CAPÍTULO 19
Acudí a mi primera conferencia, animoso y algo excitado. El tema me aseguraba el interés del público, y el resto dependía de mí. Si hubiese medido un palmo más y hubiera pesado treinta kilos más, me habría bastado con ponerme ante el público, con un cartel en el pecho que dijera "LAS CONOZCO MEJOR QUE NADIE", para dejar a todos tan maravillados cual si tuvieran ante su vista a un hombre de las cavernas, ligeramente reformado y domesticado. Así como a Paul Robertson apenas le hacía falta desarrollar una labor de actor para impresionar al público, yo casi no necesitaría hablar. Con sólo verme, el público se emocionaría.
La conferencia fue un éxito, debido principalmente al entusiasmo del público. Y el período de ruegos y preguntas sirvió para reafirmar las opiniones que me había formado al acudir allí. Los acontecimientos que ni siquiera mi exacerbada suspicacia pudo imaginar, comenzaron a ocurrir cuando el público desfilaba hacia la salida. La mujer apareció en el momento en que yo despedía amablemente a los oyentes que pasaban ante mí. Pertenecía a este tipo de hembra resplandeciente que se comporta como si representara a plena conciencia el papel de símbolo de vida y fertilidad femenina. Dijo que estaba muy interesada en algunos aspectos de nuestra doctrina. Con expresión preocupada, añadió:
—Se trata de algo un poco complicado. Me gustaría mucho hablar con usted, pero me temo que...
—Con mucho gusto. Por favor.
Y la aparté del grupo, llevándola junto a la puerta de salida, cerca de la pared de la que colgaba una manguera casi totalmente enrollada. Me dijo:
—Hermano, es muy tarde y usted seguramente estará fatigado. Puedo esperar hasta que, en otra ocasión...
—No, en realidad, no estoy tan fatigado. Y si alberga usted alguna duda, tengo la obligación de aclarársela.
—Pero, ahora, es ya muy tarde. Quizás un día en que no tenga mucho trabajo pueda visitarnos y entonces hablaríamos extensamente. A no ser que...
—¿A no ser que...?
—A no ser que acceda a ir a mi casa esta misma noche —dijo, con una sonrisa—. Puedo asegurarle que sé preparar un café excelente.
Abrí la puerta.
—Estoy a su disposición, señora.
Su piso se encontraba en uno de los mejores barrios de la ciudad. Al penetrar en el amplio salón, probablemente expresé la sorpresa que me causó.
—Lo que verdaderamente me interesa, hermano —y pronunció esta palabra con inquietante calor— es el conjunto de valores espirituales de la Hermandad. Sin haberlo merecido, gozo de una desahogada posición económica, pero esto nada significa cuando advertimos las injusticias que existen en nuestro mundo. Quiero decir que la situación económica que disfruto poco importa cuando no hay seguridad espiritual y emocional, cuando no impera la justicia.
Se quitó el abrigo sin dejar de mirarme fijamente a los ojos, y yo me pregunté si aquella mujer no sería más que un "alma caritativa", una puritana inglesa con ocultos remordimientos de conciencia. Y recordé la confidencial descripción que el hermano Jack había hecho, en cierta ocasión, de aquellos miembros adinerados que buscaban su seguridad política al ayudar económicamente a la Hermandad. La mujer razonaba demasiado aprisa para que yo pudiera seguirla. Esforzándome en comprender, la miraba gravemente. Le dije:
—Creo advertir que ha pensado usted mucho en lo que me dice.
—Lo he procurado, y no he logrado más que armarme un lío. Por favor, siéntese mientras yo me cambio.
Cuando se iba, pude observar que la mujer era delicadamente regordeta. Tenía el cabello negro y lustroso, y en él comenzaban a aparecer algunas hebras plateadas. Cuando reapareció vestida con una bata roja, su aspecto era tan llamativo que, sobresaltado, tuve que desviar la vista. Miré alrededor, fijándome en el brillante mobiliario en el que dominaba el color de cereza, y en un cuadro de Renoir representando un rosáceo desnudo de tamaño natural.
—Bonita habitación —dije.
Aquí y allá, en las amplias paredes, colgaban otras telas que daban a la sala un colorido cálido, vívido y brillante. Vi un pez abstracto, de latón, montado en una plancha de ébano. Y me pregunté qué comentario cabía hacer ante aquello. La mujer dijo:
—Me alegro que le guste, hermano. A nosotros también nos gusta, aunque me temo que Hubert apenas puede disfrutarlo. Está demasiado ocupado en sus negocios.
—¿Hubert?
—Sí, mi marido. Me hubiera gustado que estuviera aquí. Le habría encantado conocerle, hermano. Pero siempre tiene algún asunto u otro que le obliga a salir. Ya sabe, los negocios, siempre los negocios. ..
Me sentí un tanto inquieto.
—Imagino que no le queda más remedio.
—Así es, pero, por favor, hablemos de la Hermandad y su doctrina.
En su sonrisa y en su voz percibí un algo inconcreto, estimulante y confortable a un tiempo. No se trataba tan sólo del ambiente de opulencia y vida fácil, que yo desconocía totalmente, sino también del hecho de encontrarme allí, con ella, y de la posibilidad de establecer una comunicación fecunda. Me parecía que las invisibles discordancias y los patentes interrogantes hubieran llegado a un delicado punto de equilibrio, a una especie de armonía. Contemplando los suaves ademanes de la mujer, pensé: "Es rica, pero humana". Y dije:
—Nuestro movimiento tiene muchas facetas. Verdaderamente no sé por dónde empezar. Me parece que seré incapaz de darle una explicación convincente.
—No, no quiero llegar a grandes profundidades. Creo que podrá resolver sin dificultad mis pequeñas dudas doctrinales. Por favor, siéntese aquí, en el sofá, hermano. Estará más cómodo.
Me senté. Y la mujer se dirigió hacia la puerta, arrastrando sensualmente el borde de la bata sobre la alfombra oriental. Se volvió hacia mí, y, sonriente, me preguntó:
—¿Quizá prefiere tomar vino o leche en vez de café?
La idea de beber leche me pareció repelente.
—Vino, por favor.
Pensé que aquello no era lo que yo había esperado. Regresó con una bandeja en la que había dos vasos y una botella de cristal tallado, que colocó en una mesilla situada ante nosotros. Cuando llenó los vasos, el vino produjo un sonido líquido y musical. Puso uno de los vasos ante mí. Levantó el suyo, y con ojos sonrientes, dijo:
—Por nuestro movimiento.
—Por nuestro movimiento.
—Y por la Hermandad.
—Y por la Hermandad.
—Me parece muy bien que brindemos. Sin embargo, ¿de qué aspecto de nuestra ideología desea usted hablar?
Alzó la cabeza, apuntándome con la barbilla, me contempló con ojos entornados y dijo:
—De todos, de todos. Quisiera que habláramos de todo. La vida es terriblemente vacía y caótica. Creo muy sinceramente que sólo la Hermandad nos ofrece la esperanza de dar sentido a nuestro vivir. Naturalmente, no se me oculta que se trata de una filosofía demasiado amplia para poder comprenderla en un momento. Sin embargo, es tan importante y vital que, en mi opinión, debemos esforzarnos en comprenderla en toda su integridad. ¿No está usted de acuerdo conmigo?
—Sí, desde luego. Es la doctrina más trascendente de cuantas conozco.
—¡Me entusiasma que estemos de acuerdo! Ahora comprendo por qué me emociona tanto oírle hablar. Usted sabe transmitir la palpitante vitalidad del movimiento. Es asombroso. ¡Me da usted tal sensación de seguridad!
Se detuvo y sonrió enigmáticamente:
—Sin embargo, debo confesar que también me da miedo...
—¿Miedo? ¿No hablará en serio?
Me eché a reír. Y ella repitió:
—Sí, sí, miedo. Es algo tan poderoso, tan... ¡Tan primitivo!
Tuve la impresión de que parte del aire contenido en la habitación huyera de ella. Se produjo un anormal silencio.
—¿Primitivo, dice?
—¡Sí! ¡Primitivo! ¿Nadie le ha dicho, hermano, que en algunas ocasiones vibran tam-tams en su voz?
—¡Dios mío! —reí—: ¡Y yo que pensaba que vibraban profundas ideas!
—Y así es. Tiene toda la razón. No quería decir "primitivo" en el sentido vulgar. Quería decir subyugante, poderoso. Su voz domina, no sólo la inteligencia, sino también el corazón. Llámele como quiera, pero tiene una fuerza desnuda que parece penetrar hasta lo más hondo. Con sólo recordar esta vitalidad, tiemblo de cabeza a pies.
La tenía tan cerca de mí, que podía percibir claramente un cabello, uno solo, negro azabache, que se había rebelado a la disciplina del peinado.
Dije:
—Sí, ciertamente la emoción también concurre, pero su presencia se debe a que nuestro método científico la hace nacer. Como dice el hermano Jack, nosotros no somos más que organizadores. Y la emoción no sólo nace en virtud del método, sino que, luego, queda orientada y canalizada. En esto estriba la verdadera razón de nuestra eficacia. Al fin y al cabo, este excelente vino ante nosotros, puede dar lugar a emociones, pero jamás podrá realizar una labor de organización.
Con el brazo a lo largo del respaldo del sofá, se inclinó graciosamente hacia delante, y dijo:
—Sí, pero usted logra las dos cosas con sus discursos. Cuando le escucho me siento obligada a responder a su estímulo, aun cuando no comprenda del todo el último significado de sus palabras. Sólo comprendo sus palabras, y esto resulta todavía más estimulante.
—En realidad, el público causa tanta impresión en mí como yo pueda causar en él. La reacción favorable del público contribuye grandemente a que me supere en la medida de lo posible.
—Además, hay otro aspecto muy importante que me afecta grandemente. Nuestra doctrina ofrece a la mujer plena oportunidad de actuar por sí misma, lo cual es de la mayor trascendencia, hermano. La mujer debe ser tan libre como el hombre.
Levanté el vaso y pensé que si yo fuera verdaderamente libre saldría a todo gas de aquella habitación.
—A mi juicio ha estado usted magnífico esta noche. Ya era hora de que la mujer tuviera a alguien, en el movimiento, que defendiera sus derechos. Hasta hoy, sólo le había oído hablar sobre los problemas de comunidades minoritarias.
—Así es. Hoy he comenzado a trabajar en una nueva misión. Y a partir de ahora me dedicaré preferentemente al tema de la mujer y la sociedad.
Se acercó un poco más, y suavemente me puso la mano en el brazo:
—Me parece magnífico y muy oportuno. Hacía falta que alguien tomara la iniciativa para que la mujer participe intensamente en el vivir de todos. Por favor, continúe. Quiero oír todas sus ideas.
Contento de poder refugiarme en la oratoria, llevado por el calor del vino y por mi entusiasmo, comencé a hablar, y seguí hablando. Y sólo cuando interrumpí mi discurso para hacerle una pregunta, me di cuenta de que el rostro de la mujer estaba a dos dedos del mío, con los ojos clavados en mis ojos.
—Siga, por favor, siga. Sabe explicarlo de un modo tan claro...
El rápido aleteo de sus párpados, como el de las alas de una alevilla, se convirtió, al sentirme impulsado hacia ella, en la suavidad de sus labios. No nació de ello una idea ni un concepto, sino tan sólo una pura y cálida sensación. Entonces sonó un timbre. Me aparté de ella y me puse en pie de un salto. Volví a oír el timbre. Y también ella se puso en pie, siguiendo mi movimiento. Los pliegues de la bata descendían majestuosamente a lo largo de su cuerpo hasta la alfombra. La mujer decía:
—En ti todo es tan maravillosamente vital...
Y el timbre volvió a sonar. Mientras, dispuesto a irme, buscaba con la vista el sombrero, y con creciente irritación me preguntaba si la mujer estaba loca o si no había oído el timbre, ella me miraba sorprendida cual si yo me portara como un loco. Tomándome por el brazo y con voz repentinamente enérgica, me dijo:
—Pasa aquí.
Y casi me empujó, mientras el timbre sonaba de nuevo, llevandome a través de una salita, a un dormitorio con las paredes cubiertas de raso. Me dirigió una larga mirada, y sonriente dijo:
—Es mi dormitorio.
La miré, incrédulo e indignado:
—¿Su dormitorio? ¡Pero el timbre está sonando!
—Déjalo que suene... —murmuró, mirándome a los ojos.
La aparté de mí.
—Por favor, no haga locuras. ¿Por qué no abre la puerta?
—¿Te refieres al timbre del teléfono, querido? Ahora voy.
—¿Pero su marido?
—Está en Chicago.
—Pero, a lo mejor...
—No, nada de eso.
—¡No puede estar segura!
—Claro que sí, hermano. He hablado con él, y me consta que está en Chicago.
—¿Qué clase de trampa es ésta?
—No hay ninguna trampa, querido. No tienes por qué sospechar. Estamos solos. Hubert se encuentra en Chicago, intentando recuperar su perdida juventud. —Sus propias palabras la sorprendieron, y se echó a reír—. Las reivindicaciones sociales no le interesan. No se preocupa de los problemas de la libertad, la pobreza, los derechos de la mujer y cosas por el estilo. Has de saber, querido, que la enfermedad de las gentes de nuestra clase...
Me aparté y retrocedí un paso. A mi izquierda tenía una puerta abierta, tras la que vi el brillo de metales y azulejos. La mujer me cogió el brazo con sus manos pequeñas, tanteándome el bíceps, y dijo:
—Háblame de la Hermandad, querido. Enséñame lo que es. Enséñame la hermosa doctrina de la Hermandad.
Y sentí deseos de pegarle, y de irme, a un mismo tiempo, pero sabía que no haría ninguna de las dos cosas. ¿Intentaba arruinar mi carrera, o era quizás una trampa preparada por uno de mis enemigos en la Hermandad, que me esperaba tras alguna puerta, cámara fotográfica en ristre?
Con fingida calma, e intentando apartarme de ella sin tocarla, porque si la tocaba temía no saber dominarme, dije: —Debieras coger el teléfono.
—Si lo cojo, ¿continuarás después?
Hice un movimiento afirmativo con la cabeza. Sin pronunciar palabra dio media vuelta, se dirigió hacia una mesa tocador, ante un espejo ovalado, y descolgó el blanco teléfono que reposaba en ella. El espejo reflejaba mi imagen en pie, situada entre la anhelante figura de la mujer y la gran cama blanca. Mi persona estaba inmovilizada en un momento de culpabilidad, con el rostro tenso y la corbata colgando laciamente del cuello. Tras la cabecera de la cama, había otro espejo que, como en el constante vaivén del mar, lanzaba y absorbía incesantemente nuestras imágenes, multiplicando con furia el tiempo, el lugar, las circunstancias. Mi vista latía, de modo que alternaba la visión clara y precisa con la visión nebulosa y vaga, impulsada por el furioso oleaje de los espejos. Sus labios, sin producir sonido, pronunciaron las palabras "perdona un momento", y, después, en voz alta e impaciente, habló al teléfono:
—Sí, soy yo.
Cubrió con la mano el teléfono, y sonriéndome dijo:
—Es mi hermana. En seguida termino.
Y a mi mente acudían viejas y casi olvidadas historias de señoras que pedían a sus criados que entrasen en el baño para friccionarles la espalda, chóferes que compartían con la señora el lecho conyugal, mozos de tren a quienes mujeres ricas camino de Reno invitaban a sus compartimentos privados. Y pensaba: "Pero mi caso es distinto, yo estoy aquí para hablar del movimiento, de la Hermandad". Vi que la mujer sonreía, diciendo:
—Sí, Gwen, claro que sí, querida.
Y alzó la mano que no sostenía el teléfono, como si pretendiera arreglarse el cabello. En este momento, la bata roja se abrió rápida y suavemente, en un movimiento de velo, y yo quedé sin aliento, contemplando el busto desnudo, de curvas opulentas y graciosas, firme y delicado, cuyo reflejo me mandaba el espejo. Fue un breve intervalo vivido como entre sueños. Y en el instante siguiente, desapareció la imagen, y yo tan sólo veía sus ojos sonriendo enigmáticamente, un palmo más arriba de la bata roja.
Furioso y excitado me dirigí hacia la puerta, y oí el sonido del teléfono al ser colgado en el soporte. Al pasar junto a ella, se echó en mis brazos, y perdí la cabeza, porque lo ideológico y lo biológico, el deber y el deseo luchaban y se confundían entre sí. Y pensé: "Que derriben la puerta. Sean quienes fueren, que derriben la puerta y entren, si quieren."
No sabía si soñaba o si estaba despierto. Imperaba un silencio mortal, sin embargo tenía la certeza de haber oído un ruido al otro lado de la habitación. A mi lado, la mujer emitía espaciados, regulares, suspiros. Me pareció hallarme en una situación muy rara. En mi mente bullían imágenes incongruentes. Un toro me perseguía a través de un bosque de castaños. Corría cuesta arriba hacia lo alto de una colina, y la colina jadeaba. Oí el sonido, y, al alzar la vista, vi a un hombre que me miraba fijamente, sin interés ni sorpresa, desde la penumbra de la habitación inmediata. Su rostro carecía de expresión; solamente me miraba. Oí el sonido de una respiración acompasada. Y la mujer a mi lado se movió. Su voz, con acento de lejanía, dijo:
—Hola, querido. ¿De vuelta ya?
Y el hombre dijo:
—Sí. Despiértame a primera hora, tengo mucho trabajo que hacer.
—Procuraré acordarme. Que duermas bien —contestó la mujer, con voz soñolienta.
El hombre soltó una corta y seca carcajada.
—Lo mismo digo. Buenas noches.
La puerta se cerró. Durante unos minutos quedé inmóvil en la oscuridad, la respiración corta y rápida. Me parecía hallarme en un mundo muy raro. Con la mano, toqué a la mujer. No contestó. Me incliné sobre ella, y sentí su aliento cálido y limpio en mi rostro. Hubiera querido quedarme en aquella postura, embargado por la sensación de haber logrado, arriesgadamente y demasiado tarde, algo muy valioso que ahora iba a perder para siempre... Era una penetrante y amarga sensación. Salté de la cama y, a tientas, avancé por la habitación. Encontré una silla vacía. ¿Dónde había dejado mis ropas? ¡Estúpido! ¿Cómo pude meterme en aquel lío? Desnudo y a tientas recorrí el dormitorio, hasta que encontré la silla en la que había dejado mis ropas. Me vestí aprisa y, procurando no hacer ruido, me dirigí hacia la puerta, en la que me detuve para echar una última mirada al dormitorio, a la luz de la habitación inmediata. La mujer dormía plácidamente, sin un jadeo, sin una sonrisa, como en un hermoso sueño. Mantenía un brazo sobre la cabeza coronada de cabello azabache. Al cerrar la puerta, el corazón me latía apresurado. Crucé el piso y llegué al vestíbulo, esperando que de un momento a otro, varios hombres, una multitud, me interceptaran el paso. Salí, y comencé a bajar las escaleras.
El edificio estaba en silencio. Abajo, el vigilante nocturno dormitaba. La almidonaba pechera de la camisa se abombaba y descendía al compás de la respiración, bajo la blanca cabeza descubierta. Cuando llegué a la calle sudaba a chorros, y todavía dudaba si había realmente visto a aquel hombre, o si lo había soñado. ¿Era posible que yo le hubiera visto sin que él me viera? ¿O quizá me había visto, pero fingió no verme en virtud de su modo de ser complicado, decadente o excesivamente civilizado? Caminaba muy de prisa y a cada paso se redoblaba mi angustia. ¿Por qué no dijo algo, por qué no manifestó haber advertido mi presencia, por qué no me insultó? ¿Por qué no me había atacado a puñetazos? O al menos, ¿por qué no había dirigido sus iras hacia la mujer? ¿O quizá todo era una prueba a la que ellos me habían sometido para comprobar cómo me comportaba en tales circunstancias? Al fin y al cabo, lo ocurrido era algo que nuestros enemigos podían utilizar para atacarnos violentamente. Caminaba por la calle, agitado por una terrible angustia. ¿Por qué mezclaban a sus mujeres en toda clase de asuntos y problemas? Entre nosotros y los cambios que nosotros queríamos implantar en el mundo, siempre interponían el obstáculo de una mujer, siempre, en todos los aspectos, social, política y económicamente. ¿Por qué, maldita sea, insistían en confundir la lucha de clases con la lucha en la cama, degradándonos y degradándose ellos mismos, envileciendo todos los altos motivos en pro de la humanidad?
Pasé el día siguiente en un estado de fatiga física y de tensión, en espera de que comenzaran a ejecutar su plan. Tenía la certidumbre de que el hombre que había entrado en el dormitorio era el mismo que vi en el vestíbulo del edificio, con una cartera en la mano, y que me había mirado disimuladamente. Aquel hombre se había comportado como un marido impasible, sin embargo, traía a mi mente la confusa imagen de algún miembro importante de la Hermandad, de alguien a quien tenía tan visto y a quien conocía tan bien, que el no poder identificarle me producía una angustia intolerable. Me era imposible trabajar, ni siquiera coger los papeles que tenía encima de la mesa. Cada vez que el teléfono sonaba, me sentía dominado por el miedo. Mecánicamente, jugueteaba con el grillete del hermano Tarp.
Me decía que si no me llamaban antes de las cuatro, estaba salvado. No dieron señales de vida, ni siquiera me llamaron para fijar una entrevista con ellos. Al fin, llamé a la mujer. Oí su voz alegre... discreta y contenta, pero no se refirió a la noche anterior, ni al hombre. Y su tono alegre y educado me impidió abordar el tema que me había impulsado a llamarla. ¿Era éste el modo civilizado y culto de comportarse? Quizás el hombre estaba a su lado, pero los dos habían llegado a un acuerdo que dejara a salvo la plena libertad y derechos de la mujer.
Me preguntó si volvería a su casa para proseguir nuestra conversación doctrinal. Le dije:
—Sí, claro, desde luego.
—¡Oh, hermano...!
Al colgar el teléfono me sentía angustiado y aliviado al mismo tiempo, y no podía liberarme de la sensación de que me habían sometido a una prueba y que, en ella, yo había fracasado. Durante la semana siguiente no dejé de pensar en este problema, y cuanto más pensaba más confusas eran mis ideas, ya que ignoraba totalmente cuál era el papel por mí interpretado en aquella ocasión. Procuré percibir cambios en la actitud del hermano Jack y los demás para conmigo, pero no advertí ninguno. Y aunque hubiera notado cambios, hubiese sido incapaz de interpretar su significado, ya que podían referirse a las acusaciones de que había sido objeto. Me encontraba aprisionado entre la culpabilidad y la inocencia, de manera que una y otra parecían ser la misma cosa. Tenía los nervios en constante tensión, y mi rostro adoptó una expresión rígida y neutra que comenzó a darme cierta semejanza física con el hermano Jack y los otros altos dirigentes. Luego, me tranquilicé un poco. Debía realizar mi trabajo, y decidí seguir la táctica de esperar y ver. Pese a mis sentimientos de culpabilidad y a mis dudas, aprendí a olvidar que yo no era más que un solitario y culpable hermano negro, y tras haberlo olvidado, aprendí a entrar con paso seguro en las habitaciones atestadas de gentes blancas. Todo consistía en ir con la cara alta, sonreír sin exageración y ofrecer con ademán decidido la mano para un apretón firme y cordial. Y adobarlo todo con una mezcla de arrogancia y humildad realista que convenciera a todos. Me lancé con entusiasmo a la tarea de dar conferencias en las que afirmaba y defendía los derechos de la mujer. Las mujeres acudían en buen número a las conferencias, y trataba con ellas frecuentemente, por lo que tuve buen cuidado de mantener una estricta separación entre lo ideológico y lo biológico, lo cual no siempre resultaba fácil, ya que muchas de las hermanas parecían haber llegado a la conclusión (que yo mismo aceptaba, también) de que lo ideológico era tan sólo un velo superfluo que ocultaba los verdaderos problemas del vivir cotidiano.
Descubrí que casi todos los públicos del centro de la ciudad se portaban, al aparecer yo, como si ocurriera algo inesperado, como si les revelara algo indefinible y sorprendente. Podía advertirlo en el instante en que me ponía en pie para dirigirles la palabra. Lo que aquella gente esperaba no tenía relación alguna con lo que yo pudiera decirles. En el momento en que aparecía en el lugar destinado al conferenciante, y tan pronto fijaban su vista en mí, tenía la impresión de que mis oyentes experimentaran un cambio, no un cambio producido por la risa o las lágrimas o la liberación de cualquier emoción pura y simple. Se trataba de algo que yo no podía comprender. Y entonces, me embargaba un sentimiento de culpabilidad. En cierta ocasión, a mitad de un período del discurso, me fijé en el mar de rostros, y me pregunté in mente: "¿Saben lo ocurrido? ¿Se debe su actitud a que saben lo ocurrido?". Y poco faltó para que la conferencia naufragara lamentablemente. Sin embargo, sabía que la reacción de los oyentes en nada se parecía a aquella otra reacción que mostraban cuando ante ellos se presentaba cualquier otro hermano negro que, debido a haberles contado mil veces historias divertidas, suscitaba la risa aún antes de abrir la boca. No, se trataba de algo distinto. Era como una expectación, una actitud de espera, una esperanza de algo parecido a una justificación. Parecían esperar que yo fuera algo más que un simple orador o un cómico. Allí ocurría algo que yo no podía percibir. Era como si representase una pantomima mucho más elocuente que mis más expresivas palabras. Yo actuaba como protagonista de aquella escena. Sin embargo, ignoraba su significado, del mismo modo que ignoraba el secreto del hombre en la puerta del dormitorio. Me decía que quizás el secreto se hallara en mi voz. En mi voz y en el deseo del público de ver en mí la prueba viviente de su fe en la Hermandad. Al fin, para descargar mi mente de preocupaciones dejé de pensar en este problema.
Una noche en que me dormí mientras tomaba notas para una nueva serie de conferencias, me convocaron por teléfono a una reunión de urgencia en las oficinas centrales. Salí dominado por mil aprensiones. Al fin había estallado: se trataba de las acusaciones o del asunto de la mujer. Me enfurecía pensar que una mujer pudiera ser la causa de mi caída. ¿Qué iba a decir en mi descargo? ¿Diría que aquella mujer era irresistible, y que yo era humano? ¿Qué relación guardaba esto con mi sentido de la responsabilidad y con la tarea de promover la Hermandad?
Sólo esto se me ocurrió para darme ánimos antes de acudir a la reunión. Llegué con retraso. En la estancia hacía un calor sofocante. Tres ventiladores pequeños zumbaban en el aire pesado. Los hermanos, en mangas de camisa, se sentaban alrededor de una mesa con el tablero marcado con rayas y muescas, sobre la que descansaba un jarro de agua helada, en cuyo cristal brillaban gotas de humedad. Me excusé:
—Siento haber llegado con retraso, hermanos. Algunos detalles importantes, de última hora, referentes a la conferencia que debo pronunciar mañana me han retenido más de lo debido. El hermano Jack dijo:
—Si es así, podrías haberte ahorrado el trabajo y evitar que el comité perdiera el tiempo esperándote.
—No comprendo lo que quieres decir, hermano —dije, súbitamente acalorado.
El hermano Tobitt aclaró:
—Esto significa que ya no debes ocuparte más del asunto ese de la mujer y la sociedad. Esto ha terminado.
Me preparé para afrontar los ataques que creí iban a dirigirme. Pero antes de que pudiera responder, el hermano Jack me formuló una sorprendente pregunta:
—¿Dónde está el hermano Clifton?
—¿El hermano Clifton? No le he visto en varias semanas. He estado ocupado en el centro de la ciudad. ¿Qué ha ocurrido?
—Ha desaparecido. ¡Desaparecido! Así es que no nos hagas perder el tiempo con preguntas inútiles. No te hemos pedido que vinieras aquí para eso.
—¿Cuándo se ha sabido su desaparición? El hermano Jack pegó un puñetazo en la mesa.
—Lo único que sabemos es que ha desaparecido. Y esto es todo. Vayamos a lo nuestro. Tú, hermano, vas a volver inmediatamente al distrito de Harlem. Allí nos enfrentamos con una grave crisis, ya que el hermano Clifton no sólo ha desaparecido sino que dejó de cumplir con sus obligaciones. Por otra parte, Ras el Exhortador y su cuadrilla de gangsters racistas se están aprovechando de las circunstancias y han emprendido una intensa campaña de agitación. Debes volver a Harlem y adoptar las medidas oportunas para recuperar nuestra influencia allí. Te proporcionaremos las fuerzas necesarias, y te reunirás con nosotros para estudiar la estrategia adecuada en fecha que te notificaremos mañana. Y por favor —golpeó la mesa con el martillo—, sé puntual.
Tan grande fue el alivio experimentado al comprobar que no iban a referirse a mis problemas, que olvidé preguntar si habían denunciado a la policía la desaparición de Clifton. El asunto de este último me parecía muy oscuro, ya que Clifton era un muchacho con sentido de la responsabilidad, y por otra parte su carrera había sido demasiado brillante para que hubiera decidido desaparecer. ¿Habría tenido Ras el Exhortador alguna intervención en aquel asunto? Me pareció improbable. Harlem constituía una de nuestras más fuertes demarcaciones, y hacía exactamente un mes, cuando dejé el distrito para encargarme de las conferencias en el centro, los habitantes de Harlem se hubieran reído de Ras si éste hubiese intentado atacarnos. Si yo no hubiese puesto tanta atención en no transgredir las instrucciones del comité, me hubiera mantenido en contacto con Clifton y los hermanos de Harlem. Por no haberlo hecho me parecía, ahora, que me hubiesen despertado bruscamente de un profundo sueño.