17

Iprindor se sentía febril y patoso mientras ascendía por la falda de la montaña. Sin embargo, era de naturaleza robusta y confiaba en que realmente no llegara a ponerse enfermo. Suponía que debía de ser todo el ajetreo al que había estado sometido en los últimos días, que le estaba pasando cuentas. Había estado prescindiendo del sueño últimamente, y el día anterior había sufrido un trauma muy desagradable.

Sacó una pequeña botella de cristal tallado de uno de los muchos bolsillos de su túnica y sorbió el líquido de su interior. El sabor amargo le hizo torcer el gesto. Si continuaba con sus escapadas como había hecho en el último par de días, llegaría un momento en que no podría evitar empezar a temblar y sudar como un borrachín privado durante demasiado tiempo de su bebida. No obstante, aquel brebaje le había despejado la cabeza al menos momentáneamente, y eso era todo lo que necesitaba.

Justo cuando estaba disponiéndose a reanudar su marcha, una fracción rectangular del aire comenzó a brillar y la familiar figura de una calavera que conocía bastante bien atravesó el portal mágico. Atónito, Iprindor se sobresaltó y a punto estuvo de perder el equilibrio y caer por la cornisa.

—Cuidado —dijo Baryoi. La luz se estrechó entonces hasta convertirse en una fina línea, y se desvaneció al tiempo que la brecha en el espacio se selló tras su paso—. Deberías ir con un farol si te vas a dedicar a deambular por aquí arriba después del anochecer. En caso contrario es muy posible que resbales y te caigas.

—Empleaba un simple conjuro para mejorar mi visión en la oscuridad —dijo Iprindor—. Es menos engorroso que transportar un farol.

—Sin duda. —Con su holgada capa y su capucha removidas por el gélido viento de la noche, el mago muerto se aproximó caminando a Iprindor—. Fui hasta tus aposentos con la esperanza de mantener una charla contigo. De haber estado dormido, como más o menos esperaba que hubiera sido, no te habría molestado. Pero, como no lo estabas, lancé uno de mis conjuros para seguirte el rastro hasta aquí. Espero no interrumpir nada.

—Ni mucho menos. Maestro —dijo Iprindor—. No podía dormir, de modo que subí hasta aquí para pensar.

—Mientras contemplabas nuestra orden al completo —dijo el liche—. Es una vista impresionante, ¿verdad? —Baryoi bajó la vista hasta la ciudadela cobijada al pie de la montaña. A pesar de la distancia y de la penumbra, Iprindor era capaz de distinguir las murallas, las imprecisas formas de los grandes edificios y el curso del Río Silencioso, esa especie de gran cuchillo de magma solidificado que se adentraba en el Barrio de los Fantasmas. Se preguntaba cuánto más podría ver Baryoi. De hecho, supuso que él mismo debía pensar eso respecto de él.

—Percibo más luces que de costumbre —dijo el nigromante vivo—. La gente ha seguido vuestras instrucciones.

—Eso no disuadirá a los muertos vivientes enloquecidos por mucho más tiempo —dijo Baryoi—. Debemos esperar que nuestros compañeros de la corporación y soldados puedan retenerlos, ahora que estamos sobre aviso. Puedo sentir cómo están sucediendo nuevos incidentes, ¿tú no?

—Si sugerís que deberíamos bajar allí en persona —dijo Iprindor— para combatir la plaga, yo mismo me ocuparé. ¿Podréis transportarnos?

—Me malinterpretas —dijo Baryoi. El intermitente viento susurrante condujo hasta él el agrio y seco olor de su cuerpo marchito—. Sin importar cuan grave sea la crisis, nadie puede, bueno, al menos ningún mortal, trabajar sin descanso sin que eso le pase factura. Creo sencillamente que deberíamos hablar una vez hayas descansado, y esta montaña será un buen lugar para hacerlo. En privado. Incluso en pleno Bajofaust, protegidos bajo capas de encantamientos de silencio, corremos el riesgo de ser presa de algún curioso excepcionalmente sagaz.

Iprindor tragó saliva.

—¿Y sobre qué deseáis hablar exactamente?

—Impulsado por el descontento, supongo, volví a echar un segundo vistazo a la patrulla asesinada, pero sólo para descubrir que los cuerpos desmembrados ya no estaban en sus receptáculos. Ese gordito de Mabbick me dijo: tos los liberasteis. Y en cierto modo había sido cierto, pues cuando me presentó el documento, hallé en él vuestra firma.

—¿Es qué obré mal? Podría jurar que vos mismo me dijisteis que estábamos de acuerdo.

—Así es. Sencillamente me sorprendió un poco que, en medio de todas tus ocupaciones, te molestaras en ayudar a ese baboso a poner al día su papeleo. Además, continuando con ese inusitado celo, alguien se encargó de llevar esos restos a los escarabajos. Nadie admite haberlo hecho, ni tampoco haber visto quién lo hada. Hipotéticamente hablando, si yo hubiera querido acometer esa tarea de forma velada, hubiera ordenado a un guardia esqueleto hacerlo. Tal criatura no informaría a nadie más de las órdenes que le hubiera podido dar, y tampoco recordaría con el tiempo qué fue lo que le pedí hacer. Además, ¿quién presta atención a tales autómatas en sus tareas diarias?

Iprindor frunció el ceño.

—No entiendo a dónde queréis llegar.

—Simplemente comparto mis frustraciones con vos, aunque debo reconocer que las últimas horas han sido bastante reveladoras. Una vez que Mabbick alejó a los insectos de su cena de una patada, pude descubrir algo que se me había escapado anteriormente. Aquellos cuerpos hechos pedazos mostraban unas marcas más menudas y menos afiladas que las de las grandes hachas de un Alzado. Yo, ¿o quizá deberá decir nosotros?, las pasamos por alto la primera vez porque, según puedo especular, cumpliendo la intención de su artífice, el constructo había borrado casi por completo cualquier rastro de las mismas.

—¿Estáis sugiriendo que una o más personas del Bajofaust dieron muerte a la patrulla, y entonces hicieron uso de un gólem para encubrir los hechos? ¿Y que además, finalmente, para completar el engaño, envió al enloquecido Alzado a masacrar a todo aquel que encontrase en su camino?

—Así es, y los nigromantes y los estigios son los únicos que conocen cómo controlar a un Alzado, o al menos, eso se supone.

—¡Pero eso es una monstruosidad! Debe haber otra explicación.

—Cabe la posibilidad. En verdad la hipótesis suscita tantas dudas como preguntas responde. Eso me irrita sobremanera. Allá donde miró sólo encuentro enigmas. Como, por ejemplo, ¿qué es lo que impide a mi magia reunir información en los pases más críticos? Después de todo, se me considera bastante bueno en esa materia. ¿Quién puede conocer mis métodos tanto como para contrarrestarlos con eficacia y de forma completamente discreta? ¿Quién trabaja casi a cada momento a mi lado, supuestamente ayudándome en los conjuros, en una posición ideal para volverlos inservibles?

A Iprindor le dio un vuelco el corazón.

—¡Maestro, no es posible que sospechéis de mí!

Baryoi miró fijamente a su discípulo.

—Nunca lo hubiera querido. Siempre te he valorado como un discípulo leal. Pero ahora que te oigo hablar, no creas que tu interpretación es demasiado convincente. Además, la lógica, aunque no me ayuda a desvelarlo todo, parece ser bastante esclarecedora. ¿Por qué no me aclaras tú el resto? Tu ferviente defensa de la petición de Lord Vladawen, por ejemplo. ¿En qué medida encaja en tus planes un elfo abandonado?

—No tengo ningún plan.

—Formamos parte de una comunidad de magos. Todos tenemos tramas de una u otra naturaleza. ¿Te ha ofrecido Givil-Autel algún soborno?

Iprindor cayó en la cuenta de que negarlo no conducía a nada. Por qué no, entonces, contárselo todo o, al menos, empezar a hacerlo. Puede que una apariencia entregada hiciera al liche bajar la guardia. Tomó aliento, y entonces empezó a decir:

—No, los exiliados ni siquiera lo han intentado, ni tampoco yo me he acercado a ellos. No obstante, puedo entender los impulsos que mueven sus actos.

—Actos como el de haberme asesinado —dijo Baryoi con brusquedad—, para luego volver a alzarme bajo esta forma, entre otros delitos.

—Bueno... sí. Se supone que somos una corporación de eruditos, pero vosotros os esforzáis por impedirles seguir los caminos por los que los conduce la curiosidad.

—Hollowfaust no es especialmente remilgada en lo que concierne a la búsqueda del conocimiento. Ghelspad está llena de gente que considera que el atrevimiento y lo diabólico son nuestro pan de cada día, y aun así, somos conscientes de que algunos caminos sólo llevan al exterminio. Aparte de eso, no coincido con tu apreciación. Confiaba en ti, discípulo mío. ¿Qué clase de estudio he podido negarte alguna vez? ¿Qué tratado me has visto arrebatarte de las manos?

—Ninguno, pero sólo porque sabía cuándo no preguntar.

—Ya veo. ¿Y me puedes decir en qué medida puede ayudar al desarrollo de tu entendimiento la masacre de una patrulla de vigilancia?

—Confieso —dijo Iprindor— que no planeo ceñirme únicamente a esa clase de conocimiento. Se trata más bien de la autoridad, o de la autonomía para estudiar aquello que desee sin tener que andar a hurtadillas. Dos ambiciones que se sustentan la una en la otra. En otras palabras, aspiro a poder ocupar mi lugar algún día en el Consejo Soberano, u ostentar alguna otra posición semejante.

—Ahora comprendo —dijo Baryoi—, y has perdido la esperanza de que alguno de los miembros de la actual corte tenga la decencia de morir.

—Para ser franco, la verdad es que sí. Vos mismo sois un muerto viviente, y como corresponde a esa naturaleza perviviréis para siempre, y no quiero decir con eso que pueda desearos algún mal. Malhadra fue uno de los Siete Peregrinos, y Numadaya tiene una edad algo avanzada, pero ambos parecen ser tan jóvenes como yo mismo. Los demás, a su lado, tienen aspecto anciano, con Danar decididamente decrépita, pero eso no quiere decir que no sepan cómo extender sus vidas todo el tiempo que crean necesario.

Mientras Iprindor pronunciaba sus palabras, deslizaba su mano izquierda por uno de sus bolsillos para agarrar el cristal que ocultaba en su interior, pero entonces le asaltó la duda. En parte era porque tenía miedo, y por otro lado porque su superior siempre le había tratado de forma amable.

—Tienes razón —dijo Baryoi algo entristecido—, tu forma de pensar es exacta a la de los renegados. Si puedo, me las arreglaré para asegurarme de que compartas también su mismo destino, el destierro en lugar de la perdición absoluta, pero eso sólo si...

Iprindor agarró a toda prisa el cristal, lo extendió, lo observó y evocó su magia. Un tintineante brillo blanquecino emanó desde el interior de aquel objeto, y entonces lo hizo surcar el rostro y el torso de Baryoi como una espada, antes que la magia acabara de consumirse. Con sus prendas en llamas, el liche se tambaleó y cayó de espaldas.

El traidor estaba seguro de no haberse deshecho de su mentor con tanta facilidad. Apenas podía rezar porque su ataque por sorpresa le hubiera concedido una ventaja sustancial. Blandiendo dos vítreos orbes que se asemejaban a una pareja de piedras de mármol común, dio inicio a un conjuro.

Baryoi se puso en pie. Sin molestarse en apagar las llamas de su capa y su túnica, ni tampoco en deshacerse de ambas, comenzó a entonar un conjuro al tiempo que hacía girar sus manos describiendo pases místicos.

Sin embargo, Iprindor se le adelantó. Un gélido hormigueo floreció desde el interior de la órbita de sus ojos. El aprendiz fijó la vista atentamente, ansioso por que Baryoi le cruzase la mirada. Cuando éste se la ofreció a regañadientes, el pupilo pudo sentir el poder emanando desde su interior, una magia ideada específicamente para dañar y perjudicar a los muertos vivientes.

Aquel efecto lanzó a Baryoi por los aires. ¿Habría conseguido al mismo tiempo interrumpir su conjuro? Iprindor así lo pensó. Con la idea de no cesar de presionarlo, enseguida dio inicio a otro encantamiento de reserva mientras avanzaba hacia él. Vuelve a mirarme, pensó, pues el encantamiento aún bullía sin dolor en el interior de sus ojos. Si tenía la oportunidad, podría volver a arremeter contra el liche.

Pero en esta ocasión Baryoi no estaba tan dispuesto a seguirle el juego. Con piezas de tejido en llamas cayendo de su descarnada figura, y evitando la mirada de su díscolo discípulo, recuperó el equilibrio y gruñó unas palabras de poder.

Cuando aún no había tenido tiempo de atacar a Iprindor y aún estaba finalizando la invocación de la rima, Iprindor hizo un gesto con la mano surcando el aire e hizo brotar de la nada una reluciente lanza. El arma se abalanzó sobre su objetivo.

A pesar de sus esfuerzos por no dirigir la vista a la cara de su enemigo, Baryoi tuvo tiempo de divisar el destello de la lanza, pues ladeó su descarnada figura hacia un lado a tiempo. Aun así no pudo evitar que la lanza le rozara, pero nada más, y eso no interrumpió su recitar.

Ahora era el turno de Baryoi. Aparentemente desdeñando cualquier posibilidad de que su contrincante le pudiera hacer más daño con ese conjuro, no se molestó ya en volverle la cara. Iprindor pretendió lanzarle otra mirada dañina, pero fue incapaz. El aspecto del liche era tan terrorífico en aquel instante que no pudo evitar encogerse.

Baryoi extendió la mano hacia él, bien para agarrarlo con una presa enfurecida, paralizarlo, o atacarlo con alguna otra magia transmitida por su toque. El gran maestro no hubiera tenido problemas para hacerlo de no ser porque, justo en ese instante, algo susurró a la espalda de Iprindor. De algún modo, éste supo al momento de quién se trataba, e imaginó su figura desplegando sus negras alas.

Baryoi se quedó helado ante la visión de un poder que hacía palidecer al suyo propio.

—Golpea ahora —musitó una musical voz femenina que Iprindor sospechaba que sólo él podía oír.

El joven nigromante conjuró entonces unos dardos de fuerza. Baryoi dio un traspié.

—Ahora utiliza el encantamiento que te enseñé —continuó diciendo la voz.

Iprindor escupió las sílabas del trabalenguas que, ignorante del lenguaje del que claramente formaban parte, había aprendido de memoria. Baryoi profirió un grito propio de un hombre, de alguien susceptible de sentir terror y dolor, y se desmayó. A Iprindor todo aquello le pareció bastante horrible, pero aun así lo inundó con un sentimiento de triunfo. Consciente del origen de su victoria, se apresuró para volverse y arrodillarse frente a la diosa Belsamez.

—No hay de qué —dijo la Reina de las Pesadillas, y la espantosa forma en se había presentado, parte buitre y parte bruja de ojos carmesí, se fundió en el aspecto de una muchacha recién muerta, envuelta en una imperecedera mortaja de seda para su funeral. Con los labios humedecidos en vino, era esbelta y hermosa, excepto que su expresión era semejante a la de la clase de cadáveres sobre los que los aprendices adolescentes solían hacer bromas lujuriosas mientras realizaban sus prácticas sobre ellos, en el Bajofaust. Cuando por casualidad se había quedado solo, Iprindor en alguna ocasión había llegado bastante más lejos que eso. Ahora se preguntaba si la diosa era consciente de aquello, y si era por eso por lo que había elegido aparecerse en aquel aspecto.

Se percató de que el espasmo de frío con el que le había atacado Baryoi aún le dolía y le hacía temblar.

—Sin duda no me habría impuesto sin vuestra ayuda —dijo—. En verdad esperaba que no lo averiguara.

—Entonces no haber estampado tu firma en aquel documento —contestó Belsamez—. Supongo que imaginabas estar ocultando algunas irregularidades, pero en realidad estabas atrayendo sus sospechas hacia ti. Bueno, todo ha ido bien, no hay que preocuparse.

Iprindor se giró para contemplar la figura aún humeante de Baryoi.

—Eso hasta que despierte o alguien lo encuentre.

—Si lo ocultas bien, nadie lo hará, y cuando tengas tiempo, podrás tratar de buscar el talismán en el que guarda su fuerza vital y enviarlo así a su descanso eterno.

—Está bien, entretanto deberé confiarlo todo a un pequeño ardid.

—Para el que te has preparado convenientemente, y como patrona de los impostores te aseguro que funcionará, aunque sólo sea porque permite ver a la gente lo que desea. —Belsamez sonrió—. ¡Así que alégrate! Me pediste que fomentara tus ambiciones, y quién te lo iba a decir, te lo he puesto en bandeja. Qué gran suerte la tuya, y qué ofensa sería para mí si a pesar de todo eso pierdes el valor.

¿Había él rezado a la Señora de la Locura tiempo atrás, o había acudido ella a él por su propia voluntad? Era extraño, pues no podía recordarlo. Suponía que tampoco importaba demasiado.

Tomó aliento, y expulsó lo peor del frío residual fuera de su cuerpo.

—Perdonadme, señora mía. En absoluto me flaquean las fuerzas. Confío en vos, y os agradezco todo lo que habéis hecho por mí, como ponerme en contacto con Ampolla y todo lo demás.

—Entonces te sugiero que finalices la misión que Baryoi interrumpió. —A su alrededor se agitaba la oscuridad, lo que hacía pensar a Iprindor que estaba desplegando sus alas de bruja. En lugar de ello, Belsamez sencillamente se desvaneció.

Iprindor tomó aliento una segunda vez para tratar de calmarse, y entonces continuó ascendiendo hacia la cima de la montaña, donde cuatro obeliscos negros con tallas de runas yacían dispuestos en los puntos cardinales en torno a la falda del cráter humeante.

Quizá en otro momento alguien podría haber estado allí, disfrutando de la vista, pero no en aquella noche, no cuando los miembros de la corporación querían a todos sus hombres desplegados adecuadamente por la ciudadela. En realidad, todo estaba dispuesto para discurrir de modo favorable. Aquellas columnas poseían encantamientos innatos capaces de frenar el paso a Ampolla a cualquier otro de su clase. No obstante, no obstaculizarían el paso a un maestro mago del propio Hollowfaust.