EPÍLOGO
Y esto es todo cuanto merece ser relatado. O, al menos, casi todo. Soy un hombre invisible, mi invisibilidad me situó en un hoyo —o, si lo prefieren, me reveló que estaba en un hoyo—, y acepté con desgana el hecho consumado. Creo que esto era lo único que podía hacer. La realidad es una irresistible porra, y a porrazos me metió en el sótano, sin que apenas me diera cuenta. Quizás así debía ser, aunque tampoco lo sé con certeza. Como tampoco sé si aceptar la lección recibida me sitúa en vanguardia o en retaguardia. Esta es una cuestión que la historia aclarará, por lo que dejaré que Jack y sus congéneres se ocupen de ella, mientras yo me dedico tardíamente a estudiar las enseñanzas derivadas de mi propia existencia.
Permitid que os hable con honradez, lo cual, dicho sea de paso, me resulta extremadamente difícil. Cuando uno es invisible, descubre que conceptos tales como el bien y el mal, la sinceridad y la insinceridad, adoptan formas tan cambiantes que se confunden unos con otros y son una u otra cosa según sea el criterio de la persona que los analiza. Ahora intento analizarlos según mis propios criterios, lo cual no deja de ser arriesgado. Jamás fui tan odiado como en los momentos en que pretendía ser sincero y honrado, o en aquellos otros, como el presente, en que me he limitado a expresar la verdad, es decir, lo que yo considero verdad. En estos casos, nadie ha quedado satisfecho, ni siquiera yo. Por otra parte, también es cierto que en ningún momento he sido más amado y aplaudido que en aquellos en que he intentado aceptar como buenas las erróneas creencias de otra persona, o en aquellos otros en que he intentado dar a mis amigos las absurdas e incorrectas respuestas que deseaban escuchar. Y así era porque ello permitía a los tales hablar y mostrarse de acuerdo consigo mismos, cuando se hallaban en mi presencia. El mundo se convertía, para ellos, en una realidad cuadriculada, plenamente comprensible. Se sentían seguros de sí mismos. Sin embargo, había una pega: por lo general, para aceptar las equivocadas ideas de los demás me veía obligado a llevarme las manos al cuello y a oprimirlo con todas mis fuerzas, hasta que se me salían los ojos de las órbitas, me colgaba un palmo de lengua, y me tambaleaba como un borracho. Sí, para que ellos fuesen felices era necesario que yo sufriera, que padeciera los horrores de decir "sí", mientras mi estómago —para no hablar ya de mi cerebro— aullaba "no".
Incidentalmente, diré que existe cierta zona en que los sentimientos de un hombre son mucho más racionales que sus pensamientos, y es precisamente en esta zona donde la voluntad del hombre se ve solicitada desde distintos puntos a un mismo tiempo. Quizás os riáis de lo que digo, pero me consta que es verdad. Durante mucho tiempo, desde días que mi memoria no puede recordar, me he enfrentado con este problema. Y lo peor del caso es que siempre me dejaba arrastrar por la voluntad de otra persona, en vez de dejarme llevar por la mía propia. También ocurría que cada cual me calificaba de un modo distinto, y nadie quería oír el modo en que yo me calificaba. Por esto, después de muchos años de intentar aceptar las opiniones del prójimo, me rebelé. Soy un hombre invisible. Me he alejado muchas veces de aquel puesto en nuestra sociedad al que, en un principio, aspiré. Sí, muchas veces me he alejado de él, he regresado a él, y he rebotado contra él.
Al fin, elegí el sótano, decidí apartarme de todo. Sin embargo, esto no era suficiente. Ni siquiera en el sótano podía permanecer inmóvil porque, maldita sea, hay una cosa que se llama cerebro, y el cerebro no me dejaba reposar. La ginebra, el jazz y los ensueños no eran suficientes para solventar este problema. Los libros, tampoco. Ni siquiera la tardía comprensión del grosero truco de que se habían servido para utilizarme como su instrumento bastaba para satisfacer las necesidades de la mente. La imagen de mi abuelo acudía una y otra vez a mi memoria. Y pese al fracaso a que abocaron mis intentos de decir constantemente "sí, señor" a la Hermandad, el consejo que me dio el abuelo en su lecho de muerte sigue atormentándome. Quizás el significado de sus palabras era más profundo de lo que yo creía. Quizás el odio que mi abuelo sentía me indujo a dar a sus palabras una interpretación errónea... No sé. Quizá quiso decir que debíamos afirmar los principios en que nuestra sociedad se fundaba, en vez de afirmar y dar nuestro apoyo a los hombres, por lo menos a los hombres que se servían de la violencia. ¿Quiso significar que era necesario decir "sí" porque los principios estaban por encima de los hombres, por encima de la brutalidad del poder y de los métodos empleados para desvirtuar el contenido de los propios principios? ¿Pretendía que afirmáramos los principios que aquellos hombres habían soñado para huir del caos y de las tinieblas de un pasado feudal, y que ellos mismos habían conculcado y mixtificado hasta un punto que resultaba absurdo, incluso según el criterio de sus corruptas mentalidades? ¿O quiso decir que estábamos obligados a asumir no sólo la responsabilidad derivada de los principios, sino también de los actos de los hombres, debido a que éramos sus herederos y a que debíamos someternos a estos principios por cuanto eran los únicos que podían satisfacer nuestras necesidades? ¿Y que esto era así, no porque deseáramos alcanzar el poder o ansiáramos vengarnos, sino porque, dado nuestro origen, tan sólo de este modo podríamos tener trascendencia histórica? ¿Significaba que precisamente nosotros, o la mayoría de nosotros, debíamos adherirnos a los principios, al plan en cuya virtud nos habíamos sacrificado brutalmente, y debíamos hacerlo, no porque nuestro destino fuera el de ser siempre débiles, ni tampoco porque estuviéramos atemorizados y quisiéramos actuar como oportunistas, sino porque nosotros éramos más viejos que ellos, en el sentido de que estábamos obligados a sufrir mucho más a fin de convivir con los demás en un mismo mundo, y porque habíamos eliminado de nuestras personalidades cierta parte —no mucho, pero sí algo— de la humana codicia y mezquindad, y también del miedo y las supersticiones de que ellos eran víctimas? (Sí, ellos eran también víctimas unos de otros.) ¿O quizá quiso decir que debíamos afirmar los principios porque, sin que lo hubiésemos querido, vivíamos juntamente con los demás en aquel ruidoso y semiinvisible mundo, aquel mundo considerado tan sólo como un fértil campo de experimentación por Jack y sus semejantes, y contemplado con condescendencia por Norton y sus congéneres, que se habían cansado ya de ser meros peones en el frívolo juego de "hacer historia"? ¿Había pretendido decir que ante esa gente debíamos afirmar los principios para evitar que se lanzaran sobre nosotros, y nos destruyeran al mismo tiempo que los propios principios?
El abuelo había dicho: "Muéstrate de acuerdo con ellos hasta conducirles a la destrucción y a la muerte". Pero, ¿acaso aquellos hombres no llevaban la muerte y la destrucción en sí mismos, salvo en cuanto compartían los principios con nosotros? Y, al fin, surgía la última consecuencia de la paradoja: ¿acaso no formábamos parte del mundo de aquellos hombres, y, al mismo tiempo, constituíamos un mundo aparte, y acaso no pereceríamos si ellos perecían? Esto es algo que no puedo comprender, es algo superior a mi capacidad. Mil veces me he preguntado: ¿qué es lo que yo verdaderamente quiero? Ciertamente, no es la libertad de un Rinehart, ni el poder de un Jack, ni siquiera la libertad de no ser utilizado como un instrumento. No, no sé qué es lo que quiero, después de haber logrado dejar de ser su instrumento. Por esto sigo en el hoyo.
Conste que no atribuyo a nadie la responsabilidad del presente estado de cosas y que tampoco me limito a entonar un mea culpa. Ocurre que cada cual lleva dentro de sí el germen de sus propios males; al menos éste es mi caso, en cuanto hace referencia a la invisibilidad. He llevado dentro de mí, durante largo tiempo, el origen de mi enfermedad, y pese a que he intentado atribuirla a causas situadas en el mundo exterior, el hecho de que pretenda explicarlo por escrito demuestra que por lo menos la mitad de mis males radican en mí mismo. Mi afección se desarrolló lentamente, al igual que esa enfermedad padecida por algunos negros cuya piel negra se transforma poco a poco en albina, como si, bajo los efectos de unos rayos desconocidos, perdiera su pigmentación. Uno vive años y años, consciente de que algo no funciona como es debido, y, de repente, descubre que su cuerpo es transparente como el aire. Al principio, uno se dice que la invisibilidad no es más que una pasajera broma pesada que alguien le ha gastado, o que se debe a la "situación política". Pero, en el fondo, uno comienza a sospechar que la culpa de la propia invisibilidad recae en uno mismo, y uno queda desnudo y tembloroso ante millones de ojos que le miran sin verle. Esto y nada más que esto constituye la verdadera enfermedad del alma, la lanzada en el costado, el apedreamiento público, la Inquisición, el mortal abrazo de la diosa, la cuchillada que raja la barriga y hace saltar las entrañas al suelo, el corto viaje a la cámara de gas que terminará en un horno irreprochablemente higiénico. Pero la invisibilidad es mucho peor porque no interrumpe el estúpido vivir de uno. Uno debe seguir viviendo, no puede enamorarse de su enfermedad, ni atajar sus efectos para pasar a la fase siguiente.
No. Pero, ¿cuál es la fase siguiente? Infinitas veces he intentado averiguarlo, y he procurado imaginar el futuro para saberlo, ya que, al igual que todos los habitantes de este país, también yo era optimista en otros tiempos. Creía en el poder del trabajo, en la actividad y en el progreso, pero ahora, tras haber estado identificado y "a favor" de la sociedad, y, luego "contra" la sociedad, no puedo atribuirme rango alguno en ella, ni tampoco fijarme límites, lo cual es totalmente contrario a las tendencias de nuestra época. Mi mundo se ha convertido en un mundo de infinitas posibilidades. ¡Vaya frase! Sin embargo, es una buena frase que entraña una excelente visión de la vida, y creo que todos debiéramos comportarnos de acuerdo con ella. Al menos, a esta conclusión he llegado desde el subsuelo. Hasta que un equipo de individuos no logre poner corsé a nuestro mundo, la mejor manera de definirlo será ésta: mundo de posibilidades. Salid de los estrechos límites de esta parcela que los hombres denominan realidad, y os encontraréis en un espacio inmenso y desorganizado —preguntádselo a Rinehart, él es especialista en la materia— o en el campo de lo imaginario. Esta es otra conclusión a la que he llegado en el sótano, y no, precisamente, limitando mi capacidad de percepción, ya que si bien soy invisible, estoy muy lejos de ser ciego.
El mundo sigue siendo tan concreto, vario, vil y maravilloso como antes era, pero ahora comprendo mejor la relación que me une a él. He recorrido un largo camino desde aquellos días en que, pletórico de ilusiones, me dedicaba a la vida pública y procuraba actuar basándome en la presunción de la invariabilidad del mundo y de las relaciones de él derivadas. Ahora sé que los hombres se diferencian entre sí, que la vida está infinitamente dividida y diversificada, y que sólo en la diversidad cabe hallar el equilibrio verdadero. Y también por esto he decidido no abandonar mi subterráneo, ya que en la superficie impera una creciente pasión por obligar a los hombres a someterse a un determinado patrón. Y, como en una pesadilla, veo a Jack y a sus muchachos, cuchillo en mano, dispuestos a... Bueno, dispuestos a actuar peligrosamente al menor pretexto.
¿De dónde proviene esta pasión por la uniformidad? ¡La clave está en la diversidad! Si se respetara la diversidad entre los hombres, no habría tiranías. Si persisten en esta manía de la uniformidad, terminarán obligándome —a mí, hombre invisible— a convertirme en blanco, y el blanco no es un color, sino la carencia de todo color. ¿Debo procurar carecer de color? Hablando seriamente y sin esnobismos: imaginad cuánto perdería el mundo si se llegara a la uniformidad. Norteamérica está formada de muy distintas piezas. Creo que lo mejor sería reconocer la legitimidad de todas ellas, y no imponerles la obligación de alterar su modo de ser. "Ni vencedores ni vencidos", ésta es la gran verdad de nuestro país y de cualquier otro país. La vida debe ser vivida, no ahogada por mil limitaciones reguladoras. Y la dignidad humana se alcanza al seguir en juego, después de una derrota. Nuestro destino es la unidad en la variedad. No se trata de una profecía, sino de una descripción. Una de las mayores paradojas de nuestro mundo se advierte en el espectáculo de los blancos empeñados en huir de cuanto sea negro, y ennegreciéndose de día en día; y en el de los negros esforzándose en convertirse en blancos, para lograr, tan sólo, ser descoloridos, grises. Ninguno de nosotros parece saber quién es, ni a dónde se dirige.
Lo cual me recuerda algo que me ocurrió hace pocos días en una estación del metro. Allí vi a un anciano que sin duda se había perdido. Lo supe porque se acercó a varias personas, y, sin hablarles, se alejó de ellas. Pensé: "Se ha perdido, y andará de un sitio para otro hasta que me vea. Entonces me preguntará cómo ir a tal o cual sitio". Quizá al anciano le diera reparos confesar que se había perdido a un hombre blanco. Quizá perder la noción de dónde está uno comporta el peligro de perder la noción de quién es uno. Pensé que seguramente era así. Perderse en el espacio físico representa perder prestigio, perder personalidad. Por esto el anciano recurriría al invisible, al que anda perdido desde tiempo. Bien, yo había aprendido a vivir perdido, así es que el anciano podía preguntar cuando quisiera la dirección a seguir.
En el momento en que se me acercó, le reconocí. Era Mr. Norton. Estaba algo más viejo y arrugado, pero iba tan atildado como de costumbre. Al verle, sentí revivir en mi interior, durante un instante, los tiempos pasados. Sonreí, y a mis ojos acudieron lágrimas. Luego, el recuerdo se desvaneció. Cuando Mr. Norton me preguntó cómo ir a Centre Street, le contemplé dominado por encontrados sentimientos. Le pregunté:
—¿No me recuerda?
—Lo siento, no...
Le miré con fijeza.
—¿Me ve?
—Claro, desde luego. ¿Podría decirme cómo ir a Centre Street?
—La última vez fue el Golden Day, y ahora es Centre Street. Parece que el ámbito de sus correrías se ha reducido bastante, señor. ¿De veras no sabe quién soy?
Se llevó la mano al oído, como suelen hacer los sordos, y dijo:
—Lo siento, joven, pero no le recuerdo. Además, le advierto que ahora tengo prisa.
—Debiera usted recordar su destino.
—¿Mi destino, dice?
Me dirigió una mirada sorprendida y retrocedió un paso.
—¿Se encuentra bien, joven? ¿Qué tren dijo que debía tomar para ir a Centre Street?
Sacudí la cabeza.
—Yo no le he hablado de trenes. ¿De verdad que no está usted un poco avergonzado?
—¿Avergonzado? ¡Yo avergonzado! —contestó con indignación.
Me eché a reír.
—Mr. Norton, si usted no sabe dónde está probablemente tampoco sabe quién es. Por esto, cuando se me acercó, estaba usted avergonzado. Está usted avergonzado, ¿verdad?
—Joven, tengo demasiados años para avergonzarme. Ya no me avergüenzo de nada. Me parece que el hambre le hace desvariar. A propósito, ¿cómo es que sabe mi apellido?
—Porque soy su destino. Yo le he creado, Mr. Norton.
Me acerqué a él. Mr. Norton retrocedió hasta apoyar la espalda en una columna. Miró alrededor, como un animal acorralado. Sin duda creía que se hallaba ante un demente.
—No tema, Mr. Norton. Allí, junto a la escalera, hay un guardia. Coja cualquier tren, todos conducen al Golden D...
Llegó un convoy y el anciano, con sorprendente agilidad, entró en uno de los coches. Me quedé allí, riendo histéricamente. Y durante el camino de regreso a mi hoyo, no dejé de reír.
Pero después de reír, volví a sumirme en meditación. Y me preguntaba si cuanto en el mundo acontecía no era más que una broma. No pude hallar una respuesta categórica. A veces, me he sentido avasallado por el ardiente deseo de regresar al "corazón de la negrura", más allá de la línea Mason-Dixon, pero inmediatamente he recordado que la verdadera oscuridad se halla en mi mente. Sin embargo, ello no ha bastado para eliminar mi deseo. A veces, siento la necesidad de reafirmar la existencia de nuestros problemas, de esta desgraciada zona de la realidad, de todas las cosas amadas y de todas las cosas que no se pueden amar, situadas en esta zona, y que forman parte de mi ser. Hasta el momento no he podido llegar a mayores conclusiones que las aquí expresadas, debido a que la vida, contemplada desde el hoyo de la invisibilidad, es absurda.
Entonces, ¿por qué escribo? ¿Por qué me torturo intentando expresar lo que siento? Lo hago porque, mal que me pese, he llegado a saber algunas cosas. Cuando no existe la posibilidad de actuar, todo conocimiento es objeto de la orden "archívese y olvídese". Pero yo no puedo archivar ni olvidar lo que sé. Hay ciertas ideas que no me abandonan ni un solo instante, que turban mis sueños y mis descansos. ¿Debo padecer yo sólo los efectos de esta pesadilla? ¿Por qué no comunicarla, contarla, al menos, a unas cuantas personas? No me quedaba otro remedio que hacerlo. Y, aquí, he intentado lanzar mi indignación al rostro del mundo. Sin embargo, de nuevo me he sentido arrastrado por mi antigua afición a interpretar un papel ante la sociedad. E incluso antes de terminar mi relato me doy cuenta de que he fracasado (quizá mi indignación era excesiva; quizá, debido a que soy un incurable hablador he empleado demasiadas palabras). La verdad es que he fracasado. Por otra parte, el solo hecho de intentar relatar lo que siento y lo que sé me ha ofuscado la mente y ha eliminado parte de mi indignación y parte de mi amargura. Por esto, ahora, acuso y defiendo, o al menos estoy dispuesto a defender. Condeno y absuelvo, digo sí y digo no, digo no y digo sí. Acuso porque, pese a ser parte en cuanto ocurre y, en cierto modo, responsable de ello, he sufrido sus consecuencias hasta el punto de llegar a ser invisible, hasta el punto de tener que soportar constantemente una infinita tristeza. Pero también defiendo porque he descubierto que, pese a todo, amo. Para seguir viviendo debo amar. No, no encontraréis en estas páginas un fingido perdón. Soy hombre sin esperanzas, pero nuestra vida perdería su significado si no la viviéramos con tanto amor como odio. Por esto acuso y defiendo, amo y odio.
Quizás esto contribuya a que, en parte, sea tan humano como mi abuelo. Tiempo hubo en que creí que mi abuelo era incapaz de tener pensamientos sobre su naturaleza humana. Pero estaba en un error. ¿Cómo iba un exesclavo a decir "esto y aquello me ha hecho más humano", como yo dije en mi discurso en la sala de deportes? ¡El nunca dudó de su humanidad! ¡Estas dudas las dejaba para sus descendientes "libres"! Aceptaba su naturaleza humana del mismo modo que aceptaba los principios. Aceptaba su vida y la vida de los principios, con toda su humana y absurda diversidad. Repito: en el intento de relatar lo anterior me he quedado sin las armas que me conferían eficacia. Ahora, no creeréis en mi invisibilidad y no comprenderéis que todo principio aplicable a vosotros es también aplicable a mí. No lo comprenderéis pese a que, si no lo comprendéis, tanto vosotros como yo emprenderemos el camino hacia nuestra destrucción. Sin embargo, el hecho de haberme quedado sin armas, me ha conducido a una decisión: voy a dar por terminado mi período de letargo. Me quitaré la piel muerta que todavía cubre mi cuerpo y saldré a respirar el aire libre. El aire lleva, ahora, un aroma que, desde el subterráneo en que vivo, no he podido averiguar si es anuncio de primavera o de muerte, aunque espero sea de primavera. No os dejéis engañar, la muerte también está en el olor de la primavera, como está en vuestro olor y en el mío. La invisibilidad me ha enseñado, al menos, a identificar el hedor de la muerte.
Al ocultarme bajo el suelo, me despojé de cuanto tenía salvo la mente, la mente. Y la mente que ha concebido un plan de vida jamás debe olvidar la existencia del caos sobre el que ha trazado el plan. Esto se aplica tanto a las sociedades como a los individuos. Así, después de haber intentado dar forma al caos que vive bajo el esquema de vuestras certidumbres, debo salir de mi escondrijo, debo ascender a la superficie. Con todo, las dudas todavía me torturan. Una parte de mí mismo dice, con las palabras de Louis Armstrong: "Abrid la ventana para que salga el aire viciado". Y otra parte dice: "Dejad que las cosas sean tal como eran antes; qué hermoso era el trigo verde, antes del tiempo de la cosecha". Naturalmente, Louis bromeaba. El era incapaz de permitir que el Aire Viciado saliera de la estancia, porque con ello la música y el baile hubieran cesado, por cuanto el Aire Viciado que salía de su trompeta era la razón principal de que su música fuese buena. El Aire Viciado está todavía en su música y sus danzas y en su peculiar personalidad. Y el Aire Viciado seguirá estando conmigo. Pero, como dije, he tomado una decisión: Me despojaré de la vieja piel muerta y saldré del hoyo. Saldré a la superficie sin dejar de ser invisible. Me parece que hace ya mucho tiempo que ha llegado el momento de salir. Creo que incluso los letargos pueden prolongarse demasiado. Quizá mi más grave delito social sea haber prolongado excesivamente mi período de letargo, ya que hasta un hombre invisible tiene la obligación de desempeñar un papel en la sociedad.
Me parece oíros: "¿De modo que todo fue una excusa para aburrirnos con tus extravagancias? En el fondo, tan sólo querías que te prestáramos atención mientras rabiabas". En parte, y sólo en parte, estáis en lo cierto. ¿Qué otra cosa podía hacer teniendo en cuenta que soy un ser invisible, sin substancia, que soy tan sólo una voz? ¿Podía hacer algo más que contaros lo que verdaderamente ocurría cuando vuestros ojos me miraban sin verme? Ahora, la interrogante que más me preocupa es:
¿Ha sido mi voz eco, aunque débil, de la vuestra?