22

La lengua de lava solidificada que los intrusos ya habían visto en anteriores visitas al Barrio de los Fantasmas constituía una forma de ascender hasta la ladera de la montaña. Una vez allí, con la piel chamuscada aún tersa y cálida, Vladawen consideró el camino a seguir. Estaba seguro de que al menos una de los senderos conducía hasta la cima, donde ardía otra hoguera más. Sin embargo, siempre había considerado con indiferencia aquel risco a la luz del día, de modo que era incapaz de decidirse por una u otra dirección.

Andelais se frotó la sien.

—Por aquí —dijo con un tono como de borracho. A pesar del efecto curativo de sus sucesivas transformaciones, aún tenía aspecto de estar más enfermo que el resto de sus compañeros, ahora que éstos disfrutaban del efecto de los conjuros de curación que él mismo había lanzado sobre ellos.

Vladawen echó un vistazo, pero no descubrió pista alguna que indicara el motivo por el que Andelais había señalado aquella dirección. Puede que fuera la memoria de una vida anterior que lo guiaba.

—Continuemos entonces —dijo el sumo sacerdote.

El grupo se abrió camino poco a poco colina arriba. Lillatu era una escaladora excelente, pero no podía ver tan bien en la oscuridad como sus compañeros de sangre élfica. Consciente de ello, Vladawen volvía la vista cada poco para asegurarse de que ascendía sin mayores problemas. Molesta por tanta atención, la asesina le fruncía el ceño.

Finalmente, como habían esperado, la ruta indicada por Andelais desembocó en una especie de carretera, un verdadero camino que, por su aspecto, debía de ascender directamente desde la Tercera Puerta. El grupo subió entonces al trote a través de la gélida oscuridad, tan rápido como podía, hasta que Vladawen divisó a una pareja de figuras vestidas con armaduras y dispuestas a los lados del camino.

—¡Salud vigilantes! —dijo.

Los centinelas se giraron mostrando las calaveras que cobijaban sus cascos. De las sombras a los lados del camino emergieron más esqueletos con las armas en ristre. A pesar de su actitud amenazante, parecían conservar sus posiciones, sin duda siguiendo las órdenes que les hubieran sido otorgadas.

—¿Veis a algún estigio que los dirija? —preguntó Vladawen.

Andelais bufó como fastidiado, evidenciando que aquella era una pregunta estúpida.

—Bajo la Luna Gris, sólo a los nigromantes se les permite pisar el Faust.

—¿Y no podías haber recordado eso antes de que gritáramos? —preguntó Lillatu.

El druida respondió con un resoplido que se transformó en una expresión de lamento.

—Lo siento.

—¿Hay alguna oportunidad de razonar con esos guardias haciéndonos pasar por ciudadanos rasos? —preguntó Vladawen.

—No —contestó Andelais mientras su manto de piel sin mangas se inflaba por acción del viento—. Y tenemos suerte de que no nos hayan atacado ya.

—Vosotros dos manteneos delante de mí —dijo entonces el elfo, y una vez que sus compañeros lo obedecieron, musitó un encantamiento. Para finalizarlo, recorrió su cuerpo con las manos, haciendo que su figura adoptara las características propias humanas; varias túnicas, una bufanda, un sombrero de ala ancha de esos que gustaban tanto a los nigromantes de Hollowfaust y un salvoconducto para el toque de queda bien visible en su pecho.

—Esto no me gusta nada —dijo Lillatu observando el disfraz—. Sólo te has apartado de su vista por un instante, ¿y ahora el elfo ha desaparecido y hay una persona diferente en su lugar?

—No engañaría a una persona —confirmó Vladawen—, pero los esqueletos son, en esencia, entes desprovistos de mente. Voy a intentarlo. Vosotros tratad de encontrar otra forma de subir.

Aquellos muertos vivientes permanecieron en guardia, con las cuencas de los ojos vacías, hasta el momento justo en que el elfo llegó casi a la altura del primero de ellos. Entonces, al unísono, sus armaduras rechinaron. Vladawen estuvo a punto de sacar su estoque, pero entonces pensó que simplemente debían de estar poniéndose firmes.

Vladawen devolvió la deferencia asintiendo con la cabeza, y caminó hasta colocarse justo en medio del grupo. De repente, un estallido de magia borbotó y suspiró a su alrededor, haciéndole sentir un hormigueo en la piel. Cuando los esqueletos, sin dejar de moverse al unísono, dispusieron sus armas en guardia, el elfo se percató de que alguien más había lanzado sobre él un conjuro para que se disolviera la máscara ilusoria que había obrado.

Entonces desenvainó su espada e invocó el ancestral poder de El Que Permanece, pero aquello no disuadió a los esqueletos de hacerle frente. Tristemente consciente de que un arma punzante, aunque fuera un estoque divino, no era la mejor opción para enfrentarse a aquellas criaturas desprovistas de carne, Vladawen hizo uso de la hoja plateada para repeler el mandoble de un hacha de batalla, y pateó a su atacante en la rodilla. La pierna huesuda del guerrero salió por los aires, y éste perdió el equilibrio.

Girando sobre sí mismo, utilizando la guardia curvada de su estoque a modo de nudilleras de metal, Vladawen lanzó un puñetazo, y la calavera provista de casco de otro de los esqueletos salió despedida por los aires. Se hizo a un lado para esquivar otro hachazo más, avanzó y machacó la espalda de su atacante con suficiente fuerza para hacerlo tambalear y, posiblemente, romperle la columna.

Entonces Lillatu y Andelais aparecieron a la carrera, prestos a ayudarlo. Sin duda debieron de haber estado acechando en las proximidades, atentos a ver si realmente era capaz de abrirse paso disfrazado entre la patrulla de muertos vivientes. La hoja de la asesina describió un mandoble hacia la izquierda, y luego hacia la derecha. Mientras, el bastón del encarnado hacía mella en armaduras y quebraba huesos.

Vladawen desconocía si sus compañeros se habían percatado de que alguien le había lanzado un conjuro.

—¡Cuidaos de posibles magias! —dijo—. ¡No os agrupéis! —De ningún modo debían permitir que aquel mago hostil apuntara sobre todos ellos al mismo tiempo.

Lillatu y Andelais se dispersaron todo lo que les permitía el cuerpo a cuerpo que libraban. Mientras Vladawen lanzó un puñetazo con su mano libre que impactó sobre el marchito semblante de un esqueleto, magullándole los nudillos. Tropezó con otro enemigo y lo mandó contra el suelo con fuerza suficiente para romperle unas cuantas articulaciones. Miró a su alrededor en busca de un tercero, pero no encontró a ninguno, y se dio cuenta entonces de que juntos habían despachado a todos los guardias de las proximidades. Justo en ese instante, un punto de luz dé un enfermizo color verde destelló a través de la penumbra, arriba en la colina.

—¡Magia! —gritó mientras se lanzaba al suelo. Lillatu y Andelais imitaron su acción, en busca de cubierto.

Una lluvia de arena y guijarros cubrió a Vladawen, que cerró con fuerza los ojos para evitar que el aluvión lo cegara. Entonces algo lo empujó y arrastró como una ola en la mar levantada por un huracán. El elfo se dio cuenta de que, de no estar tumbado boca abajo, tal impulso lo hubiera derribado y empujado colina abajo.

Miró a su alrededor. Lillatu y Andelais habían sido arrastrados un tanto, aunque no demasiado. Este último, no obstante, se frotaba una vez más la cabeza, como si alguna piedra o un resto de esqueleto lo hubiera alcanzado dolorosamente. Sobre los tres intrusos, unas figuras se abrían paso entre la penumbra, pero Vladawen no vio rastro alguno de aquella en particular que había sido responsable de generar el brillo de color verde. Aquel nigromante debía de ser capaz de cambiar de posición nada más lanzar el conjuro.

Sin embargo, no era lo bastante prudente como para mantener la boca cerrada.

—¡Matatitanes! —aulló Iprindor—. ¿Sois vos? Loados sean los dioses, ¡No tenía ni idea!

Mientras corría a escabullirse tras una roca que le concediera algo de protección, Vladawen se preguntaba si valía la pena hacer ver que aún creía la mentira del nigromante. Lo dudaba. Eso no disuadiría a Iprindor de intentar matarlo; debía de estar desesperado por no inculparse. Sin duda se mostraba agradable sólo para tratar de convertirlo en un blanco más fácil. No obstante, si hacía que el de Hollowfaust siguiera hablando, eso le ayudaría a ubicar su posición.

—¿Sabes? —respondió el elfo—. Hablamos con tu amigo el mago del fuego, el rátido. Nos lo contó todo.

—Vaya —dijo Iprindor—. Sabía que no debía haber empleado a hombres rata para cubrirme la retaguardia la noche que me sorprendisteis. Pero debía buscar alguna manera de escabullirme.

—Bueno, la verdad es que tampoco necesitaba de un informador para saber que tú eras mi enemigo en la sombra. Fuiste quien más se interesó por mi propuesta desde el principio, y el que más oportunidades tuvo de esconder el cetro oscuro en mi habitación sin siquiera tener que emplear un conjuro.

—No creo que sea tu enemigo —dijo el mago—. Simplemente fuisteis los medios que necesitaba para obtener un fin. Lo realmente irónico es que esa gran empresa tuya aún me intriga. ¿Qué me dices de esto? Vuelve por donde has venido. La mañana traerá un nuevo día, y en él, todo maestro del Bajofaust que quede con vida, incluido aquel que burló a la muerte al ofrecerse voluntario para perderse las celebraciones y supervisar a los centinelas, ostentará una mayor autoridad. Yo mismo anularé tu castigo y proclamaré que prosigan las pesquisas.

—Permíteme dudarlo —espetó Vladawen—. Esa promesa no te compromete mucho más de lo que lo hicieron los juramentos de lealtad que sin duda concederías a Hollowfaust y a tu gremio. Además, no te sentirás seguro hasta que todos los que conozcan el secreto de tu traición hayan muerto.

—Entonces continúa con tu escalada, si te ves capaz —dijo Iprindor—. Puede que hace tiempo mataras a un titán, pero no te tengo miedo. La propia Belsamez me enseñó como anular a mi maestro, y del mismo modo me dijo cómo hacerte frente.

Aquella palabras dejaron a Vladawen consternado, pero se limitó a responder con aparente tranquilidad:

—Belsamez es el último patrono en quien deberías confiar. Te lo puedo asegurar.

El elfo sentía que aquella conversación le estaba sirviendo para tener una idea aproximada de dónde estaba apostado Iprindor. Miró hacia los lados, asegurándose de que Andelais y Lillatu estuvieran listos para actuar. Ambos asintieron con la cabeza, aunque el primero aún parecía estar algo tembloroso.

Les indicó que fueran hacia delante, y entonces cargó colina arriba. Lillatu lo imitó al instante. Andelais se mantuvo en posición el tiempo justo para lanzar un conjuro que hizo brotar de la tierra, con un terrible temblor, una araña tan grande como una carreta y que, por su aspecto, parecía estar hecha de fragmentos de piedra triturada. La criatura recién conjurada se lanzó hacia arriba, a la carrera, y el druida trepó tras ella.

En un instante se hizo evidente que, en aquellas circunstancias, la araña podría correr más rápido que cualquier elfo o humano. De hecho, Vladawen le dejó gustoso la delantera, para que concentrara los ataques del enemigo. La oscuridad que la rodeaba bullía generando una masa de ratas y ciempiés, y la araña corría entre ellos despreocupada. Un esqueleto, uno especialmente extraño que parecía proceder de un centauro aunque algo modificado, cargó contra la criatura empuñando una lanza. La punta del arma simplemente resbaló sobre el pétreo cuerpo del arácnido, que atrapó al constructo con sus mandíbulas y lo masticó lanzándolo a un lado del camino.

Vladawen había empezado a albergar esperanzas de que la creación de Andelais fuera casi imparable. Eso fue hasta que un gigante completamente calvo, vestido sólo con un arnés y un taparrabos, surgió enfurecido de la oscuridad. La araña giró para hacer frente a la nueva amenaza pero, a pesar de toda su agilidad, no lo hizo a tiempo. Con unos ojos tan amarillos que parecían revelar que una hoguera ardía en el interior de su cabeza, el descomunal guerrero hizo ondear su enorme hacha hasta que la hoja doble de su arma atravesó por completo el cuerpo del arácnido, que se desintegró al instante en una decena de pedazos de roca. Vladawen consideraba que aquel ser no debía ser un ogro, sino alguna otra clase de criatura extraña producto de la nigromancia de Hollowfaust, una especie de engendro animado de carne y huesos.

Aquel gigantesco gólem cargó hacia Vladawen. Para empeorar más la situación si cabe, justo en ese momento el elfo pudo ver a Andelais agachado tras unos matorrales, escabullándose de los costosos quehaceres del cuerpo a cuerpo, como acostumbran a hacer los magos. El elfo era consciente de que no tenía ninguna posibilidad de llegar hasta él sin antes quitarse de en medio a aquel constructo, si es que podía estar a la altura del desafío.

Aquella enorme hacha ondeaba frente a él, y Vladawen retrocedió de un salto para alejarse de su alcance. Si había sido capaz de hacer pedazos a la araña de piedra, sin duda no le costaría demasiado hacer lo mismo con él, y no estaba seguro de si su prodigiosa fuerza bastaría para repeler el ataque. Lo más sensato, en ese momento, era mantener la distancia al tiempo que trataba de discernir el patrón de ataque del gólem.

Desgraciadamente, aquella tarea requería de unos instantes preciosos, durante los cuales pudo avistar a Iprindor dejando caer su brazo en el aire para generar una lanza de luz de la nada. El arma alcanzó a Andelais en el pecho, y el druida cayó después que dos rayos centellearan desde su torso. A varios pasos de distancia de Vladawen, pero en su otro flanco, una pareja de centauros esqueléticos combatían con fuerza a Lillatu, retirándose para embestirla con sus cascos delanteros al tiempo que la azuzaban con sendas lanzas.

Vladawen supuso que era momento de atacar sin esperar más. Esquivó un hachazo horizontal de la gigantesca arma, y entonces se lanzó hacia al frente al tiempo que clavaba con fuerza su estoque divino en el lugar en que un elfo normal, o al menos una criatura élfica, hubiera tenido el corazón.

Como sin percatarse de la herida, el gólem volvió a voltear su hacha, y Vladawen apenas tuvo tiempo de recuperarse y evitar que lo cortara en dos. Lanzó una estocada, esquivó un ataque, lanzó otra, volvió a esquivar, así una y otra vez, consciente de que al primer error la descomunal arma de su enorme enemigo atravesaría su carne y sus huesos. Bueno, eso o la fatiga, que pronto empezó a hacer mella en él.

Vladawen no tardó mucho en cansarse de tratar de atravesar un órgano vital tras otro, casi seguro de que jamás lograría así su objetivo. Sin embargo, probablemente por efecto de haber sido ensartado en tantas ocasiones, el gólem acabó por derrumbarse.

Vladawen miró entonces a su alrededor. Lillatu, de alguna forma, había logrado dar cuenta de los esqueletos centaureos, había corrido hacia arriba y ahora combatía a un esqueleto humano que empuñaba una alabarda. Era incapaz de ver a Andelais, lo que significaba que no iba a poder prestarle su ayuda. Con la esperanza de que su pariente aún estuviera con vida, Vladawen se lanzó a la carrera colina arriba.

Iprindor describió con sus manos un pase mágico y Vladawen esquivó hacia un lado. De la palma del nigromante salió despedido un rayo de fuerza de un blanco centelleante. Cruzó lo suficientemente cerca la cabeza del elfo como para hacerle sentir la letal energía congelante que transportaba, no obstante había errado, y no le hizo daño alguno. Dando marcha atrás, el mago farfulló otro conjuro, uno que levantó unas sombras zigzagueantes alrededor de Vladawen, pero que fue inútil. Aquél, resolvió el elfo, debía de ser el último ataque que a Iprindor le restaba para conjurar antes de quedar al alcance de la espada de su adversario. Con un enorme esfuerzo, haciendo caso omiso de la fatiga y el dolor de sus heridas, empleando cada ápice de la fuerza concedida por su dios, el clérigo corrió aún con más velocidad, se abalanzó sobre su enemigo, saltó y le ensartó el torso con su estoque.

Eso debería haber supuesto el fin de Iprindor, pero Vladawen se mostró prudente. Sabía que debía de haber aumentado su energía de alguna forma, así que extrajo la hoja para lanzar un segundo ataque. Pero antes de poder terminar ese movimiento el mago, a pesar de tener perforado el pulmón, abrió la boca y dejó escapar el mismo mortal aliento que había dejado paralizado al león terrible en la plaza de la fuente en llamas.

Vladawen se quedó aterrorizado. Retrocedió, se tambaleó, se agachó y se revolvió, sobreponiéndose finalmente al terror que lo paralizaba.

Balanceándose, con los labios ensangrentados pero sonrientes, Iprindor musitó un encantamiento y esparció un puñado de un polvo color blanco en el aire. Entonces su mano empezó a envolverse en la penumbra que había generado, y la levantó en dirección a su enemigo caído. Vladawen sabía que debía moverse cuanto antes, que debía defenderse, pero se veía incapaz.

Recordaba lo que Lillatu le había dicho. Era el Matatitanes, y debía ser el instrumento del destino de su dios. Pero también, que cualquier enemigo necesitaría sólo de un ataque afortunado para derribarlo, y que entonces su dios quedaría abandonado para siempre en el abrazo de la muerte.