20
En la segunda noche del regreso de los intrusos, la Luna Gris se alzaba majestuosamente llena, y Hollowfaust lo celebraba. Puede que, animados por el aparente cese de la reciente avalancha de espectros, sus habitantes dieran comienzo a sus festividades con un entusiasmo especial. De ser así, Vladawen era incapaz de asegurarlo. Los salmos eran cantos fúnebres y lamentos que, ensordecidos por la distancia y el grueso muro que rodeaba el asentamiento, retumbaban tenuemente en las oscuras y vacías calles del Barrio de los Fantasmas, como si los propios espectros fueran quienes los entonasen.
Lillatu tiritaba. Vladawen, conocedor de la resistencia física de la asesina, pensaba que debía tratarse más de una reacción a aquel inquietante sonido que al frío de la noche.
—Es una ciudad realmente preciosa —murmuró irónicamente la asesina—. ¿Seguro que Glivid-Autel hubiera sido peor?
—Sí —dijo Andelais.
—Paremos aquí un momento —dijo Vladawen—, y así podré lanzar el conjuro que necesito.
—Sigue sin gustarme todo esto —dijo Lillatu—. El problema de que te pongas a dar vueltas en forma invisible es que nosotros tampoco podremos verte.
—Limitaos a comprobar que no haya enemigos —contestó el clérigo—. Y si veis a alguna simiente de los titanes o muerto viviente que parezca arremeter contra la nada es que está combatiendo conmigo.
El elfo murmuró el conjuro, sintió la magia haciéndole un cosquilleo en la piel, y supo por la mirada de sus compañeros que se había desvanecido delante de sus ojos. Por alguna razón, la gente siempre solía quedarse asombrada, aun cuando esperaba lo que iba a suceder.
—En marcha. —Los tres se dirigieron hacia la fuente de fuego.
Había sido allí donde se habían topado con los hombres rata, y quizá era posible que se los encontrasen una segunda vez. Además, si como Lillatu había supuesto realmente había algún vínculo entre los rátidos y la verdadera presa de su adversario, entonces quizá fuera posible que averiguaran aquella relación.
Eran demasiadas conjeturas. Tantas variables hacían enfurecer a Vladawen, que intuía que el tiempo corría en su contra. Aquello le parecía demasiado imprudente, pero todo lo que él y sus cantaradas podían hacer era intentar una estrategia, y luego otra, y así hasta que alguna resultara ser eficaz.
El aire empezó a calentarse. La luz roja tintineante brillaba frente a ellos, en medio de la oscuridad, y las llamas bullían. Lillatu y Andelais se quedaron atrás; el plan consistía en que debían ocuparse de encontrar un buen lugar para esconderse y desde el que observar la plaza mientras Vladawen echaba un vistazo sobre el terreno.
A primera vista, la plaza parecía estar tan vacía como las calles que acababan de atravesar. Incluso los cuerpos de los rátidos con los que habían acabado habían desaparecido, y el elfo se preguntaba quién habría retirado de allí a esa simiente de los titanes, si su adversario en la sombra o alguna patrulla de Hollowfaust. Entonces algo se movió en lo alto de un tejado. Vladawen miró hacia arriba y divisó a un hombre rata agachado tras una cornisa oscurecida por la ceniza.
El elfo inspeccionó la fachada del edificio sobre el que estaba apostada la criatura. La pared tenía bastantes asideros para que pudiera trepar. La cuestión era si podría hacerlo con el suficiente sigilo. Tomó aliento para tranquilizarse, y entonces, tras esperar el tiempo necesario, ascendió tan silenciosamente como pudo.
Supuso que Lilly podría haberlo hecho mejor. A pesar de todo lo que se esforzaba, sus botas de cuero de primera y su bandolera chirriaban y crujían a cada momento. Al elfo aquellos sonidos le parecían horriblemente altos, y esperaba subir la vista para encontrarse al hombre rata apuntándole con un arma, o al menos lanzándole unos escombros sobre la cabeza. Pero no fue así, y por fin logró subir hasta colocarse a la espalda de la criatura.
Una vez arriba, miró a su alrededor en busca de otros rátidos que pudieran estar apostados en los tejados de los edificios vecinos. No parecía haber ninguno más, así que se arrastró en pos del que tenía a la vista.
El hombre rata se revolvió súbitamente. Puede que al fin lo hubiera escuchado, o quizá lo hubiera olido, aunque su propio hedor animal hacía que lo último fuera bastante improbable. De cualquier manera, lo cierto es que empuñaba una ballesta que parecía apuntarle, y estaba presionando el gatillo enfilándolo con tanta precisión como si pudiera verlo.
Retorciéndose y agachándose, Vladawen se echó a un lado, y el proyectil le pasó rozando. Entonces saltó y se lanzó hacia delante consciente de que el hecho de atacar rompería su invisibilidad. Se abalanzó sobre el hombre rata con la suficiente fuerza para dejarlo sin respiración, no obstante la criatura, sin concederle tiempo para pensar y gruñéndole, se lanzó desesperadamente hacia él blandiendo sus garras y abriendo de par en par sus fauces dispuesto a desgarrarlo con sus afilados incisivos. Sin dudar un momento, Vladawen agarró una triza de piel y pelo justo detrás de los bigotes del rátido. No era la mejor de las presas pero, para alguien con una fuerza tan prodigiosa como la suya, era lo bastante firme como para permitirle empujar la nuca de la criatura contra el borde de la comisa. La simiente de los titanes no tardó demasiado en dejar de oponer resistencia.
Vladawen volvió a mirar cautelosamente a su alrededor. Entonces agarró al hombre rata de la garganta.
—Hacías guardia —dijo en voz baja—. ¿Por qué justo aquí?
Los menudos ojos redondeados del rátido brillaron de odio.
Vladawen le dio un tirón de una de sus puntiagudas orejas.
—¡Contéstame!
La criatura, castigada, profirió una retahila de palabras incomprensibles, probablemente en lengua rátida, que el elfo no dominaba.
Vladawen intentó entablar conversación en cada uno de los idiomas en que podía expresarse, sólo para descubrir que su prisionero no hablaba ninguno de ellos. En la época anterior a la muerte de su dios, no hubiera tenido ningún problema para interrogarlo, pero ahora carecía del conjuro necesario, como de tantos otros. Frustrado, asió al hombre rata por el cuello para rompérselo; entonces, pensando que la criatura al menos había tratado de contestarle, optó por dejarlo inconsciente.
Vladawen recorrió silenciosamente el tejado, pero no en busca de otros centinelas rátidos, sino de algo que pudiera servirle de pista. Después de un momento, se percató de que la superficie que pisaba parecía estar aún más caliente que el aire de la propia zona de las proximidades a la ardiente fuente. Entonces, impulsado por uno de los sentidos especiales de su raza, sintió un hueco en una zona en particular. Se trataba de una puerta secreta oculta. El elfo se agachó, encontró el pestillo, y levantó la puerta una fracción. El aire que salió del hueco emanaba un intenso olor acre, que a punto estuvo de hacerlo estornudar. De aquella estancia emergía también un ruido; los chillidos de varios rátidos que aullaban y parloteaban al unísono. Por alguna extraña coincidencia, aquella canción, fuera la que fuese, tenía el mismo ritmo que la ebria cancioncilla morbosamente cómica que provenía del Barrio Civil, donde una serie de refulgentes fogatas levantaban columnas de humo hacia el cielo.
Asiendo su ballesta de mano y su estoque, Vladawen se deslizó por un tramo de escaleras y luego por otro más. El humo se hacía más espeso a cada paso, y aunque el elfo se tapaba la nariz y la boca con un pliegue de su capa, le seguía preocupando que aquella humareda le provocara un estornudo delator. En ciertos instantes, los objetos irradiaban tenues aureolas que dificultaban la visión tras ellos, y Vladawen empezó a sospechar que aquel humo debía contener alguna especie de alucinógeno, aunque uno de efecto no demasiado inmediato. El elfo trataba de sobreponerse lo mejor que podía a sus efectos.
Por fin consiguió alcanzar un rellano desde el que podía verse una cámara lo bastante grande como para abarcar la mayor parte de la superficie de la casa, un espacio abierto desde el que salían huecos y pasillos. Mirando con detenimiento, pudo distinguir a una docena de hombres rata. Las criaturas cantaban y bailaban, a veces a dos patas y a veces a cuatro, y también se abrían camino en su danza entre llamas contenidas en frascos o encendidas directamente sobre el suelo. De vez en cuando, uno de los rátidos metía su mano en un caldero lleno de líquido, o vertía cucharones de aquel brebaje sobre su cuerpo, para entonces prender en llamas la parte que se había ungido. Su pelo así humedecido estallaba en llamas al instante, mientras la criatura se estremecía en plena agonía y éxtasis, o en alguna peculiar combinación de ambos.
Vladawen se giró para volver a salir por donde había entrado. Sobre el tejado, se arrodilló y tomó aire profundamente, para entonces disponerse a descender por la pared. Consciente aún de que era visible, se mantuvo pegado a las sombras mientras se abría paso hasta el lugar en que había visto por última vez a Lillatu y Andelais.
Empuñando un arco corto, la asesina salió con brusquedad del umbral de una puerta que estaba justo frente a él, sobresaltándolo.
—No podemos vigilarte —dijo Lillatu frunciendo el ceño— si te escabulles dentro de los edificios.
—Lo sé —respondió Vladawen—. Pero estaba indefenso igualmente.
Andelais surgió de las tinieblas, no con el mismo sigilo que Lillatu, pero sí con la suficiente discreción.
—¿Qué encontraste? —preguntó.
—En primer lugar —contestó el clérigo—, un centinela rátido apostado en un tejado.
Andelais asintió.
—Ya vimos esa parte.
—Me hice con él, pero no pude interrogarlo. No fui capaz de encontrar un idioma que compartiéramos. Suponía que tampoco ninguno de vosotros podría... ¿no?
La humana y el semielfo agitaron sus cabezas.
—Supuse que era así, de modo que traté de descubrir qué custodiaba. Afortunadamente, no me costó demasiado. Los rátidos celebran alguna clase de festividad o práctica propia dentro de ese mismo edificio. Alguna clase de culto al fuego, si no lo he interpretado mal.
Lilly resopló.
—En ese caso, estarán disponiéndose a salir para aullar en torno a la fuente de llamas.
—Probablemente la consideren sagrada —dijo Andelais en un extraño tono distraído que hizo que Vladawen se preguntara si estaba especulando o recordando—. Pero si la adorasen expuestos al aire libre, las patrullas de esqueletos no tardarían mucho en toparse con ellos. La mejor solución es celebrar sus rituales a cubierto, pero en algún lugar próximo. —El semielfo osciló levemente su cabeza—. ¿Pudiste distinguir a algún humano participando en la celebración junto a esas criaturas?
—No —admitió el elfo—. Pero pude distinguir a uno o dos hombres rata separados del grupo, y pude reconocer su actitud. Eran los conjuradores que presidían la ceremonia, y eso quiere decir que son especímenes con el suficiente raciocinio para poder ser interrogados.
—Eso si somos capaces de atraparlos —apostilló Lilly—. ¿A cuántos rátidos pudiste distinguir en total?
Vladawen suspiró.
—Ese es el problema. Eran muchos. Supongo que deberemos mantenernos a la espera y aguardar nuestro momento.
—No funcionará —dijo Andelais—. Ya te dije que se cobijan en las profundidades de la montaña. Lo más probable es que vuelvan arrastrándose a su morada una vez acaben la ceremonia. Si hemos de capturar a uno de ellos deberemos hacerlo ahora mismo.
—¿Tienes algún plan? —preguntó Vladawen.
—Estoy pensando en uno. Necesitaremos emplear uno de mis mejores trucos, a ver qué os parece.
Terminada la exposición, Lillatu se pronunció.
—Supongo que lo más sensato es que nosotros dos tratemos de entrar por la puerta principal —dijo señalando a Andelais—, y que yo te proteja mientras empiezas a lanzar tus conjuros.
—Yo sé cómo llegar a su malévola capilla desde el techo —dijo Vladawen—. De acuerdo, así es como lo haremos. Sólo tened cuidado, y dadme algo de ventaja. —Entonces se escabulló de vuelta por el camino por el que había venido.
En su segundo descenso por el interior de aquel edificio, Vladawen sentía que los halos que rodeaban los objetos de la casa brillaban de manera aún más encantadora. En algunos momentos, incluso le parecía que estuvieran flotando. Aquello lo desconcertaba, pero se esforzaba por consolarse pensando que los hombres rata llevaban aún más tiempo que él drogándose con aquel humo. Si esos vapores lo desorientaban, quizá los adoradores del fuego estuvieran completamente confundidos.
Se agazapó al final del rellano de la escalera y esperó. Sentía que la espera era interminable, ya fuera por efecto del humo o porque le fallaban los nervios.
Finalmente, la puerta que daba a la plaza se abrió. Aún concentrados en sus rezos, los hombres rata no parecieron darse cuenta, no hasta que una nube zumbante atravesó la rendija. Unos avispones envolvieron a gran parte de los rátidos aguijoneándolos, y la simiente de los titanes se tambaleó y agitó.
Era una visión fascinante, y Vladawen tardó en ser consciente de que era su turno de actuar. Entonces, rabioso por su propia ofuscación y cuidando de no aterrizar en medio de la nube de insectos, se lanzó sobre la balaustrada y se dejó caer.
No era ningún acróbata, pero su fuerza le bastaba para evitar hacerse daño con un salto medianamente corto. Fue hacia el lateral de la estancia que ocupaban los rátidos, en una sección baldosada que se elevaba un poco por encima del suelo.
El elfo apenas pudo dar tres zancadas antes de que un hombre rata se abalanzara sobre él. Disparó a la criatura en el pecho con su ballesta de mano, y maniobró alrededor de ella mientras se derrumbaba. Entonces un segundo ser, éste más grande y fornido que la mayoría de sus compañeros y con la cola amputada, corrió a embestirle para cortarle el camino. Aullando, la criatura lanzó un mandoble con su cimitarra tratando de seccionar la pierna del elfo. Vladawen bajó su estoque de plata para frenar el golpe.
A un lado de la habitación, uno de los lanzadores de conjuros describía con sus manos los pases de un hechizo. Vladawen le habría interrumpido de haber podido, pero estaba demasiado ocupado intercambiando espadazos con el enemigo que en ese momento lo ocupaba, y sólo podía asumir que tanto Lillatu como Andelais estarían también enfrascados en sendas peleas. Aquel clérigo o mago del fuego extendió sus manos, y una refulgente llamarada rugió desde la punta de sus dedos, envolviendo prácticamente la misma porción de la humeante habitación que el enjambre de avispones.
La onda expansiva acabó con los insectos. También engulló a algunos hombres rata, pero estas criaturas, de mayor tamaño, resistieron mejor el castigo. Sin embargo algunas de ellas, bastantes según pudo observar Vladawen, se derrumbaron.
El elfo intentó una combinación de golpes hacia arriba y abajo, pero no logró engañar a su oponente. El hombre rata de la cola amputada esquivó el golpe que había pretendido ser definitivo, y devolvió una feroz estocada que iba directa al cuello del elfo. Eludiendo el golpe, Vladawen pensó que aquel engendro de los titanes practicaba la esgrima demasiado bien para haber estado aspirando vapores narcóticos. No parecía demasiado justo.
Repentinamente vio algo moverse en su flanco. Dejó caer su ballesta de mano, agarró su puñal y lo utilizó para frenar el ataque. La daga le sirvió para repeler una lanza. En ese mismo instante, sin duda confiando en pillarlo desprevenido, el hombre rata de la cimitarra le lanzó un tajo al pecho. Vladawen desvió el ataque con su estoque, y entonces lo empuñó haciendo ver que iba a utilizarlo para contraatacar contra su enemigo el espadachín; La criatura saltó ágilmente fuera de su alcance, y el elfo aprovechó para actuar como había planeado, lanzando una estocada lateral. Sorprendida, la criatura que le había embestido con la lanza fue incapaz de defenderse, y la hoja plateada de Vladawen se ensartó en su pecho.
No había ido mal, pero el rátido de cola seccionada aún lo tenía contra la pared, y además debía alcanzar tan pronto como pudiera a los lanzadores de conjuros enemigos. Bajo los efectos de los vapores que inhalaba sin cesar, con la nausea y el escozor inundándole la boca y la garganta, los ojos llorosos y el pecho en llamas, embistió tan ferozmente como pudo a aquel engendro de los titanes.
Al mismo tiempo, logró avistar a Lillatu y Andelais, que se las habían arreglado para abrir la puerta de par en par, o al menos habían impedido a los rátidos hacer lo propio por su cuenta, para salir. La asesina lanzó una estocada y un hombre rata cayó. Luego dos más embistieron contra ella. A la espalda de Lillatu, el encarnado fruncía el ceño concentrado. Una hermosa luz blanca, diferente al rojizo brillo reflejado por las llamas, destelló sobre su media corona plateada, y entonces su cuerpo se deshizo en una masa de motas zumbantes que planeaban en el aire. En esa ocasión no había invocado a un enjambre de avispones, sino que se había convertido en uno.
Vladawen se estremeció. Con todo lo que había visto hacer a sus enemigos, le parecía que la táctica del encarnado era precipitada e irresponsable. Al elfo no le quedaba sino esperar que no resultase suicida.
Las avispas se dividieron para engullir virtualmente a los hombres rata que aún quedaban con vida, lanzadores de conjuros incluidos. Con la intención inicial de interrogar a alguno de ellos, Vladawen había esperado poder capturar a alguno con la mínima dosis de violencia, asegurándose de que sobreviviera. Claramente Andelais había decidido que aquella tarea era imposible y, en ese aspecto, su enfoque de la batalla podía considerarse bastante apropiado.
Lo que Vladawen consideraba equivocado era la idea de que una vez que empezara a aguijonear a los conjuradores enemigos, el dolor lograra impedirles seguir causando daños. Ante sus ojos, los hechiceros se tambalearon, forcejeando como sus iguales de menor rango. Uno de ellos buscaba a tientas una botella en uno de los bolsillos de su ames, y una vez la cogió la estrelló contra el suelo.
El recipiente estalló en mil pedazos, y de él brotaron llamas en todas las direcciones. El estallido aturdió a Vladawen y lo lanzó contra la pared que tenía a su espalda. Sentía que se había quedado sin respiración, y cuando logró tomar aliento le pareció que sólo aspiraba humo ardiente. Entonces tosió una y otra vez.
Por fin consiguió tomar algo de aire. Recobrándose, se le empezó a aclarar la vista, y se dio cuenta de que el hombre rata con la cola amputada estaba despatarrado junto a él. La criatura levantó la cabeza y miró a su alrededor, confundida.
Vladawen se dispuso a agarrarlo, y un achaque de dolor a punto estuvo de hacerlo fracasar. La magia lo había abrasado, y cualquier movimiento le producía dolor. Aun así, se obligó a hacerlo, agarró al rátido y le rompió el cuello antes que pudiera recuperarse de su atontamiento.
El elfo encontró su estoque pero no su daga, y pensó enloquecido que la historia parecía repetirse. Entonces se levantó. Para su alivio, Lilly parecía estar aún de pie junto al umbral de la puerta o al menos, como él, se acababa de levantar. Era posible que ambos hubieran sobrevivido al haber estado en la periferia de la explosión. A Andelais, en cambio, le había pillado de pleno, sostenido en el aire, a apenas unos pasos y repartido en una miríada de frágiles cuerpos de insecto. Ahora Vladawen no veía rastro alguno de él.
Aún quedaba con vida un puñado de hombres rata, y particularmente aquel que había hecho estallar la botella. Con el pelaje y los bigotes chamuscados, los ojos en blanco, la piel blanquecina y sollozando, el conjurador había recuperado presto la danza que sus adoradores habían abandonado al comienzo de la pelea, saltando y girando de un lado a otro en un frenesí de júbilo.
Lillatu, sin duda haciendo un esfuerzo terrible, avanzó hacia un nuevo adversario. El cuerpo debía escocerle ansioso de buscar aire fresco, como le ocurría a Vladawen. El elfo, por su parte, corrió en pos del hechicero, pero un nuevo ataque de tos le hizo frenarse. Al verlo desfallecer, un rátido armado con una espada larga y un hacha de mano corrió a atacarlo, retrasándolo durante otro instante más hasta que logró atravesarle el corazón con su estoque.
Entonces giró en dirección a la especie de estrado que había en la habitación, donde ahora flotaba en el aire un escudo de fuego. Mirando por encima de aquella protección mágica, de forma casi increíble debido al desastroso estado de sus ojos, el mago rátido entonaba y gesticulaba un nuevo conjuro.
Vladawen estiró y levantó su capa de paño frío para que le cubriera por completo el rostro. Unas ráfagas de llamas alumbraron el tejido al atravesarlo a toda velocidad. Una de las llamaradas le alcanzó el pecho, y Vladawen se dejó caer para rodar antes de volver a embestir en dirección a su oponente, confiando (sin estar seguro) en no estar en llamas. La única oportunidad que le quedaba era la de acercarse con suficiente rapidez al hombre rata, ya que si se mantenía a cubierto dejándole lanzar conjuros con impunidad, acabaría por matarlo.
Mientras el elfo saltaba hasta el estrado, el mago rátido corrió a escabullirse en dirección al cadáver de uno de sus acólitos. El escudo flotante se desplazaba con él, sin dejar de interponerse entre la criatura y Vladawen. La simiente de los titanes se frenó, agarró la espada ancha que su compañero había empuñado en vida, tocó su punta con los dedos y aulló unas palabras de poder. La hoja estalló en llamas.
—Eso no me va a preocupar demasiado —dijo Vladawen con un doloroso carraspeo. El elfo siguió avanzando—. Tampoco tu escudo de llamas. Puedo derrotarte en un combate a espada. Ríndete.
—¿Por qué has vuelto? —bramó el mago en lengua élfica. Vladawen había supuesto correctamente que ambos podrían conversar—. ¿Amas el fuego? Entonces eres imprudente al avivarlo. —La criatura embistió.
El elfo retrocedió, atrayendo hacia sí al hombre rata, y entonces, tal y como sus maestros de esgrima le habían enseñado, giró bruscamente. Fintó hacia arriba para obligar al rátido a subir su defensa, y entonces lanzó una estocada baja, esperando alcanzar sus piernas.
El refulgente escudo de llamas descendió a tiempo para frenar su ataque. La espada ancha del hombre rata recorría el aire en dirección a su cabeza y Vladawen, sin tiempo para repeler el golpe, lo esquivó, percibiendo al hacerlo que el mago avanzaba hacia él. Entonces alzó el estoque para lanzar un ataque a la altura de la garganta, pero recordó con retraso que su intención era capturar al engendro de los titanes, no matarlo, y titubeó. ¡Maldito aturdimiento!
El escudo de llamas se sacudió hacia delante, lo golpeó, y le embistió. El elfo trató de esquivar la abrasadora presión, y rezó porque no le prendiera la ropa. Entonces se hizo a un lado una segunda vez para evitar otro tajo de la espada flamígera. Esperando poder frenar la pesada espada, lanzó la suya propia, pero el arma mágica del rátido la sacudió y la repelió.
—Sólo arderás —empezó a decir el hombre rata—. Será precioso. Y lo mismo haré con tu hembra. Juntos caminaremos entre llamas purificadoras.
—Mejor en otra ocasión. —El elfo echó mano a su cinto y descubrió que el látigo aún colgaba de él. Desenroscó el cuero trenzado con un giro de muñeca y entonces lo lanzó contra la feroz espada ancha.
El escudo del mago se deslizó hacia arriba para repeler el latigazo. En ese momento, Vladawen se lanzó en un ataque a la carrera, colocando su estoque a la altura del vientre del hombre rata. Mientras la protección mágica recorría el cuerpo de su maestro para repeler la estocada, el elfo hizo girar la punta de su arma hacia arriba y hacia un lado para apuntar al brazo con el que el mago empuñaba la espada. Esta vez iba a acertar. Ese maldito escudo no podía estar en todas partes, ¿no?
Evidentemente no. Su espada ensartó la muñeca del engendro de los titanes, y la espada ancha saltó por los aires. El impulso de Vladawen le hizo pasar de largo junto a la criatura, pero sin alejarse demasiado, por lo que giró para encararla. Entonces sufrió otro ataque de tos. La estancia repleta de humo giraba y se oscurecía, y sentía como se le doblaban las piernas.
Un aire cálido caía sobre él, era el escudo que trataba de envolver al mago aunque en el proceso friera al elfo como un filete en una sartén. El mago dio los primeros pasos de un nuevo conjuro. Vladawen pensaba estar a punto de desfallecer, y entonces oyó a Lillatu decir su nombre. Sacó fuerza de sus piernas, se puso en pie y la estructura que lo aprisionaba se desvaneció. Lanzó un latigazo a ciegas en dirección a los cánticos del mago, y logró acertar.
Vladawen parpadeó para recuperar la visión de sus picajosos ojos. El mago rátido había caído al fin. Lilly aparecía tambaleante, pero aparentemente había acabado con los restantes hombres rata.
Una victoria notable, pero no serviría para ayudarlos si el humo acababa por asfixiarlos. Sin comprobar si el mago del fuego estaba aún vivo o no, Vladawen lo agarró para arrastrarlo con gran esfuerzo en dirección a la puerta. Lillatu acudió a ayudarlo, al menos tanto como le permitían sus maltrechas fuerzas. De cerca, el elfo pudo distinguir lo abrasada que tenía la cara, y pensó que la suya no debía de tener un aspecto mucho peor.
Avanzando a traspiés hacia el umbral de la puerta, Vladawen recordó lo inusual y en cierto modo infernal que le había parecido aquella fuente la primera vez que la había visto. Ahora era distinto; comparada con la pesadilla de la que acababa de salir, aquella tranquila plaza, con su aire en cierta medida respirable, le resultaba tan placentera como el jardín de un templo, y puede que fuera por eso por lo que el resentimiento le invadió cuando Lillatu lo agarró por el antebrazo para llevarlo de vuelta a la casa.
En ese momento distinguió algo que antes había escapado a su vista. Algunas de las avispas aún zumbaban en lo alto de una de las hornacinas superiores del edificio, que sin duda debía haberlas protegido de la explosión provocada por el mago rátido. Se amontonaron unas sobre otras en el suelo, y entonces Andelais tomó forma. Vladawen y Lillatu esperaron a comprobar si el druida era capaz de ponerse en pie por sus propios medios, y cuando se hizo evidente que iba a serle imposible, corrieron hacia él para ayudarlo a recuperarse.