13
La rata correteó de vuelta al agujero que había en el zócalo, y Andelais se puso en cuclillas para hablar con la criatura, como presumiblemente debía hacer en la naturaleza con osos, ciervos y demás animales. Lilly no era ninguna experta pero, mientras observaba la escena, le parecía que el roedor tenía un aspecto particularmente esquelético. Puede que Hollowfaust no fuera el mejor lugar para que prosperase una criatura así, con todo tipo de cadáveres acabando en la montaña humeante de los nigromantes, por lo general sin reaparecer hasta que los magos los dejaban sin carne y los reanimaban.
La rata se abrió paso hasta la salida, y Andelais se enderezó.
—Baryoi tiene apostado uno de sus hombres vigilando la salida de la posada, y otro en la parte trasera.
—Entonces —dijo Lilly— elegiremos la última opción. La plaza de los buhos, con su fuente despidiendo agua a borbotones, era un lugar demasiado expuesto. Incluso aunque ella y sus camaradas consiguieran salir de la posada sin ser detectados al instante, tendrían demasiado difícil ocultarse a partir de ese momento.
—Estoy de acuerdo —se pronunció Vladawen.
Aún dedicaron otro instante más a consultar y finalmente abandonaron los aposentos del elfo y bajaron silenciosamente las escaleras. Incluso Ópalo consiguió moverse con algo parecido al sigilo. Lilly iba detrás de Andelais, a la distancia justa para asestarle una estocada. El semielfo la había dejado colocarse ahí porque era consciente de lo que le pasaba por la cabeza.
Alcanzaron la oscura cocina, y allí trataron de calmarse. En la sala, el cocinero, las muchachas del servicio y los pinches dormían profundamente. Andelais susurró un conjuro y al finalizarlo envolvió con sus dedos el extremo de su bastón. Al soltarlo, una terrible oscuridad emanó de la madera. No era la oscuridad impenetrable que Lilly había visto conjurar a los hechiceros instantes antes. Era menos densa, sólo una sutil penumbra aumentada que, en teoría, podría cobijar a cuatro almas que se arrastraran sigilosamente y protegerlas del escrutinio de un espía sin que éste se percatara de estar observando sencillamente un efecto mágico.
Vladawen aflojó la puerta hasta abrirla, y el grupo se deslizó a través de la rendija. Ópalo la miró fijamente y la cerró; Lilly pudo escuchar como el pestillo volvía a colocarse en su sitio, al otro lado. La maga había prometido sellarla y borrar cualquier rastro de la furtiva salida. Había cumplido con su palabra.
El cuarteto se deslizó entonces hasta la entrada de un callejón. Nadie dio la voz de alarma. O el vigilante no los había visto, o había dado instrucciones de que los siguieran o se informase a Baryoi, en lugar de optar por levantar un revuelo. Me encargaré de vigilar que nadie nos siga, pensó Lilly agriamente. Según sus cálculos, eso le daba cuatro cosas de las que preocuparse, siendo las otras tres las patrullas, los espectros y cualquier pista que pudiera indicar que Andelais estaba a punto de volverse contra sus nuevos camaradas.
En dos ocasiones, el grupo oyó cómo se aproximaban Escudos Negros o especímenes de los vigilantes esqueléticos de Hollowfaust. En la segunda, apenas si tuvieron tiempo de ocultarse y dejar pasar a los centinelas muertos vivientes. Lilly era consciente de que Vladawen podría haber empleado su magia para hacerse pasar por un ciudadano poseedor de un salvoconducto, o incluso haberse hecho invisible. Del enorme despliegue de poderes sacerdotales que había poseído en otro tiempo, apenas le restaban ese par de conjuros y un puñado más. No obstante, esos cambios no hubieran hecho mucho en favor del resto del grupo.
Finalmente, una muralla tan formidable como la que englobaba a toda la ciudad, visible a trozos calle abajo y entre los tejados, apareció ante sus ojos. Sobre su extremo se desplazaba un punto de luz, muy probablemente una lámpara portada a manos de un centinela. Ópalo se asustó y se agachó, pero a Lilly no le preocupó en absoluto. Su experiencia le decía que el guardia muy probablemente fuera incapaz de verlos a esa distancia.
—¿Queréis que vaya como avanzadilla? —preguntó.
—Por favor —contestó Vladawen.
Ella sacudió su cabeza, sin abandonar su sigilo, en dirección a Andelais, urgiéndole al elfo a mantener vigilado al encarnado. Entonces caminó a hurtadillas hasta el muro, siguiendo el camino.
Un breve reconocimiento bastó para revelar las malas noticias.
—Los nigromantes han dispuesto a numerosos soldados en lo alto de la muralla —informó—. Supongo que temerán que los espectros que estuvieron rondando por el Barrio Civil la noche pasada lo hicieran abandonando el Barrio de los Fantasmas, tras hallar alguna forma de escabullir su vigilancia. Deben de estar tratando de asegurarse de que no vuelva a ocurrir lo mismo esta noche.
—¿Hay algún hueco por el que podamos deslizamos? —preguntó Vladawen.
—Posiblemente —contestó ella—. Pero tendremos que ser rápidos y silenciosos.
—Llévanos hasta allí.
Entonces Andelais se transformó en un halcón guadaña para sobrevolar el muro. Por su parte, haciendo uso de un conjuro, Ópalo flotó sobre la pared como una hoja de papel empujada por aire caliente. Complacida por la vista de la muralla, que al menos no era tan pulida y carente de asideras como había esperado, Lilly trepó velozmente. Vladawen ascendía junto a ella, impulsándose hacia arriba haciendo uso de su prodigiosa fuerza.
El peligro se hizo más patente cuando alcanzaron las almenas, en lo alto de la muralla. Agachada en el pasillo que había en lo alto del almenar, Lilly comprobó como los de Hollowfaust se habían esforzado bastante más en alisar la superficie de la cara opuesta, sin duda para dificultar el paso a espectros y demás criaturas. Sin ayuda, ella y Vladawen nunca podrían haber descendido con la velocidad suficiente para evitar ser vistos. La asesina lanzó a Ópalo una mirada solícita.
La maga susurró entonces a una pieza de cuerda enrollada, cuyo extremo pareció cobrar vida. Sintiéndose terriblemente expuesta al peligro, Lilly se asió a la cuerda y descendió todo lo rápido que fue capaz. Vladawen le siguió. Ópalo flotó hasta completar su descenso con tanta delicadeza como había remontado el vuelo sobre la muralla. Cuando ella y sus compañeros alcanzaron tierra firme, volvió a musitar unas palabras a la soga. La cuerda se retorció, cayó al suelo, y luego se enroscó de nuevo.
Lilly miró a su alrededor, tratando de encontrar el lugar más próximo en que cobijarse. Cuando lo avistó, señaló hacia él, y manteniéndose agachada, se escabulló junto al grupo hasta allí. Nadie gritó a sus espaldas, ni tampoco ninguna flecha irrumpió en su camino. Una vez que los viajeros se refugiaron tras una casa, la asesina tomó un profundo aliento, y entonces dirigió su primera mirada de examen al Barrio de los Fantasmas.
A primera vista, en la oscuridad, el contraste con el Barrio Civil era menos acusado de lo que podría haber esperado. En las inmediaciones, al menos, los trabajadores se las habían arreglado para limpiar la ceniza; el principal testimonio que había quedado de la población original de la ciudad, una generación antes de que los Siete Peregrinos la reclamaran para sí. Las calles estaban silenciosas y vacías, pero aquellas que acababan de atravesar al otro lado del muro también lo habían estado, al menos relativamente.
Lilly, sin embargo, aun sin ser elfo ni lanzador de conjuros, podía sentir lo insano del aire. No le resultaba nada difícil creer que, según le habían dicho, aquel barrio solía atraer a muertos vivientes que se arrastraban cruzando todo el país como unos peregrinos más, aunque de carácter vil.
El halcón guadaña descendió en picado desde las alturas para volver a fundirse en la forma de Andelais.
—No he visto a ningún Escudo Negro patrullando las calles —dijo—. Pero divisé una banda de esqueletos. Debemos actuar con cautela.
—¿Viste a algún otro muerto viviente? —preguntó Ópalo.
El semielfo devolvió a la maga una sonrisa extraña, que hizo temblar los dedos de Lilly con la necesidad imperiosa de echar mano a una de sus hojas.
—Ten paciencia —dijo Andelais.
—Vayamos por aquí —entonó Vladawen.
Lilly trató de ver la dirección que indicaba el elfo. Yendo hacia allí tendrían bastantes más posibilidades de escabullirse al amparo de la oscuridad hasta distanciarse lo suficiente de los centinelas que vigilaban lo alto de la muralla.
—Creo que funcionara —contestó por fin la asesina.
Durante los momentos que siguieron, nadie pronunció una palabra. En ciertos instantes, Lilly tenía la extraña sensación de que sus pisadas estuvieran retumbando en calles y solitarias plazas abajo. No obstante, cuando prestaba atención, se daba cuenta de que no era así. Y más inquietante aún, en varios momentos tuvo la sensación de sentir una presencia que los observaba. No obstante, al tratar de buscarla, todo lo que pudo ver fueron las tenues sombras que proyectaban las lunas, la de Belsamez, creciente, como la sonrisa burlona de la Asesina, y la Gris, hinchada a modo la tripa preñada de una mujer que fuera a dar a luz.
Comúnmente, Lilly habría prestado más credibilidad a su intuición, pero, ¿quién podría evitar sentirse observada vagando por un lugar tan fantasmagórico? Centrándose en controlar sus nervios, se comportó como solía hacer cuando algo la afligía; transformando ese sentimiento en furia. Además, como también solía ser costumbre, Vladawen parecía ser una vez más el objetivo más adecuado sobre el que dirigirla.
Y todo era porque, tras arriesgarse lo suficiente hasta llegar allí, ahora se limitaban a dar vueltas esperando que algo ocurriese. A medida que pasaba el tiempo, aquél se evidenciaba cada vez más como un plan estúpido. Su plan estúpido.
—Aquí, fantasmita, ven aquí —dijo ella sarcásticamente. Ópalo la miró y la asesina se encogió de hombros. Era lo más parecido a una disculpa que podía ocurrírsele.
Los exploradores pasaron con sigilo junto a una barricada en ruinas, prueba quizá de que durante uno de los asedios los enemigos de la ciudad habían llegado a adentrarse en el Barrio de los Fantasmas, y que los Escudos Negros, o incluso los estigios, tuvieron que confrontarlos allí. No mucho tiempo después, el grupo vio su camino interrumpido por un cúmulo de magma de vieja factura, aún adherido a una grieta, y que en su fluir se había bastado para sepultar a una manzana entera de edificios bajo su pétreo abrazo. Lilly pensó fugazmente en los salientes de lava de aquellas cuevas cercanas a Burok Torn, donde podía decirse que se había fallado a sí misma y posiblemente, al mismo tiempo, había encontrado su salvación. En ese instante Andelais emitió un sonido que bien podría haberse considerado tanto una risa, un gemido o simplemente una especie de suspiro.
—¿Crees que el hecho de tener a alguien apuntándome con un puñal a la espalda me convierte en menos peligroso? —preguntó—. Creo que no estás confiando demasiado en mí.
Averigüémoslo, pensó Lilly desenvainando su hoja. Emergió tan silenciosamente como correspondía al arma de una asesina, simplemente liberando en el aire un ligero aroma aceitoso que, aún en caso de no estar afortunada, alertaría a Andelais de sus intenciones demasiado tarde.
—¡Lillatu! —espetó Vladawen—. ¡No!
La estaba malinterpretando. A pesar de haber fanfarroneado frente a Ópalo, en realidad no estaba demasiado dispuesta a acabar con el druida de buenas a primeras. Sólo quería limitarse a amenazarlo con su daga.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Sigo siendo... sigo siendo Andelais. Las técnicas que me enseñó Vladawen me están siendo útiles, creo. Pero estoy empezando a recordar.
—¿El qué? —preguntó el sumo sacerdote.
—Celebramos algunos de nuestros experimentos prohibidos encerrados en el interior de nuestros santuarios en el Bajofaust. Pero no todos ellos. Hubiera sido demasiado peligroso, y algunos ni siquiera eran demasiado efectivos allí abajo. De ese modo, periódicamente, trabajábamos en el Barrio de los Fantasmas y, naturalmente, acabamos encontrando los lugares en los que los muertos eran más propensos a manifestarse.
—¿Nos llevarás hasta esos sitios? —preguntó Vladawen.
—Si la Señorita Lillatu se digna dejar de clavarme su arma en la columna...
—No soy ninguna señorita, más bien una asesina a sueldo. Recuérdalo. —Lilly retiró entonces su arma, pero sin dejar de asirla con la mano.
Andelais los condujo paralelos al flujo de la lava para entonces alejarse en ángulo recto. Sin dejar de centrar la mayor parte de su atención en el semielfo, Lilly percibió el modo en que Ópalo cerraba su mandíbula con fuerza, y cómo su enorme cuerpo temblaba de ansiedad, miedo, o ambas cosas al mismo tiempo.
Sin embargo, por un instante, parecía que nada justificaba el anticipado sentimiento de angustia de la chica de campo. Los intrusos pararon su marcha infructuosamente en cuatro puntos que, al menos según Lilly era capaz de apreciar, no parecían presagiar nada más o menos bueno que el resto de los lugares por los que habían pasado en su recorrido por el interior de aquel recinto encantado. No obstante, finalmente, mientras se aproximaban a una nueva plaza rodeada de columnatas a ras de suelo y, en lo alto por balcones conectados entre sí mediante pasillos, una brisa otoñal empezó a susurrar su nombre, y el de Ópalo, y el de Vladawen, éste último con una especial persistencia.
Lánguidamente, como sin prisa por envolverles, una pegajosa bruma blanca ascendió desde los pies de los intrusos. Con la boca seca de terror, Lilly la ignoró para, como el resto de sus compañeros, seguir avanzando.
Cuando finalmente llegaron al centro de la plaza, Ópalo dio un grito. Lo que confirmó a Lilly sus peores temores; la maga había avistado a Nindom.