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—Bien hecho —dijo la refinada voz de un hombre que Vladawen no encontraba familiar—. Pero deja de consumir su fuerza vital. La esencia de un Matatitanes es muy valiosa y yo mismo puedo sanarte.

Aún entumecido casi por completo, Vladawen logró levantar la vista hasta la ladera de la montaña. Si eso era posible, su miedo se intensificó al divisar al hombre sonriente que paseaba cuesta arriba; su piel de aspecto ceroso y el gélido brillo de sus hundidos ojos parecían indicar que se trataba de un señor de la cripta, un nigromante que había llegado hasta allí a través de senderos prohibidos en los que se habría aventurado empleando sus capacidades de muerto viviente. Llevaba la diadema plateada de Andelais, portaba su bastón y vestía sus mismas quemaduras y heridas, pero se movía tranquilamente, como si hubieran dejado de molestarle.

Tambaleándose, Iprindor agitó su cabeza.

—Apártate, aparición —dijo con semblante confundido.

—Escúchame —dijo el señor de la cripta—. Arrasarás Hollowfaust esta misma noche. Debemos alegrarnos porque de forma abierta o encubierta eso supondrá el regreso de los Exiliados. Ahrmuzda Airat es mi amado maestro. Podré interceder en vuestro nombre.

Lillatu abandonó de un salto la oscuridad y lanzó una estocada hacia el pecho de Iprindor.

El mago de pelo rojizo se tambaleó y dio unos pasos hacia atrás pero, incluso en ese estado, no llegó a desmayarse. Al contrario, parecía tener aún un as en la manga. En su mano izquierda empezó a brillar un anillo de ónice con destellos de color verde, y seis enormes flores formadas de sombras parecieron brotar del suelo. Las figuras conjuradas se descompusieron hasta tomar la forma de unas cabezas de reptil sustentadas sobre largos cuellos prensiles, que se lanzaron contra Lillatu como serpientes. Lanzando estocadas y cuchilladas, esquivando y repeliendo ataques, la asesina las rechazaba con tanta habilidad como podía, esforzándose al máximo para impedir que Iprindor maniobrara para tocarla a ella o a Vladawen con sus dedos envueltos en sombras.

El elfo consideraba a la asesina una combatiente excepcional, pero tan agotada y magullada como estaba, no conseguiría mantener a raya a tantos contrincantes mucho tiempo. Tanto como alguna vez hubiera podido desear cualquier otra cosa en la vida, anhelaba levantarse y poder correr en su ayuda, pero se veía incapaz de hacerlo. Justo en ese momento, escuchó la verdadera voz de Andelais gritando un contraconjuro. El terrible terror que le había atenazado desapareció sin más.

Vladawen se puso en pie tambaleándose. Lanzó un mandoble a la derecha, y luego otro a la izquierda. Tras dos o tres aciertos, las cabezas de hidras iban estallando, llenando el aire de una espesa bruma que se esparcía como gotas de sangre en agua. Al menos, comparadas con el gólem o con el propio Iprindor, no eran tan terriblemente difíciles de matar.

Sin saber si se trataba de un vago sonido o si simplemente era su instinto que trataba de alertarlo, Vladawen distinguió un movimiento a su espalda. Giró y vio a Iprindor acechando a Lillatu por la espalda. Corrió a embestirle y atravesó con su estoque la palma su mano. El elfo apartó al nigromante de su amada al tiempo que liberaba su hoja, y entonces la volvió a ensartar en su cuerpo, esta vez en el pecho. Iprindor se derrumbó por fin.

En ese momento algo agarró a Vladawen por la espalda y lo levantó en el aire. Sintió como unas afiladas mandíbulas lo apresaban con una fuerza terrible, pero antes de que pudieran abrirse paso por su armadura, Lillatu atacó con furia, destrozando la cabeza de la hidra que lo había capturado y salvándolo al mismo tiempo. El elfo cayó al suelo y comprobó aliviado que ya no quedaba ningún enemigo en pie. Andelais estaba arrodillado en el suelo, gimiendo, agitándose, con el rostro fundiéndose de la cara bronceada por el sol de un elfo al pálido semblante de un señor de la cripta, así una y otra vez.

Vladawen corrió hacia él, se agazapó y recitó una de las plegarias que le había enseñado. Andelais trató de pronunciar unas palabras mientras, gradualmente, su carne cambiante adoptaba por fin su forma habitual.

—Halvero te invoco —jadeó—. Y al hacerlo, te obligo. Y al hacerlo, te digo que duermas. —Al fin dejó escapar un estremecedor suspiro.

Lillatu se acercó al trote.

—¿Está bien?

—Sí lo estoy —dijo Andelais—. Recordé el nombre de ese infeliz, y ahora lo he obligado a descansar. Espero que para siempre. —Entonces su voz se suavizó hasta convertirse en un susurro—. La verdad es que por un momento pareció funcionar, ¿no? No se me ocurre cómo si no podría haber... —Completamente agotado, Andelais se dejó caer de lado y empezó a roncar.

Lillatu adoptó un aire despectivo y se dispuso a hablar. Probablemente iba a hacer algún comentario sarcástico, pero entonces la montaña la interrumpió, temblando ligeramente bajo sus pies y los de Vladawen. Ambos se miraron atónitos, y entonces se giraron y se lanzaron hacia arriba a toda prisa, limitándose a dejar atrás a Andelais impulsados por su alocada carrera.