5

Durante sus ochocientos años de vida, muchos de ellos ejerciendo funciones de alto dignatario, Vladawen había experimentado a menudo que una de las más importantes desventajas de ostentar aquel cargo era que la mayoría de los pueblos solían insistir en ofrecerle una bienvenida que consideraran acorde a su puesto, sin que les preocupara demasiado lo cansado que pudiera estar el elfo o lo intempestivo del horario. Al menos, la recepción del Consejo Soberano estaba siendo más atractiva que la mayoría de las que había presenciado antes; un espeluznante espectáculo con desfile de esqueletos y fantasmas, criaturas todas de aspecto feroz pero que se prestaban gustosas a representar su papel en la ceremonia de apertura. El ritual era bañado por volutas de incienso, de aroma al mismo tiempo amargo y dulce. Cada cierto tiempo se repetían irrupciones de llamaradas y fogonazos, así como unas repentinas e inexplicables apariciones y desapariciones a través de las que parecían conjurarse sutiles encantamientos, obrados posiblemente con la intención de potenciar los sentimientos naturales de terror y sobrecogimiento que todo aquel espectáculo pudiera suscitar.

Vladawen se preguntaba cuánto de todo aquello era realidad y qué otra parte simple ilusión. Después de todo, apenas era capaz de dar con dos hechos verificables. Uno de ellos era que los nigromantes habían optado por recibirlo al descubierto, fuera de la fortaleza que era conocida como la Tercera Puerta, y daba entrada al Bajofaust; el otro era la imponente presencia de los guardias de élite conocidos como los estigios. De todo aquello, el elfo pudo inferir que los grandes maestros del Consejo se mostraban tan recelosos como los enanos de Burok Torn a la hora de permitir la entrada de extranjeros hasta el mismo corazón de sus dominios, y que, sin importar lo poderosa que pudiera ser su magia, siempre conservaban medios de defensa más mundanos.

Por fin, y cerrando el imponente desfile, un grupo de Señores hizo su entrada seguido de los propios grandes maestros del Consejo. Vladawen había oído que uno de ellos, un tal Baryoi, era un liche, un muerto viviente con cabeza en forma de calavera del que se decía que aún poseía la personalidad y el libre albedrío de su antigua vida humana. Incluso después de aquel interminable desfile de criaturas equiparables a aquella, la visión de la esquelética figura encapuchada del Gran Maestro entronizada en el estrado, con todos sus semejantes a sus pies, era realmente sobrecogedora.

Entonces un chambelán hizo las presentaciones y, finalmente, llegó el momento en que Vladawen hubo de dirigirse a la concurrencia. Con la soltura que le había dado la práctica, tomó aliento y expulsó con él toda su congoja.

—Nobles consejeros —empezó su discurso—, os traigo el más sincero saludo de Lord Gasslander, junto a otras muestras más palpables de su estima. Si me permitís presentaros a mis compañeros...

—Nos honraría que así lo hicierais —dijo con voz vibrante Danar, Gran Dama de la Sociedad de los Animadores, una anciana que estaba sentada en una silla hecha a base de brazos y manos esqueléticas. Aquel artilugio parecía sujetarla con tanta firmeza como un potro de tortura, aunque ella no mostraba señal alguna de incomodidad—. Pero dejémoslo mejor para luego, si os parece bien. Somos conscientes de lo urgente que consideráis vuestra misión, y no deseamos demorarla presentándoos vanas disculpas. Sin embargo, queremos deciros que consideramos del todo inaceptable que os vierais envuelto en tal matanza de espectros de sangre en plena vía pública. Ese desgraciado accidente no volverá a repetirse.

—Suscribo esa apreciación —dijo Baryoi con un tono de voz que era tan seco e incomprensible como su descarnado e inexpresivo rostro. Vladawen había escuchado que, como jefe de los Discípulos del Abismo, aquel liche era responsable de la seguridad de Hollowfaust, cualquiera que fuera el orden que tal congregación exigiera. Sin duda eso debía incluir la erradicación de muertos vivientes incontrolados y maliciosos.

—Permitidme —dijo Vladawen—. Exceptuando la pérdida de una montura, tanto yo como mis compañeros hemos sobrevivido ilesos al encuentro, y lo consideraremos una pequeña molestia a la que hacer frente a cambio de vuestra ayuda, si es que decidís otorgárnosla.

—A ese punto debemos referirnos ahora —recitó la voz sepulcral de Malhadra Demos. Cabeza de los Recolectores de Muerte, su aspecto era el de un hombre fornido vestido con seda negra y cuero. El ala de su sombrero le ensombrecía los ojos, y unos negros tatuajes brillaban nítida, aunque calmadamente, desde la piel de su pecho desnudo. Aquel personaje tenía una apariencia en verdad aparatosa, y la cultivaba aparentemente de forma mucho más exagerada que el resto de los grandes maestros que le acompañaban. Éstos, a pesar de toda la pompa que había presidido la recepción, parecían tratar de evitarla. En realidad, parecía haber adoptado la imagen que la gente corriente podía tener de un nigromante, y eso lo hada competir en cuanto a aspecto siniestro con el mismísimo Baryoi, que estaba sentado a su derecha—. ¿Qué es exactamente lo que Lord Gasslander desea de nosotros?

Vladawen sentía la boca tan seca que se paró a pensar que, después de todo, sí que estaba algo nervioso.

—Respetados todos —dijo—. He podido vivir ya cerca de mil años, y durante gran parte de ese tiempo fui el sumo sacerdote de una noble y poderosa deidad, dios de los elfos de Termana y de otros reinos más. Ese mismo ser estuvo a la cabeza de la batalla librada para salvar a la creación de las brutales y despreocupadas manos de los titanes. En dicha disputa, objeto de la más vil traición, cayó muerto de forma tan terrible que el propio mundo olvidó su nombre.

—Después de aquello, vos mismo lo vengasteis al acabar con Chern, el Señor de las Plagas —dijo Assaru, gran señor del Gremio de Anatomistas, un tipo rechoncho de aspecto remilgado y con una cicatriz en la nariz—. Si es que realmente sois ese tal Vladawen.

—Lo es —interrumpió entonces Lillatu—. Doy fe de haber visto prueba de ello.

—Yo también doy fe —habló Numadaya, la líder de los Lectores de Huesos Fracturados, sin duda una comunidad de adivinos y videntes. Esbelta, increíblemente hermosa, aparecía sentada con aspecto apático, jugueteando entre sus manos con una varita tan blanca como su propia piel—. Como es de esperar, está marcado por haber matado a un titán.

—Hemos oído hablar de todo esto —dijo Danar. La silla esquelética, moviéndose al parecer según su propia voluntad, cambió de forma ligeramente, puede que para aliviar el dolor de la artritis de sus propios huesos—. Incluso si su hogar está muy lejos de aquí. Y a pesar de que ahora afirmáis hablar en nombre de Wexland, no de Termana.

—Si me permitís poner a prueba vuestra paciencia —dijo Vladawen—, trataré de profundizar sobre el asunto. Durante mucho tiempo, perdí las esperanzas respecto al futuro de mi pueblo. Finalmente, acabé por resolver que, aunque mi dios había muerto, su esencia debía pervivir en los confines del mundo. De ser capaz de resucitarlo, seria capaz de liberar a mi gente de su maldición. El primer paso que decidí dar fue volver a despertar su culto. Felizmente, Lord Gasslander abrazó la fe y me permitió importarla a Wexland, donde encontró muchos nuevos adeptos. —Vladawen también podría haber mencionado que el precio que el Rey le puso fue el del asesinato de su trastornada y peligrosa esposa, una devota practicante de la nigromancia, pero no le pareció demasiado adecuado promover aquella idea. Ahora esperaba que Numadaya no fuera capaz de ver eso también.

—¿Y el siguiente paso? —preguntó Malhadra. La Recolectara de Terror se acomodó en su silla, y las campanas plateadas entrelazadas a su largo cabello negro trenzado repicaron ligeramente.

—Pues lo siguiente a hacer, el último paso, es liberar a El Que Permanece de las garras de Muerte —dijo Vladawen—. Por desgracia, desconozco cómo hacerlo. Ruego porque vosotros sí lo hagáis o, si no, al menos podáis suponer la forma de intentarlo.

Entonces todos lo miraron fijamente. Al fin, Danar se pronunció:

—Nosotros los Animadores somos sanadores, entre otras cosas, pero la verdadera resurrección es papel de los clérigos.

—En lo que respecta al alzamiento de mortales —dijo el elfo—, eso es muy cierto. —Vladawen lo sabía bien porque, en su estado, con sus poderes reducidos casi a la nada debido a la desaparición de su deidad, era incapaz de acometer una tarea así por sí solo—. Sin embargo, en lo que respecta a los dioses, tengo entendido que Muerte se aferra a esos trofeos con especial avidez, y se requiere algo más concreto. Es por eso que necesito a los nigromantes de Hollowfaust, porque dominan los misterios de la mortalidad mejor que nadie más en el mundo, y porque podrán aconsejarme sobre lo que debo hacer.

—Una idea interesante —dijo el enjuto y canoso Uthmar Widowson. Uthmar era Señor del Coro de la Banshee, una congregación de la que se decía que combinaba nigromancia y magia bárdica. Poseía un tono de voz de barítono muy poco frecuente, y en ese momento mecía una flauta en su mano—. Aunque os recuerdo que por aquí consideramos a Muerte una suerte de patrono severo pero sabio, no un tirano a quien queramos desobedecer abiertamente. Aun así...

—Antes que podamos intrigarnos en demasía —interrumpió Numadaya con un atisbo de ironía contaminando sus lánguidos modales—, es posible que debamos preguntar al Matatitanes cómo es que sabe tantas cosas.

—En un principio —respondió Vladawen—, encontré guía en mi propia intuición y entendimiento. Soy el principal pastor de mi deidad, fui su compañero y su lugarteniente durante la guerra. Sin intención de ofenderos, probablemente sea tan viejo como el más anciano de vosotros. Todavía más recientemente, busqué los consejos de Athentia, la Gran Esfinge. —Al elfo le complacía que gran parte de su audiencia hubiera quedado impresionada, al menos un tanto, al oírle mencionar al inefable e inmortal oráculo. Ahora pensaba que, antes de continuar con su exposición, quizá debía bajar un poco sus humos—. Del mismo modo, la propia diosa Belsamez ha creído también apropiado ofrecerme su consejo.

El grupo le sostenía la mirada. Entonces el rollizo Asaru dijo con el tono más educado:

—En Hollowfaust honramos a todos los dioses. La Asesina tiene aquí su sacerdotisa y su templo.

—Así es —continuó Malhadra, sonriendo como si gastara una morbosa broma, o puede que sencillamente complacida por incomodar a su colega—. Y me atrevería a decir que, en nuestros dominios, el culto a una diosa de la muerte es bastante más apropiado que la adoración de, digamos, Tanil o Madriel. Por ello no encuentro nada embarazoso el que ella pueda guiar vuestra causa, Matatitanes. Más bien todo lo contrario.

Eso la puede convertir en aliada, pensó Vladawen.

—Gracias —dijo con voz fuerte—. Y os seré franco. Conocéis a Belsamez como la patrona de la locura y el asesinato. Aunque El Que Permanece era su hermano, puede decirse que era tan inteligente y benevolente como ella traicionera y maliciosa. No obstante, parece que Ella verdaderamente ansia su restitución. Es posible que, a pesar de las diferencias que pudiera haber habido entre ellos en el pasado, realmente lo ame. Ella así lo profesa, y lo dice con claridad. Incluso es posible que la ausencia de su hermano haya dejado una huella en la existencia que debilite a todos los dioses. De ser así, entonces es por el bien de todos nosotros, de todas las razas divinas, que esa herida sea reparada.

—Sin embargo, todo eso suena a una empresa demasiado formidable para una simple reunión de eruditos —refunfuñó Asaru—. Nuestro deseo común no es otro que el de incrementar nuestra sabiduría con cautela, gradualmente, con precisos datos inferidos de uno en uno, todo al tiempo que conservamos Hollowfaust como un refugio seguro en que poder continuar nuestros estudios. Algunos de nosotros incluso pensamos que la mejor forma de conseguir esto último es urdiendo majestuosas tramas, grandiosas aventuras y complejos complots con el mundo que está más allá de estos muros. ¿No es cierto que al exaltar vuestra fe por encima de todas las demás, Lord Gasslander desobedeció abiertamente la voluntad de su Emperador? ¿No es por eso que la propia Wexland ha entrado en conflicto con el resto de los pueblos de Darakeene?

—Esa guerra ha visto ya su fin —interrumpió Lillatu—. Podéis mantener tratos con nosotros sin miedo a provocar a Klum.

—Eso es bastante tranquilizador —dijo entonces Danar—. De ese modo, el asunto sería: ¿qué ofrece Wexland a cambio de nuestra ayuda, más allá de la esperanza de poder sanar una herida en la existencia?

—Comercio —contestó Vladawen—. Mercado abierto para cualquier clase de bienes que produzcáis vosotros mismos, y también para todos aquellos que puedan pasar por vuestras manos en su camino hacia las tierras al norte. Y más que eso, ayuda militar para conservar en funcionamiento el Corredor de Dunzad, no sólo entre vuestra ciudad y Darakeene, sino también allá donde sea necesario, incluso hacia el sur. Una garantía firme de disponer de nuestro ejército cuando necesitéis auxilio, en cualquier ocasión en que alguno de vuestros enemigos amenace sitiar a la propia Hollowfaust.

Asaru frunció el ceño.

—Nuestra ciudad estado ha sobrevivido a cuatro grandes asedios desde su fundación, y sin ningún tipo de ayuda externa.

—No era mi intención ofenderos —dijo Vladawen—. Admiro el valor que vuestro pueblo ha demostrado siempre al encarar las peores adversidades. Aun así, creo que no es necesario que os recuerde cómo han perdurado vuestros viejos enemigos, o el modo en que otros nuevos se han ido desplegando. Los sutak y los asatzi aún merodean por el desierto. Los gorgones infestan el Bosque del Cuerno de Sierra, y es bien sabido que Virduk, en Calastia, aspira a conquistar todo Ghelspad. ¿No desearíais disponer de algún tipo de ayuda la próxima vez que tino dé los ejércitos de estos pueblos rodease vuestras murallas? De ser ese el caso, no hallaréis unos aliados más fieles y formidables que los propios habitantes de Wexland. Puedo dar fe de ello.

—Yo no puedo asegurar ningún resultado —dijo pensativo Yaeol, un hombre de edad media que, a diferencia de sus compañeros, todos magos o bardos de una clase u otra, iba ataviado con vestimentas de clérigo. Se trataba del Señor de los Seguidores de Nemorga, dios guardián del portal que separa la vida y la muerte, y era el único gran maestro que no había alzado su palabra hasta ese momento. Vladawen se había preguntado hasta aquel instante si alguna vez iba a decidirse a tomar la palabra—. Aunque es cierto que, si es deseo del Rey Gris, la gran puerta puede abrirse en cualquiera de los sentidos. Sin embargo, es una empresa de enorme magnitud. Y es preocupante que sea a instancias de Belsamez. No obstante, supongo que podremos considerarlo.

Asaru asintió. Apesadumbrado, Vladawen consideraba la idea de los nigromantes poniéndose manos a la obra con el desafío que había traído ante ellos, estudiándolo con cautela, y ocupándose de él con apenas entusiasmo. Evidentemente, lo que aquel Consejo no llegaba a comprender era que el elfo había alzado una energía de otro mundo en Darakeene, una fuerza nacida de la absoluta devoción de sus seguidores y de una copiosa sangre que podía considerarse, al mismo tiempo, de absolutos adoradores y de infieles. Vladawen debía proyectar todo ese poder con rapidez ya que, si permitía que se disipara. El Que Permanece jamás podría romper las ataduras de la muerte.

Lillatu comprendía la situación; él ya se la había explicado muchas veces. La asesina lo miró, rogándole que cuidara su elocuencia al máximo. El elfo trataba de buscar las palabras adecuadas cuando uno de los Señores dio un paso al frente para colocarse junto al estrado. Aquel individuo, alto, enjuto y relativamente joven, de cabello pelirrojo atado en una cola de caballo y con un bigote excelentemente cuidado, empezó a pronunciarse:

—Sin pretender abusar de la confianza de la sala, querría pedir la palabra.

—Celebramos una consulta con nuestros invitados —dijo Uthmar. Entonces bajó la vista hacia Vladawen y Lillatu, y continuó—. ¿Tienen ellos alguna objeción?

—De ningún modo —dijo el elfo. El recién llegado iba acompañado de un halo de vitalidad y decisión que contrastaba con la decrepitud de Danar y el pesimismo de Asaru y Yaeol.

—Gracias, mi señor, mi señora. —El mago les devolvió una sonrisa—. Por cierto, mi nombre es Iprindor. —Giró de vuelta al estrado y tomó aliento, claramente poniendo en orden sus pensamientos—. Hablo por mí mismo —empezó Iprindor—. Pero cuando os observo a todos vosotros, miembros del Consejo, veo a unos gigantes. Veo a uno de los Siete Peregrinos que fundaron la ciudadela, y a otros muchos de logros comparables. ¡Las terribles pruebas que habéis superado, y los secretos que habéis sacado a la luz! Coronados con la gloria, con nada más que demostrar, ¿cómo no os ibais a preocupar más por conservar todo lo obtenido que por conseguir nuevos frutos? ¿Cómo no ibais a hacer apología de la cautela en lugar de la audacia?

—¡Meros reproches disfrazados de halagos! —dijo Malhadra—. Pura palabrería. Me sorprende que no sea uno de vuestros protegidos, Uthmar, un hombre de Baryoi.

—No es mi intención reprocharos nada —dijo Iprindor—. Es sólo que, a veces, me preocupa pensar que todas las grandes aventuras hayan sido ya acometidas. En ocasiones me pregunto cómo podré yo dejar mi impronta, y vivir según el ejemplo de los que me precedieron.

—Con el tiempo, todo se reduce a vanidad, y a polvo —dijo Asaru—. Si sois incapaz de comprender eso, es que habéis entendido más bien poco. En cualquier caso, vuestras bisoñas aspiraciones no preocupan a este consejo.

—No estoy del todo de acuerdo —dijo Uthmar—. Este hombre es uno de los Maestros. Por tanto, por definición, todo lo que pueda decir merece ser escuchado, especialmente si, como sospecho, algunos de sus iguales comparten sus sentimientos. —Tras estas palabras, unos cuantos de los hombres y mujeres congregados bajo el frío y aromático aire de la noche murmuraron su apoyo.

—Lo que trato de expresar —dijo Iprindor— es que Lord Vladawen bien pueda estar pidiéndonos algo que exceda con mucho nuestras capacidades. Es posible que se trate de una vía de investigación que, según creo saber, nunca hemos considerado, y eso es lo que atrae mi atención. Incluso si acabamos fracasando, ¿qué descubrimientos no podríamos hacer en el transcurso de las indagaciones? Nada me gustaría más que apartar por un tiempo los estudios que me ocupan para centrarme de forma infatigable en esta tarea, sirviendo de apoyo a nuestro invitado. Por supuesto, todo ello sin abandonar mis responsabilidades.

Una vez más, las palabras de Iprindor suscitaron un murmullo de aprobación. Alentado, Vladawen tomó la palabra.

—Permitidme subrayar que Gasslander considerará con gratitud cualquier muestra de verdadero fervor en pro de su tarea, incluso si finalmente no se consigue el objetivo deseado.

—Nos agradaría alcanzar un compromiso más específico que ese —dijo Uthmar—. Pero dejando a un lado ese punto, yo mismo, en cierto modo, comparto el entusiasmo de Iprindor.

—Si yo fuera un doliente —se pronunció Asaru—, un recién llegado todavía preocupado por justificar mi lugar en el Consejo, y dentro del funcionamiento de las cosas, yo también compartiría ese sentimiento. Pero como el propio chico ha apuntado...

—¡Eso ha estado fuera de lugar! —dijo con brusquedad el bardo—. El Coro hace honor a su posición. Y en cualquier caso, gordo ganso patirroto, a menos que Lord Vladawen nos trajera los mismísimos huesos de su dios, no veo cómo te atañe este asunto. Sin duda corresponde al ámbito de los que se ocupan de los enigmas espirituales.

Malhadra observaba con una sonrisa maligna aquellos arranques de ira. La silla de huesos acomodó a Danar una vez más, colocándola erguida sobre su respaldo.

—¡Ya basta de descortesía! —dijo—. Aunque os preocupe únicamente defender vuestra propia dignidad, aún deberíais mostrar decoro hacia el Consejo. ¿Qué van a pensar si no de todos nosotros Lady Lillatu y Lord Vladawen?

—Lo siento —musitó el rechoncho anatomista. Uthmar masculló algo parecido.

—A pesar de mis años —continuó con sequedad la vieja señora— y de la afirmación de Iprindor acerca de mi distinción en el campo de estudio en que yo misma he elegido ahondar mis conocimientos, no he perdido por completo mi ansia de grandes descubrimientos, ni tampoco la suficiente visión como para entender que Hollowfaust puede crecer más rica y segura mañana de lo que fue ayer. No obstante, se me ocurre la siguiente pregunta: ¿Podemos confiar en que los Seguidores de Nemorga sepan decirnos si los esfuerzos que dedicamos a Wexland desagradan al Rey Gris?

Tras un momento de duda, Yaeol respondió.

—Supongo que sí. —Aunque a Vladawen aquel tipo le desagradaba, en ese momento sintió por él una simpatía bastante irónica; en realidad, ¿que otra cosa podría haber dicho? ¿Qué clase de clérigo hubiera admitido la falta de comunicación con su propio dios?

—¿Y qué hay de los Lectores de Huesos Astillados? —preguntó Danar—. ¿Es que vuestras adivinaciones podrán advertimos cuando estemos a punto de invocar a fuerzas que escapen de nuestra capacidad de control?

La esbelta Numadaya se encogió de hombros.

—No es como examinar un tratado o un libro, especialmente en lo que respecta a dioses y Matatitanes. No obstante, creo que la respuesta sería sí. ¿Quizá deberíamos someterlo a votación?

—Si nadie más tiene nada que añadir —respondió Danar. A Vladawen no se le ocurría nada y a Iprindor tampoco. De hecho, tras soltar su discurso, el joven, discretamente, había vuelto a engrosar las filas de espectadores, dejando que fueran sus superiores los que discutieran el asunto entre ellos—. En ese caso, a menos que alguien tenga alguna objeción, seré yo la que pida el voto. ¿Malhadra?

—Sí —dijo el tatuado Recolector de Terror—. Alzar a un dios. Sin duda será algo digno de ver.

—¿Baryoi?

—Me abstengo —dijo el liche.

—¿Numadaya?

—Sí —dijo la hermosa adivina—. Estoy segura de que nos permitirá aprender nuevas cosas. Puede incluso que Belsamez no nos haya dejado otra alternativa que intentarlo. Puede que haya soñado con este instante.

—¿Asaru?

—No —dijo el Anatomista—. Con todo el respeto hacia nuestros invitados, considero que aproxima demasiado nuestros destinos a un poder extranjero, uno que ni siquiera es una nación completamente soberana, y nos obliga a acometer lo que creo es una tarea infructuosa e incluso peligrosa.

—¿Uthmar?

—Sí —contestó el bardo.

—¿Yaeol?

—No —dijo el clérigo—. No si eso significa proceder de modo incompatible con nuestra habitual cautela, y no si exige, perdonad mi franqueza, desdibujar la línea que separa lo ajustado a los magos de lo que afecta a los adivinos.

—Entonces sólo resto yo —dijo Dana—. Y mi voto es para el sí. Lord Vladawen, una vez establecida la leva, y tras firmar un tratado formal, Hollowfaust se comprometerá a realizar esas investigaciones en vuestro nombre, y con cierta celeridad.

Por un instante, el elfo tuvo que cerrar los ojos. De no ser así, hubiera roto a sollozar.

—Os lo agradezco. Podéis consideraros amigos de dos pueblos. De todas las razas divinas. De todo lo justo y verdadero.

Malhadra lanzó al elfo una mirada lasciva.

—Volved a soltar otra estupidez como esa —dijo el mago tatuado— y es muy posible que cambie de idea.

Vladawen aún se preguntaba cómo responder a eso cuando un soldado acudió apresurado al lugar. Como los guerreros que el enviado élfico había encontrado en la Primera Puerta, el recién llegado era uno de los Escudos Negros, uno de los vigilantes rasos de la ciudad, en contraposición con los estigios, miembros de la élite, que se ocupaban de proteger especialmente a los nigromantes. El hombre se puso firme y saludó.

—Hablad —dijo Baryoi.

—Hemos sufrido otro incidente —contestó el miembro de los Escudos Negros—. Otro ataque a cargo de muertos vivientes descontrolados. En esta ocasión, estuvo involucrada la maga de Wexland.

¿Ópalo? La euforia que había sentido Vladawen hacía un instante se convirtió en consternación.

—Iré a ver —dijo Baryoi levantándose de su asiento—. Iprindor, puede que debáis acompañarme, a no ser, claro, que el dios muerto ocupe ya cada uno de tus pensamientos.

—Estoy a vuestra disposición —dijo el joven. Él y el liche avanzaron para encontrarse con el miembro de los Escudos Negros, y Vladawen y Lillatu hicieron lo propio. Los restantes integrantes del séquito de los enviados de Wexland, arrancados de sus camastros para cargar con unas ofrendas que habían sido completamente ignoradas, se reunieron con aire vacilante alrededor de las mulas de carga.