahí.
—No puedo prometértelo.
—Qué mezquino por tu parte. Pero no importa, te perdono porque no necesito tus promesas. Mi tumba se destapó justo en el momento que atravesaste las puertas de esta ciudad. Por mucho que te esfuerces en negarlo, en realidad no estás seguro de qué ocurrió verdaderamente la noche pasada. Es por eso que aborreciste a Baryoi nada más verlo aunque, ¿quién podría culparte por ello? Nunca fue demasiado simpático, y los años no le han hecho mejorar.
Andelais se percató alarmado de que el ruinoso paisaje urbano que lo rodaba estaba oscureciéndose más y más, como si las estrellas se fueran desvaneciendo. Divisaba imprecisas figuras arrastrándose en la oscuridad, acompañadas de gigantescos esqueletos cornudos y de sombras deambulantes. Todas parecían converger hacia el lugar en que él y el nigromante se mantenían en pie.
—No podrás asustarme con ilusiones —dijo el semielfo—. Y recuerda que te he preguntado tu nombre.
—¿Sí? Bueno, yo conozco bien el tuyo. Me será útil en mis planes.
—No seas insensato. Apenas eres un vestigio, un resto. —Andelais recitó un conjuro que esperaba iluminaría lo suficiente para expulsar la oscuridad. Sin embargo, nada ocurrió.
El nigromante sonrió.
—¿Buscas el sol? Pues está justo ahí arriba. Ven conmigo, te lo mostraré. —El ser avanzó, y su cuerpo se descubrió como el de una criatura desgarbada e hinchada que apestaba a carroña. Gusanos blanquecinos se retorcían en la comisura de sus labios y entre su cabello enmarañado y apelmazado.
—Vas a decirme cómo te llamas —dijo Andelais. Acto seguido, conjuró al león enorme que tan bien conocía. Parecía que, aunque sus conjuros no habían funcionado, el cambio sí seguía produciéndose eficazmente. En un instante se posó a cuatro patas, mientras su esqueleto y sus músculos alteraban su forma para adoptar su posición natural al tiempo que crecían hasta alcanzar el tamaño y la forma de un depredador de seis varas de longitud. La criatura combinaba la agilidad felina con un tamaño enorme; una mole que transmitía a cada una de sus patas una fuerza estremecedora.
Como semielfo, Andelais había estado receloso desde el principio respecto al nigromante. Como animal, la criatura zombi en la que el mago se había convertido le desagradaba aún más. Rugió, advirtiendo a su homólogo lanzador de conjuros para que mantuviera las distancias.
—Bonito gatito —se bufó el zombi mientras avanzaba otro paso tambaleante.
Andelais se abalanzó sobre el mago y lo estampó contra el suelo bajo su propio peso. Lanzó arañazos con sus patas delanteras y revolvió las traseras, arrancando trozos de carne podrida.
Como indiferente a su propia matanza, el muerto viviente comenzó a musitar unas palabras de poder.
Andelais sabía que no debía permitirlo. Odiando tener que hacer aquello, abrió con fuerza sus fauces y mordió la hedionda cara del nigromante desde su pescuezo. Aquella carne sabía tan mal como había imaginado, así que se apresuró a escupirla.
La criatura se revolvió, se encorvó y se retorció mientras Andelais trataba de abarcar su cabeza hasta la garganta, asfixiándolo. Dando arcadas, el semielfo empezó a sentir los efectos del encantamiento manifestándose a pesar de su esfuerzo por evitarlo. Con el cuerpo desgarrado, lleno de tajos y punciones, empezó a desangrarse. Aquella magia estaba reabriéndole viejas heridas, sanadas hacía ya mucho tiempo.
A Andelais se le ocurría que aquel encantamiento podría reabrir también la herida mortal que había causado en su día la muerte a ese gigantesco león. Rezando por poder frenar la magia, volvió a cambiar de forma una vez más. La prodigiosa bestia menguó en una delicada forma femenina no mucho más alta que un enano y aún más delgada que un elfo.
La nixi se percató de que sus heridas habían desaparecido. Se alzó sobre sus palmípedos pies ligeramente escamados y echó un vistazo, con cuidado, a su alrededor.
Ninguna de las infaustas formas que se arrastraban en la oscuridad se le había acercado lo suficiente como para atacarla por la espalda. Sin embargo, frente a ella saltaban a través del aire pedazos de huesos y carroña hasta fusionarse con lo que quedaba del zombi. Aquella criatura se alzó entonces, casi como si alguien le estuviera levantando con una cuerda atada a su ropa, y se agitó vigorosamente, como un perro que se escurriera el agua de su pelaje. Esas convulsiones reestablecieron en cierto modo el aspecto original de aquel humano, respirando y vivo de nuevo en cierta manera, al tiempo que sanaba sus heridas casi tan completamente como lo había hecho el propio Andelais al convertirse en nixi.
El nigromante bajó la vista hacia la diminuta muchacha y sonrió.
—Me gusta esta nueva forma tuya. ¿Quién podría haberlo imaginado?
—¿Porqué te resistes? —preguntó Andelais con el tono más servicial y dulce, propio de una nixi del agua, que pudo ensayar—. No te costaría nada darme tu nombre. De hecho, es posible que sea la única esperanza que te quede.
—He presenciado como los jornaleros cosechaban los productos del estanque —contestó el nigromante—. A veces capturan a los peces y los aporrean con un mástil ganchudo al que llaman arpón. Yo no tengo ese instrumento, pero podremos apañárnoslas. —Entonces levantó su cayado y avanzó.
El nixi levantó la vista para observar los oscuros ojos burlones de su contrario y trató de reunir toda su fuerza de convicción para salir de la situación.
—Por favor, no me hagáis daño. Sólo quiero ser vuestra amiga. Hagamos las paces, y yo hablaré en vuestro favor delante de los demás.
Entonces reunió en tres latidos todo su poder concentrado, como el redoble de una campana silenciosa. Justo durante el tercero, el nigromante se balanceó, bajo el efecto de su mando, y le mostró una sonrisa. Entonces el báculo se le escurrió de las manos.
—Gracias —dijo—, amigo mío. ¿Serías tan amable de decirme tu nombre?
—Sí, hermanita, me llamo... —Entonces, sin previo aviso, el nigromante saltó hacia ella con tanta ferocidad como el terrible león había hecho un instante antes. Las consecuencias fueron las mismas, pero al contrario, dejándola a ella indefensa, tumbada bajo el mayor peso y la fuerza superior de su adversario. Sólo necesitaba una mano para sujetarla, manteniendo la otra libre para agarrarla por el cuello, estrujando su garganta y tapando las rendijas de sus agallas—. No esta bien jugar con los sentimientos de la gente —sonrió—. Alguien me dijo una vez que incluso está en contra de la ley.
Andelais se transformó entonces en un halcón guadaña, más pequeño aún que la nixi. La rapaz del desierto podría correr más riesgo de ver su cuello estrujado o mordido, pero también poseía formas más devastadoras de ataque. El cambiaformas golpeó la muñeca y el antebrazo de su contrincante con las protuberancias de hueso, afiladas como espadas, que brotaban del borde de sus alas.
De haber caído desde lo alto, el impulso habría bastado a Andelais para rebanar la mano del nigromante de un solo tajo. Aun sin ser así, consiguió abrirle unas llagas considerables. La sangre salió a borbotones, pero el nigromante se las arregló para agarrarle el ala. El halcón forcejeó y se liberó.
¿Y ahora qué? Aunque no era un cobarde, Andelais sintió de nuevo, por un momento, la necesidad de echar a volar, de subir por los aires. Y no era sólo por los instantes de extremo peligro a los que había logrado sobrevivir. Era la propia naturaleza del nigromante lo que lo consternaba. En su vida como druida ya se había encontrado antes con hombres enloquecidos, maleantes que se deleitaban con el poder, la crueldad y las masacres; sin embargo, la vileza del enemigo al que se enfrentaba le sobrepasaba. Su aspecto era enfermizo y enloquecido, pero de una forma tan aparatosa que parecía disfrutar incluso de su propio dolor.
Andelais había descendido al espacio psíquico en el que ahora se deba tía precisamente para dominar a su homólogo lanzador de conjuros, y habiendo conseguido por fin una posición ventajosa, reconocía que era absurdo no aprovecharla. De no hacerlo, no le quedaría otra alternativa que volver a iniciar el mismo enfrentamiento otro día, más adelante. Con esa idea en su cabeza, se abatió, sobre su adversario, haciéndole sangrar más con cada nuevo y cortante aleteo. La forma que había adoptado no le permitía hablar, pero consideraba que su mensaje era bastante claro: Ríndete.
El nigromante se tambaleó frenéticamente, alzando sus ensangrentadas manos para escudar su cabeza, hasta que dejó caer una de ellas. Revoloteando para hacer otra pasada, Andelais imaginó por un momento que el humano sencillamente carecía de la fuerza necesaria para mantenerla en alto. Entonces se dio cuenta de que el mago, a pesar de la agonía que lo envolvía, había sacado ánimos para buscar a tientas en su atuendo un amuleto de plata y ónice.
Andelais se zafó para liberarse de los dedos que restaban de una mano que le había logrado apresar. Sin embargo, y aunque por poco, fue demasiado lento. Los espectros compañeros del nigromante, en medio de murmullos, atravesaron la noche para interceptarlo, como un rayo irrumpiendo en las tinieblas. Le apresaron por todos lados, con sus dedos gélidos e incorpóreos desgarrando la fuerza y la vitalidad de su carne. Con las alas plegadas, viró su curso y fue a parar de bruces contra el hediondo suelo de lava y ceniza.
¡No será suficiente! Gimiendo, volvió a adoptar forma semiélfica. El cambio le dolió, le tomó demasiado tiempo, y sólo logró reestablecer una fracción de todo su vigor.
Aprovechando el tiempo que le habían concedido sus secuaces, aún vacilante y mutilado pero en cierto modo recuperado, el nigromante lanzó una mirada lasciva a Andelais a través de una máscara de sangre.
—No sé qué puede significar toda esta inútil lucha respecto al mundo exterior —dijo—. Sin embargo, creo que intuyo cómo tratar contigo... ¡Maestro!
Un hombre menudo y de cara ladina que asomaba bajo una prominente frente surgió de la nada. Se hizo cargo de la situación con una simple mirada, asintió briosamente, alzó sus manos y empezó a conjurar.
—Eres incapaz de dañarme —resolló Andelais mientras se esforzaba por ponerse en pie—. Nada de esto es real, excepto nosotros dos. Y vos lo sois sólo porque yo he decidido convocaros.
—¿Estáis seguro? Nunca vimos a nuestro maestro morir. No me sorprendería que aún estuviera rondando por algún lugar de la tierra, y de ser así, ¿por qué no iba a poder escuchar la llamada de su discípulo, y qué podría impedirle responder si así lo decidiese? De cualquier modo, el simple hecho de que lo temáis le hace ser lo suficientemente real. ¿Y cómo no iba a ser así? Basta con que ocupe el menor espacio en vuestra memoria.
Andelais sintió como el terror le estremecía y le mandaba de vuelta al suelo. Nada más empezar con su meditación había abandonado su forma física. Todo lo que le había ocurrido desde entonces le había sucedido sólo en su forma astral. En aquel instante, sin embargo, sintió como volvía a separarse una segunda vez de su cuerpo, pero ahora lo hacía de alguna chispa de esencia irreducible que renunciaba al aspecto que él había adoptado para caminar en sueños.
De acuerdo con todo lo que había aprendido de sus maestros, una ruptura así era imposible incluso en el campo teórico. Aun así, estaba ocurriendo, y no porque él lo promoviese. Alguna clase de magia lo estaba dividiendo en dos. Apenas capaz de parpadear, divisó a su contrincante permaneciendo en trance, con unos zarcillos de sombras retorciéndose desde cada orificio en su cabeza. Abruptamente, su intuición le indicó lo que estaba ocurriendo: ambos iban a abandonar sus cuerpos espirituales para luego intercambiarse, el uno por el otro.
Andelais estaba demasiado angustiado y debilitado como para tratar de formular otro conjuro, así como para alguna otra transformación basada en sus dones naturales. Sólo le quedaba una alternativa para poder salir de esa situación. Invocar la magia de su media corona de plata.
La primera respuesta, adormecida, fue como el latido sordo de un dolor de cabeza y no el vigorizante fluir de energía al que estaba acostumbrado. Andelais pensó con desesperación que, en medio de aquel desolador ruedo en el que tan imprudentemente se había adentrado, el poder del arete de su cabeza era inaccesible. Sin embargo, finalmente, su cuerpo acabó por desvanecerse en un enjambre de avispones.
En ese instante sintió como la presa mágica titubeaba y acababa por liberarlo de gran parte del dolor que lo cegaba. Se elevó en el aire y diseminó los cientos de insectos zumbantes que ahora constituían su cuerpo en una masa lo suficientemente extensa como para englobar al mismo tiempo a los dos nigromantes que lo acechaban, tanto al original como a su maestro.
Aguijoneó a sus contrincantes una y otra vez, hasta que ambos cayeron bajo su arremetida. Andelais aún percibía el bullir de fuerzas oscuras a su alrededor, y pudo distinguir cómo unas formas borrosas se arrastraban hacia él. Temía no haber derrotado aún por completo a su contrario, pero no encontraba voluntad suficiente para asestarle un último golpe definitivo. En lugar de ello, adoptó la forma de una nube de zánganos.
Quizá su retirada era promovida por su falta de voluntad. Puede que, si alguna vez llegaban a escuchar hablar de aquella historia, los maestros druidas de Vera-Tre suspiraran y agitaran sus cabezas contrariados. Esta forma me favorecerá, pensó entonces. Lo tendré más fácil la próxima vez, y nadie ha dicho que deba completar mi tarea a la primera, ni tampoco en un segundo intento.
Escudriñando con los incontables ojos de los avispones, Andelais avistó una luz suspendida en medio del aire, una chispa más brillante y aparentemente más cercana que una estrella, o incluso que la Luna Gris, con una redondez casi perfecta. Entonces se abrió paso hasta la luz del día, ocupando de nuevo el cuerpo sentado de la figura semiélfica. Cuando el sol se desvaneció para reaparecer como un parpadeo, ya ocupaba por completo su cuerpo físico.
Andelais supuso que ese parpadeo de luz debía achacarse únicamente a la dura prueba que había sufrido. No obstante, entonces observó cómo el resplandeciente semblante de Madriel parecía haberse alejado en lo alto del cielo y cómo el agradable frescor de la mañana se tornaba en un calor sofocante. Del mismo modo era consciente de haber abandonado aquel jardín en miniatura, pero aún permanecía en una esquina que parecía pertenecer a una parte completamente diferente de la ciudad. Al comprobar aquello, aun con todo su valor y su disciplina mística, Andelais no pudo evitar comenzar a temblar.