CAPÍTULO 25
Cuando llegué a Morningside, el tiroteo sonaba como una lejana conmemoración del Día de la Independencia. Aceleré el paso. En Saint Nicholas, las luces de los faroles estaban apagadas. Oí un bronco sonido, y vi a cuatro hombres que corrían hacia mí, empujando un pesado objeto sobre la acera. Era una caja de caudales.
—¡Eh, oigan...!
Pero no me dejaron continuar:
—¡Sal de en medio, imbécil!
Me eché a un lado, saltando a la calzada, y entonces se produjo una suspensión en el fluir del tiempo, igual que el intervalo que media entre el último golpe de hacha y la caída del gigantesco árbol, en el que sonó una explosión, seguida de un silencio súbito, inmenso. Entonces vi las figuras agazapadas junto a las puertas de las casas y a lo largo de los bordillos. El tiempo volvió a correr y me di cuenta de que estaba de bruces en el suelo, consciente pero incapaz de levantarme, y luchando por hacerlo. Veía los fogonazos de los disparos en la esquina de la avenida. A mi izquierda los cuatro hombres empujaban la trepidante caja de caudales, y dos policías, cuyas negras camisas les hacía casi invisibles, hacían fuego sobre ellos desde el fondo de la calle. Uno de los cilindros de acero sobre los que avanzaba la caja de caudales salió disparado hacia delante, y, más allá, pasada la esquina una bala perforó un neumático de automóvil que comenzó a soltar aire con un sonido que sugería el grito de agonía de un animal. Rodé por el suelo, con la intención de acercarme a la acera, sin lograrlo, y sentí el rostro cubierto de cálido líquido. La caja de caudales rodaba por sí sola, como si tuviera vida, hacia el cruce, mientras los cuatro hombres doblaban la esquina y desaparecían en la oscuridad. La caja de caudales se desvió de su trayectoria y quedó detenida en el tercer raíl del tranvía, el raíl por el que pasaba la electricidad, provocando un chisporroteo que sumió el paraje en una intensa luz azulada propia de una escena vivida entre sueños. Y en el sueño que en aquellos instantes vivía, vi a los policías que disparaban sus revólveres como si participaran en un concurso de tiro al blanco: un pie adelantado, alta la mano derecha, en la cadera la mano izquierda, apuntando cuidadosamente antes de disparar.
Uno de los dos policías gritó:
—¡Llamemos a la patrulla de emergencia!
Dieron la vuelta, y desaparecieron allí donde el apagado brillo de los raíles del tranvía se desvanecía en la oscuridad de la noche.
Entonces, de repente, la calle revivió. Del asfalto brotaron hombres que se dirigieron corriendo y gritando hacia las tiendas. Tenía el rostro cubierto de sangre y no podía moverme. Alguien me ayudó. Logré ponerme de rodillas, y, después, en pie.
—¿Estás herido, muchacho?
—Un poco... No sé.
Apenas podía verles. Una voz dijo:
—¡Fíjate! ¡Tiene un agujero en la frente!
Una luz me iluminó el rostro. Y la luz se acercó. Al sentir la pesada mano sobre mi cráneo, retrocedí un paso. Y otra voz dijo:
—Ha sido de rebote. Estos cuarenta y cinco te dan en el dedo meñique y te tumban de espaldas.
Otro, desde la acera, gritó:
—Este que está aquí ya se fue al otro barrio. Le dejaron seco.
Me pasé el pañuelo por la cara. Me zumbaba la cabeza y tenía la fija idea de que había perdido algo.
—¿Es tuyo eso, muchacho?
El que había hablado me ofrecía la cartera de mano, con las asas hacia mí. La cogí presa de súbito terror, como sí, por un instante, hubiera perdido algo de un valor inapreciable. Dije:
—Gracias.
Escudriñé las facciones teñidas de azul, oscuras, de quienes me rodeaban. Dirigí la vista al hombre muerto. Yacía de bruces, rodeado de un grupo de hombres. Me di cuenta de que hubiese podido ser yo quien yaciera muerto en la acera, y tuve la impresión de haberle visto allí, en aquella postura, a la luz del mediodía, hacía mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo hacía...? Y sabía cómo se llamaba. Me flaqueron las piernas. Me senté en el bordillo. Los nudillos de la mano que se cerraba alrededor del asa de la cartera descansaban en el suelo; mantenía la cabeza caída al frente. La gente se agitaba a mi alrededor. Oí:
—¡Apártate, hombre! ¡No te pongas nervioso! ¡Aquí hay para todos!
Sabía que tenía que hacer algo, pero comprendía que el olvido de lo que debía hacer no era natural, del mismo modo que uno sabe que el olvido de los detalles de un sueño no es tal olvido sino la total disolución de tales detalles en la nada. Sabía que debía hacer algo, e intentaba determinar qué era, esforzándome en traspasar el gris velo que, en mi mente, cubría aquello que debía hacer, un velo tan opaco como la azulada cortina que impedía ver la calle más allá de la caja de caudales. Me desapareció el mareo y pude ponerme en pie, sin soltar ni por un instante la cartera. Me llevé el pañuelo a la cabeza y lo oprimí contra la herida. En la calle, no muy lejos de donde yo me encontraba, oí el ruido de los grandes cristales de los escaparates al hacerse añicos, y en el azul misterioso de la oscuridad, las paredes de las casas despedían destellos. Los anuncios luminosos estaban apagados y los sonidos habían perdido su habitual significado. Sonó un timbre de alarma, que ya a nadie podía alarmar, y después oí los gozosos gritos de los que se dedicaban al pillaje.
Alguien dijo junto a mí.
—Vamos, ya.
Y el hombre que me había ayudado a ponerme en pie me dijo:
—Vamos, compañero.
Me tomó del brazo. Era un hombre delgado, que llevaba un gran saco de tela al hombro.
—Tal como te encuentras no es aconsejable que te quedes aquí —añadió—. Pareces como borracho.
—¿A dónde vamos?
—¿A dónde, dices? ¡A cualquier sitio! ¡A todas partes! Lo que hace falta es que nos movamos, sin preguntarnos a dónde vamos...
Gritó:
—¡Dupre!
—¡Maldita sea, no vocees mi nombre, que no hace ninguna falta —contestó una voz—. Estoy aquí, cogiendo unas cuantas camisas de trabajo.
—Coge algunas para mí, Du.
—De acuerdo, pero no creas que soy tu mamá.
Miré al hombre delgado, y no pude evitar sentir simpatía hacia él. Me había ayudado sin conocerme, de un modo desinteresado.
—¡Du! —gritó—. ¿Vamos allá?
—Deja que coja las camisas.
La multitud entraba y salía de las tiendas, moviéndose como las hormigas alrededor del azúcar derramado. De vez en cuando se oía ruido de cristales rotos, disparos, las sirenas de los bomberos en lejanas calles.
El hombre me preguntó:
—¿Cómo te encuentras?
—Todavía estoy algo mareado, y débil.
—Veamos si ya ha dejado de sangrar el agujero ese. Sí, no tardarás en encontrarte bien.
Oía claramente su voz, sin embargo no podía distinguir bien sus facciones. Dije:
—Seguro.
—Has tenido suerte de que no te hayan matado. Estos hijos de puta tiran a dar, ahora. Ahí, en Lenox, tiraban al aire. ¡Si pudiera conseguir un rifle, les daría una lección! Tómate un trago, es scotch del bueno. —Sacó una botella de cuarto de litro del bolsillo trasero del pantalón—. He cogido una caja entera en aquella licorería. Allí, si entras y respiras hondo, te emborrachas. Quedas borracho como una sopa con sólo respirar. Cientos de litros del mejor whisky por los suelos...
Tomé un par de sorbos. Al tragar la bebida sentí un temblor en el estómago, pero el ardor del alcohol me reanimó. Oscuras figuras, envueltas en resplandor azulado, se movían a mi alrededor. El hombre miró hacia la oscura zona en que la multitud hormigueaba, y dijo:
—¡Fíjate, se lo llevan todo! ¡No dejan nada! Yo ya estoy cansado, ahora. ¿Estuviste en Lenox?
—No.
Junto a mí, pasó una mujer que llevaba alrededor de una docena de pollos desplumados colgados por el cuello a una escoba nueva.
—¡Lástima que no lo hayas visto! Lo destrozamos todo. Ahora, las mujeres se llevan lo poco que dejamos. Una vieja se ha llevado media vaca, apenas podía con ella. Ahí llega Dupre.
De la multitud salió un hombre pequeño, cargado con un montón de cajas. En la cabeza llevaba tres sombreros, uno encima de otro, y de sus hombros colgaban varios pares de tirantes. Cuando estuvo más cerca advertí que calzaba botas de agua que le cubrían las piernas por entero. Iba con los bolsillos repletos, abultados, y cargaba un pesado saco al hombro.
Mi amigo señaló la cabeza del recién llegado:
—¡Maldita sea, Dupre! Supongo que me darás uno. ¿De qué marca son?
Dupre se detuvo y le miró:
—¿Con todos los sombreros que había ahí dentro, tú crees que iba a coger otra cosa que no fuera Dobbs? ¿Estás loco? ¿Tú crees que iba a escoger cualquier otra marca habiendo allí estos Dobbs nuevos, con los mejores colores? Vayámonos antes que la policía vuelva. ¡Fíjate como arde!
Miré la cortina de fuego azulado, contra la que destacaban negras siluetas humanas. Dupre gritó una orden, y de la multitud surgieron varios hombres que se unieron a nosotros. Emprendimos la marcha. Mi amigo (al que los demás llamaban Scofield) me cogió del brazo para que no me separara de él. La cabeza me latía dolorosamente, y la herida aún sangraba. Scofield señaló mi cartera y dijo:
—Parece que también llevas tu botín.
—Es poca cosa.
Y pensé: "¿botín?" ¿Botín? De repente recordé por qué la cartera pesaba tanto. En ella llevaba los fragmentos de la hucha de Mary y las monedas que había contenido. Sin saber por qué, abrí la cartera y metí en ella todos mis papeles, el carnet de la Hermandad, la carta anónima, el muñeco de Clifton. Scofield dijo:
—¡Llénala, hombre, llénala! No te dé vergüenza. Espera a que entremos en una casa de empeños y verás. Fíjate, Du lleva un saco de recoger algodón lleno hasta rebosar. Si quisiera, podría abrir una tienda.
Un hombre que iba a mi lado, exclamó:
—Hubiese jurado que el saco de Dupre era un saco de recoger algodón. ¿Dónde diablos lo consiguió?
—Lo trajo consigo cuando vino al Norte. Du jura que cuando vuelva al Sur lo hará con el saco lleno de billetes de diez dólares. Después de esta noche, va a necesitar un almacén para guardar todo lo que ha cogido. ¡Y tú has de llenar esta cartera, muchacho! ¡No puedes irte con las manos vacías!
—Ya llevo bastantes cosas en ella. No creo que vaya a coger nada.
Y, en aquel instante, tuve clara conciencia de lo que nos disponíamos a hacer, pero me sentí incapaz de abandonarles. Scofield dijo:
—Quizá tengas razón. A lo mejor la llevas llena de diamantes o algo por el estilo. Tampoco hay que ser demasiado ambicioso, aunque a veces uno no pueda dominarse.
Seguimos adelante. ¿Por qué no les dejaba e iba a las oficinas del distrito? ¿Dónde pararían los miembros de la Hermandad? ¿Estarían celebrando el cumpleaños de Jack?
—¿Cómo empezó eso? —dije.
Scofield pareció sorprenderse.
—No tengo ni idea. Supongo que un policía le pegó un tiro a una mujer, o algo por el estilo.
Un hombre se acercó a nosotros, en el momento en que oía el ruido de un pesado objeto de acero al chocar contra el suelo. El hombre dijo:
—No, no fue eso. Todo se debe a aquel muchacho, ¿cómo se llama...?
—¿A quién te refieres? —pregunté.
—¡Al chico joven!
—¡Sí! ¡Aquello indignó a todo el mundo!
Clifton, pensé. Todo se debe a Clifton. Una noche en honor de Clifton. Scofield dijo:
—No, hombre, no. Vi con mis propios ojos cómo empezó la cosa. A las ocho, en Lenox, junto a la calle Ciento Veintitrés, un policía dio una bofetada a un niño por haber cogido un puñado de chocolatines, la madre del niño protestó, y entonces el guardia abofeteó a la madre, y así se armó el jaleo.
Otro dijo:
—Yo he oído decir que ocurrió de otra manera. Cuando llegué me dijeron que una mujer blanca había intentado quitarle el hombre a una negra.
—No me importa como empezara, lo único que me interesa es que dure.
Otra voz dijo:
—Sí, se debió a una mujer blanca, pero no pasó como tú has dicho. La mujer blanca estaba borracha...
No pudo ser Sybil, pensé, puesto que cuando la dejé, los disturbios habían ya comenzado.
Desde el escaparate de una casa de empeños, un hombre que sostenía unos anteojos en la mano, gritó:
—¿Queréis saber quién inició el baile? ¿Lo queréis saber de verdad?
—Claro —dije.
—¡Pues lo empezó nuestro gran jefe, este gran hombre llamado Ras el Destructor!
—¿Ese soplapollas? —preguntó una voz.
—¡Eso lo serás tú, hijo de tu madre!
—Nadie lo sabe —dijo Dupre.
Scofield me ofreció la botella de whisky, que yo rechacé, y dijo:
—Sencillamente, el barrio explotó. Todo se debe a estos días...
—¿Qué días?
—Al calor de estos días.
—No, te digo que la gente perdió los estribos con lo que le hicieron a aquel muchacho...
Pasamos ante un edificio del que salió una voz que gritaba frenéticamente:
—¡Este establecimiento es de propiedad negra! ¡De propiedad negra! ¡Es un establecimiento negro!
—¡Pues pon una señal para que lo sepamos, so memo! —gritó una voz—. Seguramente eres tan cabrón como los otros.
—Escuchad al bastardo ese. Por primera vez en su vida está contento de ser negro —dijo Scofield.
La voz seguía gritando mecánicamente:
—¡Establecimiento negro! ¡Establecimiento negro!
—¿Estás seguro de que no llevas sangre blanca?
—¡Segurísimo! ¡Ni gota!
—¿Qué os parece si le hiciéramos una visita?
—¿Para qué? Seguramente tiene la tienda vacía. Más vale que dejemos en paz al pobre desgraciado.
Cuando llegamos ante una ferretería, Dupre dijo:
—Muchachos, ésta es la primera parada.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté.
Dupre me miró, e inclinando a un lado la cabeza cubierta con los tres sombreros, preguntó:
—¿Quién eres?
—Nadie, uno de los muchachos.
—Me parece que te conozco...
—No creo.
Scofield intervino:
—No te preocupes, Du, la policía disparó sobre él.
Dupre me miró fijamente, y atizó un puntapié a una pastilla de mantequilla, que salió disparada dejando un grasiento rastro. Dijo:
—Vamos a hacer algo que tenemos que hacer. En primer lugar cogeremos linternas eléctricas, una para cada uno... Es preciso que nos organicemos un poco. ¡Vamos! ¡Adentro!
—Vamos, muchacho —me dijo Scofield.
No sentí ningún impulso de abandonarles, ni tampoco de convertirme en su jefe. Les seguía contento, dominado por la necesidad de saber a dónde irían y qué harían. Pero en ningún momento me abandonaba la idea de que debía acudir a las oficinas del distrito. Entramos en el almacén; en la oscuridad interior se veían destellos metálicos. Los hombres iban de un lado para otro, cuidadosamente. Oía el sonido que producían en su búsqueda, al coger objetos y dejarlos en el suelo. Sonó la campanilla de la caja registradora.
—Aquí hay linternas —dijo alguien.
—¿Cuántas? —preguntó Dupre.
—Muchas.
—Pues repártelas. Una a cada uno. ¿Tienen pilas?
—No, pero ahí veo una docena de cajas con pilas.
—Pues dame una linterna con batería y buscaré las latas. Luego das una linterna a cada uno.
—Aquí hay latas —dijo Scofield.
—Ahora sólo nos falta saber dónde está el alcohol.
—¿Alcohol? —dije.
—Eso, alcohol de quemar, gasolina o kerosene. Y prestad atención: ¡que nadie fume!
Me quedé al lado de Scofield, con el oído atento a los sonidos.
Scofield cogió una pila de latas y las repartió. Entonces, el almacén cobró nueva vida, quedó poblado de rayos de luz y de sombras inquietas, saltarinas.
Dupre gritó:
—Mantened las linternas bajas, a ras del suelo. No hace falta que la gente nos vea. Cuando tengáis las latas poneos en fila y os las llenaré.
—¡Fijaos como manda Du! ¡Qué elemento! Le gusta mandar. Siempre me ha metido en líos.
—¿Qué diablos vamos a hacer? —pregunté.
Dupre contestó:
—Ya lo verás. ¡Eh, tú, el de la caja registradora! ¡Déjala ya tranquila y coge tu lata! ¿No ves que no hay nada en la caja? Si hubiera algo ya lo habría cogido yo.
Súbitamente el metálico golpeteo de las latas cesó. Fuimos a un cuarto trasero. A la luz de la linterna vi una hilera de tanques de combustible sostenido sobre unos soportes. Dupre estaba junto a uno de ellos, con sus flamantes botas de agua, y llenaba las latas con kerosene. Avanzábamos hacia él, lenta y ordenadamente. Cuando todas las latas estuvieron llenas nos dirigimos a la calle. En la oscuridad, con las voces de aquellos hombres a mi alrededor, experimentaba una creciente excitación. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué debía pensar de lo que estaba viendo? ¿Qué debía hacer?
Dupre dijo:
—Llevando eso en las manos mejor será que vayamos por el centro de la calle. Al fin y al cabo sólo tendremos que andar hasta la esquina.
Mientras salíamos de la tienda, entró en ella un grupo de muchachos de catorce a quince años. Las linternas los iluminaron, y vi unas figuras que corrían. Llevaban pelucas rubias y vestían chaqués, cuyas colas se agitaban tras los móviles cuerpos. Después, persiguiendo a los muchachos que entraron primero, llegaron otros armados con rifles de juguete, obtenidos en algún almacén de la cadena Army&Navy. Me uní a las risas de mis compañeros y pensé: "Es una noche de ritual homenaje a Clifton".
—Apagad las linternas —ordenó Dupre.
A nuestras espaldas oíamos gritos y risas. Al frente, los pasos de muchachos que corrían de un lado para otro, las lejanas sirenas de los bomberos, disparos, y, en los momentos de silencio general, el constante ruido de vidrios haciéndose añicos. A mi olfato llegaba el olor del kerosene que salía de las latas en el suelo.
Entonces, Scofield me cogió bruscamente el brazo:
—¡Dios mío! ¡Mira allá!
Vi un grupo de hombres que corría empujando un enorme vagón de transporte de leche Borden, encima del cual iba sentada una gigantesca mujer vestida con una bata de guinga y rodeada de linternas de ferrocarril, que bebía cerveza de un barril que tenía ante ella. Los hombres corrían furiosamente unos cuantos pasos, y se detenían, descansando entre los circulares parachoques del vagón. Corrían unos pasos más y volvían a detenerse. Gritaban, bebían y reían. La mujer, arriba, echó la cabeza atrás, y en voz potente, con timbre de cantora de blues, gritó apasionadamente:
Si no hubiera sido por el árbitro,
Joe Louis le hubiera matado.
Hubiera matado a Jim Jefferie...
¡Cerveza gratis!
Y con el cucharón que utilizaba para sacar cerveza del barril hizo un amplio ademán, lanzando la bebida a la calle.
Sorprendidos, nos detuvimos. Con el cucharón en la mano, la mujer inclinaba el cuerpo y la cabeza a derecha e izquierda, en cortesanas reverencias, como una mujer cañón embriagada, en un desfile de circo. Después, se echó a reír, bebió sostenidamente, y con la mano libre comenzó a tirar botellas de leche a la calle. Y los hombres volvieron a empujar el vagón, cuyas ruedas destrozaban los desechos que cubrían la calle. A mi alrededor oía carcajadas y gritos de protesta.
Scofield, indignado, dijo:
—Debiéramos impedir que estos desgraciados siguieran portándose como imbéciles. Están llevando las cosas demasiado lejos. ¿Cómo diablos van a bajar de ahí a la mujer cuando esté totalmente borracha? Me gustaría saberlo. ¿Cómo diablos la bajarán? ¡Están tirando leche a la calle, leche que otra gente necesita!
La visión de la mujer no me había impresionado. Leche y cerveza. Sentí tristeza. Al tomar la curva el vagón patinó, inclinándose peligrosamente. Seguimos nuestro camino. Procurábamos no pisar las botellas rotas; el kerosene de nuestras latas caía sobre la blanca leche derramada. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué me había entristecido? Doblamos la esquina. La cabeza todavía me dolía.
—Es aquí —me dijo Scofield, cogiéndome por el brazo.
Nos encontrábamos ante un edificio destinado a viviendas.
—¿Qué es esto?
—El edificio en que casi todos nosotros vivimos. ¡Vamos!
De modo que para eso iba a servir el kerosene. No podía creerlo, no podía creer que fuesen capaces de hacerlo. El edificio parecía vacío. En las ventanas no se veían luces. Ellos mismos habían sumido en tinieblas el lugar en que vivían, y ahora sólo las linternas y las llamas lo iluminarían. Miré a lo alto de la casa y pregunté a Scofield:
—¿Dónde viviréis?
—¿Tú crees que alojarse aquí es vivir? Muchacho, la única forma de acabar con eso es haciendo lo que vamos a hacer.
Contemplé a los hombres a mi alrededor, en busca de un movimiento, un signo de vacilación por leve que fuera. Miraban el edificio que se alzaba ante nosotros. En las latas, a la luz de reflejos ocasionales, veía resbalar oscuros riachuelos de kerosene. Los hombres miraban el edificio, inmóviles, encorvadas las espaldas. Ninguno de ellos decía no, con palabras o con su actitud. Y, ahora, en las oscuras ventanas y en los terrados, podía percibir las siluetas de mujeres y niños.
Dupre avanzó hacia el edificio. Subió a lo alto de la escalinata exterior. Y desde allí, la grotesca figura con tres sombreros en la cabeza, gritó:
—Prestad atención. Vais a sacar de la casa a las mujeres, los niños, los viejos y los enfermos. No quiero que quede ni uno. Subís con las latas al terrado. ¿Lo comprendéis? ¡Al terrado! Y, entonces, comenzáis a usar las linternas y sacáis a la gente de los cuartos. No quiero que quede ni uno solo. Y cuando estén fuera, vaciáis las latas. Cuando las hayáis vaciado, yo daré tres gritos, y entonces echáis una cerilla y salís de ahí. ¡Y después nos largamos!
Ni por un instante se me ocurrió interrumpirle o poner reparos a lo que iban a hacer... Tenían un plan que se disponían a ejecutar. De la casa comenzaban a salir mujeres y niños. Un niño lloraba. De repente, todos quedaron inmóviles, volvieron las cabezas, y escudriñaron la oscuridad de la noche. En algún lugar, no lejos de allí, se oía el incongruente ruido de un martillo neumático que sonaba como una ametralladora. Todos quedaron inmóviles, atentos, alerta sus sentidos como los del ciervo alarmado. Luego, reanudaron su trabajo. Las mujeres y los niños salían del edificio.
—Bueno, bueno... —dijo Dupre—. Que las mujeres vayan a las casas donde van a pasar la noche, y que se lleven a los niños.
Me empujaron por la espalda. Di media vuelta y vi a una mujer que, tras pasar junto a mí, subía las escaleras exteriores y cogía a Dupre por el brazo. Las dos figuras parecieron fundirse en una sola, y oí la voz vibrante y desesperada de la mujer:
—Por favor, Dupre. Por favor, sabes que voy a dar a luz de un momento a otro.., No tengo sitio adonde ir.
Dupre se apartó de ella, y ascendió un peldaño. La miró, y, sacudiendo la cabeza cubierta por los tres sombreros, dijo con voz paciente:
—¿Por qué provocas problemas, ahora? Sabes que es cosa decidida, y que no voy a echarme atrás.
Se metió la mano en la boca de una de las botas de agua, y extrajo un revólver niquelado, con el que señaló en un amplio ademán a quienes estaban frente a él.
—Escuchad todos. Aquí nadie va a cambiar de opinión, y no estoy dispuesto a tolerar que se discuta lo que ya está decidido.
—¡Bien! ¡Dupre tiene razón!
—En esta cueva, mi hijo murió de tisis y os aseguro que aquí no va a nacer ningún otro niño. Y, ahora, Lottie, vete de aquí y deja que los hombres hagan lo que deben hacer.
La mujer se echó a llorar y retrocedió hacia la calle. La miré. Iba en zapatillas, tenía los pechos turgentes y la barriga abultada, alta. Surgieron de la muchedumbre manos femeninas y se la llevaron. Sus ojos grandes y resplandecientes miraron hacia atrás, al hombre con botas de agua.
¿Qué clase de hombre era aquél? ¿Qué diría de él Jack? ¡Jack! ¿Dónde estaría, ahora?
Scofield me propinó un codazo:
—Anda, muchacho, vamos ya.
Embargado por la conciencia de la indignante irrealidad de Jack, seguí a Scofield. A la luz de las linternas entramos en la casa y subimos las escaleras. Precediéndome, avanzaba Dupre. Era un hombre a quien nada ni nadie me había enseñado a contemplar, a comprender, a respetar. Dupre era un hombre al margen de mi sistema de conceptos. Entramos en las habitaciones que mostraban los signos de la apresurada huida de sus habitantes. Dentro, hacía mucho calor. En el edificio resonaban los sonidos de pasos, de kerosene al ser vertido, de súplicas de algún viejo que se resistía a abandonar su vivienda. Luego, los hombres trabajaron en silencio, como gusanos cavando galerías subterráneas. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. No se oía ni una carcajada, ni una risa. Y, entonces, abajo, sonó la voz de Dupre:
—Atención, muchachos. Ya no queda nadie dentro. Ahora, comenzando por el último piso, vais a encender las cerillas y a tirarlas en el kerosene. Andad con tiento, no sea que os abraséis...
En la lata de Scofield todavía quedaba kerosene. Cogió un trapo y lo echó en la lata. Luego, vi el chisporroteo de una cerilla, y, en el mismo instante, las llamas invadieron el cuarto. Se alzó una oleada de calor y retrocedí unos pasos. Scofield estaba en pie ante mí, su silueta se recortaba contra las llamas, y oía su voz dando gritos:
—¡Malditos podridos hijos-puta! ¡Pensabais que no lo haríamos! ¡Pues ya está hecho! ¡No queríais arreglarlo! ¡Pues ya está arreglado para siempre!
—Salgamos de aquí —dije.
Ante nosotros, más abajo, los hombres descendían a saltos por la escalera, iluminados por la fantasmagórica luz de llamas y explosiones; bajaban a saltos como los que se dan en los sueños. Pasaba ante los distintos pisos y en todos se elevaban las llamas. Me sentí avasallado por una incontenible exaltación. Pensaba: "¡Lo han hecho! ¡Lo han hecho!". Lo planearon y lo llevaron a cabo solos, por propia decisión, por propia actuación. Eran capaces de actuar por su cuenta.
Oí pasos tras mí, y una voz aulló:
—¡Corre, muchacho! ¡Corre! Ahí arriba es un infierno. Alguien ha abierto la puerta del terrado y las llamas saltan hacia arriba como demonios.
—¡Corre! ¡Vayámonos de aquí! —dijo Scofield.
Al ponerme en movimiento noté que perdía algo, un objeto, y, cuando me encontraba en el piso inmediato inferior me di cuenta de que había perdido mi cartera de mano. Dudé durante un instante, pero decidí volver atrás para buscarla, ya que la había tenido durante demasiado tiempo para desprenderme de ella sin dolor.
—¡Vamos, muchacho! ¡No te entretengas! —gritaba Scofield.
—Espera un momento, vuelvo enseguida.
Encorvado, agarrándome a la barandilla y luchando con los que bajaban a toda prisa, comencé a ascender, sin dejar de buscar, a la luz de la linterna. La encontré. En el brillante cuero destacaba la huella de una pisada húmeda de kerosene y con grumos de yeso. La cogí y di la vuelta para dirigirme hacia abajo. Disgustado, pensé que sería difícil limpiar la grasienta mancha del kerosene. Comprendí que acababa de presenciar lo que de un modo oscuro había presentido, y había intentado comunicar al comité, sin que éste quisiera darse por enterado. Temblando de excitación, me lancé por las escaleras, camino de la salida.
En el vestíbulo vi una lata medio llena de kerosene. La cogí y la arrojé a una habitación en llamas. Una llamarada mezclada con humo salió disparada hacia mí, llenando de humo el vestíbulo. Ahogándome y tosiendo, eché a correr.
Cuando me hallé en el aire libre, entre los explosivos sonidos de aquella noche, oí una voz que no supe discernir si era de mujer, hombre o niño. Sin embargo, allí, en pie en lo alto de la escalinata exterior, con el llameante vestíbulo a mi espalda, sabía claramente que aquella voz indeterminada se dirigía a mí, y me llamaba por el nombre con que era conocido en la Hermandad.
Me pareció que me hubiesen despertado de un profundo sueño, y quedé inmóvil, con el oído atento a la voz que se alzaba entre gritos, aullidos, timbres de alarma y sirenas.
La voz decía:
—¡Hermano, es maravilloso! ¡Tú dijiste que serías nuestro jefe, que nos acaudillarías cuando llegase el momento de actuar...! ¡Y no mentías!
Bajé lentamente la escalinata, y me adentré en la calle, con el febril deseo de alejarme de aquella voz. ¿Dónde estaba Scofield?
Todos los ojos, en los que el blanco destacaba contra la oscuridad que las llamas teñían de rojo, miraban el edificio.
Oí otra voz:
—¿Quién ha dicho que es, señora?
Y la primera voz de mujer repitió con orgullo mi nombre.
—¿Dónde se ha metido? ¡Cogedle! ¡Ras le está buscando!
Sin apresurar el paso me mezclé con la multitud, quedé inmerso en la oscura multitud. Toda mi piel estaba alerta, sentía escalofríos en la espalda, miraba y escuchaba a aquellos que, sudorosos, hormigueban a mi alrededor y cuyas palabras formaban un sordo murmullo que me envolvía, y sabía que, ahora que quería verles, que necesitaba verles, no podía. Les percibía, como una oscura masa en movimiento en la oscuridad de la noche, como un negro río surcando una tierra negra. Y si Ras o Tarp estuvieran a mi lado, tampoco sería capaz de verles. Me había fundido en la masa, y, con mi personalidad quemada, avanzaba por la calle cubierta de desperdicios, sobre los charcos de kerosene y leche. No tardé en encontrarme en el siguiente bloque de casas. Caminaba entre los grupos de gente, mezclándome con ellos, pasando a su lado, esquivándolos, y oía aquellas voces a mis espaldas, entre la muchedumbre. Sonaban las sirenas y los timbres de alarma. Se me echó encima un denso grupo de gente que iba muy deprisa, y entre todos me empujaron, y avancé medio caminando, medio corriendo, mientras miraba hacia atrás y me preguntaba dónde estarían mis compañeros. Oí tiros a mis espaldas, y, a uno y otro lado, la gente arrojaba ladrillos, objetos de metal y cubos de la basura a los cristales de los escaparates. Caminaba dominado por el convencimiento de que, de un momento a otro, una formidable fuerza, hasta el momento reprimida, iba a estallar. A empujones, me acerqué a una de las aceras, y quedé allí, en pie junto a la puerta de una casa. Veía pasar a la multitud, y me sentía vengado por ella, mientras recordaba la llamada telefónica que me había traído a donde estaba. ¿Quién me había llamado? ¿Un miembro de mi distrito o alguien que asistía a la fiesta de cumpleaños de Jack? ¿Quién podía desear que acudiera al distrito, cuando ya era demasiado tarde para que mi presencia fuese útil? Igual daba, iría ahora. Vería qué pensaban las grandes mentes directivas. ¿Dónde se encontrarían en aquellos instantes, y a qué conclusiones llegarían? ¿Qué lecciones históricas sacarían ex post facto? ¿Y aquel ruido tras el que se cortó la comunicación significó el origen de los disturbios o solamente fue debido a que Jack había dejado caer su ojo en el suelo? Solté una carcajada de borracho, y las sacudidas de la risa me produjeron dolorosos pinchazos en la cabeza.
El tiroteo cesó repentinamente, y en el nuevo silencio oí el sonido de voces, de pisadas, ajetreo.
Alguien dijo a mi lado:
—¡Eh, muchacho! ¿Adónde vas?
Era Scofield.
—Aquí no queda más remedio que correr —contesté—, o de lo contrario te aplastan. Pensé que todavía estabais allí.
—No, me largué enseguida. Se incendió un edificio, un par de casas más allá del nuestro, y llamaron a los bomberos... ¡Las balas silbaban que daba gusto!
—¡Cuidado! —grité.
Y aparté a Scofield para que no tropezara con el hombre que, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un farol, intentaba vendarse una herida en el brazo.
Scofield lo iluminó con la linterna, y, durante un segundo, vi al negro tumbado, con el rostro grisáceo, contemplando inerte y sorprendido la sangre que manaba de la herida, corría por el brazo y caía al suelo. Me incliné sobre él, y con el pañuelo formé un torniquete que oprimí fuertemente. Sentí el calor de la sangre en la mano, y la herida dejó de sangrar.
Un muchacho que se había acercado a nosotros, dijo:
—Ya no sale sangre.
—Mantén el torniquete apretado —le dije— y llévale a un médico.
—¿Usted no es médico?
—¿Yo? ¿Yo, médico? ¿Estás loco? Si quieres que este hombre no muera, llévale a un médico.
—Albert ha ido a buscar uno. Pensaba que usted era médico. Usted...
Miré mis manos cubiertas de sangre.
—No, hombre, no soy médico. Mantén el torniquete prieto hasta que llegue el médico. Yo no soy capaz de curar ni siquiera un dolor de cabeza.
Me puse en pie, y con la mirada fija en el hombre, me limpié las manos en la cartera de piel. El herido tenía los ojos cerrados, estaba inerte con la espalda apoyada en el farol, mientras el muchacho apretaba el torniquete con todas sus fuerzas. Advertí que la tela alrededor del brazo herido era una corbata nueva, de brillante colorido. Dije a Scofield:
—Vámonos de aquí.
Apenas nos habíamos alejado cuatro pasos cuando Scofield me preguntó:
—Oye, ¿no era a ti a quien aquella mujer llamó hermano?
—¿Hermano? No, seguramente se lo dijo a otro, no a mí.
—¿Sabes? Me parece haberte visto antes, en alguna parte... ¿Has vivido en Memphis? —Señaló ante nosotros y dijo—: ¡Fíjate!
Al frente, en la oscuridad, vi una sección de policías con casco blanco, que iniciaban una carga. Y en aquel instante, un diluvio de ladrillos arrojados de los tejados les obligó a retroceder en busca de cobijo. Algunos de los policías se volvieron hacia atrás, mientras corrían en dirección a los portales y dispararon sus revólveres. Entonces, Scofield lanzó un gruñido y cayó al suelo. Y yo me dejé caer a su lado, en el momento en que vi el fogonazo de un disparo, y acto seguido oí un chillido agudo, que trazó en el aire una trayectoria igual a la del arqueado salto de un saltador de palanca, curvándose desde el inicio hasta el término del salto, y oí el sordo choque contra la calle. Me pareció que cayese en mi estómago, y sentí náuseas. Agazapado, miraba al frente, más allá de Scofield, procurando ver con precisión la oscura forma que desde el terrado se había estrellado en la calle. Más lejos, veía el cuerpo de un policía, cuyo casco blanco destacaba como una minúscula colina luminosa en la oscuridad.
Me arrastré para averiguar si Scofield estaba herido. Scofield reptó hacia delante, maldiciendo a los policías que intentaban rescatar a su compañero. Scofield maldecía furiosamente. Estiró un brazo y comenzó a disparar con un revólver niquelado, igual al que había exhibido Dupre. Con el rostro vuelto hacia mí, gritó:
—¡Les voy a mandar a todos al infierno! ¡He esperado mucho tiempo, y ahora me los voy a cargar!
—Mejor será que no utilices el revólver. ¡Vámonos de aquí!
—¡No te preocupes, sé cómo sacar partido de este trasto!
Me arrastré hasta colocarme detrás de un montón de canastos que contenían pollos en estado de descomposición. A mi izquierda, sobre la acera, un hombre y una mujer estaban agazapados tras un carrito de reparto volcado. La mujer decía:
—Dehart, vayamos a la colina. Dehart, vayamos con la gente de orden.
El hombre contestó:
—¡Qué colina, ni leches! El jaleo apenas ha empezado. Y si esto se convierte en una revuelta racial, con todas las de la ley, yo quiero estar aquí hasta el último momento.
Sus palabras me hirieron como balas disparadas a quemarropa, destrozando la satisfacción que los acontecimientos me habían producido. Era como si estas palabras hubieran revelado el significado de la noche, casi como si hubieran dado existencia a aquella noche; al vibrar el corto aliento del hombre en el aire estremecido por la rebelión, nació la noche tal como verdaderamente era. Y al definirla, al dar sentido a la furia desatada, las palabras me habían sumido en un torbellino, y mis pensamientos se dirigían hacia atrás, hacia los días en que Clifton todavía no había muerto. ¿Era esto lo que el comité había planeado? ¿Era esto lo que explicaba por qué habíamos renunciado a nuestra influencia en beneficio de Ras? Oí el ronco disparo de una escopeta, y dirigí la vista, más allá del brillante revólver de Scofield, al apelotonado bulto que había caído del terrado. Aquello era un suicidio, sin disponer de armas, equivalía a un suicidio. Y ni siquiera en las casas de empeños podíamos comprar pistolas. Comprendí con terror que, en todo momento, había sabido que el tumulto de la lucha de los hombres contra objetos inanimados —contra los mercados y las tiendas— podía convertirse rápidamente en lucha de hombres contra hombres, y, en este caso, sabía también que el número y las armas favorecerían a quienes luchaban contra nosotros. Ahora lo comprendía con claridad meridiana. No era suicidio, era asesinato. El comité lo había planeado. Y yo les había ayudado, yo había sido su instrumento. Incluso en los días en que me creía un hombre libre, no había sido más que un instrumento en manos del comité. Al fingir que estaba de acuerdo con ellos, había estado verdaderamente de acuerdo con sus intenciones y había contraído la responsabilidad de lo ocurrido a aquella forma apelotonada en la calle, que veía a la luz de las llamas y los disparos, y había contraído la responsabilidad de lo ocurrido a cuantos la noche había conducido o conduciría a la muerte.
Eché a correr, mientras Scofield lanzaba maldiciones porque se había quedado sin balas. Corría como un loco y la cartera de piel me golpeaba la pierna. Un perro surgió de la multitud y se lanzó sobre mí. Le aticé con la cartera en la cabeza y huyó aullando de dolor. A mi izquierda se abría una calle silenciosa, con árboles, destinada únicamente a residencias. Entré en ella para dirigirme a la Séptima Avenida, a las oficinas del distrito, dominado por el horror y el odio. Pensaba: "¡Me vengaré! ¡Me vengaré! ¡Me vengaré!".
A la luz de la luna tardíamente aparecida, la silenciosa calle estaba como muerta, y en aquellos instantes el sonido del tiroteo parecía menos intenso, amortiguado por la distancia. El tumulto se desarrollaba en un mundo distinto. Me detuve bajo un árbol bajo, de espesa copa, y contemplé los cuidados senderos alrededor de las casas.
Los habitantes habían desaparecido, huyendo de las amenazadoras aguas de un río desbordado, y las casas estaban silenciosas, con las ventanas cerradas. Oí los pasos de un hombre solo, que se acercaba a mí sin vacilaciones a través de la noche. Al inquietante sonido de los pasos de pies desnudos sucedió un grito alucinante, nítidamente articulado:
El tiempo huye
y las almas mueren.
Cuando llegue el Señor,
caerá la nooooche.
Era un grito cansado, como si el hombre hubiera huido incesantemente de algo, durante días, durante años. Pasó frente al árbol. Las pisadas de sus pies descalzos resonaban en el silencio de la calle. Y pocos pasos más allá volvió a alzarse en el aire el grito agudo, alucinante.
Corrí hasta llegar a la Avenida, donde, a la luz de una licorería incendiada, vi a tres viejas que corrían torpemente hacia mí, con las faldas levantadas, formando una bolsa en la que llevaban latas de conservas. Una de ellas decía:
—¡No puedo evitarlo! ¡Perdóname, Señor! ¡Perdóname, buen Jesús!
Seguí adelante. El hedor de alcohol y alquitrán quemado impregnaba mi olfato. Más adelante, en la Avenida, a mi izquierda, y allí donde una calle, a la derecha, corta el largo bloque de casas, todavía brillaba un farol. Allí vi a una multitud que asaltaba una tienda situada frente al lugar en que la calle cortaba el bloque. Cuando pasé ante la tienda, los que ya habían entrado arrojaron un diluvio de conservas, embutidos, menudillos, a los que estaban fuera. Un paquete de harina reventó, dejándoles manchados de blanco, y entonces de la oscuridad de la calle frontera a la tienda aparecieron dos policías a caballo, que al galope, entre los resoplidos de las monturas y el pesado sonido de los cascos, cargaron contra la hormigueante multitud. Al empuje de los caballos, la muchedumbre quedó dividida, retrocedió como una ola, retrocedió chillando y maldiciendo, y, algunos, riendo. Retrocedió y se arremolinó y corrió por la Avenida. Se empujaban y tropezaban, mientras los caballos, altas las cabezas, con espuma en el belfo, subían el bordillo, y se les ponían rígidas las patas, y patinaban en la acera despejada, como si estuvieran sobre hielo, y, llevados por el empuje, resbalaban de lado, rígidas las patas, haciendo saltar chispas con las herraduras, y se dirigían hacia otra tienda que otra multitud asaltaba. Y sentí el corazón oprimido al ver que la primera multitud volvía a la tienda de la que había huido para proseguir su pillaje entre gritos de burla.
Maldije a Jack y a la Hermandad. Di un corto rodeo para no pasar por encima de la reja de acero arrancada del escaparate de una casa de empeños, y vi que los policías, graves y hábiles, resplandecientes en la noche sus blancos cascos de acero, galopaban de nuevo, cortas las riendas, dispuestos a dar otra carga.
En esta ocasión, derribaron a un hombre. Una mujer alzó una brillante sartén y con ella golpeó la grupa de un caballo. El caballo lanzó un relincho y levantó las patas delanteras. Pensé: "¡Me vengaré! ¡Me vengaré!". Eché a correr en el momento en que un grupo de mujeres y hombres, también corriendo, avanzaba hacia mí. Llevaban cajas de cerveza, quesos, salchichas, melones, jamones, sacos de azúcar, paquetes de legumbres, hornillos de petróleo. Deseé ardientemente que todo terminara en aquel momento, antes de que llegaran los otros con sus revólveres... Corrí.
El sonido del tiroteo había cesado. Sin embargo, seguramente volvería a oírse dentro de poco.
—¡Joe, coge un pedazo de tocino! —gritó una mujer—. ¿Oyes, Joe? ¡Coge un pedazo de tocino, Wilson!
De la oscuridad surgió una voz negra:
—Señor, Señor, Señor.
Seguí adelante, sintiéndome dolorosamente aislado, hasta llegar a la calle Ciento Veinticinco. Entonces, me dirigí hacia el Este. Un escuadrón de policía montada pasó junto a mi. Hombres con fusiles ametralladoras protegían un banco, y otros, una joyería. Salí de la acera y seguí avanzando por el centro de la calle, entre las vías del tranvía.
Ahora, la luna estaba alta. Los cristales rotos esparcidos en la calle brillaban como el agua de un río desbordado, sobre la que yo caminaba como en un sueño; y una especie de hado se encargaba de evitar que tropezara con los distintos objetos de extrañas formas que el río había arrastrado hasta allí. De repente, tuve la impresión de que la tierra se hundiera bajo mis pies: ante mí, un cuerpo blanco, desnudo y horriblemente femenino, colgaba de un farol. Me sentía dominado por un sentimiento de horror propio de una pesadilla, y la cabeza me daba vueltas y más vueltas. En movimientos reflejos, me volví y, de espaldas, anduve unos pasos, y me detuve. De otro farol colgaba otro cuerpo, y de otro, otro, y otro... Eran siete cuerpos colgados frente a la tienda saqueada. Tropecé y sentí que mis pies quebraban huesos contra el suelo, miré y vi un esqueleto como los que se emplean en las escuelas para enseñar la osamenta humana. La calavera estaba separada de la espina dorsal. Y, entonces, me di cuenta de la anormal rigidez de los cuerpos colgados en los faroles. Se trataba de maniquíes de cartón. En voz alta dije: "¡Muñecos!". Maniquíes sin pelo, calvos y estérilmente femeninos. Recordé a los muchachos con rubias pelucas que habían entrado en el almacén, y esperé el alivio de las carcajadas; pero la risa fue más dolorosa que el horror. Pensé: ¿Son irreales, son verdaderamente irreales? Quizás uno de ellos sea real, quizás uno sea Sybil. Oprimí la cartera contra mi pecho y salí corriendo.
Avanzaban formando un compacto grupo, armados con palos y porras, escopetas y rifles, precedidos por Ras el Exhortador, convertido en Ras el Destructor, montado en un alto caballo negro. Era un Ras distinto, de porte altanero y vulgarmente ostentoso, que vestía un atuendo propio de un jefe abisinio: gorro de piel en la cabeza, un escudo al brazo, y sobre los hombros una capa hecha con la piel de algún animal salvaje. Era una imagen de pesadilla, no una imagen de Harlem, ni siquiera del Harlem de aquella noche, pero, al mismo tiempo, no cabía negar su alarmante y real vitalidad.
Ras gritó a unos que se dedicaban a saquear una tienda:
—¡Abandonad ya vuestro estúpido pillaje! ¡Uníos a nosotros, y asaltemos la armería! ¡Venid a proveeros de rifles y municiones!
Al oír su voz, abrí la cartera y busqué en ella las gafas oscuras, mi disfraz de Rinehart. Pero al sacarlas, vi que estaban trituradas, y sus pedazos cayeron al suelo. Estaba cogido entre dos fuegos: por un lado, Ras, y por el otro, la policía. Metí la mano en la cartera y mis dedos buscaron en el revoltijo de papeles, monedas y fragmentos de hierro, hasta encontrar el grillete de Tarp, en el que introduje la mano, dejándolo alrededor de los nudillos, mientras intentaba pensar serenamente. Cerré la cartera. Al ver a Ras, seguido de una muchedumbre superior en número a cualquier otra que el Destructor hubiera sido hasta entonces capaz de congregar a su alrededor, me serené rápidamente, sin saber exactamente por qué razón. Seguí caminando despacio, la cartera bajo el brazo, y con una nueva conciencia de mi identidad, experimentando una sensación de alivio, de respiro. Sabía perfectamente lo que debía hacer, lo sabía incluso antes de que la mente me lo dijera.
—¡Mirad! —gritó alguien.
Ras inclinó el cuerpo hacia delante, me vio, y, ante mi sorpresa, me arrojó nada menos que una lanza. Al advertir el movimiento del brazo de Ras, me arrojé al suelo, quedando con las manos apoyadas en él, y oí el sonido de la lanza al clavarse en uno de los muñecos ahorcados. Sin soltar la cartera, me erguí. Ras gritó:
—¡Traidor!
Uno dijo:
—¡Es el hermano!
Se apiñaron alrededor del caballo, excitados, pero sin saber qué hacer exactamente. Y yo miré a Ras de frente, sabedor de que no era mejor ni peor que él, y de que, para disipar las tinieblas acumuladas durante los largos meses de ilusiones y aquella caótica noche, bastaban unas breves palabras, una actitud apaciguadora, suave, incluso humilde. Quizás así pudiera despertarles a la realidad, y despertar yo también. Grité:
—¡He dejado de ser hermano! Quieren una revolución racial que yo no deseo. Cuantos más sean los que mueran entre nosotros, más contentos estarán ellos.
—¡No escuchéis sus palabras falaces! —aulló Ras—. ¡Ahorcadle! ¡Demos un ejemplo al pueblo negro para que no surjan más traidores! ¡No habrá más cobardes! ¡Ahorcadle ahí, junto a estos muñecos!
—¡Es verdad lo que te he dicho! Fui traicionado por quienes yo creía amigos de los negros. Pero estos traidores también utilizaron los servicios de Ras. Necesitaban a este destructor a fin de poder llevar a cabo su tarea. Os traicionaron para que, desesperados, siguierais a este hombre en el camino hacia vuestra destrucción. ¿No lo comprendéis? ¡Quieren que vosotros mismos seáis los culpables de vuestro asesinato, de vuestro sacrificio!
—¡Cogedle! —dijo Ras, alzando la voz.
Tres hombres se adelantaron hacia mí. Sin pensar, en un ademán grandilocuente de disconformidad y desafío, alcé los brazos y grité:
—¡No!
Mi mano tropezó con la lanza clavada en el muñeco. La arranqué y la sostuve en la mano, por la parte media, con la punta orientada hacia ellos.
—¡Esto es lo que ellos quieren! ¡Así lo habían planeado! Quieren que las multitudes armadas con rifles y ametralladoras invadan el centro de la ciudad. Quieren convertir las calles en ríos de sangre, de vuestra sangre, de sangre negra y de sangre blanca, a fin de transformar vuestro dolor, vuestra derrota y vuestra muerte en propaganda para perseguir sus propios fines. Es algo muy sencillo, se trata de un viejo truco que conocéis sobradamente. Ya sabéis el dicho: "Para atrapar a un negro, emplead otro negro". Me emplearon a mí para atraparos a vosotros, y están empleando a Ras para eliminarme a mí y preparar el camino hacia vuestro sacrificio. ¿No lo comprendéis? ¡Es claro como la luz del día!
—¡Ahorcad al traidor! ¿Qué esperáis? —ordenó Ras.
Un grupo vino hacia mí. Dije:
—¡Alto! Si vais a matarme, matadme por ser quien soy, no por pertenecer a la organización de los hombres que están ahora en el centro de la ciudad riendo satisfechos del éxito de su traición.
Hablaba convencido de que para nada iba a servirme el discurso. Mis palabras carecían de fuerza, de elocuencia. Y cuando Ras gritó "¡Ahorcadle!", quedé inmóvil, dándoles frente, y la escena me parecía irreal, pese a no olvidar que querían quitarme la vida, que me atribuían la responsabilidad de todos los días y de todas las noches de dolor, de todo los sufrimientos y de todo aquello que yo no podía variar. Yo no era un héroe, sino un hombre bajo, con piel oscura, dotado de cierta elocuencia y con una inmensa capacidad para ser engañado, una capacidad que constituía la nota que me diferenciaba de los demás. Veía a aquella gente ante mí, y, por fin, comprendía que era la gente a la que yo había engañado, y de quien ahora, precisamente ahora, había llegado a ser jefe, aun cuando mi jefatura consistía solamente en correr, huyendo, ante ellos, consistía en renunciar a mis antiguas ilusiones de visionario.
Al contemplar a Ras montado a caballo, y a los hombres armados a su alrededor, comprendí el absurdo de la noche que estaba viviendo, y la burda pero compleja combinación de esperanzas y deseos, de miedo y de odio, que me había traído, huyendo, a donde me encontraba. Y sabía quién era y dónde estaba, y también sabía que ya no tenía necesidad de huir de los Jack, los Emerson, los Bledsoe y los Norton, ni tampoco de luchar por ellos, sino que sólo debía huir de su confusionismo, su impaciencia y su resistencia a admitir el hermoso absurdo de su naturaleza norteamericana, y de la mía. Estaba allí, en pie, consciente de que al morir, al ser ahorcado por Ras, en esta calle, en esta noche de destrucción, quizá contribuiría a que mi gente, dando un sangriento paso, se acercara un poco al conocimiento de quiénes eran ellos y de quién era y había sido yo. Sin embargo, este conocimiento sería insuficiente. Yo era invisible, y el ahorcamiento no me conduciría al estado de visibilidad, ni siquiera ante quienes me ahorcaran, ya que éstos deseaban matarme no a causa, tan sólo, de ser yo quien era, sino por razón de la vida que había vivido, del modo en que había sido perseguido, del modo en que había perseguido, del modo en que yo había sido manejado por los demás, escarnecido, burlado, pese a que, hasta cierto punto, me había sido imposible variar el curso de los acontecimientos, ya que los demás eran ciegos (¿no toleraban a Rinehart y a Bledsoe al mismo tiempo?), y yo invisible. El hecho de que yo, hombre pequeño y negro, con nombre falso, tuviera que morir debido a un hombre grande y negro, llevado por su odio e ideas erróneas acerca de la naturaleza de una realidad que parecía exclusivamente dominada por unos hombres blancos que me constaba eran tan ciegos como él, me parecía intolerable, indignantemente absurdo. Y tenía la certeza de que era mucho mejor vivir el absurdo de mi vida que morir por el absurdo de las vidas de los otros, fuesen éstos Jack o Ras.
Por esto, cuando Ras gritó "¡Ahorcadle!", le arrojé la lanza, y, en el instante de hacerlo, tuve la impresión de que se cerraba un capítulo de mi vida y comenzaba otro totalmente distinto. Vi que la lanza avanzaba hacia la cabeza de Ras en el momento en que éste la giraba a un lado para gritar otra orden. La lanza le atravesó los carrillos. Ras se llevó las manos al rostro para liberar de la lanza las quijadas, y la multitud, sorprendida, quedó inmóvil y en silencio por un instante. Algunos alzaron los fusiles para disparar sobre mí, pero se encontraban demasiado cerca para que yo no pudiera evitarlo. A uno le aticé con el grillete de Tarp, y a otro le golpeé en salva sea la parte con la cartera de mano. Me metí en la tienda saqueada y la atravesé corriendo. Sonaron los timbres de alarma. Corría como un loco, tropezando con los zapatos esparcidos por el suelo, los mostradores volcados, las sillas. Corrí hacia la parte trasera, a través de la que se veía la luz de la luna. Mis perseguidores me iban a los alcances con la furia de lenguas de fuego. Salí de la tienda, y, con ellos detrás, me dirigí hacia la Avenida. Sus disparos me hubieran alcanzado, sin embargo, no disparaban porque querían ahorcarme, lincharme, y con esta intención corrían. No les habían enseñado a correr de otro modo. Yo debía morir por ahorcamiento, ya que tan sólo así podían arreglarse las cosas y quedar mis perseguidores satisfechos. A pesar de ello, corría temiendo que la muerte me llegara en forma de balazo entre las paletillas o en la nuca, y corría con la idea de refugiarme en casa de Mary. Esto último no constituía una decisión racionalmente adoptada, sino un hecho del que me di cuenta mientras corría entre charcos de leche, deteniéndome de vez en cuando para esgrimir la cartera y el grillete y escabullirme de las manos de mis perseguidores.
Sentía deseos de detenerme, enfrentarme con quienes querían ahorcarme, y decirles: "Oíd, dejadme en paz, todos nosotros somos negros... Ni a vosotros ni a mí nos interesa que esta persecución continúe". Pero me constaba que ellos sí tenían interés en cogerme. Entonces, quizá sería mejor que les dijera: "Oíd, somos víctimas de un engaño, un viejo engaño con ligeras modificaciones para ponerlo al día. Dejemos ya de perseguirnos los unos a los otros, respetémonos mutuamente, amémonos...". Mientras corría pensaba: "Si pudiera decirles...". Entonces me sumergí en otra multitud, y creí que, por fin, había logrado escapar, pero alguien se me acercó gritando y me soltó un puñetazo en la mandíbula. Cuando agarré la cabeza de mi agresor y le empujé a un lado, perdí el grillete de Tarp. Corriendo me metí en una calle que cruzaba una avenida, y, entonces, me sentí golpeado por un chorro de agua que parecía descender de lo alto. Se trataba de una tubería reventada que lanzaba una cortina de agua en la noche. Corría con la intención de ir a casa de Mary, sin embargo avanzaba por la calle encharcada en dirección al centro de la ciudad, no hacia Harlem. Cuando me detuve para emprender el camino adecuado, de la cortina de agua salió un guardia montado en un chorreante caballo negro que se lanzó sobre mí, inmenso e irreal, relinchando. Caí de rodillas y vi sobre mi cabeza la formidable masa palpitante. Oía el sonido de las herraduras, oía gritos, y, a lo lejos, el rugido del agua, el rugido que sonaba distante, como si yo me encontrara en una lejana habitación acolchada. Y, entonces, el duro pelo de la cola del caballo me golpeó los ojos. Me levanté y, tambaleándome, comencé a dar vueltas sobre mí mismo, blandiendo la cartera, con la imagen ardiente de la cola de un cometa en mis párpados doloridos. Giraba y giraba cegado, blandiendo la cartera, y al volver a oír el galope, eché a correr como un loco y penetré en la desnuda fuerza del agua, sintiendo en mi cuerpo el impacto de su potencia, un impacto frío y húmedo. Y al salir del agua, medio cegado aún, vi otro policía a caballo que se lanzaba sobre el agua, como un cazador en el momento de saltar un seto. El jinete se inclinó al frente, el caballo se alzó en el aire, el agua golpeó sus cuerpos y ambos desaparecieron detrás de la líquida cortina. A pasos vacilantes, avancé por la calle, con la cola del cometa en los ojos y la vista algo más clara. Miré atrás, y vi el agua alzándose como un geyser enloquecido a la luz de la luna. "A casa de Mary", pensé. "A casa de Mary."
Ante las casas había bajas cercas, con setos detrás. Salté una cerca y jadeante me tumbé tras el seto para reponerme de la paliza que el agua me había propinado. Poco después, cuando comenzaba a gozar del descanso, con el seco aroma del seto en el olfato, se detuvieron ante la casa y se apoyaron en la cerca. Se pasaban una botella de uno a otro, y en sus voces había el rastro de las fuertes emociones recientemente vividas. Uno de ellos dijo:
—¡Vaya noche! ¡Pocas como ésta, chico!
—Como todas, más o menos.
—¿Como todas, dices?
—Sí, como todas. Mucho joder, mucho pelear, mucho beber y mucho mentir. Pásame la botella.
—Sí, pero esta noche he visto cosas que jamás había visto.
—No creo que hayas visto gran cosa. Si no has estado en Lenox, hace un par de horas, no has visto nada. ¿Te acuerdas de Ras el Destructor? Bueno, pues el tipo estaba allí echando fuego por los colmillos.
—¿Ras? ¿Aquel chalao?
—Sí, éste. Compareció montado en un caballo negro, con un gorro de piel y una capa de piel de león o no sé qué, gritando como un loco. Era un espectáculo. El tipo ese yendo con su penco arriba y abajo. El caballo era uno de esos que arrastran los carros de verdura. Y Ras le había puesto una silla de cowboy y llevaba unas espuelas así de largas.
—¡Vamos, anda! Cuéntaselo a otro.
—¡Que sí, hombre, que sí! A caballo iba de un lado para otro gritando: "¡Destruidles! ¡Echadles de aquí! ¡Quemadles! ¡Yo, Ras, lo ordeno!". ¿Comprendes? Decía: "Yo, Ras, os lo mando. ¡Acabad con ellos!". Y, entonces un gracioso se asomó a una ventana, y, a gritos, con acento de Georgia, gritó: "¡Bien, cowboy! ¡Eres el amo del rodeo!". Bueno, pues aquel loco hijo-de-su-madre montado a caballo, con una pinta que parecía la muerte comiendo cacahuetes, va y se saca un pistolón y comienza a disparar como un animal contra la ventana. En mi vida he visto correr tan aprisa a la gente. En menos de un segundo, aquello quedó desierto, con solo el chalao de Ras, allí en medio, montado en el penco y con la piel de león a cuestas. ¡Qué tipo! ¡Cuando todos nos dedicábamos a asaltar las tiendas, Ras y sus muchachos andaban pidiendo sangre y muerte!
Yacía como un hombre rescatado del mar medio ahogado. Escuchaba las voces junto a la verja, y no sabía claramente si estaba vivo o muerto.
Otra voz dijo:
—Yo estaba allí. ¿Viste cuando la policía montada comenzó a perseguirle?
—No. Anda, toma un trago.
—Pues esto fue lo mejor. Cuando vio que la bofia le iba detrás buscó algo en la parte trasera de la silla de montar y sacó una especie de escudo.
—¿Un escudo?
—¡Palabra! Un escudo con un pincho en medio. Y esto no es nada, porque entonces dijo a uno de sus fanáticos que le trajera una lanza, y entonces el tipo, un tío pequeño, le trajo corriendo una lanza, una de esas lanzas que llevan los negros de África en las películas.
—Y tú, ¿dónde estabas cuando ocurría esto?
—¿Yo? En la acera, con un elemento que había entrado en una bodega y vendía cerveza fresca desde la ventana. Hicimos bastante dinero...
La voz rió, y continuó:
—Estaba bebiendo una Budweiser y contando el dinero, cuando llegaron los policías a caballo, galopando como cowboys. Ras el-no-sé-qué al verles lanzó un rugido como un león, retrocedió, y comenzó a pegar espolazos al trasero del penco, y venga pegarle espolazos, espolazo va, espolazo viene... Los espolazos le caían al penco como granizo. ¡Maldita sea, hombre! ¡Lástima que no lo hayáis visto! Oye, pásame la botella. Gracias. Bueno, y ahí iba Ras, cataplop-cataplop-cataplop, con la lanza en ristre y el escudo al brazo, embistiendo a los policías y gritando en africano o en jamaicano o en no sé qué, y con la cabeza baja, como si supiera como se hacen estas coñas de pelear con lanzas y demás, como en las películas. El penco soltó un relincho, Ras bajó todavía más la cabeza y le soltó unos cuantos espolazos en el culo, chico, yo no sé dónde ha aprendido a hacer eso, el hijo-puta ese. Ras, montado a caballo, parecía un guerrero antiguo. Antes de que los bofias pudieran enterarse de lo que ocurría, ya estaba Ras en medio de ellos. Entonces, un policía intentó quitarle la lanza, pero Ras le sopló un lanzazo en mitad de la cabeza y le mandó por los suelos. El caballo del policía se echó atrás, y Ras hizo retroceder el suyo para atizar otro lanzazo a otro policía. Entonces, los otros caballos rodearon a Ras, y Ras intentaba dar lanzadas pero no podía porque no le dejaban sitio para moverse, y entonces el penco comenzó a toser y a estornudar y a cagarse y a mearse. Los policías le tenían rodeado. Un policía se sacó la pistola y comenzó a atizar culatazos a Ras, mientras con el caballo daba vueltas a su alrededor. Daba vueltas y le soplaba culatazos. Pero cada vez que el policía le pegaba, Ras paraba el golpe con el escudo, y, con la otra mano, soplaba un lanzazo al policía. ¡Chico, si hubieras oído el ruido de la pistola al chocar contra el escudo! ¡Parecía que estuvieran tirando ruedas de camión desde el último piso de un rascacielos a la calle! Y, entonces, cuando Ras vio que no tenía sitio para dar un buen lanzazo, se alejó un poco, dio media vuelta y volvió a la carga. ¡El tío quería sangre! Pero los policías ya estaban hartos de tanta coña y uno comenzó a disparar. ¡Aquí se acabó la cosa! Ras no tuvo tiempo de sacar la pistola, y salió disparado de allí, con la lanza a cuestas, mientras gritaba algo sobre la familia de los guardias, y él y su caballo desaparecieron volando por una calle, como Drácula.
—¿De dónde has sacado esta historia?
—¡Es verdad! ¡Te lo juro!
Riendo, se alejaron de la cerca. Quedé inmóvil, entumecido, con deseos de reír pese a que sabía que Ras no era una figura risible. Mejor dicho, era no sólo risible, sino también peligroso. Era un loco y, al mismo tiempo, gozaba de una gran claridad mental, estaba equivocado pero tenía cierta justificación. ¿Por qué le habían tomado a broma, y solamente a broma? Sí, en parte, merecía ser tomado a broma. Era risible, pero también peligroso y triste. Jack supo darse cuenta de esto, o quizá la realidad se lo reveló por sí misma, sin ningún esfuerzo por parte de Jack. El había utilizado este hecho para conducirnos al desastre. Y yo fui su instrumento. Mi abuelo estaba equivocado cuando decía que se les podía derrotar mediante el procedimiento de decir siempre "sí, señor", aunque también cabía que la situación hubiera cambiado profundamente desde los tiempos de mi abuelo.
Tan sólo había un modo de destruirles. Me puse en pie, tras el seto, bajo la luz de la luna, húmedo y tembloroso en el aire cálido, e inicié la marcha dispuesto a ir al encuentro de Jack. Avanzaba a lo largo de la calle, con el sonido de la revuelta en los oídos, y, en la mente la imagen de dos ojos en el fondo de un vaso.
Caminaba buscando las zonas oscuras y silenciosas, y pensaba que si Jack quería verdaderamente mantener en secreto su estrategia, acudiría a Harlem, quizás en una camioneta con altavoces, para interpretar juntamente con Wrestrum y Tobitt el papel de amistoso consejero.
Iban vestidos de paisano, y, al verles, pensé: "policía". Pero advertí el palo de baseball en la mano de uno de ellos, y di media vuelta. Entonces oí:
—¡Eh, tú!
Vacilé.
—¿Qué llevas en la cartera?
Ante cualquier otra pregunta hubiese conservado la serenidad. Pero aquellas palabras me hicieron temblar de vergüenza e indignación, y eché a correr, sin dejar de pensar en ir al encuentro de Jack. Me hallaba en una zona desconocida de la ciudad. Alguien había quitado la tapa, como la de una cloaca, que cerraba una cavidad subterránea, y caí dentro. Sentí que me hundía y seguía hundiéndome. Fue una larga caída que terminó cuando choqué contra un montón de carbón, levantando una nube de polvo. Quedé tumbado de espaldas en la negra oscuridad, sobre el negro carbón. Ya no podía correr, ni esconderme, ni siquiera preocuparme. Entre el sonido de los pequeños aludes de carbón provocados por mi peso, oí unas voces que descendían de lo alto:
—¿Habéis visto cómo ha caído el hijo-puta? ¡Pooooof...! Ha sido en el momento en que le atizaba.
—¿Le diste?
—No sé.
—Oye, Joe, ¿crees que se habrá matado?
—Quizá. Está muy oscuro eso. Ni siquiera veo sus ojos.
—Un negro en un túnel, ¿eh, Joe?
Uno de ellos gritó:
—¡Negrito! ¡Sal de ahí! Queremos ver qué llevas en esa cartera.
—Venid a cogerme —contesté.
—¿Qué llevas en la cartera?
—A ti. ¿Te gusta la idea?
—¿A mí?
—A todos vosotros.
—Estás loco.
—Quizá, pero seguís dentro de la cartera.
—¿Qué has robado?
—Enciende una cerilla y lo verás.
—¿Qué diablos pretende este tipo?
Otro dijo:
—Enciende una cerilla. El moreno ese está loco.
En lo alto, el chisporroteo se convirtió en llama. Vi seis cabezas inclinadas, como si rezaran, esforzándose en verme, sin conseguirlo. Dije:
—¡Bajad! Os he tenido años y años metidos dentro de la cartera, sin que vosotros lo supierais, y sin que supierais quién soy. Y ni siquiera ahora podéis verme.
Uno de ellos gritó enfurecido.
Entonces, la cerilla se apagó, y oí que algo menudo y leve caía sobre el carbón, cerca de mí. Arriba, hablaban.
—Mira, negro hijo-puta, a ver si también te gusta eso.
Y oí el metálico sonido de la pesada tapa al ajustar en el orificio. Cuando patearon la tapa, sobre mí cayó una lluvia de polvillo. Durante los primeros momentos de sorpresa, lancé pedazos de carbón hacia arriba, con la vista fija en lo alto, intentando penetrar la oscuridad que se iluminó, por unos breves segundos, con la débil luz de una cerilla que me arrojaron a través de uno de los circulares orificios de la tapa. Entonces pensé: "En realidad, siempre he estado en la situación en que ahora me encuentro, pero ahora me consta y antes no". Calmado, me tumbé en el carbón, con la cartera bajo la cabeza, dispuesto a descansar. Mañana por la mañana quitaría la tapa. Me sentía demasiado fatigado para hacerlo en aquel momento. Se me adormeció la mente en la que tenía las imágenes de dos ojos juntos, como dos grandes gotas de plomo fundido. Aquí, parecía que la revuelta callejera jamás se hubiese producido. Poco a poco, comencé a dormirme, con la impresión de que me deslizara sobre lisas aguas negras.
Es como una muerte sin ahorcamiento, como una muerte en vida, pensé. Por la mañana quitaré la tapa. Hubiera debido ir a casa de Mary. Iría a casa de Mary, mañana. Flotaba sobre las aguas negras, me deslizaba y suspiraba sobre ellas, invisiblemente dormido.
Sin embargo, no pude ir a casa de Mary. Fui excesivamente optimista al creer que por la mañana podría quitar la tapa. Grandes e invisibles oleadas de tiempo pasaron sobre mí, pero la mañana no llegó. No hubo mañana ni luz que me despertara, y dormí hasta que el hambre me desveló. Me puse en pie y anduve en la oscuridad, tanteando las paredes de cemento. El carbón se hundía y resbalaba bajo mi peso, como si de arenas movedizas se tratara. Intenté tocar el techo, pero mis manos sólo encontraron el vacío. Luego, busqué la escalera que suele haber en los lugares como aquél. Pero allí no había tal escalera. Necesitaba luz. A gatas, agarrando firmemente la cartera, busqué entre el carbón hasta hallar la caja de cerillas que los hombres que me habían encerrado allí habían dejado caer. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? Sólo quedaban tres cerillas. Debía sacarles el máximo provecho. Comencé a buscar papel con el que hacer una especie de antorcha, tanteando despacio el carbón. Con una hoja de papel tendría bastante para llegar a la tapa. No encontré ni una. Busqué en mis bolsillos. No llevaba siquiera un recibo, un anuncio, una hoja de propaganda de la Hermandad. Lamenté haber arrojado a la cloaca la octavilla de Rinehart. No me quedaba otro remedio que abrir la cartera. Allí se encontraban los únicos papeles de que disponía.
En primer lugar utilicé el diploma de segunda enseñanza. Apliqué a él la preciosa llama de la cerilla, con vaga ironía, e incluso sonreí al ver como la débil llama disipaba las tinieblas a mi alrededor. Me hallaba en un profundo sótano repleto de diversos objetos de formas vagas, que se extendía hasta zonas que mi vista no podía alcanzar. Comprendí que para encontrar la salida, me vería obligado a quemar cuantos papeles llevaba en la cartera. Avancé despacio hacia el extremo más oscuro, iluminando mi camino con la débil luz de los papeles. Al diploma, siguió el muñeco de Clifton, que parecía poco menos que incombustible. Metí la mano en la cartera en busca de otro papel. A la luz de las pequeñas y humeantes llamas del muñeco, desdoblé la hoja que había cogido. Se trataba de la carta anónima. La acerqué a la llama, y ardió tan aprisa que tuve que buscar inmediatamente otro papel. Le tocó el turno a la cuartilla en que Jack había escrito el nombre que debía yo llevar en la Hermandad. Incluso en el húmedo aire del sótano, pude percibir el aroma del perfume de Emma prendido en el papel. Y ahora, al ver la caligrafía de Jack y de Emma, a la luz de las llamas que me quemaban las puntas de los dedos, caí de rodillas, sorprendido: los dos tenían idéntica caligrafía. Quedé de rodillas sumido en meditación. Que Jack o cualquier otra persona hubiese podido, en los presentes días, darme un nombre y tomarme a su servicio mediante un solo plumazo me parecía excesivo. De repente, comencé a chillar, me puse en pie y eché a correr en la oscuridad, topando con las paredes, esparciendo carbón a patadas... Y, llevado por la ira, me quedé sin luz.
Me tambaleaba en las tinieblas, golpeaba las paredes del estrecho pasillo, avanzaba a ciegas. Crucé algo parecido a una puerta, y seguí adelante, tosiendo y estornudando, con lo que penetré en otro compartimento de desconocida forma y dimensiones, en el que rodé por los suelos, enloquecido de rabia. Ignoro cuánto tiempo duró aquello, quizá días, quizá semanas. Había perdido la noción del tiempo. Cuando intentaba descansar quedándome inmóvil, renacía inmediatamente la ira y la indignación, y volvía a gritar y a revolcarme por el suelo. Al fin, ya físicamente agotado, una voz interior me dijo: "Basta ya, no es preciso que te mates. Te has dejado manejar en exceso, pero al fin has terminado definitivamente tu relación con ellos". Quedé inmóvil en el suelo, con el rostro hacia arriba, pasados todos los límites del agotamiento, incapaz siquiera de cerrar los ojos. Me hallaba en un estado intermedio entre el sueño y la plena conciencia, en el que me sentía como aquel pájaro del que había hablado Trueblood al que las abejas habían paralizado el cuerpo entero salvo los ojos.
El suelo había sufrido una extraña transformación, y, ahora, era de arena. Las tinieblas se habían convertido en luz. Y yo había sido apresado por un grupo formado por Jack, Emerson, Bledsoe, Norton, Ras, el administrador de la escuela de segunda enseñanza, y otros a quienes no podía identificar, pero de quienes sabía me habían utilizado como instrumento para conseguir sus designios. Todos se hallaban a mi alrededor, acorralándome, mientras yo yacía junto a un río de aguas negras, cerca del lugar en que se alzaba un puente de hierro que conducía a un lugar que mi vista no alcanzaba a ver. Yo protestaba, y les pedía que me dejaran en libertad, y ellos me exigían que volviera a serles fiel, y se mostraban indignados cuando yo me negaba. Les decía:
—No. Estoy harto de vuestras mentiras y de vuestras falsas creencias. No volveréis a utilizarme jamás.
La voz de Jack se alzó sobre las de los demás.
—No lo creas. Pero pronto será así, a menos que vuelvas con nosotros. Si te niegas a volver, te liberaremos, por mucho que te pese, de tus falsas creencias e ilusiones.
Esforzándome en ponerme en pie, le conteste:
—Gracias, pero yo mismo sabré liberarme.
Todos se me acercaron. Cada uno llevaba un cuchillo en la mano. Me cogieron. Sentí un dolor agudísimo, rojo y brillante. Entonces, cogieron las dos ensangrentadas formas ovoides y las lanzaron hacia arriba, hacia el puente, y vi con angustia que se elevaban siguiendo una arqueada trayectoria, y que, al fin, quedaban prendidas en la parte media del puente, goteando a la luz del sol sobre las aguas negras. Y, mientras todos reían, mi vista, agudizada por el dolor, veía como el mundo iba tiñéndose de rojo.
Jack señaló lo que había sido mi fuente de otras posibles vidas, ahora goteando en el aire, sobre las aguas, y dijo:
—Te acabamos de liberar de tus falsas creencias. ¿Te gusta vivir sin falsas creencias?
Miré a lo alto, y en mi horrible dolor me parecía que ensordecedoras vibraciones metálicas estremecieran el aire, y una voz repetía: "¿TE GUSTA VIVIR SIN FALSAS CREENCIAS?".
—Sin ellas, todo es vacío y dolor —contesté.
Una mariposa de brillantes alas trazó tres círculos alrededor de mis ensangrentadas partes genitales colgadas en el puente. La señalé y dije:
—¡Mirad!
Miraron y se echaron a reír. Al ver en sus rostros el gesto comprensivo y satisfecho, solté una carcajada al estilo de las de Bledsoe, y se sobresaltaron. Jack vino furioso hacia mí:
—¿De qué te ríes?
—Me río porque, tras pagar el correspondiente precio, ahora puedo ver lo que antes no veía.
—¿Qué será lo que cree ver este muchacho? —dijeron.
Jack se me acercó, amenazador. Reí y dije:
—Ahora no tengo miedo. Si miras, también tú lo verás, porque no es invisible.
—¿Qué es lo que veremos?
—Veréis que sobre el río no sólo cuelgan mis generaciones frustradas.
El dolor se hizo tan intenso que se me nubló la vista.
—¿Qué más? Sigue...
—Sino también vuestro sol...
—¿Qué?
—Vuestra luna...
—¡Está loco!
—Vuestro mundo...
Tobitt dijo:
—Ya sabía yo que era un místico idealista.
—Pese a todo —seguí—, vuestro universo todavía existe. Y este goteo de aquello que cuelga en el puente, sobre el agua, representa cuanta historia habéis sido capaces de hacer, y cuanta historia podréis hacer en el futuro. Ahora, científicos, reíros. ¡Dejadme escuchar vuestra risa!
Y me pareció que arriba, en lo alto, el puente comenzara a moverse hacia la zona que yo no podía ver. Se movía como un robot, como un hombre de hierro cuyas piernas de hierro producían, al andar, un ominoso sonido metálico. Con esfuerzo, me puse en pie. Dolorido y apenado, grité:
—¡No, no! ¡Debemos detenerle!
Desperté en la oscuridad.
Yacía inmóvil, como paralizado, y con la mente clara. Esto era lo único que podía hacer. Más tarde procuraría encontrar la salida, pero, por el momento, tan sólo era capaz de seguir tumbado en el suelo, y recordar, volver a vivir mi sueño. Veía los rostros de aquellos hombres tan vividamente como si los tuviera ante mí, iluminados por potentes focos. Estaban allí, en un lugar indeterminado, y con su presencia convertían el mundo en un caos. Igual daba. Me había separado de ellos, y, pese al sueño, seguía siendo un hombre entero.
Entonces comprendí que no podía regresar a casa de Mary ni a ninguno de los lugares en que había estado en mi vida anterior. Tan sólo podría comprender mi anterior vida contemplándola desde el exterior, fuera de mí mismo. Para Mary, yo había sido tan invisible como para la Hermandad. No podía regresar a casa de Mary, ni a la universidad, ni a la Hermandad, ni a mi propio hogar. Debía seguir adelante, tal como antes había vivido, o permanecer aquí, bajo el suelo. No había otra alternativa. Decidí quedarme donde estaba, hasta que me echaran. Aquí podría, por lo menos, intentar descifrar en paz, o en silencio, los enigmas de la realidad. Fijaría mi residencia en el subsuelo. El fin era el principio.