15

Los túneles se hacían más y más fríos a medida que Baryoi descendía. El liche avanzaba junto a las conducciones de cerámica que solían discurrir por corredores, rampas y escaleras. Las gélidas temperaturas parecían no molestarlo en absoluto. Lo poco que quedaba de su carne momificada era inmune a tales incomodidades. Apenas si percibía un cambio en las sensaciones, que le valía para verificar su avance.

Las ocasionales volutas de bruma, engendradas en los lugares en que algún Anatomista o Animador había encendido una fuente de calor para combatir el gélido ambiente, igualmente servían de testimonio a Baryoi de que efectivamente estaba descendiendo a través de las profundidades de la montaña, como también lo hacía el mayor número de estigios y guardias esqueleto que lo miraban al pasar. No es que necesitara en realidad de tales indicadores, pues tras más de un siglo de existencia, con apenas un ápice malgastado en horas de sueño, ¿quién podría conocer el Bajofaust mejor que él?

Aun así, aquel lugar todavía le deparaba alguna que otra sorpresa. Y eso fue lo que sucedió cuando llego a la cámara que era su destino y abrió unos grandes cajones, emitiendo un fuerte sonido que retumbó en las paredes de la estancia. A diferencia de cómo habían estado unas pocas horas antes, aquellos receptáculos estaban ahora vados.

Baryoi se apresuró a encaminarse hasta un pequeño despacho, calentado por las emanaciones de una caja encantada de hierro y adornado con tapices, una gruesa alfombra y otros lujos importados del exterior. De haber sido proclive aún a los impulsos humanos, podría incluso haberse estremecido o haber suspirado al comprobar quién estaba reclinado tras el escritorio. Rechoncho, con el tic de una sonrisa fácil en su rostro, Mabbick era un oficial Anatomista que había alcanzado una suerte de estatus preferente de empleado glorificado gracias a sus grandes estudios y avances en materia nigromántica. El liche lo consideraba poco dado a situarse con claridad del lado de uno u otro personaje, incluso de los propios grandes señores. A un lado, en lo alto de una pila de papeles medio abandonados, había aposentado un familiar especialmente valorado, y que debería haber pertenecido a un mago más reputado. Se trataba de uno de esos menudos lagartos verduzcos que recibían el nombre de dracones.

Mabbick se puso en pie al ver a Baryoi.

—Consejero —dijo.

—Hoy mismo, durante el día —sé apresuró a decir el liche—, Iprindor y yo estuvimos examinando los restos de una patrulla asesinada.

—Eso fue antes de que yo entrara en servicio —dijo el oficinista, como indicando veladamente que, si algo no había ido bien, nadie podría culparlo. Su rolliza figura se removía como pidiendo a Baryoi que le concediera volver a sentarse.

—El caso es que esos cuerpos han desaparecido —dijo el maestro de la corporación.

—¿De veras?

—Así es —espetó Baryoi—. Quiero una explicación a eso.

—Claro, claro. —De haber estado solo, Mabbick no habría dudado en ordenar a su dracón que hiciera arder los documentos del registro de aquellos cadáveres. En lugar de ello, habló con voz suave a la criatura, y le hizo cosquillas, como una abuelita orgullosa que instara a su garito a hacer alguna gracia. Entonces tomó los papeles que ocupaban la parte superior de la pila, y empezó a pasarlos—. A ver, a ver, aquí dice que vos mismo los liberasteis.

—Entonces —dijo Baryoi—, el problema es ¿dónde están ahora?

El oficinista se encogió de hombros.

—Supongo que estarán siendo limpiados.

—Tienes cadáveres que llevan almacenados varios días. ¿Cómo es que precisamente esos se han saltado el orden?

—En realidad lo desconozco. Es un bocado suculento que puede haber atraído la atención de algún experimentador. De cualquier modo, los Alzados suelen cortarlos en pedazos, ¿no es así? Apenas tienen la esperanza de animarlos intactos. Puede que alguien pensara que ocuparían menos espacio en el almacén si eran retirados para ser preparados sin más demora.

Claramente, aquel hipotético alguien no hacía referencia a Mabbick. El conserje era incapaz de mostrar tal iniciativa.

—Llévame hasta donde están los cadáveres —dijo Baryoi.

Mabbick se hizo el remolón, hasta que su tic hizo aparecer de nuevo aquella sonrisa en su rostro.

—Sólo tenéis que descender por las habitaciones de limpiado.

Baryoi se estiró, observó a través de las cuencas vacías de los ojos a su interlocutor, y se cubrió para dotarse de un aspecto más malévolo y cruel. Mabbick se encogió.

En realidad Baryoi no disfrutaba representado ese papel de liche demoníaco propio de los mitos populares. Al fin y al cabo, no era más que la desafortunada víctima de un asesinato y el consiguiente experimento. Ya estuviera dentro o fuera del Bajofaust, no era proclive a reafirmar la idea de que la nigromancia era una práctica intrínsecamente siniestra cuando, en realidad, era sencillamente un arte tan útil como lo podían ser muchos otros. Sin embargo, Mabbick había agotado su paciencia.

—Mostradme el camino —dijo el maestro de la corporación—. Ahora.

Mabbick, con la cara pálida a pesar de la confianza que tenía con su superior y de su conocimiento de la magia de Hollowfaust en general, se apresuró a obedecer, caminando de forma patosa aunque a un trote razonable.

Tal y como Baryoi había esperado, por fin le iba a encontrar una utilidad a la familiaridad que Mabbick mantenía con las rutinas que dominaba, aun ejercidas de mala gana. El oficinista lo guió con certeza a través de un laberinto de salas de limpieza, almacenaje y ensamblado, hasta acceder a una cámara en la que una masa de lustrosos escarabajos de color negro se agitaba y arremolinaba en el fondo de una caldera caliente que ocupaba en centro de la estancia.

Baryoi miró a los insectos con desilusión.

—¿Así cómo vamos a encontrar algo de interés? Ahuyéntalos —dijo.

Mabbick parpadeó.

—No es ése el procedimiento habitual.

—Si no sabes cómo hacerlo —respondió el liche—, dímelo y acabaré con todos. Y si alguien me pregunta los motivos, les diré que hablen contigo.

—No —dijo Mabbick—. Supongo que puedo hacerlo. Es sólo que es algo irregular. —El empleado cerró los ojos por un momento, probablemente tratando de ordenar sus ideas. Entonces recitó una especie de hechizo especial, con una facilidad de la que Baryoi nunca le habría imaginada capaz. La magia gemía y temblaba surcando el aire, y los escarabajos treparon por las paredes del pozo hasta los agujeros que daban paso a sus nidos, descubriendo los burdos restos de cuerpos ensangrentados de los que habían estado alimentándose.

Baryoi descendió de un salto hasta el pozo, y empezó a examinar con más detenimiento los residuos que albergaba. Aquello era más raro de lo que había imaginado; algunas de las pistas más reveladoras no estaban en la maltrecha carne, sino en los propios huesos.

Al trepar de nuevo al exterior del pozo, habría fruncido el ceño si su espectral rostro se lo hubiera permitido. Consciente de su humor, aunque no de las razones subyacentes, Mabbick repitió de nuevo:

—Vos mismo los liberasteis.

—Comprobémoslo. —El liche extendió su mano esquelética, y Mabbick, que aún asía el documento en cuestión, tras dudar un instante, se lo pasó.