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Andelais se deslizó hasta el exterior de la posada, consciente de la locura que estaba cometiendo. Aquella misma tarde, y casi con consecuencias fatales, había tenido la desgracia de atraer hacia sí la atención de los habitantes de la ciudadela. El encargado de la puerta le había dejado bien claro que Hollowfaust se preocupaba especialmente por hacer cumplir sus leyes. Y sin duda, una de las reglas más fundamentales debía de ser la de que los no ciudadanos acatasen el toque de queda.

Por otra parte, el semielfo ya se había topado esa misma tarde con espectros malignos. En su misma posición, cualquiera con dos dedos de frente hubiera esperado hasta la mañana siguiente para dar comienzo a las pesquisas. Pero ese no era el caso de Andelais; su instinto le decía que iba a poder desenvolverse mejor en medio de la oscuridad.

De ese modo empezó a vagar por las calles, siempre pegado a las sombras y atento a la aparición de posibles patrullas, ya fueran de muertos vivientes o de criaturas de cualquier otra clase. Toda la ciudad estaba en calma. Andelais sospechaba que, excepto en tiempos de desastres o cuando se celebraban ferias ambulantes, ésa debía ser la costumbre a aquellas horas de la noche. Aun así, se encontró con algunos habitantes yendo y viniendo, visitando a amigos o amados, entrando en posadas, burdeles o en el mismo coliseo de la ciudadela, todo cubierto de figuras de gárgolas, tallas de calaveras y toda clase de macabros ornamentos. A través de sus gruesos muros, cualquier transeúnte era capaz de distinguir el rumor del coro de un canto fúnebre que en ese momento era entonado en el interior de aquella macabra estructura.

Todo aquello significaba que, a pesar de ese continuo y denso sentimiento de muerte y fatalidad que transmitía la atmósfera de Hollowfaust, una especie de impronta que era capaz de inquietar a cualquiera con la sensibilidad suficiente para percibirla, la vida en la ciudadela no difería demasiado de la de cualquier otra ciudad de población eminentemente humana. Al menos así ocurría en aquel barrio. Si Andelais estaba en lo cierto, en esos momentos merodeaba por el Barrio Civil, la zona de la antigua metrópoli reivindicada por los ciudadanos comunes. En teoría, el Barrio de los Espectros era más extenso, peligroso y ruinoso, y mucho más propenso a la infestación por parte de espíritus hostiles y similares. No obstante, el mayor peligro de todos lo constituía, al menos desde la perspectiva de un visitante del exterior, el Bajofaust; los túneles excavados en las entrañas de la ciudadela y por el interior del volcán a manos de los gobernantes nigromantes, que vivían y trabajaban en ellos. A decir de todos, aquellas catacumbas comprendían una fortaleza brillantemente diseñada y muy bien protegida, y sus señores tenían modales muy bruscos con los intrusos.

Andelais era consciente de que su comportamiento estaba siendo bastante insensato, pero no lo era tanto como para que se atreviera a aventurarse fuera del Barrio Civil, al menos no aquella noche. No hasta estar convencido de que esa era la única forma de cumplir con su cometido.

Él semielfo se detuvo a admirar la ingeniosa construcción de una serie de granjas "urbanas". En ellas, los horticultores habían levantado los adoquines de una calle para plantar maíz, enlazado parras de uvas de vino a las paredes de un edificio de varias plantas o cultivado un jardín en lo alto de un tejado. Una reveladora pestilencia desvelaba que en algún punto en las proximidades debía haber también hacinadas piaras de cerdos. Por un instante, aquel lugar le inspiró un halagüeño sentimiento de déjá vu. Entonces pudo sentir como unos ojos le observaban.

Se dio la vuelta, listo para hacer frente a quien fuera, huir, o utilizar cualquier tipo de excusa que pudiera ocurrírsele, aunque sospechaba que esto último iba a servirle de poco. Los guardias esqueleto no lo entenderían, y los vivos habían dejado bastante claro que les importaba bien poco lo que él les pudiera decir. Además, Andelais tampoco tenía demasiadas esperanzas de abrirse camino haciéndose pasar por ciudadano. Incluso si su aspecto no era demasiado extraño para los cánones de Hollowfaust, carecía de uno de esos salvoconductos que hacían falta para saltarse el toque de queda: una tablilla en forma de pieza de cobre numerada, que debía llevar consigo siempre cualquier residente después del anochecer.

De cualquier modo, una vez se hubo girado, ya no tuvo ningún motivo para seguir cavilando esas débiles excusas, ya que no pudo ver a nadie espiándolo. La única presencia era la de las dos lunas que iluminaban el cielo; la de Belsamez, y la Gris, ambas brillando como atrapadas en la estela de vapor que brotaba de la cúspide de la montaña.

Puede que fueran los nervios que lo atenazaban, pero era consciente de que en una ciudad eminentemente encantada como Hollowfaust, era bastante irresponsable asumir que realmente no hubiera nadie. Podía sentir el pulso latiéndole en la nuca. Miró a su alrededor, confiando en su vista periférica, el rango en que su visión en la oscuridad era más efectiva.

Seguía siendo incapaz de distinguir presencia alguna. Claro que debía haber espectros capaces de hacerse completamente invisibles, sobre todo en medio de la noche. Puede que, justo en ese instante, alguna clase de presencia estuviera a punto de extender su mano sobre él.

Aquella idea fue lo suficientemente inquietante como para arriesgarse a conjurar algo de luz. Sin embargo, el nuevo brillo perlado no le reveló nada distinto. Entonces, de repente, pudo distinguir una silueta, oscura y alargada, que se extendía a lo largo de una pared cercana. Parecía la sombra de un gato, aunque era incapaz de distinguir dónde estaba el cuerpo felino correspondiente: la carne y la sangre que la proyectaban.

Aquella aparición era inquietante, aunque muchísimo menos alarmante que los espectros con los que se había encontrado aquella misma mañana entre la bruma, o los horrendos seres fantasmales que había imaginado sólo un momento antes. Movido por la curiosidad, Andelais avanzó un paso, y entonces la sombra salió corriendo, como un gato callejero asustado. En apenas un instante, aquellas tinieblas abandonaron el cobijo de la luz plateada para perderse en la penumbra.

Andelais imaginó que debía tratarse simplemente de alguna irregularidad, cierta clase de espíritu que hubiera quedado atrapado allí sin poder seguir su camino. Se suponía que la muerte aguardaba en un umbral pero, allí en Hollowfaust, debía aguardar en algo más parecido a una tela de araña. El semielfo ansiaba ser capaz de romper las hebras de esa red, pero sin duda esa capacidad estaba por encima de sus facultades. Eso incluso aunque el Consejo al mando de la ciudadela, que confiaba en esa misma clase de corrupción del orden natural para incrementar el poder de su magia, se lo hubiera permitido.

Pero no era así, esa noche su misión era bastante más modesta, y debía reanudarla sin más demora si no quería que la luz que había conjurado atrajera la atención sobre sí mismo. Pasando junto al maizal, ya alto y con las mazorcas listas para ser recolectadas, se apresuró a avanzar en dirección contraria a aquella por la que se había alejado el gato espectral.

Durante otra hora más Andelais estuvo caminando, y cada cierto tiempo alguna visión, sonido o aroma lo inundaban con un sentimiento de familiaridad. En varias ocasiones acabó teniendo a la vista la muralla que encerraba el Barrio de los Fantasmas, y fue al cabo en aquellas inmediaciones donde, repentinamente, su intuición le dijo que su búsqueda debía estar próxima a su fin.

La noche parecía oscurecerse cada vez más aunque, a sus ojos, aquella negrura era tan acogedora como la propia luz. Para aquellas criaturas con oídos para escuchar, las voces aullantes de los angustiados muertos gemían al otro lado del muro. Andelais sabía perfectamente por qué gemían o, en cualquier caso, qué podría calmarlos. Entonces avanzó hacia una de las más acogedoras viviendas que había a la vista, una mayor que el resto. No parecía tratarse de un comercio que pudiera estar abierto, e incluso poseía un patio que había sido destinado al cultivo de flores en lugar de a la más práctica siembra de frutas u hortalizas.

Un gran perro negro, con un collar de púas, caminaba preocupado por un lateral de la casa. Miró a Andelais enseñando los dientes, pero parecía estar bien educado, lo suficiente como para no ladrar o embestir hasta que el semielfo no llegara a invadir efectivamente la propiedad de su amo.

Antes un gato, y ahora un perro. Había algo cómico en todo esto, aunque no podía precisar exactamente qué. Puede que la excitación le estuviera poniendo algo nervioso. Habló al perro con voz suave, y el animal empezó a agitarse. Por fin gimoteó y, como el gato anteriormente, huyó a la carrera.

Sonriendo, Andelais descorrió el pestillo de la puerta de hierro forjado que cercaba el patio y avanzó por la vereda. Subió los escalones y comprobó si la puerta estaba abierta.

No era así, y aquello no le sorprendió demasiado. Murmuró un conjuro y golpeó con el extremo de su bastón el panel de la puerta. El marco soltó un chasquido, la bisagra superior se partió y el pestillo se abrió.

Andelais apartó el portón a un lado y entró en el vestíbulo, entre cuyas paredes aún retumbaba el estrépito que había provocado. O quizá fuera la callada súplica de los fantasmas, o el efecto de la sangre acelerada en sus oídos.

Pasó junto a la portería, pero no parecía haber ningún encargado, ni tampoco acudió ningún apresurado lacayo deseoso de comprobar el origen del estruendo. A Andelais le hubiera sorprendido que hubiera ocurrido así; aparte de miembros del Consejo, mercaderes realmente acaudalados y similares, pocos habitantes de Hollowfaust debían emplear sirvientes vivos en lo que era pura y simplemente una sencilla residencia privada.

El semielfo se preguntaba si el ocupante de la casa tendría el sueño profundo. ¿Se vería obligado a subir por la escalera para sacar a aquel tipo de la cama? No, ahí venía. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, calvo, y abrigado con un salto de cama. Apenas haría ruido al caminar con sus pies descalzos. Empuñaba, desenvainado, un alfanjón y se paró en seco en lo alto de los escalones al verle allí, como un intruso.

—Buenos noches —se apresuró a decir Andelais.

—¿Qué habéis venido a hacer aquí? —contestó el dueño de la casa. El semielfo sabía que debía recordar cómo se llamaba aquel hombre pero, por alguna razón, era incapaz de hacerlo. Otra consecuencia más de su nerviosismo, imaginó.

Sonrió.

—No creo que esa sea una bienvenida demasiado amable, ni demasiado hospitalaria.

—No era mi intención ser grosero —dijo el hombre sin dejar de empuñar la espada—. Pero no deberíais serlo tampoco vos conmigo. Si tenéis algo que decirme, venid aquí a una hora más decente.

—Pero eso parece muy complicado. Vos estáis aquí, yo estoy aquí, ¿por qué no charlamos ahora? —Andelais imaginó un símbolo y musitó una palabra determinada. El dueño de la casa, aparentemente sin percatarse, abandonó el rellano y se colocó sobre el último escalón.

—Os estoy pidiendo de buenas maneras que os vayáis —dijo blandiendo la espada—. Si no lo hacéis, me veré obligado a informar a Baryoi de este incidente.

—Yo no confiaría demasiado en Baryoi. No es tan sabio como piensan sus admiradores. Y lo que es más importante, no está demasiado bien informado de lo que ocurre por aquí. La gente debería dejar de tenerle tanto respeto.

El dueño de la casa bajó otro escalón.

—¿Por qué me cuentas todo esto? No me preocupan en absoluto las peleas internas que puedan existir entre los miembros del Consejo. Yo sirvo a todos con imparcialidad.

—¿Y entonces por qué habéis tardado tan poco en nombrar a Baryoi?

—Pues... —El sudor recorría la frente de aquel humano. Había empezado a sentir que realmente estaba en problemas, aunque quizá no se daba cuenta de hasta qué punto—. No tengo que darle explicaciones, nosotros los funcionarios tenemos nuestros superiores. Es así como funciona, ya debéis saberlo. Eso no significa que quiera tener problemas con usted.

—Entonces no entiendo por qué actuáis a modo de espía. Este problema os tiene con el agua al cuello, aunque no parece que os deis cuenta. Deberéis hacer buen uso de vuestra magistral sapiencia para que os permita marchar libre de culpa.

El dueño de la casa descendió un nuevo escalón, gritó y miró a su alrededor enloquecido, tratando de no desequilibrarse en su alocada bajada.

—¡Ya sé lo que ocurre! ¡Estáis jugando con mi mente! ¡Eso es ilegal!

Andelais se carcajeó.

—No dudo que os pueda parecer raro, pero eso ya no importa ahora. Si queréis salvar vuestro cuello, sólo os debe preocupar el modo en que vais a entregaros, y qué me vais a prometer a cambio.

El juez se esforzaba por combatir la coacción, pero no pudo evitar volver a bajar un nuevo escalón.

—No traicionaré a Baryoi por gente de tu calaña y la de tu maestro.

—No creo que eso sea sensato por vuestra parte; de igual manera, su destino está ya sellado. Además, creo que dejáis a una atemorizada esposa en el piso de arriba, envuelta en las sábanas. Es posible que no os preocupe vuestra propia vida pero, ¿qué hay de la suya?

—¡No la involucréis, ella no tiene nada que ver!

—Es tarde para eso, ya la habéis sacado a colación.

El juez bajó un escalón más y entonces, consciente de la futilidad de hacer frente a la coerción, dejó de resistirse y en lugar de ello se limitó a gritar y a cargar cabeza abajo por los escalones.

Los faldones de su túnica y su camisón se agitaban a la altura de sus pantorrillas, las zapatillas sueltas le golpeteaban los pies. Sólo podía esperarse que tropezara y se rompiera el cuello, pero no fue eso lo que ocurrió. Alcanzó el final de la escalera y balanceó su pesada espada curvada en un despiadado golpe hacia el pecho de Andelais.

Sorprendido, el semielfo apenas logró retroceder y balancear su bastón a tiempo para frenar el golpe. El impacto estuvo a punto de arrancarle la vara de las manos; su réplica fue débil y fácilmente reprimida. Entonces el humano avanzó, y él cedió terreno.

—Quizá —dijo el magistrado entre risas—. Lo que deberíamos discutir es qué estáis dispuesto vos a ofrecerme a cambio de vuestra vida.

Andelais estaba tan apurado que fue incapaz de ofrecer una nueva respuesta amable. En lugar de ello se centró en mantenerse en guardia y, al mismo tiempo, empezar a obrar un conjuro. El rechoncho personaje bramó, amagó hacia el interior y lanzó un tajo hacia el flanco, todo con bastante destreza a pesar del peso de su arma. Andelais, a punto de caer en el amago, tuvo aún tiempo de agitar una vez más su bastón para bloquear el golpe, pero confundió la cadencia de su encantamiento en el proceso. No pudo acabar de pronunciar las palabras de poder que restaban, y éstas se desvanecieron de su memoria.

Evidentemente, aquel humano había recibido alguna clase de entrenamiento como combatiente. Andelais deseó haberlo sabido antes. Podría haber preparado una táctica más elaborada para el enfrentamiento aunque, en realidad, en los asesinatos, el peligro forma siempre parte.

El semielfo decidió adoptar entonces una modalidad de lucha algo más agresiva, tratando de presionar al magistrado con más fuerza. Era arriesgado, sobre todo considerando que la especialidad de aquel humano era la espada pero, por otro lado, el tipo era bastante mayor, y la tripa que parecía inferirse bajo la tela de su camisón sugería que ya hacía tiempo que había dejado de entrenarse. Puede que cediera algo si lograba acorralarlo.

Y así fue. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a enrojecérsele el rollizo rostro. Entonces comenzó a resoplar. Eso no restó peligro a la afilada arma que empuñaba, pero sí sirvió para que, al replegarse Andelais con presteza, el humano no fuera capaz de seguirle el paso tan rápidamente como hubiera querido. Eso le dio al semielfo el tiempo que necesitaba para gesticular un conjuro hasta completarlo.

Andelais sintió como algo frío y terso le recorría el cuerpo, casi como el aceite, excepto porque aquello no afectó a la forma en que aferraba el bastón; más bien era como si tuviera las manos enfundadas en guantes. Avanzó un paso, amagó un ataque hacia la cabeza del magistrado, y entonces, cuando el juez levantó su alfanjón para esquivar el golpe, simplemente golpeó con la mano la sombra que el humano reflejaba en la pared. La magia se proyectó de forma instantánea desde su mano hasta la umbra, que en ese instante extendió unos retorcidos zarcillos salidos de la más profunda oscuridad.

El magistrado parecía no darse cuenta de aquello, ya que se limitó a lanzar otro mandoble hacia el pecho de Andelais. Estuvo a punto de tener éxito, pero el semielfo esquivó el golpe hacia un lado, y entonces clavó el extremo de su bastón en la sombra de su contrario, abriendo incluso un hueco en la pared a la altura a la que había lanzado su embestida.

El juez se tambaleó y cayó. Casi regocijándose, Andelais continuó machacando a golpes su sombra, convirtiendo en pulpa la carne y los huesos que estaban unidos a aquella imagen incorpórea.

En medio de todo aquel jaleo Andelais, más por fortuna que por precaución, escuchó un correteo en la parte trasera del edificio. Sin esperar más, asestó a la sombra un último golpe en la nuca, que acabó con la vida del magistrado. Entonces avanzó hacia el lugar del que pareció provenir el sonido.

Allí estaba la esposa del juez, con su cara rechoncha salpicada de crema blanca y su pelo negro como el azabache, teñido sin duda y recogido con rulos color bronce. Cuando Andelais la avistó, ella ya había acabado de bajar por completo la escalera de servicio. La mujer, al verlo, se quedó helada.

—Está bien —dijo Andelais—. No pretendo haceros daño. —Aquello era realmente absurdo, pero el semielfo había descubierto que en ocasiones era fácil convencer a la gente de tonterías, sobre todo cuando estaban lo suficientemente aterrorizados y se le ofrecía alguna esperanza de sobrevivir.

La mujer sollozó y echó a correr, y Andelais fue tras ella. Podría haber tratado de detenerla con otro conjuro de coacción de haberlo tenido listo, pero no era así, y en realidad tampoco iba a ser necesario.

Enloquecida, la mujer trató de descerrajar y abrir la puerta trasera; lo consiguió, pero de nuevo se quedó paralizada. El semielfo no alcanzaba a ver qué había detrás de ella, pero no le hacía falta, sabía perfectamente qué era lo que le había cerrado el paso: eran las criaturas que él mismo había conjurado para que vigilaran la parte trasera de la casa mientras entraba por el acceso principal. Aquellos seres no podían entrar en el edificio sin permiso de alguien; como muchas otras residencias de Hollowfaust, el inmueble estaba dotado de encantamientos que los mantenía alejados. Pero eso no les impedía cerrar el paso a cualquiera que tratase de abandonar el lugar.

—¿Ves? —dijo Andelais—. No podéis huir a ninguna parte. Por favor, daos la vuelta y tengamos una conversación razonable.

La mujer volvió la vista y, al igual que su marido, hizo algo que le sorprendió: echó a correr hacia la salida. El semielfo se limitó a quedarse de pie en el umbral de la puerta, observando como sus cadavéricos ayudantes desgarraban aquel cuerpo con sus garras y colmillos. Andelais se preguntaba qué habría podido ver aquella mujer en su rostro para decidir lanzarse a los brazos de sus secuaces. En aquel momento le hubiera encantado tener un espejo a mano.