CAPÍTULO 18
Únicamente el irreprimible vicio de leer cuantos papeles cayeran en mis manos, que Bledsoe y sus protectores me habían contagiado, me impidió hacer caso omiso de aquel sobre. No llevaba sellos ni nombre del remitente, y parecía la carta menos importante de cuantas había recibido en el correo de la mañana. La nota decía:
Hermano:
Acepta este consejo de un amigo que te ha estado observando atentamente. No corras tanto. Sigue trabajando para el pueblo, pero recuerda que eres uno de los nuestros, y no olvides que si llegas a ser demasiado importante ellos te derribarán. Eres del Sur, por lo que sabes perfectamente que vives en un mundo dominado por los blancos. Sigue este amistoso consejo y sé prudente a fin de poder continuar tu ayuda a las gentes de color. Ellos no quieren que alcances demasiados éxitos en poco tiempo; si lo haces, te eliminaran. Sé astuto...
Me puse en pie de un salto. El papel envenenado temblaba en mis manos. ¿Qué significaba aquello? ¿Quién había remitido semejante mensaje?
—¡Hermano Tarp! —grité.
Y volví a leer las vacilantes líneas manuscritas con caligrafía que me parecía vagamente conocida.
—¡Hermano Tarp!
—¿Qué pasa, hijo?
Al alzar la vista tuve otra sorpresa. En el marco de la puerta, a la luz grisácea de las primeras horas de la mañana, vi en los ojos del hermano Tarp la mirada que solía animar los de mi abuelo. Solté un respingo, al que siguió un largo silencio en el que podía oír la silbante respiración del hermano Tarp, quien me miraba impertérrito.
Cojeando, se adentró en el despacho.
—¿Ocurre algo malo?
—¿Quién mandó esto?
Lo cogió calmosamente:
—¿Qué es?
—Un sobre sin el nombre del remitente y sin sellos.
—Ah, sí... Yo mismo lo recogí. Supongo que alguien lo dejó en el cajetín, anoche. Lo recogí juntamente con el correo normal. ¿Se trata de una carta que no va dirigida a ti, quizá?
Evité que mi mirada se encontrara con la suya.
—No. Pero no tiene fecha, y me preguntaba cuándo ha llegado. ¿Por qué me miras de esta manera?
—Porque por tu expresión parece que hayas visto un fantasma. ¿Te encuentras mal?
—Estoy bien, gracias. Un poco alterado solamente.
Se produjo un embarazoso silencio. El hermano Tarp estaba en pie ante mí. Hice un esfuerzo y le miré a los ojos. La mirada de mi abuelo había desaparecido, y en ellos tan sólo quedaba la expresión de una tranquila interrogante.
—Siéntate, hermano Tarp. Me gustaría preguntarte un par de cosas.
—Pregunta, hijo, pregunta —dijo, dejándose caer en una silla.
—Hermano Tarp, tú tratas con mucha gente y conoces a casi todos los miembros de la Hermandad. ¿Qué piensan de mí?
Inclinó la cabeza a un lado:
—Bueno, pues creen que llegarás a ser un gran dirigente...
—¿Pero...?
—No, no hay peros. Creen lo que te he dicho, y puedo asegurártelo.
—¿Y los otros también?
—¿Qué otros?
—Los que no tienen de mí una opinión tan alta.
—Jamás me he enterado de la existencia de estos otros.
—Pero forzosamente debo de tener enemigos.
—Claro, todo el mundo los tiene, pero que yo sepa ningún miembro de la Hermandad está en contra de ti. Todos creen que tú eres el hombre que necesitábamos. ¿Has oído alguna vez una opinión discrepante?
—No, pero tenía mis dudas. Hasta el momento he actuado suponiendo siempre que todos me eran fieles, y por esto he pensado que era conveniente comprobarlo, no fuese que perdiera su apoyo sin enterarme.
—No te preocupes. Todos los asuntos en que has intervenido se han solucionado del modo que los miembros de la Hermandad deseaban, incluso en el caso de algunas iniciativas que les eran antipáticas. Por ejemplo, esto...
Y señaló la pared junto a mi mesa escritorio. Se trataba de un cartel con un grupo de heroicas figuras: una pareja de indios norteamericanos que representaban a los desheredados del pasado, un hermano de pigmentación rubia (en mono de trabajo) y una destacada hermana irlandesa, que representaban a los desheredados del presente, y el hermano Tod Clifton junto a una muchacha y un joven blancos (habíamos considerado poco prudente que aparecieran sólo Clifton y la muchacha), rodeados de un grupo de niños de diversas razas, en representación del futuro. La foto era en color, con suaves contrastes, y en ella resaltaba la brillante calidad de la piel de los fotografiados. Con la vista fija en las palabras de propaganda de la foto, "Tras la lucha: el arco iris del futuro de América", pregunté:
—¿Sí, y qué pasó con esto?
—Bueno, cuando se te ocurrió la idea, algunos miembros de la Hermandad se opusieron a ella.
—Así es.
—Sí, señor, y se opusieron violentamente a que los miembros de la organización juvenil fuesen a las estaciones del metro para pegar los carteles esos sobre los anuncios de laxantes y demás, pero ¿sabes qué hacen ahora los que antes estaban en contra de tu idea?
—Supongo que emplean el asunto como un arma con la que atacarme, debido a que algunos de nuestros muchachos fueron detenidos por la policía.
—¿Arma con que la que atacarte? ¡Qué va! Están orgullosísimos del cartel. Les entusiasma. Lo ponen en sus casas como si fuese aquel cartelito de "Dios bendiga nuestro hogar". Y lo mismo ocurrió con los Gigantes del Pueblo. No tienes por qué preocuparte, hijo. Quizá se opongan a algunas de tus ideas, pero cuando llega el momento de ponerlas en práctica colaboran contigo incondicionalmente. Tus únicos enemigos quizá sean gentes que no pertenecen a la organización y que envidian que hayas tenido un éxito tan rápido e inesperado, y que hagas cosas que debieran haberse hecho hace ya muchos años. ¿Y por qué has de dar importancia a que haya quien te ataque? Esto indica que comienzas a ser alguien.
—Me gustaría creerte, hermano Tarp. De todos modos, mientras el pueblo esté a mi lado conservaré la fe en mí mismo.
—Así debe ser. En los momentos difíciles, siempre consuela saber que uno no se encuentra solo...
Su voz se extinguió lentamente, dejando la frase inconclusa.
Y parecía mirarme de arriba abajo, desde una altura superior, pese a que físicamente sus ojos estaban al nivel de los míos, al otro lado de la mesa.
—¿Qué quieres decir con eso, hermano Tarp?
—Tú eres del Sur. ¿Verdad, hijo?
—Así es.
Movió el cuerpo de modo que quedó orientado hacia un lado, se metió una mano en el bolsillo del pantalón y apoyó la barbilla en la otra:
—Verdaderamente, no sé cómo decirte lo que estoy pensando, hijo. Fíjate en mí, viví mucho tiempo en el Sur antes de venir aquí. Y vine porque allá me buscaban, quiero decir que vine huyendo. Es decir, escapé del Sur.
—Creo que, según como se mire, también yo huí.
—¿Te buscaban, allá?
—No es exactamente eso, hermano Tarp. Pero tengo la sensación de haber llegado aquí huyendo.
—Bueno, esto es una cosa distinta. ¿Has observado mi cojera?
—Sí.
—Pues bien, en otros tiempos yo no era cojo. Y, en realidad ahora tampoco lo soy, porque los médicos dicen que tengo la pierna perfectamente sana, fuerte como un roble. Esta cojera me viene de haber vivido varios años arrastrando una cadena.
Pese a que no lo percibía en el acento de sus palabras ni en el gesto de su rostro, me constaba que el hermano Tarp no mentía, ni intentaba sorprenderme. Sacudí pesarosamente la cabeza. El hermano Tarp decía:
—Sí, así es. Nadie lo sabe. Creen que padezco reuma. Pero mi cojera se debe a la cadena. Tras diecinueve años de arrastrarla, he sido incapaz de aprender a andar correctamente.
—¡Diecinueve años!
—Diecinueve años, seis meses y dos días. Y no cometí ningún delito grave. Mejor dicho, no era grave cuando lo cometí, pero en el transcurso de tantos años de prisión se convirtió en algo distinto, y parecía tan grave como ellos decían que era. El tiempo en la cárcel fue lo que dio gravedad, lo que atribuyó maldad a lo que yo había hecho. Pagué con cuanto tenía menos la vida. Perdí a mi mujer y a mis hijos, y una parcela de tierra de mi propiedad. Así, lo que comenzó siendo tan sólo una discusión entre dos hombres se convirtió en un delito merecedor de que lo pagara con diecinueve años de mi vida.
—Pero, ¿qué hiciste, hermano Tarp?
—Dije que no a un hombre que quería que le diese algo que era mío. Diecinueve años de prisión fue el precio de decir que no, e incluso ahora no he pagado totalmente mi deuda y nunca la pagaré según el criterio de quienes me condenaron.
Tenía un nudo en la garganta, y me sentía dominado por una paralizante sensación de impotencia. ¡Diecinueve años! Y allí tenía al hermano Tarp hablándome serenamente, contando a alguien, por primera vez en su vida aquella monstruosidad. ¿Y por qué había decidido Tarp que yo fuese la única persona a quien él contara esta historia? El hermano Tarp decía:
—Dije que no. ¡Mil veces no! Y durante diecinueve años seguí repitiendo que no, hasta que rompí la cadena y huí.
—¿Cómo escapaste?
—De vez en cuando me dejaban acercarme a los perros. Gracias a ellos pude escapar. Me hice amigo de los perros y esperé. Allí, uno aprende a esperar. Esperé diecinueve años. Y una mañana en que el río que pasaba junto a la cárcel se había desbordado, escapé. Creyeron que me contaba entre los que se ahogaron al romperse el muro de contención, pero en realidad había roto la cadena y me había escapado. Estaba hundido en el barro, con una pala en la mano, y me pregunté "¿Tarp, tú crees que podrás huir?". Y me contesté: "Sí". El agua, el barro y la lluvia también contestaron "sí". Y me liberé. —Soltó una carcajada tan alegre que me sobresaltó—. Lo he contado mucho mejor de lo que creía.
Se metió la mano en el bolsillo y extrajo una especie de bolsa de hule para contener tabaco, de la que sacó un objeto envuelto en un pañuelo.
—Desde entonces no he cesado de buscar la libertad. Y en algunas ocasiones he logrado ser libre. Hasta que llegaron estos momentos tan difíciles que ahora vivimos, me las arreglé bastante bien. Pero incluso en las temporadas más felices no olvidaba mi pasado. Para recordar siempre aquellos diecinueve años, he conservado en mi poder esto.
Con la vista fija en sus manos de viejo, observé como quitaba el pañuelo que envolvía el objeto al que se había referido. Avanzó hacia mí la mano en que lo sostenía, y dijo:
—Me gustaría dártelo para que lo conserves. Es un extraño regalo, pero creo que entraña un profundo significado, y quizá te ayude a no olvidar qué es aquello contra lo que luchamos. A mi juicio, la razón de nuestra lucha se expresa en dos palabras: sí y no. Aunque, como es natural, hay muchas otras cosas de por medio...
Vi que posaba la mano en la mesa. Y llamándome "hermano" por primera vez —o así me lo pareció—, dijo:
—Hermano, te ruego que lo aceptes. Creo que te dará suerte. Al fin y al cabo, gracias a él pude escapar.
Lo cogí. Era una pieza de acero de aleación, de superficie suave y aceitosa al tacto, en forma de grillete, que había sido retorcido hasta que se quebró. Alguien había intentado luego devolverle su forma primitiva, llegando casi a juntar los extremos por donde había sido quebrado. En él había marcas que parecían producidas por el filo de un hacha. El grillete era igual que aquel otro que vi en el escritorio de Bledsoe, con la diferencia que este último tenía la superficie lisa, mientras que el de Tarp presentaba las huellas de la violencia, causando la impresión de haber resistido tenazmente los ataques que, al fin, debían obligarle a ceder.
Dirigí la vista a Tarp y sacudí consternado la cabeza, mientras él me mirada sin expresión en el rostro. Me sentí incapaz de hacerle más preguntas. Metí los dedos de la mano derecha en el grillete, que quedó alrededor de los nudillos, y golpeé con él la mesa. El hermano Tarp sonrió y dijo:
—Nunca se me había ocurrido que pudiera usarse para golpear la mesa. Es una buena idea.
—¿Por qué me lo has dado?
—Porque me siento obligado a hacerlo. —Se levantó y, cojeando, anduvo hacia la puerta. Se volvió y me dijo—: Me dio suerte, y creo que también te la dará a ti. Guárdalo, y de vez en cuando échale una ojeada. Si te cansas de él, devuélvemelo.
—No, nada de eso. Me gusta, y creo que comprendo su significado. Gracias.
Miré la oscura y gruesa lámina de metal alrededor de mi puño, y con ella golpeé la carta anónima. El grillete no me gustaba y no sabía qué hacer con él, sin embargo iba a conservarlo aunque sólo fuera porque el gesto del hermano Tarp al ofrecérmelo tenía, a mi parecer, un profundo significado que yo estaba obligado a respetar. Era algo parecido quizás al gesto de un hombre al entregar a su hijo el viejo reloj del abuelo, reloj que el hijo acepta, no porque le guste en sí mismo aquel trasto pasado de moda, sino en virtud de la tácita trascendencia y solemnidad del gesto del padre, que le vincula con sus mayores, señala un momento importante del presente y promete la concreción de un futuro ahora nebuloso y caótico. Recordé que si hubiera regresado a casa, en vez de ir al Norte, mi padre me hubiera dado el viejo Hamilton del abuelo, con la gran corona para darle cuerda. Ahora lo daría a mi hermano. De todos modos, nunca me interesó poseer el reloj del abuelo.
Sentí una punzada de añoranza, y me pregunté cómo andarían las cosas en casa.
Sentí en la mejilla el toque del aire ardiente que penetraba por la ventana. A mi olfato llegaba el aroma del café del desayuno, y oía una voz gutural que cantaba con expresión en la que se mezclaban la alegría y la solemnidad:
No llegues a primera hora de la mañana,
Ni tampoco con el calor del día.
Espera hasta el fresco atardecer,
Entonces ven, y lava mis culpas.
Una oleada de recuerdos vino a mi mente, pero los rechacé porque eran inoportunas imágenes del pasado. Mis tiempos no eran tiempos para dedicarlos a recordar.
Desde que llamé al hermano Tarp para hacerle preguntas sobre la carta hasta el momento en que salió del despacho, habían transcurrido muy pocos minutos, sin embargo me parecía que hubieran pasado largos años. Ahora, contemplaba tranquilamente el escrito anónimo que había hecho vacilar la total estructura de mis certidumbres, y me alegraba de haber hablado con el hermano Tarp en vez de hacerlo con Clifton o con cualquier otro, ante quien pudiera avergonzarme de mi miedo. Quizá la sorpresa de creer ver en los ojos de Tarp la mirada de mi abuelo, quizá la calma con que me había hablado, o quizá la historia del grillete, me habían devuelto mi normal visión de la realidad.
Pensé que Tarp tenía razón. Quien me había remitido el mensaje anónimo tan sólo pretendió crear confusión en mi mente. Algún enemigo intentaba detener nuestro avance mediante la destrucción de mi fe, valiéndose de la vieja desconfianza sureña que en mí se escondía, de nuestro miedo a la traición. Mi enemigo había actuado como si se hubiera enterado del episodio de las cartas de Bledsoe e intentara utilizar tal conocimiento para aniquilar no sólo mi persona sino también la Hermandad entera. Sin embargo, esta teoría no podía reflejar la realidad por cuanto aquellos que sabían la historia de las cartas de Bledsoe ignoraban quién era yo en los presentes días. El autor del anónimo había puesto el dedo en la llaga por pura y malhadada casualidad. De buena gana hubiera estrangulado a aquel desconocido imbécil. La Hermandad era el único lugar del país en que nosotros gozábamos de libertad, y en el que se nos estimulaba para que hiciéramos pleno uso de nuestras capacidades. Y pese a eso, el autor del anónimo pretendía destruirla. No, no le preocupaba que yo adquiriese demasiada importancia. Lo que le preocupaba era la importancia de la Hermandad. Y el fin primordial de la Hermandad consistía precisamente en llegar a ser lo más importante posible. ¿Acaso no me habían ordenado que propusiera las medidas oportunas para aumentar el número de nuestros miembros? Y, por otra parte, la Hermandad se oponía decididamente al "mundo dominado por los blancos". Todos nuestros esfuerzos iban encaminados a construir un mundo de hermandad.
Pero, ¿quién había mandado la nota? ¿Ras el Exhortador? No, no era propio de él. Empleaba medios más directos, y era absolutamente opuesto a todo tipo de colaboración entre blancos y negros. Debía ser una persona más traicionera que Ras. ¿Quién pudo ser? Haciendo un esfuerzo para olvidar la incógnita, inicié el trabajo del día.
Primeramente recibí a varias personas que acudían a mí en petición de ayuda y auxilio en los más diversos casos. Los miembros de la Hermandad que habían venido para recibir instrucciones a observar en las reuniones de comités de menor importancia, aguardaban en los rincones de la gran sala de espera. Acababa de despedir a una mujer que había venido para que obtuviéramos la libertad de su marido, que estaba encarcelado por haberla maltratado, cuando entró el hermano Wrestrum. Contesté su saludo, y vi que se sentaba en una silla, desde la que su mirada recorrió varias veces, con torpe disimulo, el tablero de mi escritorio. El hermano Wrestrum gozaba, al parecer, de cierta autoridad en el seno de la Hermandad, pero se desconocía cuál era su función en ella. Desde mi punto de vista, le juzgaba un entrometido .
En cuanto la mujer se hubo ido, el hermano Wrestrum fijó la vista decididamente en mi escritorio y preguntó, mientras señalaba un montón de papeles:
—¿Qué es esto, hermano?
Me recliné lentamente en la silla, le miré a los ojos, y contesté con frialdad, dispuesto a cortar en su inicio cualquier tipo de interferencia :
—Trabajo que debo hacer.
—No, no me refiero a estos papeles, sino a esto, a esto.
Y señaló, en tanto que en sus ojos nacía una chispa de irritación.
—Trabajo.
Señaló el grillete del hermano Tarp:
—¿Esto también es trabajo?
—No. Es un obsequio personal, hermano. ¿En qué puedo servirte, hermano?
—No has contestado mi pregunta. ¿Qué es esto?
Cogí el grillete y se lo ofrecí. Bajo los esquinados rayos de sol que penetraban por la ventana, el aceitoso metal adquiría una rara calidad que le asemejaba a la piel humana.
—¿Quieres examinarlo, hermano? Uno de nuestros hermanos llevó este grillete, en presidio, durante diecinueve años.
Hizo un gesto de repugnancia.
—¡No! ¡Ni hablar! Muchas gracias. La verdad, hermano, es que yo creo que no debiéramos tener objetos así en las oficinas de la Hermandad.
—Esto será una opinión tuya, supongo. ¿Y por qué?
—Porque, a mi juicio, no debemos hacer resaltar las diferencias que nos separan.
—No pretendo hacer resaltar nada. Es un objeto de mi propiedad personal, que estaba ocasionalmente sobre la mesa.
—¡Pero la gente lo puede ver!
—Así es. Sin embargo, creo que el grillete sirve para recordar aquello contra lo que nuestro movimiento lucha.
Sacudió enfáticamente la cabeza:
—¡No, señor! No, señor; ¡Esto es lo peor que puede hacerse en la Hermandad, por cuanto nosotros queremos primordialmente que las gentes piensen en aquello que tienen en común, en aquello que les une! Esto último es lo que da nacimiento al concepto de hermandad. Debemos arrinconar esa costumbre de hablar siempre de cuán distintos somos. En la Hermandad todos somos hermanos.
La escena comenzó a divertirme. Evidentemente, al hermano Wrestrum le preocupaba algo mucho más importante y profundo que la necesidad de olvidar diferencias. En sus ojos advertía la sombra del miedo.
Balanceé el grillete que sostenía en las puntas de los dedos índice y pulgar, y dije:
—Nunca se me había ocurrido pensar en eso del modo que tú dices, hermano.
—Pues es necesario que lo hagas. Es preciso que nos autodisciplinemos. Todo aquello que no contribuya a crear la hermandad entre nosotros, debe ser desterrado. Como sabes, tenemos enemigos. Y has de saber que me esfuerzo en aquilatar cuidadosamente cuanto digo y cuanto hago, a fin de no causar un perjuicio a la Hermandad, a este maravilloso movimiento. Hermano, creo que todos debiéramos obrar así. Es preciso que vigilemos nuestros propios actos y palabras. ¿Comprendes lo que quiero decirte? Con frecuencia, olvidamos que ser miembros de la Hermandad constituye un inestimable privilegio.
Y, a veces, corremos el riesgo de pronunciar palabras que tan sólo sirven para crear confusionismo y malas interpretaciones.
¿A dónde quería ir a parar? ¿Qué relación guardaban sus palabras con mi persona? ¿Acaso era él el autor de la nota anónima? Dejé el grillete sobre la mesa, y saqué el anónimo de bajo un montón de papeles, sosteniéndolo por un ángulo, de manera que la luz del sol traspasara la página y permitiera ver, transparentadas al dorso, las palabras manuscritas. Miré fijamente a Wrestrum. Inclinado hacia la mesa contemplaba la hoja de papel, pero en sus ojos no apareció sombra ni destello indicativos de que la hubiera reconocido. Dejé caer la hoja de papel sobre el grillete. La actitud de Wrestrum no disipó mis temores, antes bien me contrarió. Wrestrum hablaba:
—Dicho sea entre nosotros, hermano, en nuestra organización hay gente que no cree en la Hermandad.
—¿De veras?
—Así es, exactamente. Puedes estar seguro. Pertenecen a la Hermandad para conseguir sus fines individuales. Algunos de ellos te llaman "hermano" cuando hablas con ellos, pero apenas vuelves la espalda te llaman negro hijo de mala madre. Debes vigilar a esta gente.
—Todavía no me he topado con tipos así.
—Ya los encontrarás. Hay mucho ser venenoso por aquí. Los hay que evitan estrecharte la mano, y algunos incluso rehuyen nuestra compañía. ¡Pero, si son miembros de la Hermandad, están obligados a tratarnos y a estrecharnos la mano, maldito sea!
Le miré. Nunca se me había ocurrido que la Hermandad pudiera obligar a alguien a estrechar mi mano. Y me parecía sorprendente y desagradable que Wrestrum encontrara un motivo de contento en que la Hermandad pudiera imponer tal obligación. Súbitamente se echó a reír:
—¡Sí, están obligados, maldita sea! Yo no les tolero que lo olviden. ¡Si estos individuos quieren ser hermanos, que se comporten como hermanos! —En su rostro apareció una expresión justiciera y grave—. ¡Pero soy imparcial y juego limpio! ¡Soy justo! Todos los días me pregunto: "¿Estás haciendo algo que pueda perjudicar a la Hermandad?". Y si me parece que así es, lo evito a rajatabla, arranco de mí la mala semilla, quemo la parte infectada al igual que con un hierro candente se cauteriza la mordedura del perro rabioso. No se puede ser hermano durante unas horas del día, es necesario serlo en todo momento, incesantemente. Hace falta pureza de corazón, disciplina mental y corporal. ¿Comprendes lo que quiero decir, hermano?
—Sí, me parece que sí. Los hay que opinan igual en materia de religión.
—¿Religión? —parpadeó—. Las gentes como tú y como yo desconfiamos de todo. Nos han corrompido hasta el punto de que nos resulta difícil creer en la Hermandad. Algunos incluso piden venganza. Esto es lo que yo quería decir. Debemos extirpar estos vicios. Debemos aprender a confiar en nuestros otros hermanos. Al fin y al cabo, ¿no fueron ellos quienes fundaron la Hermandad? ¿No fueron ellos quienes acudieron a nosotros, los negros, y nos ofrecieron la mano y nos dijeron "queremos que seáis nuestros hermanos"? ¿No fue esto lo que hicieron? ¿No es esto lo que ahora están haciendo? ¿No fueron ellos quienes nos organizaron y nos ayudaron a librar nuestras batallas? Sí, señor, así fue. Y debemos recordarlo durante las veinticuatro horas del día. Hermandad, he aquí la palabra que debemos tener presente en todo instante. Y esto me conduce a hablar del asunto que me ha traído aquí. —Se reclinó en la silla, y colocó sus negras manos sobre las rodillas—. Tengo un plan del que me gustaría hablar contigo.
—¿De qué se trata, hermano?
—En mi opinión, debiéramos disponer de algún modo de manifestar lo que somos y quiénes somos. Debiéramos tener banderas, insignias y cosas así. Especialmente nosotros, los hermanos negros.
Sus palabras comenzaron a interesarme. Dije:
—Comprendo. ¿Por qué crees que esto es importante?
—Porque es en beneficio de la Hermandad. En primer lugar, recuerda que las gentes de nuestra raza, cuando acuden a un desfile o a un funeral o a un baile, siempre llevan banderas y estandartes que, en muchas ocasiones, carecen de significado. Las banderas contribuyen a dar importancia a los acontecimientos. Sirven para inducir a los transeúntes a detenerse, a escuchar y a preguntar: "¿Qué pasa, aquí?". Pero tú sabes, como yo, que nuestras gentes no tienen una verdadera bandera, salvo Ras el Exhortador, pero éste dice que es abisinio o africano. Nosotros no tenemos bandera porque esa bandera no nos pertenece, no es nuestra. Necesitamos una verdadera bandera, una bandera que sea de todos. ¿Comprendes mi idea?
—Sí, creo que sí.
Y recordé que al ver pasar la bandera siempre había experimentado una sensación de aislamiento, de separación. Hasta que ingresé en la Hermandad, la bandera sirvió para recordarme que mi estrella no estaba incorporada a las demás.
—Claro que lo comprendes —decía el hermano Wrestrum—. Todos necesitamos una bandera. Nos hace falta una bandera que sea el símbolo de la Hermandad, y un signo distintivo que podamos ostentar...
—¿Un signo?
—Quiero decir un botón en el ojal o algo por el estilo.
—¿Un emblema?
—¡Eso! Algo que podamos llevar encima, de modo que cuando un hermano coincida en cualquier sitio con otro hermano, ambos sepan que lo son. Así no volverá a ocurrir lo que le pasó al hermano Clifton...
—¿Qué le ocurrió?
—¿No lo sabes?
—No tengo ni idea.
Se inclinó hacia delante y avanzó en el aire sus grandes manos unidas en un apretón.
—Es algo que más vale olvidar. En fin, resulta que unos cuantos descamisados intentaron interrumpir una reunión que celebrábamos en la calle, y durante el tumulto que se produjo el hermano Tod Clifton cogió a uno de nuestros hermanos blancos y comenzó a atizarle, pensando, según dice él, que era uno de los descamisados. Esto es un feo asunto que no debe repetirse. Y con los emblemas podemos evitarlo.
—¿De veras ocurrió eso?
—Sí, sí... El hermano Clifton se convierte en una furia cuando pierde la cabeza. Pero, ¿qué te parece mi idea?
—Creo que debe pasar a estudio del comité —dije, prudentemente.
Entonces sonó el teléfono.
—Disculpa, hermano.
Era el director de un nuevo semanario ilustrado que solicitaba entrevistarme, calificándome como "uno de nuestros más destacados hombres jóvenes". Le contesté:
—Me siento muy halagado por sus palabras, pero creo que mis ocupaciones no me permitirán celebrar la entrevista. Tengo mucho trabajo pendiente. Sin embargo, me atrevo a indicarle que entreviste al hermano Tod Clifton, el jefe de nuestra organización juvenil. Creo que es un personaje mucho más interesante que yo.
Wrestrum sacudió violentamente la cabeza y exclamó:
—¡No, no, no!
Y el director del semanario me dijo:
—Pero es a usted a quien queremos entrevistar. Usted ha...
—Además —le interrumpí—, como usted bien sabe, nuestra labor levanta muchas polémicas y algunos nos atacan acerbamente.
—Precisamente esto es lo que nos interesa. El público considera que usted representa esta situación de polémica, y nuestra función estriba en ofrecer a nuestros lectores personajes como usted.
—Tod Clifton está en el mismo caso.
—No, señor, usted es el personaje, y lo debe a su juventud. Por eso queremos hablar de usted a nuestros lectores.
Vi que el hermano Wrestrum se inclinaba ávidamente hacia delante. El director decía:
—En nuestra opinión estamos obligados a estimular a todos nuestros lectores en su lucha para triunfar en la vida. No olvide que usted es uno de los más recientes ejemplos del hombre que luchando se ha abierto camino hasta llegar a la cumbre. Necesitamos poner ante los ojos del público a muchos héroes como usted.
—Por favor, yo no soy un héroe —dije, riendo—, y todavía me falta mucho para llegar a la cumbre. Mejor será que me considere como una rueda de una complicada máquina. Aquí, en la Hermandad, trabajamos en estrecha colaboración, formando una sola unidad.
El hermano Wrestrum sacudió la cabeza aprobatoriamente. El director dijo:
—Pero no puede negar que usted es el primer individuo de nuestra raza que ha sabido centrar la atención de los demás en la Hermandad.
—El hermano Clifton ha trabajado en la Hermandad durante tres años antes de que yo comenzara a hacerlo. Además, la cuestión no es tan simple como usted parece creer. Los individuos tienen aquí, escasa importancia. Lo importante es la voluntad y la labor del grupo. Aquí, todos subordinamos nuestras ambiciones individuales a los logros comunitarios.
—¡Excelente! Me parece magnífico. Al público le interesa saber esto. Hace falta que alguien diga esto a las gentes de nuestra raza. ¿Me permite que mande a una de nuestras periodistas para que le entreviste? Sólo le ocupará veinte minutos.
—Insiste usted mucho, pero yo tengo mucho trabajo.
Si el hermano Wrestrum no hubiera estado haciéndome señas para indicarme qué debía contestar, probablemente me hubiera negado a recibir a la periodista, pero su actitud determinó que accediera. Pensé que un poco de publicidad gratuita en nada podía perjudicar a la Hermandad. El mensaje del semanario llegaría a muchos individuos retraídos que quedaban fuera del alcance de nuestras voces. Durante la entrevista debía evitar, tan sólo, referirme a mi pasado.
Colgué y dirigí una mirada al curioso rostro de Wrestrum:
—Disculpa esta interrupción, hermano. En cuanto pueda, someteré tu idea al estudio del comité.
Y para cortar la conversación me puse en pie. El hermano Wrestrum también se puso en pie, evidentemente contrariado por no poder proseguir sus explicaciones, y dijo:
—Bien. También yo tengo que ver a algunos hermanos. Volveré a visitarte muy pronto.
—Cuando quieras.
Y para evitar estrecharle la mano, cogí unos papeles de la mesa.
Cuando se disponía a salir, se volvió hacia mí, con la mano en la manecilla de la puerta:
—Y no olvides, hermano, lo que te he dicho con respecto a esa cosa que tienes sobre el escritorio. Esta clase de objetos sólo sirven para crear confusión. Es preciso no exhibirlos.
Me alegré al verle partir definitivamente. Me sublevaba pensar que había pretendido dictar mis respuestas en una conversación que sólo pudo oír parcialmente. Y era evidente que el hermano Wrestrum sentía antipatía hacia Tod Clifton. Y yo la sentía hacia él, hacia Wrestrum. También me desagradaba el miedo que había mostrado ante la visión del grillete, y todas las tonterías que había dicho al respecto. El hermano Tarp lo había llevado durante diecinueve años y al recordarlo reía, pero aquel gran...
No tuve noticias del hermano Wrestrum hasta dos semanas más tarde, cuando volví a encontrarle en el cuartel general del centro de la ciudad, en ocasión de una junta convocada para debatir nuestra estrategia.
Fui el último en llegar. El humo de los cigarrillos llenaba la estancia, a un lado se habían dispuesto largos bancos formando hileras. Por lo general, estas reuniones eran ruidosas. El público solía hablar y discutir como si fuera a contemplar un campeonato de boxeo. Sin embargo, en aquella ocasión todos guardaban silencio. Advertí que los hermanos blancos parecían inhibidos, y que algunos hermanos negros del distrito de Harlem tenían en sus rostros una expresión beligerante. No me dejaron tiempo para meditar sobre ello. Apenas me hube excusado por mi tardanza, el hermano Jack golpeó la mesa con el martillo de presidente y se dirigió a mí:
—Hermano, parece que algunos hermanos tienen graves dudas acerca de tu trabajo y comportamiento en los últimos tiempos.
Le miré sin expresión en el rostro, mientras me preguntaba a qué podía referirse el hermano Jack.
—Lo siento, hermano, pero no sé a qué te refieres. ¿Quieres decir que he cometido errores?
Con expresión perfectamente neutra replicó:
—Eso parece. Han formulado cierta acusaciones contra ti.
—¿Acusaciones? ¿He infringido alguna norma, quizá?
—Parece que hay ciertas dudas al respecto. Mejor será que hable el hermano Wrestrum.
—¡El hermano Wrestrum!
Quedé perplejo. No le había visto desde nuestra conversación sobre las banderas y el grillete. Miré su rostro huidizo, al otro lado de la mesa, mientras se levantaba manteniendo el cuerpo encorvado. Del bolsillo de su chaqueta sobresalía un rollo de papeles. El hermano Wrestrum habló:
—Sí, hermanos, me he visto obligado a formular acusaciones, pese a lo mucho que me desagrada. He estado observando el desarrollo de los últimos acontecimientos y he llegado a la conclusión de que si no interrumpimos inmediatamente nuestras presentes actividades este hermano pondrá en ridículo a la Hermandad.
Se alzaron voces de protesta. El hermano Wrestrum gritó:
—¡Sí, señor! ¡Así es! Este hermano constituye uno de los mayores peligros con que nuestro movimiento se ha enfrentado.
Miré al hermano Jack. Sus ojos chispeaban. Cuando inclinó el rostro para escribir algo en el bloc, creí ver en sus labios la sombra de una sonrisa. Comencé a congestionarme. El hermano Garnett, un blanco, dijo:
—Hermano Wrestrum, mejor será que precises un poco. Tus acusaciones son graves, y, por otra parte, todos sabemos que el trabajo desarrollado por el hermano a quien acusas ha sido magnífico. Por favor, precisa.
—¡Naturalmente que voy a precisar! —tronó Wrestrum. Extrajo los papeles del bolsillo, los desenrolló y los arrojó sobre la mesa:
—¡Aquí está mi acusación!
Di un paso al frente. Sobre la mesa, mi propia imagen reproducida en un semanario, me contemplaba. Pregunté:
—¿Qué es esto?
El hermano Wrestrum aulló:
—¡Eso es! ¡Finge que no sabes de qué se trata!
—¡De veras, no lo sé!
—¡No mientas a nuestros hermanos blancos! ¡No mientas!
—No miento. En mi vida he visto esta foto. Pero, incluso suponiendo que la hubiera visto, ¿qué hay de malo en ella?
—¡Sabes perfectamente cuánto significa!
—Yo no sé nada. ¿Qué pretendes? Estamos todos aquí reunidos para escuchar lo que quieras decir, así es que haz el favor de explicarte.
—¡Hermanos, este hombre no es más que un oportunista! Para convenceros os bastará con leer este artículo. Acuso a este hombre de emplear el movimiento de la Hermandad para lograr sus egoístas intereses personales.
—¿Un artículo?
Entonces recordé la entrevista. Todos dejaron de mirar al hermano Wrestrum para fijar la vista en mí. El hermano Jack dijo, señalando la revista:
—¿Y qué es lo que dice de nosotros?
—¿Qué dice? ¡Nada! ¡Sólo habla de él! —repuso Wrestrum—. ¡De lo que piensa, de lo que hace y de lo que piensa hacer! Ni una sola palabra de todos aquellos que nos unimos al movimiento mucho antes de que él sospechara siquiera su existencia. Lee el artículo. Si crees que miento, léelo.
El hermano Jack se dirigió a mí:
—¿Es esto cierto?
—No lo he leído. Olvidé que un periodista se había entrevistado conmigo.
—¿Pero ahora lo recuerdas? —preguntó el hermano Jack.
—Sí, perfectamente. Y el hermano Wrestrum estaba en mi despacho en el momento en que me pidieron la entrevista.
Todos callaban. El hermano Wrestrum habló:
—¡Míralo, hermano Jack, aquí lo tienes todo escrito en letra de imprenta! Este hombre intenta hacer creer al público que todo el movimiento de la Hermandad se reduce a su persona.
—No he hecho tal cosa. Incluso intenté convencer al director de que debía entrevistar al hermano Tod Clifton, y esto te consta, hermano Wrestrum. Ya que sabes tanto acerca de mis actividades, por qué no explicas al comité qué es lo que pretendes, a fin de cuentas.
—Me limito a denunciar a un traidor, esto es lo que hago. Me limito a denunciarte. ¡Hermanos, este hombre es pura y simplemente un oportunista!
—¡Muy bien! ¡Denúnciame si quieres, pero reserva tus insultos para mejor ocasión!
Adelantó la barbilla.
—No te preocupes, porque voy a exponer lisa y llanamente todos los hechos en que se basa mi denuncia. Hermanos, este hombre ha cometido todas las infracciones que antes he dicho. Y, además, os diré que intenta disponer las cosas de tal modo que los hermanos no puedan actuar salvo cuando él lo ordene. Recordad lo ocurrido hace pocas semanas, cuando fue a Filadelfia. Pretendimos organizar una reunión, ¿y qué ocurrió? ¡Sólo acudieron doscientos miembros! Pretende disciplinarles de modo que sólo presten oídos a sus palabras.
Un hermano le interrumpió:
—Pero hermano, ¿acaso no decidimos que el anuncio de aquella reunión se había redactado deficientemente?
—Sí, ya lo sé, pero no fue el anuncio.
—Sin embargo, el comité analizó las frases convocando la reunión y...
—Ya lo sé, hermanos, y conste que no voy a poner en tela de juicio la decisión a que llegó el comité. Sin embargo, vosotros no sabéis cómo es este hombre. Está haciendo un trabajo de zapa, a escondidas. Ha organizado una conspiración...
Uno de los hermanos se inclinó sobre la mesa y preguntó:
—¿Qué clase de conspiración?
—Simplemente, una conspiración. Se ha propuesto controlar el movimiento en el centro de la ciudad. ¡Quiere convertirse en un dictador!
En la estancia reinaba un silencio total, sólo roto por el zumbido de los ventiladores. Dos hermanos hablaron al unísono:
—Es una acusación muy grave, hermano.
—¿Grave? ¡Pues claro que es grave! Por esto me he visto obligado a formularla. Este oportunista cree que por haber cursado algunos estudios, es superior a todo el mundo. Es lo que el hermano Jack llama "un pequeño individualista".
Remató la frase con un puñetazo en la mesa. En el rostro tenso, brillaban sus ojos pequeños y perfectamente circulares. De buena gana le hubiera partido las narices. Su rostro ya no me parecía real, sino una máscara tras la que sus verdaderas facciones se reían de mí y de los demás. Ni él mismo podía creer lo que decía. Sencillamente, era imposible que creyera sus propias palabras. El era quien conspiraba contra mí, y, a juzgar por la grave expresión de los oyentes, se salía con la suya. Varios hermanos comenzaron a hablar al mismo tiempo, y el hermano Jack golpeó la mesa con el martillo:
—¡Por favor, hermanos! No habléis todos a la vez. —Se dirigió a mí—: ¿Qué tienes que decir acerca del artículo?
—Muy poco. El director del semanario me llamó por teléfono y me dijo que mandaría a una periodista para que me entrevistara. La periodista vino, me hizo unas cuantas preguntas y tomó algunas fotos. Esto es cuanto sé.
—¿Diste a la periodista un texto previamente preparado?
—Sólo le di algunos folletos de propaganda oficial. No le indiqué las preguntas que quería que me hiciera ni tampoco le pedí que escribiera algo determinado. Como es natural procuré facilitarle la tarea. Pensaba que si el artículo sobre mí contribuía a ganarnos amigos mi deber era facilitar la publicación de tal artículo.
—Hermanos, esta entrevista estaba amañada —dijo Wrestrum— Este oportunista logró que mandaran a la periodista a su despacho, y le dijo lo que tenía que escribir.
Le interrumpí:
—¡Es mentira! ¡Una ridícula mentira! Tú estabas presente durante la conversación telefónica, y sabes que intenté que entrevistaran al hermano Clifton.
—¿Quién es el que miente, aquí?
—¡Tú! ¡Embustero, pillo redomado! Eres un embustero, y no te considero hermano mío.
—¡Me está insultando! Le habéis oído bien, hermanos.
El hermano Jack dijo, calmosamente:
—No perdamos la cabeza. Hermano Wrestrum, has formulado graves acusaciones. ¿Puedes aportar pruebas?
—Sí, puedo demostrar que son verdad. Sólo tenéis que leer el artículo y juzgar por vosotros mismos.
—Lo leeremos. ¿Algo más?
—Sí, escuchad lo que dicen las gentes de Harlem. No hablan más que de él. Jamás piensan en el resto de la Hermandad. Hermanos, este hombre constituye una amenaza para los habitantes de Harlem. Debemos expulsarle.
—Esto es un asunto cuya decisión compete al comité —dijo el hermano Jack, y se dirigió a mí—. ¿Tienes algo que decir en tu defensa, hermano?
—¿En mi defensa? Nada. No tengo nada de qué defenderme. He hecho cuanto he podido para cumplir con mis obligaciones, y si mis hermanos lo ignoran a estas alturas, creo que ya es demasiado tarde para que se enteren. Ignoro qué hay detrás de estas acusaciones, pero puedo aseguraros que jamás he hecho gestión alguna para influir en la prensa. Además, vine aquí ignorando que iba a ser juzgado.
El hermano Jack dijo:
—No, esto no es un juicio. Si alguna vez se te somete a juicio, lo cual espero que nunca ocurra, lo sabrás de antemano. Entretanto, y como sea que nos hallamos ante una situación de emergencia, el comité te ruega que salgas de la sala mientras leemos y comentamos el artículo.
Furioso y asqueado, salí de allí y entré en un despacho desocupado. Wrestrum me había devuelto al Sur en plena sesión de uno de los principales comités de la Hermandad. Me sentía desnudo.
Me hubiera gustado estrangular a Wrestrum. Me parecía ridículo que me hubiera obligado a tomar parte en aquella infantil discusión, ante los miembros del comité. Sí, tendría que luchar con él para defenderme de sus acusaciones, incluso si para ello tenía que adoptar actitudes propias de personaje de vodevil. Tendría que hablar de un modo que Wrestrum comprendiera. Quizá fuera conveniente que me refiriese a la carta anónima, pese a que ello entrañaba el riesgo de que alguien la interpretara como una demostración de que yo no gozaba de la total adhesión del distrito. Si Clifton estuviera aquí podría defenderme eficazmente de aquel pobre payaso. ¿Le tomaban en serio debido solamente a que era negro? ¿Qué diablos le ocurría a aquella gente? ¿No comprendían que se hallaban ante un bufón? Sin embargo, pensé, si hubieran reído o sonreído, me hubiese sentido terriblemente humillado, porque reírse de él equivalía a reírse de mí también. Pero, si hubieran reído, la escena no habría sido tan irreal. ¿Dónde diablos me encontraba?
Un hermano me llamó:
—Puedes venir.
Y entré en la sala para oír la decisión que habían adoptado. El hermano Jack dijo:
—Bien, hermano, hemos leído el artículo y tengo la satisfacción de comunicarte que lo hemos hallado bastante inofensivo. También es cierto que hubiera sido conveniente que contuviera más referencias a otros miembros del distrito de Harlem. Pero no hay pruebas de que esto se te pueda imputar. El hermano Wrestrum estaba equivocado.
El tranquilo acento de sus palabras y la conciencia de que el comité había perdido el tiempo inútilmente para averiguar la evidente verdad, me irritó profundamente. Dije:
—Creo que estaba criminalmente equivocado.
—No. Su actitud no fue delictiva, sino inspirada en un exceso de celo.
—A mí me parece que en ella concurren los dos elementos.
—No, hermano, no.
—Ha atacado mi reputación.
El hermano Jack sonrió:
—Ello se ha debido a su sinceridad, hermano. Sólo pensaba en el bien de la Hermandad.
—Entonces, ¿por qué me ha calumniado? No comprendo tu argumentación, hermano Jack. Yo no soy enemigo de la Hermandad, como él muy bien sabe. También yo soy un hermano.
El hermano Jack sonrió, y dijo:
—La Hermandad tiene muchos enemigos, y no debemos ser excesivamente severos ante los errores de los hermanos.
Entonces me fijé en la estúpida y humillada expresión del rostro de Wrestrum y me calmé.
—Muy bien, hermano Jack. Imagino que estoy obligado a alegrarme de que me consideréis inocente...
El hermano Jack alzó el dedo índice en el aire, y dijo:
—Volviendo al artículo publicado en el semanario...
Sentí un cosquilleo en la nuca, y me puse en pie de un salto:
—¡Volviendo al artículo! ¿Pretendes insinuar que habéis creído una sola palabra de la sarta de mentiras que os ha endilgado? ¿Es que todavía leéis a Dick Tracy?
—Dejemos aparte a Dick Tracy —contestó secamente—. Nuestro movimiento cuenta con muchos enemigos.
—¿De modo que ahora me he convertido en un enemigo? ¿Qué os ocurre? Os portáis como si no me hubierais conocido jamás.
Jack fijó la vista en la mesa y dijo:
—¿Quieres o no quieres saber la decisión que hemos tomado?
—¡Sí, claro! Siempre me ha interesado saber todo lo posible acerca de los comportamientos excéntricos. ¿Cómo puedo no sentir interés, tras haber sido testigo de una escena en la que un frenético insensato es tomado en serio por un grupo de personas a las que he llegado a considerar como las mentes más brillantes y lúcidas del país? ¡Claro que me interesa! Si no me interesara, me portaría como un hombre sensato y saldría de aquí inmediatamente.
Oí las voces de protesta. El hermano Jack, enrojecido el rostro, golpeó la mesa con el martillo para imponer orden. Entonces, el hermano MacAfee dijo:
—Quizá sea conveniente que dirija unas palabras a nuestro hermano.
—Adelante —convino, con voz ronca, el hermano Jack.
Habló el hermano MacAfee:
—Hermano, comprendemos tu reacción, pero también tú debes comprender que la Hermandad tiene muchos enemigos. Esto es una verdad indiscutible, y estamos obligados a pensar en nuestra organización antes que en nuestros sentimientos personales. La Hermandad es una realidad superior a cualquiera de nosotros. Ninguno de nosotros, individualmente considerado, tiene la menor importancia cuando la seguridad colectiva está en juego. Y puedes estar seguro de que a todos nos anima la mejor voluntad hacia ti, personalmente. Has realizado una magnífica labor. Aquí y ahora, tratamos solamente de la seguridad de la organización, por lo que tenemos la obligación de investigar concienzudamente todas las acusaciones.
Quedé súbitamente subyugado. En sus palabras había una fuerza lógica que yo tenía que aceptar. Estaban en un error, pero tenían la obligación de descubrir su error. Mejor sería que siguieran adelante. Descubrirían que ninguna de las acusaciones era fundada, y me rehabilitarían. De todos modos, ¿por qué les dominaba aquella obsesión de los enemigos? Contemplé los rostros envueltos en humo. Por primera vez, desde mi iniciación en la Hermandad, me embargaban graves dudas. Hasta el momento había sentido una certeza total, cual jamás había experimentado, con respecto a mi trabajo y a mis propósitos. Una certeza que ni siquiera tuve en mis equivocados tiempos universitarios. La Hermandad era algo que permitía que nos entregásemos totalmente a ella. En esto radicaba su fortaleza y mi fortaleza, y en esta entrega y certeza consistía su capacidad de alterar el curso de la Historia. En ella había depositado toda mi fe, pero, ahora, pese a que en mi fuero interno persistía en afirmar esta creencia, me sentía herido en lo más vivo, hasta el punto de ser incapaz de seguir defendiéndome. Allí estaba, silencioso y en pie, esperando oír su decisión. Alguien tamborileaba en el tablero de la mesa con la punta de los dedos. Oí un ruido, como las hojas secas, producido por unos folios de papel cebolla. Desde el otro extremo de la mesa me llegó la voz del hermano Tobitt:
—Puedes tener la seguridad de que el comité ha decidido con prudencia y justicia.
El humo que llenaba la estancia me impedía ver la expresión de su rostro.
El hermano Jack habló fría y secamente:
—El comité ha decidido que, en tanto no haya investigado los hechos objeto de la acusación, deberás, a tu elección, abandonar tus actividades, permaneciendo en Harlem, o aceptar un nuevo destino en el centro de la ciudad. En este último caso, cesarás inmediatamente en tu presente cargo.
Las piernas me flaquearon.
—¿Esto significa que debo abandonar mi labor?
—A menos que aceptes prestar tus servicios en algún otro lugar.
—Pero no comprendéis que...
Me detuve al ver en los rostros que había a mi alrededor la expresión indicativa de que habían llegado a una decisión irrevocable. El hermano Jack avanzó la mano para coger el martillo y dijo:
—Si decides no permanecer inactivo, tu nueva tarea consistirá en dar conferencias en el centro de la ciudad sobre "La mujer y la sociedad".
Me pareció recibir un mazazo en la cabeza:
—¡Sobre qué!
—Sobre "La mujer y la sociedad". Mi folleto "La mujer en los Estados Unidos de América" te servirá de guía. —Miró alrededor, y terminó—: Y ahora, hermanos, se levanta la sesión.
En pie, paralizado, con el eco de los dos golpes de martillo resonando todavía en mis oídos, me repetía las palabras "La mujer y la sociedad". Escrutaba los rostros en busca de rastros de ironía, y escuchaba las voces que se alejaban hacia la salida, para intentar percibir el sonido de risas mal reprimidas. En mi fuero interno, luchaba para ahogar las voces que me decían que había sido objeto de una broma injuriosa, tanto más injuriosa cuanto los rostros que me rodeaban no indicaban que aquella gente se hubiera dado cuenta de la triste humorada.
Me esforzaba desesperadamente en aceptar los hechos. Pero era inútil. Me habían apartado de mi trabajo y realizarían investigaciones, mientras yo seguía fiel a la organización, sujeto a su disciplina, presto a aceptar su decisión. No, aquél no era el momento propicio para caer en la inactividad. Corrían días en que comenzaba a percibir algunos aspectos de la organización, que, hasta entonces, había ignorado totalmente (altos comités y dirigentes que nunca actuaban a la luz pública, simpatizantes y grupos colaboradores muy alejados de nuestras cotidianas preocupaciones), días en que los secretos del poder y de la autoridad, ocultos tras el velo del secreto, empezaban a precisarse ante mi vista. Pese a la ira y desengaño que me embargaban, la magnitud de mis ambiciones me impedía renunciar a la Hermandad. Además, ¿por qué separarme de ellos, por qué limitar mis posibilidades? Yo era orador. ¿Por qué no hablar de la mujer y la sociedad o de cualquier otro tema? Nada quedaba fuera del ámbito de nuestro sistema ideológico, habíamos adoptado directrices políticas con respecto a todo, y mi principal ambición era abrirme camino hasta las altas esferas de la Hermandad.
Al salir del edificio todavía tenía la sensación de haber sido golpeado con una maza, sin embargo percibía que mi optimismo comenzaba a renacer. Dejar Harlem representaba para mí un duro golpe, pero también lo era para la organización, ya que había descubierto que el hecho —la llave— que me abría las puertas de Harlem consistía en que los deseos y necesidades de Harlem coincidían exactamente con mis deseos y necesidades. El valor que yo tenía para la Hermandad en nada se diferenciaba del valor que para mí tenían los agentes que más útiles me eran en Harlem. Tanto mi valor como el de estas personas se basaba en la total franqueza y honradez al expresar las esperanzas y frustraciones del distrito, sus temores y sus deseos. Y hablar ante el comité equivalía a hablar ante toda nuestra organización. Pensé que, sin duda alguna, el comportamiento que había tenido éxito en Harlem también lo tendría en el centro de la ciudad. La nueva tarea serviría para poner a prueba mi eficacia y, al mismo tiempo, representaba una oportunidad de comprobar hasta qué punto lo ocurrido en Harlem se debía a mis actividades y hasta qué punto se debía al entusiasmo y avidez de las gentes del distrito. Al fin y al cabo, me dije, esta nueva tarea demostraba la buena voluntad del comité. Al investirme con su autoridad para hablar de un tema que en cualquier sector de la sociedad en que vivía era tabú para mí, el comité ratificó, sin duda alguna, su fe en mí y en los principios de la Hermandad, demostrando que ni siquiera en el delicado tema de la mujer hacía distinciones entre blancos y negros. Debían investigar los hechos de que yo había sido acusado, pero al asignarme la nueva tarea habían ratificado fríamente, sin sentimentalismos, su inquebrantable fe en mí. Pese al calor, sentí un escalofrío. Evidentemente, no había permitido que la idea se concretara en mi mente pero, por un momento, casi dejé que mi antiguo y retrógrado pesimismo sureño destrozara mi carrera.
Sin embargo, dejar Harlem me causó un profundo pesar. No tuve valor suficiente para despedirme de las personas a quienes allí había tratado, ni siquiera del hermano Tarp y de Clifton ni de aquellos que me proporcionaban información sobre los sectores más humildes del distrito. Metí los papeles en la cartera y salí de la oficina como si me dirigiera a una reunión en el centro de la ciudad.