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Ópalo pudo sentir el grito a través del muro. O puede que sólo creyera haberlo hecho. Tan pronto como vino se fue, y la noche volvió a estar en completo silencio excepto, claro está, por el crepitar del fuego de la chimenea y los ronquidos de los que dormían en los bancos junto a la silla que ella ocupaba.

Llevaba un buen rato en la misma posición, sentada en la ensombrecida estancia común de la posada. No había ido hasta allí en busca del calor de la chimenea; sin aspirar a ello, se había convertido en dignataria, y ocupar ese cargo le permitía disfrutar de algunos privilegios, como disponer de una chimenea en su propia habitación, un lustroso lecho con sábanas y hasta un calentador de cama. Incapaz de conciliar el sueño, había bajado a la estancia común, pero los hombres que allí había encontrado durmiendo no suponían una compañía especialmente estimulante. Estar rodeada de tanta gente le hacia sentirse incómoda. Se daba cuenta de que, después de todo, quizá no la consideraran un personaje tan importante, ya que, tras ser llamados a presentarse ante el Consejo Soberano, Vladawen y Lilly la habían dejado atrás.

Movida por la curiosidad, decidió averiguar la procedencia del ruido que había creído escuchar un instante atrás. Dejó la jarra de cerveza a medio probar en la sala, sobre una maltrecha mesa circular, se puso en pie y miró por una ventana próxima. No distinguió ningún movimiento. La distorsión del cristal y la oscuridad de la noche le impedían ver si realmente había alguien allí afuera. Abriéndose camino entre los durmientes, llegó hasta la puerta y, tras dudar un momento, la abrió un poco, apenas una rendija.

Una corriente de aire helado entró en la estancia. A Ópalo le alivió que no arrastrara consigo oscuras volutas de niebla pero, aun así, era incapaz de distinguir si algo se movía furtivamente en la oscuridad. Se dispuso a cerrar la puerta, y justo en ese instante escuchó otro grito, más claro y estridente que el primero. Ahora ya sabía que no lo había imaginado y, también, que parecía proceder del oeste.

Lo iba a tener complicado para investigarlo por sí misma, aunque sólo fuera porque no tenía uno de esos salvoconductos para el toque de queda. Además, y eso era aún más importante, no tenía todos sus conjuros de protección listos para utilizarlos. Había planeado reponer los que había consumido en el combate contra los espectros, una vez ya descansada y repuesta. Eso suponiendo que el insomnio se lo hubiera permitido. Sin embargo, se le hacía complicado resistirse a internarse en la arremolinada niebla para comprobar qué estaba ocurriendo.

Ópalo se deslizó hacia el exterior, cerró con cuidado la puerta y se escurrió tan silenciosamente como pudo en dirección al lugar donde creía haber escuchado el grito. Vladawen, Lilly e incluso su pobre y amado Nindom se habían mostrado siempre más diestros que ella en las artes del sigilo, pero el siseo de la fuente con forma de buho por la que pasaba ayudaba a acallar el ruido que pudiera estar haciendo.

La maga echó un vistazo por una de las calles que desembocaba en la plaza. En un primer momento no vio nada fuera de lo normal, pero luego pudo distinguir un objeto de forma más o menos triangular sobresaliendo por encima del suelo, a unos pasos de distancia. Estaba en un callejón que salía de la calle por la que ella misma caminaba, y a la distancia justa para que pudiera verlo.

Ópalo avanzó en aquella dirección. Con cada paso, el objeto se hacía más y más visible, y su forma y su naturaleza más certeros. Sentía una punzada en el estómago, y no sabía exactamente por qué. Se había criado en una granja, y allí la matanza de animales había sido algo muy habitual. También, de manera más reciente, había marchado por voluntad propia a la guerra y había participado con regocijo en la masacre de la hueste del infiel emperador. A pesar de todo aquello, no podía evitar sentirse inquietada por el objeto.

Al acercarse pudo distinguir que el cuerpo inmóvil era en realidad un pie humano encerrado en una sandalia. Cuando miró esquina abajo, vio el cadáver al que había pertenecido, y olió el hedor de la sangre flotando en el frío aire de la noche. Aquella escena la estremeció y asustó a partes iguales.

No debía dejarse llevar. En lugar de considerar lo improbable de sus posibilidades, lo que tenía que hacer era preocuparse por conservar su cabeza y asegurarse de que aquello que había acabado con ese hombre no estuviera acechándola también a ella. Ópalo buscó cautelosamente, pero no encontró ninguna pista.

¿Qué debía hacer? Sin duda había llegado demasiado tarde para detener al asesino, o al menos para tratar de ayudar a la víctima. Quizá pudiera tranquilizarse y volver a la posada. El único problema era que estaba casi segura de haber escuchado dos gritos, espaciados en el tiempo y procedentes de dos voces diferentes.

La maga estudió el cadáver; una hoja parecida a la suya le había atravesado el pecho, y tenía el cuello serrado. Entonces lo entendió todo. No había sorprendido al asesino, pero alguna otra persona sí lo había hecho, importunando a ese individuo o criatura mientras reclamaba su truculento trofeo. La ausencia de un segundo cuerpo indicaba que el testigo debía de haber huido, y que el asesino probablemente debía de haber salido tras él.

Ópalo no era especialmente diestra siguiendo pistas, ya fuera por medios arcanos o mundanos. ¿Iba a tener, entonces, alguna esperanza de alcanzar al asesino en aquella persecución? No estaba segura. No había percibido conmoción o agitación alguna en la calle, y suponía que el testigo debía de haber huido por el callejón. En lugar de tratar de eludir al asesino en distancias tan cortas, probablemente debía haber puesto pies en polvorosa, con el autor de la masacre lanzado a toda prisa tras ella.

Solamente avanzaré algo más, pensó, hasta estar segura de que no haya esperanza de arreglar esto. Hasta entonces debo seguir intentándolo. No podré dormir tranquila si no lo hago.

Poco más adelante, el callejón serpenteó a la derecha. Justo tras ese recodo, lo bastante cerca como para sobresaltarla a pesar de lo cuidadosamente que había asomado la cabeza, Ópalo se encontró de frente a una figura encapuchada, agazapada y ataviada con un manto y una capa voluminosa y raída. Podía tratarse de cualquier persona, desde un clérigo venido a menos hasta un mendigo leproso o una viuda ataviada con la ropa de luto que la propia maga podría haber llevado de haber querido demostrar públicamente su dolor. Tenía un tamaño considerable pero, a diferencia de los espectros que había visto, no estaba rodeada de neblina. Ópalo consideraba esto último al mismo tiempo tranquilizador y decepcionante, lo suficiente para hacer que el corazón se le estremeciera de dolor en el pecho; no tenía modo de estar segura de no estar mirando al asesino.

—Buenas noches —dijo Ópalo.

La figura encapuchada hizo un gesto distraído que podía considerarse tanto un saludo como una forma de pedirle que se fuera.

—Debéis escucharme —dijo ella—. Un hombre ha sido asesinado a sólo unos pasos de aquí. ¿Habéis visto bajar a alguien por el callejón?

La figura encapuchada agitó su cabeza cubierta. En ese mismo instante, Ópalo percibió, en el límite de su visión, un destello blanquecino. Tratando de no hacerlo ostensible, y preocupándose por asegurarse al mismo tiempo de no retirar la vista de aquella ambigua figura que tenía enfrente, echó un vistazo.

Alguien de tamaño pequeño se había escondido enterrándose entre una montaña de desperdicios, y lo había hecho bastante bien. Todo lo que la maga podía distinguir eran unos ojos enormes y aterrorizados, y la mano que había revelado su posición, y que le hacía señas para que se fuera.

Ópalo no prestó demasiada atención a aquella advertencia. En caso de batirse en retirada por la esquina, perdería de vista a aquel silencioso ser envuelto en túnica, y desperdiciaría la posibilidad de lanzarle algún tipo de magia. Mientras seguía avanzando por el recodo, se preocupó por mantener las distancias con la mayor prudencia posible.

—Lo siento —dijo Ópalo—. Pero tengo que pediros que os retiréis ese hábito y me mostréis la cara. Yo por mi parte...

En ese momento, el viento aulló callejón abajo empujando los desperdicios, y desplegando los laterales de la capa de aquel personaje como las alas de un ave rapaz. Bajo la túnica, y suspendidas en medio de una oscuridad más profunda que la de la propia noche, colgaba una pareja de cabezas cortadas, aún frescas y goteando sangre. Sus vítreos ojos se clavaron en Ópalo, y entonces sus bocas aullaron.

La maga se quedó helada, y la espectral figura aprovechó el momento para embestirla, lanzándole un mandoble hacia el estómago con la espada corta que empuñaba con su mano, envuelta en oscuridad.

Por fortuna, la maga no era novata en eso del peligro y el terror. En sus días como errante había pasado hambre como maga a sueldo dispuesta a coger cualquier trabajo que pudiera servir para llenarle los bolsillos, y más tarde había podido vivirlos también al servicio de El Que Permanece. Por ello, en aquel callejón, y justo en el último instante posible, se deshizo de su parálisis y se apartó a un lado. La espada que iba dirigida hacia ella chocó contra la pared que tenía a su espalda, crepitando y soltando chispas.

El fantasma encapuchado se giró y Ópalo farfulló un conjuro. El espectro lanzó un nuevo golpe, y la maga esperó que estuviera dirigiéndolo guiándose sólo por el sonido de su voz, y que ya fuera invisible a sus ojos. Se retiró tambaleándose, tratando de apartarse, y sólo cuando vio a la aparición titubeando estuvo segura de haber desaparecido.

Era probable que el espectro aún pudiera escuchar sus pasos o su respiración. Sin embargo, Ópalo tuvo suerte: en ese instante, la persona que había permanecido escondida entre los desperdicios se lanzó a la carrera. Parecía tratarse del aprendiz dé un comerciante, y huía tan rápido como le permitía la cojera de un pie torcido. Con suerte, aquel chaval haría ruido suficiente como para ocultar cualquier sonido que pudiera estar haciendo ella.

En cualquier caso, debía actuar con rapidez. Su ocultación apenas duraría unos instantes. La maga tomó una pizca de azufre de uno de sus muchos bolsillos, la repartió en un pase mágico y musitó un nuevo conjuro de los que aún restaban en su maltrecha reserva.

De su mano extendida brotaron dardos envueltos en llamas, que explotaron al alcanzar al espectro. Éste sé tambaleó por un instante, dando vueltas alrededor de sí mismo. Entonces, con su manto y el cabello de las cabezas cortadas que sujetaba en llamas, se lanzó enfurecido hacia ella. Ópalo sabía que ya podía verla. Incluso aunque no había transcurrido el tiempo necesario para que su invisibilidad se desvaneciera de forma natural, el ataque que había lanzado hacia él había acabado con la misma.

A Ópalo sólo le restaba ya un conjuro que pudiera servirle para deshacerse de aquella sombra inmunda. Por desgracia, sólo podía utilizarlo en distancias cortas, justamente esa circunstancia tan peligrosa que hasta aquel momento se había esforzado por evitar. La otra alternativa era poner pies en polvorosa, y rezar porque su adversario no fuera lo suficientemente rápido para atraparla y derribarla por la espalda. Aun aterrorizada como estaba, prefirió combatir antes que huir. Agarrando una bobina de cable de cobre, empezó el encantamiento.

El espectro le lanzó un ataque tras otro empuñando su espada corta. La torpe muchacha campesina, como muchos (e incluso ella misma en sus momentos más bajos) la veían, juzgaba casi imposible esquivar y huir al tiempo que conservaba la correcta pronunciación y ritmo de las palabras de poder que estaba musitando. Incluso no debía equivocar la articulación precisa de la gesticulación cabalística. Sin embargo, para su sorpresa, se las apañó para hacerlo todo bien. Al pronunciar la última sílaba, unos destellos azules crepitantes comenzaron a saltar y arrastrarse por su cuerpo. El cabello, que tenía cortado corto, se le puso de punta.

Trató de echar mano a la criatura que ocultaba la capa, fuera cual fuera, pero sólo pudo asir un retazo de gruesa lana, un material incapaz de descargar el poder que había conjurado. Si el fantasma carecía por completo de solidez, lo mejor que ella podía hacer, y quizá su última esperanza, era transmitir su magia a través del metal de la espada que usaba para atacarla. La idea era conseguir tocarla sin que eso sirviera para permitir al espectro hundir el arma en sus tripas.

La maga luchó desesperadamente por defenderse al tiempo que trataba de estudiar los ataques de su contrincante, buscando alguna clase de pauta del tipo arriba-abajo, izquierda-derecha o lento-rápido. Nindom, como consumado guerrero que había sido, se hubiera percatado al instante. Tanto como habría disfrutado de aquel temerario juego en el que ahora ella se estaba arriesgando a enredarse. Ópalo lo hacía lo mejor que le permitía el temor que la atenazaba, una suerte de lamento silencioso que se escondía en su cabeza.

Finalmente se decidió a lanzar otro ataque, trató de apresar a su objetivo y, para su sorpresa, sus dedos esa vez sí agarraron algo sólido; la espada de su contrincante. La hoja le produjo un profundo corte, pero el rayo en que se había envuelto recorrió entre chispas toda su longitud.

Presumiblemente, los dardos en llamas que había lanzado debían haber debilitado algo a aquel espectro, pues el nuevo ataque logró completar su destrucción. Las cabezas cortadas, que estaban ya completamente cocidas, rebotaron contra el suelo. El manto en llamas cayó sobre ellas, cubriéndolas.

Torpemente, entre jadeos, Ópalo trató de detener su hemorragia y examinar también qué quedaba de la sombra a la que había hecho frente. La espada corta no tenía nada de especial, y la capa chamuscada tampoco ocultaba nada, exceptuando los dos truculentos trofeos.

El encuentro la había dejado temblorosa, y sólo deseaba abandonar la oscuridad. Ópalo suspiró y se dispuso a darse la vuelta, y entonces un zarcillo de fría bruma le rozó la mejilla. La maga se quedó helada.

—Patosa campesina —susurró una voz familiar, al mismo tiempo burlona y afectuosa—. Parece que te has cortado.