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Los miembros del grupo que aún podían mantenerse en pie arrastraron a sus compañeros más gravemente heridos hasta el exterior de la zona en que no podía ser obrada ninguna clase de magia. Allí, Billuer, que parecía no desfallecer sólo por pura determinación, se curó los cortes que tenía abiertos en el pecho empleando sus poderes divinos. Aquello lo restableció lo suficiente como para empezar a atender a sus camaradas, y en ese proceso Vladawen disfrutó como los demás de los beneficios del toque de su compañero clérigo. El elfo aún se sentía completamente magullado, pero recobró la energía suficiente para poder sentarse y mirar a su alrededor.
—Alabado sea el dios —dijo—. Todo el mundo ha sobrevivido.
—No gracias al eslareciano —dijo Lillatu—. ¡Espero que arda en el Pozo para siempre! —Aunque Billuer ya había lanzado sobre ella un conjuro sanador, la asesina aún tenía su afilado rostro cubierto de ampollas blanquecinas—. Íbamos a cumplir nuestra promesa y dejarlo ir. ¿Por qué no pudo limitarse a concedernos lo que le habíamos pedido?
—Por orgullo. No nos creía mejores que unas alimañas, y en consecuencia, no podía permitir que le diéramos órdenes.
—O puede que tuviera tanta hambre que no pudiera resistir comernos —dijo Kolvas—. Quizá debimos haberle dado otro pedazo de carne de caballo.
—De cualquier forma —dijo Billuer—, me alegra que acabáramos con esa criatura inmunda. Creo que esa era la voluntad de Nemorga.
—¡Y qué importa Nemorga! —bufó Ópalo—. Han muerto miles de personas, y todo para nada. Al final, ¡hemos fracasado! ¡El Que Permanece no se alzará nunca!
—En realidad, amiga mía, creo que sí podrá hacerlo —dijo Vladawen.
Lillatu entrecerró sus ojos.
—Explícate.
—El dragón quiso sorprendernos con un ataque relámpago. Su plan era matarme de una descarga y, mientras todos los demás os quedarais boquiabiertos contemplando mi cadáver, lanzarse entonces sobre el resto de vosotros. Creo que, a efectos de su plan, verdaderamente obró el conjuro que despierta a una musa. Los eslarecianos daban vida a esas esculturas robando la energía vital de esclavos o cautivos.
—Pero no moriste —continuó la asesina— porque tienes energía de sobre para compartir. Sin embargo, aun así es posible que la cabeza haya despertado y esté a la espera de que alguien le formule alguna pregunta.
—Así es —dijo Vladawen—. Y sólo hay una forma de averiguarlo. ¿No está ahí? —Con un gesto de dolor, estremeciéndose por lo maltrecho que estaba, el elfo se puso en pie.
Entonces, hasta el más quemado y ensangrentado de sus camaradas cojeó tras sus pasos. Todos se colocaron a su alrededor mientras, resoplando por el esfuerzo, levantó a la musa del suelo. El grupo enteró compartió la sorpresa de Vladawen al contemplar el rostro de la talla.
Los rasgos sin definir que había poseído se habían afilado y pulido hasta convertirse claramente en el semblante de un elfo. Y no era un elfo cualquiera. Vladawen sostenía entre sus pálidas y larguiruchas manos su propio rostro demacrado y ojeroso.
Kolvas gruñó, casi aparentemente decepcionado.
—¿Significa eso que la talla es ahora tu sirviente? ¿Sólo hablará contigo?
—Según cuentan las historias —dijo Vladawen—, debería responder a cualquier miembro de mi raza, pero sólo una pregunta por día.
—Interesante —carraspeó el mago de sombra.
—Se me ocurre —continuó Vladawen— que puede ser beneficioso que este oráculo en particular no estuviera vivo aún cuando El Que Permanece perdió la vida. Por lógica, eso quiere decir que nunca ha podido caer víctima del influjo que hizo borrar de la memoria de todos, incluso de la propia Gran Esfinge, el nombre del dios. Sus facultades...
—¡Por las verrugas purulentas de Chern! —explotó Lillatu—. ¡Háblale a ella, no a nosotros! ¿Por qué te pones a cotorrear ahora?
Durante un momento, ni el propio Vladawen supo qué responder, y entonces acabó diciendo:
—Porque estoy nervioso. Si le hago la pregunta y no me contesta, entonces verdaderamente nuestra misión habrá fracasado. Pero tienes razón, ya basta de retrasos. —El elfo bajó la vista entonces hasta el artefacto que mantenía en sus manos, como si la sola fuerza de voluntad pudiera hacerlo hablar. Por fin se pronunció—. Dime... —Entonces tuvo que parar para tragar saliva; tenía la garganta completamente seca—. Dime el verdadero nombre de El Que Permanece, patrón de los elfos de Termana y ahora también de Wexland, aquel que murió hace ciento cincuenta años en los Riscos de la Promesa.
La musa abrió los ojos. Excepto por los iris color plata, eran completamente negros, como los de Vladawen. La talla sonrió con una mueca ladina que, por un momento, al elfo le recordó a Hareel.
—Esa pregunta es fácil —dijo—. Su nombre es Jandaveos.
Y Vladawen supo al instante que verdaderamente era así. Aquel nombre le era familiar, casi podía decir que formaba parte de él tanto como el suyo propio.
Sus compañeros comprendieron por su expresión que estaba seguro de que la estatua había dicho la verdad. Los estigios gritaron. Kolvas le dio un golpecito en un hombro y Lillatu, olvidando su aversión por las muestras de afecto públicas, le acarició el otro. El propio Vladawen lloró y rió al mismo tiempo como un estúpido.