39
Para alivio de Vladawen, el mundo astral se desvaneció. Su limitada experiencia le había enseñado que los viajes astrales a menudo eran así. Aunque el alma debía buscar poco a poco su camino para abandonar el cuerpo, el cordón de plata podía traerla de vuelta con una velocidad extraordinaria. Sin embargo, no había estado seguro de que la magia de Hollowfaust fuera a funcionar del mismo modo que el conjuro élfico con el que estaba familiarizado.
Su consciencia se deslizó hasta su cuerpo con una sacudida, como si despertara después de haber estado soñando caer. Durante un instante, sintió que sus extremidades le pesaban tanto como si fueran de plomo, pero la sensación no tardó en desvanecerse. Escuchó el grito de un hombre, y se dio cuenta de que veía el mundo borroso, así que parpadeó para enfocar la vista.
El dragón durmiente había dejado de reposar. Su cuerno cristalino refulgía sobre su hocico, agarraba a Penlin con una de sus patas delanteras cubiertas de garras, y agitaba la cabeza para tratar de morder a Chave. Kolvas sacudía las manos describiendo unos pases místicos.
—¡Detente! —Vladawen avanzó hacia el eslareciano con el estoque de plata en alto.
La sierpe lo observó y entonces se preparó para saltar, en una acción que probablemente haría trizas y pulpa al joven que aferraba con sus garras.
—¡Tranquilízate! —dijo el clérigo. Empuñaba la espada en alto, como para llamar la atención del dragón entre el resto de sus compañeros—. Mis amigos y yo no queremos hacerte daño. Te hemos salvado. ¿No lo recuerdas?
La criatura eslareciana dudó.
—La serpiente. —Su voz era un estruendo sibilante.
—Exacto. Ese ser, y sus acólitos, eran la personificación de la maldición que el mago blanco había obrado para atraparte. Te mantenían en trance mientras drenaban lentamente tu vida.
—Sí. —El dragón desplegó cuidadosamente sus alas, como si las tuviera entumecidas y doloridas por la inactividad—. ¿Por qué me habéis rescatado si no me pertenecéis? ¿Por qué traicionáis a vuestro propio pueblo? ¿Creéis que os recompensaré?
Lilly salió al frente.
—No hemos traicionado a nadie.
La sierpe resopló.
—Mentirosa. Como eslareciano que soy puedo ver la falsedad habitando en vuestros corazones.
La asesina frunció el ceño.
—Bueno, no traicionamos al mago blanco ni a sus aliados. En realidad nunca hemos llegado a conocerlos. Imagino que el mago esperó que el encantamiento de Erias te atara el suficiente tiempo para que sus guerreros te cortaran en pedazos, pero te las arreglaste para esconderte de ellos antes de caer completamente dormida, y entonces... bueno, todos los que habitaban este lugar, y también todos los que lo atacaron, partieron hace ya mucho tiempo.
El dragón de piel bruñida, que colgaba en forma de dobleces de su escuálida figura, dudó. Vladawen sospechaba que debía estar usando sus orejas, su hocico y otros sentidos más extraordinarios para comprobar que las catacumbas efectivamente estaban deshabitadas. Finalmente preguntó:
—¿Hace cuánto?
—Doscientos años —dijo Vladawen.
—¡Mentiroso! —La enorme criatura flexionó sus patas, y el estigio al que aprisionaba aulló.
Vladawen agitó su estoque.
—No saltes, o lamentarás haberlo hecho. Si de verás puedes leer mis pensamientos, verás que estoy diciendo la verdad. Han pasado ya dos siglos. Es por eso que estás tan débil.
—Tengo fuerza suficiente para masacraros a todos —bufó el dragón, que entonces se mantuvo callado por un instante—. Pero lo cierto es que tengo hambre, y sed.
—Tenemos raciones y agua que podemos compartir contigo.
—¡Necesito carne caliente y sangre para reponerme!
—Suponiendo que podamos llegar a un acuerdo, mis camaradas y yo podemos conseguirte un caballo.
—¿Carne esclava? ¡Nah! Ya tengo mi presa. —El dragón bajó su cabeza, y Penlin chilló.
Vladawen arremetió contra el dragón y colocó su estoque ante de los ojos de la sierpe.
—Déjalo ir.
La criatura eslareciana lo miró fijamente.
—Quieres algo de mí, elfo. De no ser así, ¿por qué socorrer a alguien que es el azote de todas las llamadas razas divinas? ¿Te arriesgarías a enfurecerme por el bien de un único y efímero humano?
—No temo tu ira —mintió Vladawen—. Lo haría si llegas a recobrar tu fuerza, pero en las condiciones tan deplorables en que ahora te encuentras, no podrás resistir ante tanta oposición. El siguiente es el único trato que tengo intención de proponerte: haz lo que te pido, vive y marcha libre, o desafíame y cae en el sueño del que nunca nadie despierta.
El dragón mantuvo la vista fija, y el elfo trató de conservar la dureza de su mirada tanto como pudo, resistiéndose a una fuerza hipnótica que trataba de cercenar su voluntad. Finalmente, el reptil alzó su pata y Penlin se arrastró dolorosamente desde debajo.
—¿Qué quieres? —preguntó el eslareciano.
Vladawen hizo un gesto y Ópalo trajo a la musa. Sólo ahora, observando el rostro en tensión de la maga, se dio cuenta de lo pesada que era la estatua, al menos para la fuerza de una persona común. El elfo extendió su mano y la liberó de la carga.
—Según creemos —dijo—, este oráculo no está terminado. Despiértalo y ordénale que me sirva.
El dragón mostró sus colmillos.
—Ése es un tesoro que sólo merecen los más grandes reyes. Una joya que no tiene precio.
—El precio es tu vida —dijo Lillatu—. Y hablando de joyas, si no cooperas acabaremos contigo y te cortaremos ese carámbano que llevas en el hocico. Será nuestra recompensa alternativa. Sea como sea, pondremos fin a todo esto con algo a cambio de nuestras molestias.
—Tengo mucha hambre —dijo hoscamente el dragón—. No estoy seguro de poseer el poder suficiente para dotar a la musa de vida.
—Que alguien consiga a nuestra amiga un pedazo de carne de caballo —dijo Lillatu. Un estigio se deslizó entonces a toda prisa fuera de la cámara, feliz por poner distancia entre el colosal reptil y él mismo.
Kolvas se aproximó a Vladawen.
—Sé que se supone que debíamos mantener controlado al dragón —dijo en voz baja, pero sin perder su tono carraspeante—. Pero se despertó en apenas un instante, lanzando a Mors de un golpetazo al otro lado de la cámara.
—No te preocupes ahora por eso —dijo el elfo—. La hemos convencido para que colabore, y eso es todo lo que importa.
—Es posible que eso sea todo lo que te importe hoy —interrumpió el dragón—. Pero pronto volveré a ser un príncipe entre mi gente, y entonces me acordaré de los insectos que se atrevieron a amenazarme.
—Después de haberte rescatado —se apresuró a decir Lillatu—. Aunque supongo que esa parte no importa demasiado.
—¿Crees que estoy en deuda contigo, humana? Un maestro nunca puede deber nada a un vasallo.
—Creo —dijo Vladawen— que cuando salgas al exterior te darás cuenta de que esa arrogancia te va a servir de poco. Tu pueblo perdió la guerra y despareció de la faz de Scarn, tanto las sierpes como los eslarecianos comunes. No sé si todos perecieron en la batalla o si alguna extraña maldición los arrasó, pero de cualquier forma, han desaparecido todos. Lo mismo que los titanes, que también fueron derrotados. Hoy día los dioses ejercen su dominio.
La sierpe mantuvo la vista fija durante unos momentos, y entonces se carcajeó.
—¿Y se supone que todas esas noticias deben intimidarme? ¿Por qué piensas que nunca un dragón eslareciano conquistó el mundo? Sólo porque rivalizábamos entre nosotros por la supremacía, y también porque dioses y titanes conspiraron contra los de nuestra clase. Date cuenta de que lo que estás diciéndome es que muchos de mis más importantes enemigos no volverán a molestarme jamás.
Billuer frunció el ceño. Vladawen dedujo que, tras haber compartido sus pensamientos y aprendido el alcance de sus poderes, el clérigo humano podría imaginarse perfectamente a aquel behemoth reinando como un tirano. De hecho, él mismo era capaz de imaginarlo, aunque sabía que no hubiera dudado en despertar a una veintena de dragones eslarecianos si eso servía para resucitar a su dios.
El estigio que había salido de la cámara regresó con una tajada de carne ensangrentada, que acercó cuidadosamente hasta el dragón. Las rodillas se le doblaron cuando se dispuso a colocarla en el suelo, pero el reptil se la arrancó de las manos. Los colmillos le rechinaron al engullir el bocado.
—Más —dijo.
—Luego —contestó Vladawen.
El eslareciano bufó.
—Está bien. Si quieres que esa musa sea tu talismán, álzala con tus manos.
El elfo siguió las instrucciones del dragón.
El dragón resopló sibilantes palabras de poder que el propio Vladawen, con toda su erudición, nunca antes había escuchado. Aquellas frases debilitaron la verdosa luz de los candiles, hicieron que las tinieblas se retorcieran y estremecieran, y congelaron el aire. Todo eso al tiempo que removían informes terrores y crueles fantasías en lo más hondo de la mente del clérigo. Esas palabras eran expresión de la magia más maligna; el elfo entendía que aunque aquel artefacto pudiera parecer una herramienta poderosa pero inofensiva, en realidad había ordenado a la sierpe crear un instrumento del mal. Se dijo a sí mismo que tampoco debía preocuparse por eso.
Entonces sintió como la fuerza se apoderaba de su brazo, se escapaba de su carne y atravesaba la fría y tallada piedra. Las rodillas le temblaron y dejó caer a la musa, que se estampó contra el suelo. El dragón embistió, con las fauces abiertas de par en par listas para engullirlo.
Lillatu se interpuso entre ambos y ondeó su espada, acuchillando al reptil en la mullida encía que sostenía los colmillos de su mandíbula inferior. La criatura retrocedió, y al mismo tiempo su cuerno empezó a brillar creando un efecto místico.
Vladawen trató de recuperar fuerzas y colocarse junto a Lillatu, pero sus extremidades débiles y entumecidas se mostraron incapaces de acometer esa tarea. El dragón lo embistió y a punto estuvo de pisotearlo. La asesina se hizo a un lado y le lanzó un tajo en el lateral de la cabeza, pero según Vladawen pudo percibir desde su posición nada ventajosa, no logró acertar. Los estigios atacaban a la sierpe con idénticos resultados. Kolvas y Ópalo dibujaban símbolos en el aire, esta última recitando también palabras de poder, pero ningún tipo de fuerza arcana crepitó o chisporroteó en respuesta. Bien podían ser niños jugando a ser magos. Evidentemente el eslareciano había anulado la práctica de cualquier magia en la zona próxima a él.
El dragón giró, y el barrer de su cola y el batir de sus alas dejaron a Lillatu y los guardias tambaleándose. Un resplandeciente rayo de luz destelló desde la frente de la criatura y golpeó a Lillatu; presumiblemente debía tratarse de alguna clase de manifestación de los enigmáticos poderes mentales de su raza. Lillatu se derrumbó, con su ropaje de paño frío humeante. El eslareciano cargó entonces contra ella. Vladawen, que aún yacía tumbado bajo el cuerpo del reptil, reunió la fuerza suficiente para clavarle su estoque en el vientre.
El eslareciano bramó y frenó la embestida con la que pretendía estampar a Lillatu contra el suelo. Vladawen giró sobre sí mismo para evitar que las garras de las patas del dragón lo destrozaran al pisarlo. Cuando quedó libre se puso en pie, tambaleándose por un instante cuando el vértigo le hizo sentir cómo el suelo se movía bajo sus pies.
¡Estaba demasiado débil! Trató de decirse a sí mismo que no importaba. A fin de cuentas, todo combate debía basarse en la destreza, no en la fuerza bruta.
Quizá el mago blanco también hubiera pensado algo similar.
Con un hilo de sangre oscura goteando del corte que tenía en la boca, y otro semejante de la herida en su vientre, el eslareciano giró para encarar a Vladawen. El elfo se lanzó para atacarlo, pero entonces descubrió lo que la criatura tramaba. Retrocedió a tiempo para evitar una cuchillada de sus afiladas garras, cada una tan larga como una espada.
El dragón continuó inmediatamente su ataque con una descarga de su centelleante aliento. El estoque divino tembló en las manos de Vladawen. El elfo era consciente de que, a diferencia de la hoja que empuñaba Lillatu, su arma aún conservaba sus encantamientos a pesar de los esfuerzos de la sierpe. Bueno, al menos era algo.
No obstante, no iba a ser suficiente si antes no era capaz de abrirse paso entre las fauces y las garras de la criatura para poder arremeter contra su cuerpo. Eso sin contar con que, además, debía acertarle en uno de sus puntos débiles. La cabeza del dragón era demasiado huesuda como para que tratara de lanzarle una estocada en la cara con posibilidades de ensartarla. Así que Vladawen decidió hacerse a un lado, buscando un hueco por el que colarse. Entretanto, sus camaradas lanzaban tajos y estocadas al reptil. Incluso los desarmados magos habían dejado de intentar obrar conjuros para lanzarle puñaladas. Quizá alguno lograría atravesar las escamas del eslareciano, pero de hacerlo, el daño que podrían causarle sería probablemente intrascendente.
El dragón estiró una de sus alas y lanzó a Chave contra el suelo.
Las garras de la criatura relucían al desgarrar armadura, protecciones y carne. Los rasgos normalmente rubicundos del Billuer se tornaron de repente tan pálidos como la ceniza. El de Hollowfaust dejó caer su espada y cayó de rodillas, agarrándose el pecho. De entre sus dedos empezó a brotar sangre.
Un destello pálido resplandeció en medio de los ojos del eslareciano. Mientras esquivaba el ataque, Vladawen sintió el increíble calor de aquella embestida. El elfo se dio cuenta de que no había vuelto a ver a Lillatu después de que un ataque semejante al que él acababa de sortear la acertara de pleno. Ni siquiera sabía si estaba viva o muerta.
Tampoco podía apartar su atención de su adversario para tratar de comprobarlo. En ese momento vio una oportunidad y arremetió contra él.
Una pata delantera gigantesca se alzó para atizarlo. Él corrió aún con más velocidad, y logró ponerse a salvo cuando las garras chocaron contra el suelo. Entonces lanzó su estoque hacía el lugar que, en el cuerpo de un elfo, hubiera sido la axila, intentando ejecutar uno de los ataques teóricamente fatales que le había mostrado Lillatu.
El dragón se quedó inmóvil, y Vladawen se atrevió a esperar haber acertado de pleno con aquel golpe. Entonces su descomunal enemigo se giró, y el cuerpo lo pulverizó como un enorme martillo. Se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas. Trató de levantarse, pero fue incapaz. Aturdido se dio cuenta de que casi se había quedado sin sentido, o que quizá era posible que hubiera consumido la poca fortaleza que la treta inicial de la sierpe le había dejado.
Supuso que eso significaba que iba a morir, pero le alivió ver que el eslareciano no se lanzó directamente tras él. Aquella criatura también había sido herida de gravedad, y debía recuperarse. Aun así, dando bandazos, avanzaba hacia donde él yacía. No tardaría mucho en lanzar su ataque.
De pronto Lillatu apareció y se agachó a su lado. Vio la espada en su mano enrojecida y cubierta de ampollas, y de repente tuvo una idea. Trató de contársela, pero no tenía fuerzas suficientes ni para susurrar. Entonces empezó a hacerle una serie de señales que casi eran espasmos, luchando por comunicarle su pensamiento entre jadeos.
Finalmente funcionó. Lillatu se colocó frente a él, ocultándolo por un instante de la vista del eslareciano. Lo levantó hasta ponerlo en pie y luego corrió a apartarse, como dos guerreros que buscaran separarse esperando evitar que un gigante o un lanzador de conjuros pudiera alcanzarlos a los dos al mismo tiempo.
Vladawen luchó por levantar su arma y colocarse en una posición de ataque. Era importante que aún pareciera suponer una amenaza para su adversario. Y evidentemente así fue, ya que el dragón ignoró al resto de sus enemigos para cargar contra aquel que le había causado mayor daño. Enfurecido y apresurado, no se percató de que el elfo había dejado de apuntarle con su estoque de plata. En el instante en que Lillatu se había interpuesto entre la criatura y Vladawen, ambos habían intercambiado sus hojas.
La asesina, que a pesar de todas sus quemaduras aún tenía energía suficiente para combatir, se abalanzó sobre el eslareciano mientras éste corría hacia Vladawen. Su estocada sólo encontró aire; justo en ese instante la sierpe había acelerado su paso. Ya se había movido antes con mucha velocidad, pero no había sido nada comparado con la aceleración que mantenía ahora. Claramente estaba haciendo uso de sus poderes psíquicos para incrementar su velocidad natural. Quería asegurarse por todos los medios de que Vladawen no esquivara su ataque, y al hacerlo, había impedido sin duda que Lillatu pudiera acertarlo.
Aun sabiendo que no iba a servirle de nada, el elfo trató de zafarse de la embestida. El dragón se abalanzó sobre él y lo aplastó en pleno vuelo. El elfo se estampó contra el suelo.
El eslareciano volvió a lanzarse tras él, pero entonces se tambaleó. Sus alas se agitaron como las velas de un gran galeón arrapado en una tormenta. Chillaba como una veintena de muchachas angustiadas al unísono, y entonces se derrumbó de costada, aplastando una de sus alas bajo su propio peso. El suelo tembló con el impacto y Vladawen se percató de que, como experta asesina que era, Lillatu había dado en el blanco.
—Hemos matado a un dragón —dijo Penlin. Parecía como si él tampoco acabara de creerlo.