CAPÍTULO 17

Cuatro meses después, el hermano Jack me llamó por teléfono al piso, a medianoche, y me dijo que pasaría a buscarme dentro de pocos minutos. Sus palabras tuvieron la virtud de intrigarme y excitar mis nervios. Afortunadamente, estaba despierto y vestido, de modo que cuando, poco después, el automóvil del hermano Jack se detuvo ante mi casa, yo ya le esperaba en pie en la acera. Cuando le vi, abrigado con el corto chaquetón, sentado tras el volante, pensé que quizá mi período de adiestramiento estaba a punto de terminar.

Al entrar le pregunté:

—¿Cómo te ha ido durante esos meses?

—Bien. Muchos problemas y pocas horas de sueño. Estoy algo fatigado.

Puso en marcha el automóvil y condujo en silencio. No le hice ninguna pregunta. No preguntar era una importante lección que había aprendido a conciencia. El hermano Jack miraba fijamente la calle frente a él, y parecía sumido en meditación. Se me ocurrió que probablemente íbamos a una reunión en el edificio Chthonian. Quizá los hermanos habían decidido ponerme otra vez en circulación. Ojalá fuese así. Durante aquellos meses no había hecho más que prepararme para pasar un examen.

Pero vi que en vez de ir al Chthonian, habíamos ido a Harlem. El hermano Jack aparcó el automóvil.

—Vamos a tomar una copa.

Salió del automóvil y se dirigió hacia un establecimiento en cuya entrada se veía una cabeza de toro dibujada con tubos de luz fluorescente, sobre un letrero que decía "El Toro Bar".

Estaba decepcionado. Yo no quería tomar copas. Quería cubrir de una vez la etapa que me separaba del servicio activo. Irritado, seguí al hermano Jack.

La temperatura del bar era cálida, y el ambiente tranquilo. Tras el mostrador se alineaban las botellas, y en el fondo de la estancia cuatro hombres, ante unos vasos de cerveza, discutían en español. Un tocadiscos automático, con luces rojas y verdes, tocaba "A media luz". Mientras esperábamos al camarero, me esforcé en adivinar el propósito con el que el hermano Jack había concertado la entrevista.

Desde que había iniciado mis estudios con el hermano Hambro, tuve muy pocas ocasiones de ver al hermano Jack. Mi vida, durante aquellos meses, estuvo rígidamente organizada. Pensé que si mi régimen de vida fuese a cambiar, el hermano Hambro me lo habría dicho. Pero, sin duda, todo seguiría igual, ya que mañana por la mañana debía reunirme, como de costumbre, con el hermano Hambro. El hermano Hambro era un fanático de la enseñanza, Alto, de trato afable, abogado y principal teórico de la Hermandad, había resultado ser, también, un profesor extraordinariamente exigente. Con él había estudiado más intensamente de lo que había hecho en cualquier momento en la universidad. Hasta las noches tenía organizadas. Todas las tardes iba a una u otra reunión en alguno de los numerosos distritos en que la ciudad estaba dividida, aunque no había vuelto a Harlem desde el día de mi discurso. En estas reuniones me sentaba en el tablado, junto a los oradores, y tomaba nota de sus discursos para discutirlos al día siguiente con Hambro. Cualquier realidad se convertía en objeto de estudio, incluso las fiestas que de vez en cuando se celebraban después de los discursos públicos. En éstas tomaba nota, mentalmente, de las actitudes ideológicas que las conversaciones de los huéspedes revelaban. No tardé en descubrir cuál era la idea en que se basaba este método. En las reuniones sociales, no sólo aprendía los diversos aspectos de la política seguida por la Hermandad, así como la postura que adoptaba ante los distintos grupos sociales, sino que también llegué a conocer a casi todos los hermanos de la ciudad. Mi intervención en el desahucio era vividamente recordada, por lo cual, y pese a que había recibido órdenes de no pronunciar discursos, me acostumbré a que me presentaran a la gente como si fuese un héroe.

Pese a todo, aquél fue un período dedicado a escuchar a los demás, y como sea que yo era naturalmente hablador, pronto fui víctima de la impaciencia. Había llegado el momento en que conocía tan al dedillo los argumentos de la Hermandad —aquellos en los que creía, y también los que me inspiraban dudas— que podía repetirlos dormido. Sin embargo, todavía no me habían hablado de la posibilidad de encargarme de una misión práctica. Por esto, tenía esperanzas de que la llamada de medianoche significara que se había tomado una decisión u otra a este respecto.

El hermano Jack, a mi lado, seguía inmerso en meditación. Al parecer, no tenía ninguna prisa en comenzar a hablar. Mientras el camarero preparaba calmosamente nuestras bebidas, me pregunté en vano por qué el hermano Jack me había traído a aquel lugar. Ante mí, tras el mostrador, en el lugar donde por lo general hay un espejo, tenía la estampa en la que se veía a un matador de toros dando un lance. El toro pasaba muy cerca del cuerpo del torero, cuya capa roja armoniosamente desplegada guiaba la embestida de la res. Toro y torero formaban una sola unidad en suave movimiento de perfecta pureza. Pura armonía, pensé. Y alcé la vista al veraniego anuncio de cerveza, en el que una muchacha blanca y rosada sonreía; la hoja de calendario del anuncio nos decía que estábamos en el día primero de abril. Tan pronto tuvimos las bebidas ante nosotros, el hermano Jack salió de su ensimismamiento, como si en aquel mismo instante hubiera solucionado el problema que había absorbido su atención hasta entonces, quedando con ello liberado.

Me propinó un amistoso codazo y dijo:

—Vamos, despierta. Fíjate en la imagen de papel que representa a una civilización de acero inoxidable.

Se refería a la muchacha. Contento de que bromeara, me eché a reír. Señalé la escena de toreo:

—¿Y eso qué es?

—Pura barbarie.

Dirigió una ojeada al camarero y bajó la voz:

—¿Cómo te va con el hermano Hambro?

—Muy bien. Es muy rígido, pero si en la universidad hubiera tenido profesores como él seguramente habría aprendido algo. Me ha enseñado mucho, pero ignoro si sé lo suficiente para satisfacer a los hermanos a quienes no gustó mi discurso en la sala de deportes. ¿Quieres que hablemos en lenguaje científico?

Rió. En uno de sus ojos aparecieron destellos que no brillaron en el otro.

—No te preocupes por los hermanos. Tengo la certeza de que tu preparación es excelente. El hermano Hambro nos ha dado magníficos informes de tus progresos.

Con la vista fija en otra imagen de toros, en el extremo del bar, en la que un toro negro alzaba hacia el cielo, con sus cuernos, a un torero, comenté:

—Me alegra saberlo. Me he esforzado en procurar dominar nuestra ideología.

—Sí, está bien. Domínala, pero sin exagerar. No dejes que la ideología te domine a ti. La ideología a secas es el mejor medio para lograr que la gente se duerma. Lo ideal es el justo medio entre ideología e inspiración espontánea. Es preciso decir lo que la gente quiere que digamos, pero debemos decirlo de tal modo que la gente haga lo que nosotros queramos. —Una carcajada interrumpió sus palabras. Continuó—: También debes recordar que la teoría siempre viene después de la práctica. Primero actúa, y luego teoriza. Esta es una fórmula de una eficacia devastadora.

Me miró como si no me viera. Me pregunté si se reía de mí o si reía juntamente conmigo. Lo único cierto era que el hermano Jack reía. Dije:

—Procuraré aprender cuanto sea necesario.

—No te será difícil. A partir de ahora deja de preocuparte de las críticas de los hermanos. Cuando te las formulen, contéstales teóricamente, y te dejarán en paz siempre y cuando, como es natural, tu posición sea sólida y logres los resultados deseados. ¿Otra copa?

—No, gracias.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Bien. En cuanto hace referencia a tu trabajo en la Hermandad tengo el gusto de comunicarte que a partir de mañana serás el Delegado Superior de la Hermandad en el distrito de Harlem.

—¡Qué!

—Así es. El comité lo decidió anoche.

—Lo ignoraba totalmente.

—Estoy seguro de que realizarás una buena labor. Y ahora presta atención. Vamos a proseguir la tarea que iniciaste en ocasión del desahucio. Deberás mantener al público en constante ebullición, tendrás que inducirle a actuar, y deberás procurar que se unan a nosotros en el mayor número posible. Algunos miembros de la Hermandad, más antiguos que tú, te darán directrices, pero por el momento tú mismo vas a ser quien decida lo que haya que hacer. Tendrás plena libertad de acción, pero estarás rígidamente sometido a la autoridad del comité.

—Comprendo.

—No, no lo comprendes, pero lo comprenderás. No debes infraestimar la importancia de la disciplina, hermano. Tu responsabilidad, frente a la organización entera, se canaliza a través del comité. No olvides jamás dar a la disciplina todo el valor que entraña. Es muy rígida, pero también es cierto que, dentro de su marco, gozarás de plena libertad para desarrollar tu trabajo. Y tu trabajo tiene suma importancia. ¿Comprendes?

Afirmé con un cabezazo. Con mirada penetrante examinaba mi rostro. De un trago terminó la bebida, y dijo:

—Mejor será que ahora vayamos a dormir. Eres un soldado y tu salud pertenece a la organización.

—De acuerdo. Cumpliré mis obligaciones a rajatabla.

—Me consta que así lo harás. Hasta mañana, pues. Nos reuniremos con el comité ejecutivo del distrito de Harlem a las nueve de la mañana. Supongo que sabes las señas...

—No, no las sé, hermano.

—¿No? ¡Claro, tienes razón! Entonces quizá será mejor que vengas ahora conmigo. Tengo que ir allá para hablar con un hermano, podrás echar un vistazo al local. Luego, te acompañaré a casa.

Las oficinas del distrito de Harlem se hallaban en un edificio que anteriormente había sido un templo, en el que, pese a las modificaciones realizadas, todavía se podía apreciar la estructura principal. La planta baja estaba ocupada por una casa de empeños, en cuyo escaparate, abierto a la oscura calle, brillaba tristemente un montón de objetos, parte del botín del prestamista. Por una escalera subimos hasta el tercer piso, y penetramos en una amplia sala con techo de líneas góticas.

Encaminándose hacia el fondo de la sala, en donde se abrían varias habitaciones pequeñas, de las que tan sólo una estaba iluminada, el hermano Jack dijo:

—Está allí.

Se abrió una puerta y apareció un hombre que, cojeando, se dirigió hacia nosotros. Saludó al hermano Jack:

—Buenas noches, hermano Jack.

—Qué tal, hermano Tarp, esperaba encontrar aquí al hermano Tobbit.

—Sí, ya sé. Te ha esperado, pero ha tenido que irse. Me encargó que te entregara este sobre, y dijo que esta misma noche te llamaría por teléfono.

—Bien. Te presento a un nuevo hermano.

El hermano Tarp me sonrió.

—Mucho gusto en conocerte. Te oí el discurso en la sala de deportes. Las cantaste muy claras.

—Gracias.

El hermano Jack preguntó al hermano Tarp:

—¿Te gustó el discurso, hermano?

—Creo que el muchacho habló muy bien.

—Mejor que así sea, porque tendrás ocasión de tratarle con frecuencia. Es nuestro nuevo Delegado Superior.

—Me alegra saberlo. Parece que va a haber cambios...

—Así es. Echaremos una ojeada a su despacho, y nos iremos enseguida.

El hermano Tarp entró cojeando en una de las habitaciones que estaban a oscuras, y encendió la luz.

—Es éste.

Vi un pequeño despacho con una mesa escritorio y un teléfono, una máquina de escribir sobre una mesilla auxiliar, una estantería con libros y folletos, y un gran mapamundi con antiguos signos navales, y en su orilla la imagen de Colón en heroica apostura.

El hermano Jack me dijo:

—Cualquier cosa que necesites, pídesela al hermano Tarp. No se mueve de aquí.

—Muchas gracias, así lo haré. Mañana por la mañana estaré más ambientado. De momento me parece que no necesito nada.

—Bueno, mejor será que nos vayamos, a ver si podemos dormir un poco. Buenas noches, hermano Tarp, y procura que todo esté dispuesto para que nuestro hermano pueda comenzar a trabajar mañana.

—Descuida, hermano. Buenas noches.

Momentos después, cuando subíamos al automóvil, el hermano Jack me dijo:

—La razón de nuestro futuro triunfo estriba en nuestra capacidad de atraer a gente como el hermano Tarp. Es un hombre físicamente viejo, pero con juvenil vitalidad ideológica. Puedes confiar en él incluso en los peores momentos.

—Parece ser un hombre muy útil.

—Pronto podrás comprobarlo.

Y el hermano Jack se sumió en un silencio que duró hasta que llegamos a la puerta de mi casa.

Cuando entré, el comité estaba reunido en la gran sala con techo gótico. Sus miembros se sentaban en sillas plegables alrededor de dos mesas unidas.

El hermano Jack dijo:

—Bien, llegas a la hora en punto. Esto me gusta, la puntualidad es una virtud que quisiéramos tuvieran todos nuestros directivos.

—Procuraré ser puntual en lo sucesivo, hermano.

El hermano Jack se dirigió a los reunidos:

—Hermanas y hermanos, éste es nuestro nuevo Delegado. Vamos a empezar la sesión. ¿Estamos todos?

Uno dijo:

—Sólo falta el hermano Tod Clifton.

El hermano Jack, sorprendido, alzó la cabeza:

—¿Cómo es eso?

—No tardará en llegar —dijo un hombre joven—. Anoche estuvimos trabajando hasta las tres de la madrugada.

El hermano Jack consultó el reloj, y comentó:

—De todos modos, debiera estar aquí. Sólo podré dedicaros breves minutos, pero creo que serán los suficientes para decir lo que debo deciros. Todos conocéis los acontecimientos ocurridos recientemente, y el papel que en ellos tuvo nuestro nuevo hermano. Estamos aquí reunidos para sacar provecho de ellos. Debemos hacer dos cosas: en primer lugar, hay que elaborar los métodos necesarios para aumentar la eficacia de nuestra labor de agitación; y, en segundo lugar, debemos encauzar la energía que ya tenemos a nuestra disposición. Esto exige un rápido aumento en el número de miembros de la Hermandad. El pueblo está con nosotros. Pero, ahora, si no sabemos provocar y dirigir su actuación, caerá en un estado de pasividad o se dejará llevar por el cinismo y el desengaño. Por esto es preciso que actuemos inmediatamente y con vigor. —Me señaló con un movimiento de la cabeza—. Para cumplir estos fines, nuestro hermano ha sido nombrado Delegado del distrito. Debéis darle vuestro total apoyo y considerarle como el nuevo instrumento de la autoridad del comité.

Sonaron débiles aplausos que se interrumpieron al abrirse la puerta. Miré más allá de las sillas vacías, y vi a un muchacho joven, de mi edad aproximadamente, sin sombrero, que avanzaba hacia nosotros. Vestía un grueso jersey y pantalones tejanos. Los demás también le miraron. Oí un suspiro femenino. El muchacho, que avanzaba con el elástico paso de los negros, pasó de la zona en penumbra a la zona iluminada. Cuando se hallaba a mitad del camino entre la puerta y nosotros, advertí que tenía aquellas facciones, como esculpidas en mármol negro, que se pueden admirar en ciertas estatuas en los museos del Norte, y que se ven en hombres de carne y hueso en algunas ciudades del Sur en las que hay blancos nacidos en confortables hogares y negros nacidos en barracas, que tienen nombres, facciones y caracteres tan idénticos como las hendiduras que el cañón de un mismo rifle deja en todas las balas disparadas por él. Ahora, le tenía a muy corta distancia, su alta figura inclinada hacia delante, tranquilo y seguro de sí mismo, con las manos apoyadas en la mesa. Y veía el dorso de las manos de anchos nudillos destacando contra las oscuras aguas de la madera de la mesa, y los musculosos brazos enfundados en las mangas del jersey, y la curva línea de su tórax, la del cuello de tranquilo latir, la del mentón cuadrado y suave. Y advertí dos tiras de esparadrapo, en forma de X, en el contorno de su mejilla, sutil mezcla afroanglosajona, con calidad de terciopelo sobre piedra, de granito sobre hueso.

Inclinado al frente, nos contemplaba con ligera altivez, en la que percibí un tácito interrogante oculto bajo una capa de afabilidad. Creí ver en él un posible rival, y le contemplé fingiendo poco interés, mientras me preguntaba quién era. El hermano Jack dijo:

—Parece que el hermano Tod Clifton ha llegado con retraso. Nuestro jefe de las juventudes no ha sido puntual. ¿A qué se debe eso?

El muchacho sonrió y señaló el esparadrapo en la mejilla:

—He tenido que ir al médico.

El hermano Jack, fija la vista en la cruz blanca sobre la piel negra, preguntó:

—¿Qué te ha pasado?

—Tuvimos un encuentro con los nacionalistas, con los chicos de Ras el Exhortador.

Una mujer que le contemplaba con ojos brillantes y compasivos, lanzó un respingo. El hermano Jack me dirigió una rápida mirada y dijo:

—Hermano, ¿has oído hablar de Ras? Es este loco que se titula nacionalista negro.

—No le recuerdo —contesté.

—No tardarás en conocerle. Siéntate, hermano Clifton, siéntate. Tienes que andar con cuidado. Tu persona tiene mucho valor para la organización y no debes correr riesgos.

—Fue inevitable.

—Incluso en este caso —replicó el hermano Jack.

Y acto seguido invitó a los presentes a que formularan propuestas. Pregunté:

—¿Seguimos interesados en evitar desahucios?

—Gracias a ti, constituye uno de nuestros primordiales objetivos.

—Entonces, ¿por qué no damos un paso más al frente?

—¿Cuál es tu propuesta?

—Propongo inducir a los ciudadanos más prominentes del distrito a darnos su apoyo formal.

El hermano Jack objetó:

—Esto presenta bastantes dificultades. Muchos de ellos se oponen a nuestro movimiento.

—No creo que la idea sea totalmente desdeñable —terció el hermano Clifton—. Podríamos pedirles que apoyaran nuestra tesitura ante el problema, prescindiendo de si están o no en favor de la Hermandad. El problema es un problema del distrito, está por encima de las diferencias de grupo.

—Esto es lo que yo creo —dije—. Con el apasionamiento que los desahucios han despertado, no creo que puedan permitirse el lujo de oponerse a nosotros sin dar con ello la impresión de desentenderse de los problemas del distrito.

—Se encuentran entre la espada y la pared —observó Clifton.

El hermano Jack dijo:

—No está mal enfocado, no.

Los demás se mostraron de acuerdo.

El hermano Jack sonrió:

—Fijaos en que siempre hemos procurado evitar mezclarnos con estos ciudadanos prominentes, pero en el preciso instante en que iniciamos un avance a fondo el sectarismo se convierte en una carga de la que debemos prescindir. ¿Más propuestas?

Miró alrededor. Recordé una escena vivida tiempos atrás, y dije:

—Hermano, el día en que pisé Harlem por primera vez una de las cosas que más me llamó la atención fue un discurso callejero que pronunciaba un hombre subido a una escalera. Hablaba en términos violentísimos y tenía un extraño acento. Los oyentes estaban entusiasmados con él. ¿Por qué no desarrollamos un programa de actuación en la calle, tal como él hace?

El hermano Jack exclamó:

—¡Entonces resulta que le conoces! Hasta el momento Ras el Exhortador ha tenido el monopolio de Harlem. Pero actualmente nuestra organización es mayor que la suya y podemos intentar competir con él. Sin embargo, el comité desea, ante todo, resultados prácticos.

De modo que aquel tipo era Ras el Exhortador...

—Ras el Extorsionador, digo, el Exhortador —advirtió una mujer corpulenta—, nos causará problemas. Los desarrapados que le siguen odian todo lo que sea blanco. Son capaces de denunciar y atacar una pechuga de pollo.

Todos reímos. La mujer se dirigió a mí:

—Ver a blancos y negros juntos les saca de quicio.

El hermano Clifton se llevó la mano al esparadrapo, y dijo:

—Nosotros nos encargaremos de él.

—Me parece bien que así lo hagáis —le advirtió el hermano Jack—, pero sin violencias. La Hermandad es contraria al empleo de la violencia, el terror y la provocación. Con ello quiero decir que jamás seremos los agresores, en caso de que se produzca una lucha. ¿Comprendido, hermano Clifton?

—Comprendido.

—Nunca emplearemos la agresión, ¿comprendes? No atacaremos a quienes no nos ataquen. La Hermandad repudia la violencia en todas sus formas. ¿Entiendes?

—Sí, hermano.

—Bien, aclarado este extremo, no me queda más que irme. A ver qué resultados obtenéis. Gozáis del pleno apoyo y ayuda de las demás distritos y de cuanto asesoramiento podáis necesitar. Entretanto recordad que todos estamos obligados a respetar la disciplina de la Hermandad.

Cuando se hubo ido, nos distribuimos el trabajo. Propuse que cada cual actuara en la zona que mejor conociera. En vista de que no existía un órgano de enlace entre la Hermandad y los ciudadanos prominentes con influencia en el distrito, me asigné a mí mismo la tarea de crearlo. Decidimos poner en práctica inmediatamente nuestro programa de discursos en la calle, y acordamos que Tod Clifton se reuniría conmigo para estudiar los detalles correspondientes.

Durante el resto de la reunión, estudié los rostros de quienes estaban conmigo. Todos, blancos y negros, parecían vivir entregados a la causa, y en total acuerdo entre sí. Sin embargo, me resultaba imposible clasificarles en tipos humanos y sociales. La corpulenta mujer que recordaba a las ubérrimas matronas sureñas, hablaba en términos abstractos, teóricos. El hombre de aspecto insignificante, con manchas amarillentas en el cuello, debidas quizás a una afección hepática, se expresaba en términos directos y contundentes, y mostraba ávidos deseos de que entrásemos en acción. Y el hermano Tod Clifton, el jefe de las juventudes, parecía un chulito presumido y donjuán, pese a que su cabello, lanudo como la capa de un cordero persa, no había sido objeto de intentos de alisamiento artificial. No podía clasificar a ninguno de ellos. Todos parecían, a primera vista, pertenecer a tipos conocidos, pero eran seres dotados de unas ocultas características que les diferenciaban de los demás, del mismo modo que el hermano Jack y los otros blancos de la Hermandad se diferenciaban de cuantos blancos había yo tratado. Todos estaban como transformados, al igual que los seres conocidos quedan transformados al aparecérsenos en sueños. Pensé que también yo había experimentado una transformación, como se demostraría tan pronto terminaran nuestras conversaciones y comenzara a actuar. Comprendí que debía evitar el colocarme en una postura de abierta oposición a cualquiera de los miembros del comité, ya que quizá mi nombramiento había disgustado a más de uno.

Cuando, más tarde, el hermano Clifton vino a mi despacho para hablar sobre los proyectados discursos en la calle, no mostró indicios de reservas mentales o resentimiento, sino una total entrega al estudio de las tácticas a emplear en la organización de las reuniones callejeras. Me explicó minuciosamente el modo de tratar a los alborotadores que pretendieran hacernos fracasar, así como lo que debíamos hacer en el caso de ser físicamente atacados, y también el modo de distinguir entre la multitud a los miembros de la Hermandad. Pese a su aspecto de chulito, habló con precisión y conocimiento de causa.

Cuando hubo terminado sus explicaciones, le pregunté:

—¿Crees que tendremos éxito?

—Segurísimo. Lograremos algo nunca visto en Harlem desde los tiempos de Garvey.

—Ojalá. No conocí a Garvey.

—Yo tampoco, pero según me han dicho llegó a tener una enorme influencia en Harlem.

—De todos modos, poco duró.

—Sí, pero aquel hombre forzosamente debía de tener una fuerza extraordinaria, un extraño poder. —Su voz estaba ahora transida de pasión—. Debía de tener algo, una especial capacidad para emocionar e inducir a actuar a esa gente. Es muy difícil lograr que las gentes de nuestra raza actúen. Garvey lo logró. Debió de ser un tipo extraordinariamente dotado.

Le contemplé en silencio. Tenía la mirada perdida al frente, sin ver la realidad inmediata ante la que se hallaba. Sonrió y dijo:

—No te preocupes, tenemos un plan científico. Tú habla y ponles en marcha. La situación general está tan mal que prestarán atención a cuanto les digan, y, luego, nos seguirán.

—En eso confío.

—Así será, no lo dudes. Yo llevo tres años en la organización. Si tú hubieras pertenecido a ella todo ese tiempo, podrías advertir el cambio que se ha producido últimamente. La gente está dispuesta a actuar.

—Espero que sea verdad.

—Sí, no hay duda. Lo único que debemos hacer es abrirles las puertas de nuestra organización y entrarán por sí mismos.

Por la noche, hacía un frío casi invernal. La esquina en la que yo hablaba estaba bien iluminada, y a mi alrededor tenía una apretujada multitud formada exclusivamente por negros. Desde lo alto de la escalera portátil veía las espaldas de los muchachos de Clifton, junto a mí, con los cuellos de las chaquetas levantados, dispuestos a protegerme, y más allá los rostros de la muchedumbre, rostros dubitativos, curiosos, convencidos. Corrían las primeras horas de la noche, por lo que me veía obligado a gritar con todas mis fuerzas, a fin de superar el ruido del tránsito. Mi voz iba adquiriendo la calidez de la emoción, pero en las mejillas sentía la fría humedad del aire. En los momentos en que comenzaba a advertir que se había establecido comunicación entre el público y yo, y oía los gritos de adhesión y los aplausos que mis palabras suscitaban, Tod Clifton me hizo una seña. En la calle, por encima de las cabezas de la gente congregada alrededor de la escalera, más allá de las oscuras fachadas de los almacenes inmediatos y de los intermitentes anuncios de neón, vi un grupo de unos veinte hombres que avanzaba rápidamente hacia nosotros. Miré a Cliford, quien dijo:

—Va a haber jaleo. Sigue hablando, y avisa a los muchachos.

—¡Hermanos, ha llegado el momento de actuar! —grité.

Vi que los muchachos de Clifton y algunos hombres mayores se dirigían hacia la retaguardia de la multitud, para recibir al grupo que se acercaba. Entonces, algo procedente de la oscuridad voló hacia mí y me golpeó en la frente. Tuve la sensación de que la multitud se abalanzara sobre mí, mientras la escalera de mano retrocedía, y por unos instantes estuve sobre la móvil escalera, vacilante sobre la multitud. Después, caí limpiamente de espaldas sobre el asfalto, y oí el ruido de la escalera al chocar contra el suelo. La multitud se arremolinaba, presa del miedo. Vi a Clifton a mi lado. Gritó:

—¡Es Ras el Exhortador! ¿Te sientes con ánimos para pelear?

—¡Lo haré con sumo gusto! —contesté, enfurecido.

—¡Bien! ¡A ver qué tal te portas!

Salió disparado a través de la multitud, y yo fui tras él. La gente huía, se refugiaba en los portales, se perdía en la oscuridad.

—¡Ahí va, Ras! —gritó Clifton.

Oí el ruido de vidrios rotos, y la calle quedó a oscuras. Alguien había roto el farol que iluminaba la esquina. En la penumbra, distinguí a Clifton que se dirigía hacia el rojo anuncio fluorescente que brillaba en un oscuro escaparate. Algo pasó junto a mi cabeza. Vi a un hombre que corría, con una porción de tubería en la mano, y, después, a Clifton junto a él. Clifton, agachado, se lanzó sobre el hombre, y agarrándole la muñeca se la retorció al mismo tiempo que obligaba al hombre a girar violentamente sobre sí mismo, como un soldado al cumplir la orden de dar media vuelta, de manera que quedaron de cara hacia mí. Clifton mantenía el antebrazo del hombre pegado a la espalda de éste, y el hombre chillaba, puesto de puntillas, mientras Clifton enderezaba lentamente el cuerpo y presionaba hacia dentro el antebrazo.

Oí un sordo ruido, vi que el hombre se tambaleaba y la porción de tubería cayó al suelo. Alguien me propinó un golpe en el estómago. Recordé entonces que yo también participaba en la lucha. Me puse a gatas, luego en pie, y me enfrenté con el que me había golpeado. Me dijo:

—¡Anda, levántate, gallina! ¡Levántate, Tío Tom!

Le aticé. El tenía dos puños, y yo también, por lo que la lucha era igualada. Pero la suerte no le favoreció. Mi contrincante parecía animoso y, evidentemente, abrigaba deseos de pelear, sin embargo cuando le aticé dos excelentes golpes decidió ir a pelear en otra zona del escenario de la violencia. Me volvió la espalda, le di un empujón y miré alrededor.

La pelea se desarrollaba en la oscuridad, ya que los globos de los faroles de la calleja habían sido destrozados, de esquina a esquina. Imperaba el silencio, únicamente roto por los jadeos, gruñidos, pasos y ruido de golpes. En la oscuridad, no podía distinguir a los amigos de los enemigos. Avanzaba con precaución, aguzando la vista. Oí gritos:

—¡Despejen, despejen!

La policía, pensé. E hice un esfuerzo para distinguir a Clifton. La luz del anuncio de neón tenía un misterioso resplandor. Oía maldiciones y el sonido de pasos apresurados, de carreras a lo largo de la calle. Entonces vi a Clifton peleando en el vestíbulo de una tienda, ante el letrero que decía "ACEPTAMOS CHEQUES". Corrí hacia allá, mientras varios objetos pasaban silbando junto a mi cabeza, y, después, oí el ruido de vidrios al romperse. Clifton atizaba golpes cortos y precisos a la cabeza y estómago de Ras el Exhortador. Clifton boxeaba rápida y científicamente, procurando no mandar a su enemigo contra los cristales del escaparate, ni golpearlos con sus puños. Al impulso de los rápidos golpes de derecha e izquierda de Clifton, el cuerpo de Ras se bamboleaba como el de un muñeco de pim-pam-pum. En el momento en que llegué Ras intentó escapar mediante una ciega embestida, pero Clifton le mandó hacia dentro con un puñetazo que derribó a Ras, dejándole en cuclillas, con las manos en el oscuro piso de la tienda y los talones contra la puerta, tal como los atletas los apoyan en las piezas de madera en que se impulsan al tomar la salida de una carrera. Echándose hacia delante, Ras embistió a Clifton, en el momento en que éste avanzaba hacia él, y le propinó un cabezazo en el estómago. Oí el resoplido de Clifton, y en el instante siguiente le vi caído de espaldas en el suelo. Ras sostenía en la mano un objeto brillante. Bajo y corpulento, dueño del vestíbulo, Ras avanzaba lentamente, empuñando el cuchillo. Miré al suelo, a todos lados, en busca del fragmento de tubería. Me puse a gatas, y así anduve hasta encontrarlo. Al ponerme en pie, vi que Ras se inclinaba sobre Clifton y le agarraba por el cuello de la camisa, mientras, la otra mano, sostenía el cuchillo. Ras miraba fijamente, jadeante, a Clifton. Al ver que echaba hacia atrás la mano con el cuchillo, quedé paralizado. Quedó con la mano alzada, en el aire, y comenzó a soltar maldiciones. Avanzó el cuchillo hacia Clifton, luego volvió a echar la mano atrás, y la detuvo otra vez, muy rápidamente. Y mientras yo me acercaba despacio hacia él, advertí que Ras estaba llorando, sin que por ello cesara de hablar muy de prisa.

Con voz entrecortada, decía:

—¡Debiera matarte! ¡Maldita sea! ¡Debiera matarte en beneficio de la humanidad! ¿Y tú eres negro? ¡Juro que tengo que matarte! ¡Nadie puede pegar a Ras el Exhortador! ¡Nadie!

Alzó el cuchillo, y volvió a bajarlo. Después, de un empujón, mandó a Clifton hacia la calle, y avanzó hasta quedar ante él, sollozando.

—¿Por qué te has juntado con los blancos? ¿Por qué? Te he vigilado durante mucho tiempo, y me decía: "pronto se cansará de ellos, pronto entrará en razón y les abandonará". ¿Cómo es que un muchacho como tú, un buen muchacho, se mezcla con blancos?

Yo seguía avanzando hacia él. Ras estaba ante Clifton, sosteniendo el cuchillo no utilizado en la mano, mientras por sus mejillas resbalaban lágrimas que el resplandor del anuncio de neón teñía de rojo. Decía:

—Eres mi hermano. Quienes tenemos la piel del mismo color somos hermanos. ¿Cómo te atreves a llamar hermanos a los blancos? ¡Esto es insensato! Los negros sí somos hermanos. Somos hijos de la Madre África. ¿Te has olvidado de eso? Eres negro. ¡NEGRO! ¡Maldita sea, eres negro! —Con un ademán de la mano que sostenía el cuchillo subrayó la palabra "negro"—. ¡Tienes el pelo lanudo! ¡Tienes los labios gruesos! ¡Dicen que tu cuerpo apesta! ¡Te odian, muchacho! ¡Eres africano! ¡AFRICANO! ¿Por qué te has juntado con ellos? Déjales, muchacho... ¡Te traicionarán, te venderán! Lo hicieron hace ya muchos años, y volverán a hacerlo. Nos convirtieron en sus esclavos, ¿lo has olvidado? ¿Crees que son capaces de tratar decentemente a un negro? ¿Crees posible que sean tus hermanos?

Había llegado ya junto a él. Cuando le golpeé con la tubería, vi volar el cuchillo por los aires hacia la oscuridad, y Ras se cogió la muñeca, mientras yo, dominado por el miedo y el odio, volvía a levantar el tubo de plomo. Sin retroceder, Ras fijó en mí la mirada de sus ojos pequeños y rasgados, y exclamó:

—¡A ti también te conozco! ¡Eres astuto! ¡Un pequeño diablo negro! ¿De dónde crees ser, en qué sitio crees haber nacido para pensar que tienes el derecho de mezclarte con blancos? ¡Tú eres del Sur! ¡Y aquél es de Trinidad! ¡Y el otro de Barbados! ¡De Jamaica y de Sudáfrica! ¡Y los blancos os tienen el pie en el cuello! ¿Qué intentáis negar, al traicionar a los negros? ¿Por qué lucháis contra nosotros? ¿Por qué vosotros, los jóvenes, los muchachos negros con estudios, lucháis contra nosotros? Ya he oído tus discursos provocadores. ¿Por qué te has pasado al bando de los tratantes de esclavos? ¿Es ésta la educación que te han dado? ¿Qué consideración merece el negro que traiciona a su propia madre? Clifton se puso en pie y gritó: —¡Cállate! ¡Cállate ya de una vez!

Ras se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano:

—¡No, no voy a callarme! ¡Atizadme con el tubo ese si queréis, pero os juro por Dios que habéis de oír a Ras el Exhortador! ¡Uníos a nuestra organización! ¡Es un hermoso movimiento del pueblo negro! ¡Un movimiento de negros! ¿Qué os da esa gente? ¿Dinero? ¡Su dinero está manchado de sangre! ¡Es dinero sucio! ¡Aceptar su dinero es algo muy feo! ¡Dinero sin dignidad! ¡Feo asunto!

Clifton avanzó amenazadoramente hacia él. Le cogí del brazo y le retuve, y le dije, sacudiendo la cabeza:

—Déjale. Este hombre está loco.

Ras se golpeó los muslos con los puños:

—¿Que yo soy el loco, aquí? ¿Vosotros sois quienes me llamáis loco? Fijaos en vosotros, y fijaos en mí. ¿Quién es el loco? ¿Os parece que nuestra situación aquí indica cordura? ¡Tres sombras en la oscuridad! ¡Tres negros luchando en las calles por culpa de los blancos que nos esclavizan! ¿Es esto cordura? ¿Indica que tenemos conciencia de nosotros mismos, que gozamos de una comprensión científica de la realidad? ¿Es eso propio de los negros del siglo veinte? ¡Una mierda! ¿Os parece que es digno que el negro luche con el negro? ¿Qué os dan para que nos traicionéis? ¿Sus mujeres? ¿Mujeres blancas? ¿Y por este precio os vendéis?

—¡Vayámonos de aquí! —dije a Clifton.

Las palabras de Ras habían traído a mi memoria imágenes del pasado. Y en la oscuridad de la calle volvía a vivir el horror de la "Lucha Real", de aquella pelea entre negros, en la oscuridad. Pero Clifton miraba fascinado a Ras, y se apartaba de mí. Volví a decirle:

—Vayámonos.

Clifton, fija la vista en Ras, pareció no oír mis palabras. Ras se dirigió a mí:

—Vete tú, si quieres, pero él se quedará. Tú estás ya envenenado por los blancos, pero él es un verdadero negro. En África, este hombre sería un gran jefe. ¡Un rey negro! ¡Y aquí le acusan de violar a sus asquerosas mujeres sin sangre en las venas! ¡Y este hombre puede derrotarles a todos con una sola mano! ¡En qué mundo de insensatez vivimos! ¡Te tratan a patadas desde que naces hasta que mueres, y todavía se atreven a llamarte hermano! ¿Es esto lógico? —Se dirigió a mí—: ¡Mírale! ¡Abre los ojos de una vez! ¡Si yo fuese como él, sería capaz de estremecer al mundo entero! ¡Me conocerían en el Japón, en la India, en todos los países con pueblos de color! ¡Tiene juventud! ¡Inteligencia! ¡Es un príncipe! ¿Estáis ciegos? ¿Habéis perdido la dignidad? ¿Por qué os prestáis a hacer el juego a esa gentuza? Sus días están contados, pronto llegará el momento de nuestro triunfo, y, entretanto, vosotros permitís que os exploten, como si todavía estuviéramos en el siglo diecinueve. No puedo comprenderos. ¿Se debe esto a mi ignorancia? ¡Contestadme!

—¡Sí, exactamente a esto se debe! —farfulló Clifton.

—¿Crees que soy un loco? ¿Lo crees porque hablo mal el inglés? ¡Este no es el idioma de mi gente, yo soy africano! ¿Verdaderamente crees que soy un loco?

—¡Sí!

—¿De veras? ¿Qué os dan? ¿Sus repulsivas mujeres?

De nuevo, Clifton pretendió avanzar hacia Ras, y yo le sujeté.

Y Ras, con la cabeza aureolada en rojo, se mantuvo inmóvil. Volvió a hablar:

—¿Mujeres? ¡Maldita sea! ¿En esto estriba la igualdad? ¿En esto consiste la libertad de los negros? ¿Todo queda reducido a una palmadita en la espalda, y a un cuerpo de mujer sin pasión? ¡Os compran muy barato! ¡Qué modo de tratar a mi pueblo! ¿Habéis perdido el sentido común? ¡Estas mujeres son escoria! ¡Lo peor de lo peor! Sabéis perfectamente que el blanco de las clases altas odia al negro. Por esto emplea a mujeres que son el desecho de su raza, y os induce a que realicéis el trabajo que él no quiere hacer porque le parece demasiado sucio. Os traicionan, y vosotros traicionáis a vuestros hermanos de raza. Te engañan, muchacho. Quieren que luchemos entre nosotros, que nos matemos el uno al otro. Debemos organizarnos porque la organización es necesaria, pero es preciso que esta organización sea totalmente negra. ¡NEGRA! ¡Y estos hijos de mala madre que se vayan al infierno! Cogen a cualquiera de sus rameras y dicen a los negros que su libertad se encuentra entre las flacas piernas de aquella mujer, y entretanto el blanco se queda con todo el poder y con todo el dinero, y deja al negro sin nada.

Y mantiene a las mujeres blancas decentes encerradas en casa, ignorantes de lo que ocurre, y les dice que los negros sólo piensan en violar blancas, y así convierte a los negros en una raza de bastardos. ¿Cuándo se cansarán los blancos de tanta estúpida perfidia? Os tienen tan dominados que ni siquiera confiáis en vuestra inteligencia de negros. Vosotros, los jóvenes, no debéis venderos a un precio tan bajo. ¡No reneguéis de vosotros mismos! Para que vosotros llegarais a existir fue necesario que se derramaran billones de litros de sangre negra. Cuando sepas quién eres y respetes tu propio valor, serás rey de su gente. El hombre adquiere conciencia de su hombría cuando nada tiene, cuando está desnudo. Entonces, no hace falta que alguien venga y le diga que es un hombre. Muchacho, eres un hombrón con dos metros de altura. Eres joven e inteligente. Eres negro y hermoso. ¡No permitas que te nieguen tu manera de ser! Si no fueras así, ahora estarías muerto. ¡Muerto! ¡Yo te hubiera dado muerte! Ras el Exhortador alzó el cuchillo para matarte, pero no pudo. ¿Por qué? Me decía: "Ahora, le mataré". Pero otra voz me decía: "¡No, no! ¡No puedes matar a tu rey negro!". Y yo me respondía: "¡Tienes razón!". Por esto me humillé. Ras reconoció tu valor, tu posible valor. Ras jamás sacrificará al hermano negro para servir al blanco esclavizador. En vez de hacer esto, Ras se echó a llorar. Ras es un hombre, y Ras lo sabe sin necesidad de que se lo digan los blancos, y Ras lloró. ¿Por qué no aceptas tu deber de negro y te unes a nosotros?

Jadeaba, y en su voz había, ahora, acentos de súplica. Verdaderamente, aquel hombre era un exhortador. Y había logrado fascinarme con la primitiva y selvática elocuencia de su alegato. Allí estaba, ante nosotros, esperando nuestra respuesta. En aquel instante oímos el sonido de un avión comercial que sobrevolaba, muy bajo, los edificios a nuestro alrededor. Al alzar la vista, vi el fuego que salía de los motores. Y los tres quedamos en silencio, mirando al avión.

De repente, Ras sacudió amenazadoramente el puño hacia el avión, y aulló:

—¡Así se estrelle! ¡Día llegará en que tendremos nuestros propios aviones! ¡Así se estrelle!

Desde la calle, sacudía el puño amenazando al avión, que hacía vibrar los edificios con el zumbido de su poderoso motor. Cuando el aparato desapareció, miré a uno y otro lado de la calle. Estábamos solos, pero a lo lejos, en la oscuridad, la lucha proseguía. Contemplé al Exhortador. Ignoraba si su persona y sus palabras habían despertado en mí odio o maravillada curiosidad. Sacudí la cabeza.

—Escucha, seamos sensatos. A partir de hoy, estaremos todas las noches en las esquinas de esta zona de la ciudad, dispuestos a luchar si es preciso. Nosotros no queremos pelea, y menos aún con vosotros, pero tampoco nos echaremos atrás...

De un salto se colocó junto a mí, gritando:

—¡Maldita sea! ¡Estamos en Harlem! ¡Este es mi territorio, el territorio negro! ¿Crees que consentiremos que vengan los blancos y envenenen esta zona también? ¿Que vengan aquí y se apoderen del negocio de las apuestas, igual que se han apoderado de todos los grandes almacenes? ¡Habla con sentido común, muchacho! ¡Si hablas con Ras, habla con inteligencia!

—Te hablo sensatamente, y debes escucharme del mismo modo que nosotros te hemos escuchado. A partir de hoy estaremos en la calle todas las noches. Y si atacas con un cuchillo a uno de nuestros hermanos, sea blanco o sea negro, te aseguro que no lo pasaremos por alto.

Sacudió la cabeza:

—También yo me acordaré de ti.

—Esto es lo que quiero. Si te olvidas de lo que te he dicho, lo vas a pasar mal. ¿No comprendes que nosotros somos más? Si quieres vencer en tu lucha, necesitas amigos con quien aliarte...

—¡Tonterías! ¡Yo sólo quiero aliados negros! ¡Aliados mulatos!

—Todos los hombres que desean un mundo animado por el sentido de la hermandad pueden ser aliados.

—No seas estúpido. Los blancos no pueden aliarse con los negros. En cuanto obtienen lo que persiguen te vuelven la espalda. ¿Dónde está tu inteligencia de negro?

—Si piensas así, el avance de la historia te echará a un lado. Debes comenzar a pensar con la cabeza, y no con el corazón.

Se dirigió a Clifton, y habló con vehemencia, acompañando sus palabras con violentas sacudidas de la cabeza:

—Me habla de pensar con el cerebro. Y yo os pregunto a los dos, ¿estáis dormidos o despiertos? ¿De dónde venís y a dónde vais? ¡Igual da! Seguid con vuestra corrupta ideología y devorad, como hienas, vuestras propias entrañas. ¡Estáis en la nada! ¡En la nada! ¡Ras no es un ignorante! ¡Y Ras no tiene miedo! ¡Ras seguirá siendo negro, y seguirá luchando por la libertad del pueblo negro después de que los blancos hayan conseguido lo que quieren, y se hayan reído de vosotros, y vosotros estéis hartos hasta la náusea de vuestras rameras blancas!

En un arrebato de furia, escupió sobre el negro pavimento. Y en el aire, la saliva tuvo un tinte rojizo.

—Me parece muy bien —le dije—. Pero no olvides mi advertencia. Vamos, hermano Clifton. Este hombre está lleno de pus, de pus negro.

Al iniciar la retirada, pisé un fragmento de vidrio. Ras dijo:

—Quizá sea así. Pero no soy tonto. No soy uno de esos estúpidos negros con estudios que creen que todos los problemas existentes, entre blancos y negros, pueden solventarse mediante unas cuantas mentiras escritas en cuatro libracos que son obra de los blancos. Para levantar esta civilización blanca en que vivimos se han empleado trescientos años de sangre negra, y esto no puede olvidarse en un minuto. ¡La sangre pide sangre! No lo olvides. Y recuerda también que yo no soy como tú. Ras sabe cuáles son los verdaderos problemas, y no le atemoriza ser negro. Ni tampoco es un traidor al servicio de los blancos. Recuérdalo: no soy un negro que traiciona al pueblo negro en beneficio de los blancos.

Antes de que pudiera contestarle, Clifton avanzó en la oscuridad hacia él. Oí un golpe y vi a Ras caer al suelo, y a Clifton en pie respirando con dificultad. En el suelo, ante mí, tenía el cuerpo negro y corpulento de Ras. En sus mejillas, las lágrimas rojas reflejaban la luz del letrero que decía "SE ACEPTAN CHEQUES".

Clifton miraba gravemente a Ras. Y en la expresión de aquel advertí de nuevo un tácito interrogante.

—Vayámonos ya —dije.

Cuando salimos de allí oímos el sonido de las sirenas de la policía, y Clifton soltó una sarta de maldiciones en voz baja. Luego exclamó:

—¡Es un pobre diablo mal aconsejado!

Dejamos la oscuridad de la calleja y penetramos en una calle con mucho tránsito. Clifton me miró y advertí lágrimas en sus ojos.

—Tiene un concepto muy alto de ti —le dije.

Estaba contento de haber salido de la oscuridad y del influjo de la voz exhortante. Clifton dijo:

—Está loco. Y quien le haga caso acabará tan loco como él.

—¿Por qué le llaman Ras?

—El mismo se puso este nombre. Según parece, Ras es una especie de tratamiento de respeto en ciertas regiones africanas. Me sorprende que no haya dicho algo como "Abisinia despliega sus poderosas alas..." —E imitó los ademanes y el gesto de Ras. Añadió—: Habla de un modo que recuerda el silbido de una cobra. No sé... No sé qué pensar.

—De todos modos, será cuestión de vigilarle.

—Desde luego. Seguirá luchando hasta el fin. A propósito, gracias por haberle quitado el cuchillo.

—No tenías motivo de inquietud. Ras nunca matará a su rey.

Me miró como si yo hubiera hablado seriamente. Luego, sonrió y dijo:

—Hubo un momento en que creí que iba a liquidarme.

Mientras nos dirigíamos a la delegación del distrito, no dejaba de preguntarme qué opinaría el hermano Jack de la pelea. Dije:

—Tendremos que imponernos a Ras mediante una mejor organización.

—Nos será fácil. Pero Ras será peligroso si se infiltra en el ámbito interno de nuestra organización, entre nuestros miembros.

—Nunca intentará hacer esta labor de zapa. Creería que es una traición.

—Tienes razón. ¿Has escuchado lo que ha dicho?

—Sí, claro.

—No sé, pero me parece que hay ocasiones en que es preciso salirse de la corriente histórica.

—¿Qué?

—Salirse de la corriente histórica, escapar, hurtarse a ella, o de lo contrario uno corre el peligro de volverse loco o de convertirse en un asesino.

No dije nada. Quizá tuviera razón. Y en aquellos instantes me sentí inmensamente contento de haber entrado en la Hermandad.

El día siguiente amaneció lluvioso. Llegué a la oficina antes que los demás. Estuve unos minutos contemplando la calle, a través de la ventana de mi despacho. Más allá del muro saliente del edificio contiguo, contrastando con el monótono dibujo de ladrillos y cemento, veía una hilera de árboles de líneas esbeltas y gráciles, bajo la lluvia. Uno de los árboles se encontraba tan cerca del lugar en que yo me hallaba, que podía ver el correr de la lluvia sobre la corteza del tronco, entre los nudos de la madera. La hilera de árboles se alejaba hasta el fin del bloque de casas, elevándose en el húmedo ambiente, a lo largo de los patios traseros atestados de trastos y desechos. Pensé que si se arrancaran las destartaladas verjas y en los patios se plantara grama y flores, la zona quedaría convertida en un agradable jardín. Y en el instante en que se me ocurrió esta idea, alguien, desde una ventana situada a mi izquierda, arrojó a la calle una bolsa de papel que estalló como una silenciosa granada, sembrando de basura las copas de los árboles, para, al fin, chocar blandamente contra el suelo, con un ¡plop! húmedo y fatigoso. Sentí asco. Y luego pensé que, algún día, el sol volvería a alegrar los patios traseros. Se me ocurrió que si la Hermandad tuviera una temporada de calma valdría la pena emprender una campaña en pro de la limpieza del distrito. Al fin y al cabo, no siempre íbamos a ser protagonistas de acontecimientos tan emocionantes como los de anoche.

Estaba sentado tras el escritorio, contemplando el mapa con Cristóbal Colón, cuando entró el hermano Tarp. Me saludó:

—Buenos días, hijo. Veo que madrugas.

—Buenos días. Tengo un montón de cosas que hacer, y por esto he llegado lo antes posible.

—Eso es bueno. No creas que he venido para hacerte perder el tiempo. Es que quiero clavar una cosa en la pared.

—Adelante. ¿Te ayudo?

—No, me las arreglaré solito.

Cogió la silla que se encontraba debajo del mapa, y arrastrando la pierna coja se subió a ella. Entonces, clavó en lo alto de la pared un retrato enmarcado. Bajó de la silla y se acercó a mi mesa:

—¿Sabes quién es?

—Frederick Douglass.

—¡Sí, señor! ¡Exactamente! ¿Qué sabes de él?

—Poco. Mi abuelo solía contarme cosas de Douglass.

—Seguro que sabes cuanto tienes que saber. Era un gran hombre. De vez en cuando échale una ojeada. ¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Papel y demás?

—Sí, creo que sí. Y gracias por el retrato, hermano Tarp.

Desde la puerta dijo:

—No me des las gracias, hijo. Douglass nos pertenece a todos nosotros.

Durante unos instantes estuve con la vista fija en el retrato de Douglass, embargado de súbita piedad, recordando y negándome a escuchar el eco de la voz de mi abuelo. Después, cogí el teléfono y comencé a llamar a los ciudadanos prominentes del distrito.

Todos accedieron a mi petición. Predicadores, políticos, varios miembros de profesiones liberales, se rindieron sin oponer resistencia, tal como Clifton había previsto. La lucha en contra de los desahucios era un tema tan candente que casi todos los dirigentes ciudadanos temían que sus seguidores les abandonaran para unirse a nuestro movimiento. Les llamé a todos, incluso a los de menor importancia: desde los personajes más influyentes hasta los médicos, agentes de ventas de fincas y predicadores callejeros. Mi tarea se desarrolló tan rápida y fácilmente que tenía la sensación de no ser yo quien la llevara a cabo, sino otra persona que ostentara mi nuevo nombre. Casi me eché a reír a carcajadas cuando el director de Men's House me contestó con el más profundo respeto. Mi nuevo nombre comenzaba a ser conocido. Pensé que me encontraba en una situación extraordinariamente extraña. Parecía que la realidad fuese tan irreal, para aquella gente, que llegaban a creer que el nombre hace la cosa. Y, sin embargo, yo era aquello que ellos creían que era...

Nuestra labor se desarrolló tan a pedir de boca que un domingo, pocas semanas después, organizamos un desfile que sirvió para afianzar definitivamente nuestra popularidad en el distrito. Trabajábamos febrilmente. La lucha interna que sostuve durante los últimos días en casa de Mary había desaparecido al dedicar mis fuerzas a la lucha externa de la Hermandad, con lo cual quedé dueño de mí mismo y con la mente serena. Incluso la agitación de los discursos callejeros y de los paseos con carteles de protesta tenía un poder estimulante que me beneficiaba. Y hasta mis más alocadas ideas daban buenos resultados.

Cuando supe que uno de los hermanos que se encontraban sin trabajo había sido cabo de gastadores en Wichita, Kansas, organicé un grupo de hombres de más de dos metros de altura, cuya misión era desfilar marcialmente por las calles, haciendo saltar chispas con sus zapatos claveteados. El día del desfile, estos gastadores tuvieron la virtud de atraer a la multitud más rápidamente que una pelea en una taberna de pueblo. Les llamábamos la Escuadra de Gigantes del Pueblo, y cuando desfilaron en espectacular formación a lo largo de la Séptima Avenida, en el atardecer de primavera, alborotaron la vecindad. La gente reía y gritaba, y los policías quedaron atónitos. Ante tamaño descaro, los guardias no sabían qué hacer, y la Escuadra de Gigantes del Pueblo prosiguió impertérrita su marcha. Tras los gastadores venían las banderas y las enseñas y las pancartas, y después la formación de muchachas —las más atractivas que pudimos seleccionar— vistosamente ataviadas, que desfilaron marchosamente, despertando con su juventud el entusiasmo del público en beneficio de la Hermandad. Tras nuestras pancartas, llevamos por las calles a quince mil vecinos de Harlem, dirigiéndonos por Broadway, hasta el Ayuntamiento. Nuestra marcha constituyó un acontecimiento ciudadano.

Tras este éxito, comencé a adquirir popularidad con rapidez vertiginosa. Mi nombre se difundió por todas partes. No cesaba de ir de un lado a otro. Discursos aquí y allá, en todas partes, en el centro de la ciudad, en los suburbios. Escribía artículos en los periódicos, encabezaba manifestaciones, formaba parte de comisiones. Y la Hermandad hacía cuanto podía para que mi nombre destacara más y más. Firmaba cartas, artículos y telegramas que no siempre había escrito yo. Los textos y las fotografías en la prensa me identificaban con la Hermandad, de la que me consideraban el más destacado representante. Una mañana, cuando faltaba ya poco para el verano, al llegar al despacho, encontré sobre la mesa cincuenta mensajes de felicitación de gente desconocida. Y, entonces, me di plena cuenta de que mi personalidad se había desglosado en dos: una de ellas era el viejo yo que por la noche, durante las escasas horas de descanso, soñaba en mi abuelo, en Bledsoe, en Brockway y en Mary, el viejo yo que pretendía volar y desde grandes alturas se lanzaba, sin alas, al espacio; y la otra personalidad era el nuevo yo público que hablaba en representación de la Hermandad, y que estaba adquiriendo una importancia muy superior a la del viejo yo. Tenía la sensación de hacer una carrera a pie, en competencia conmigo mismo.

Pese a todo, me gustaba el trabajo que llevaba a cabo durante aquellos días de certidumbres. Me mantenía atento y alerta. La Hermandad formaba un mundo en el seno de otro mundo. Y yo había decidido descubrir todos sus secretos, y llegar tan lejos como pudiera. No veía límites. Comprendía que únicamente alcanzaría la cima de mi ambición cuando la Hermandad hubiera arraigado en todo el país. Y ahí quería llegar. Aunque, para ello, fuese necesario escalar una inmensa montaña formada por palabras. Pese a las incesantes conversaciones que sobre el comportamiento científico me veía obligado a escuchar, llegué a creer que la palabra hablada tenía virtud mágica. A veces, mientras sentado tras la mesa contemplaba el fluido juego de luces sobre el retrato de Frederick Douglass, pensaba cuán milagroso era que aquel hombre hubiera recorrido en muy poco tiempo el largo camino desde la esclavitud a las tareas de gobierno, gracias tan sólo a sus palabras. Quizás a mí me estuviera ocurriendo algo parecido. Douglass llegó huyendo al Norte, y trabajó en unos astilleros. Era un hombre corpulento, con ropas de marinero, que, al igual que yo, olvidó su antiguo nombre y adoptó otro. ¿Cuál fue su verdadero nombre? Cualquiera que fuese, se definió y llegó a ser quien fue bajo el nombre de Douglass. Y no desarrolló su plena personalidad en concepto de carpintero de ribera, cual él esperaba, sino en el de orador. Quizás el elemento mágico, el elemento milagroso, radicaba en las transformaciones imprevistas. Mi abuelo solía decir: "Comienzas como Saulo y terminas como Pablo. Cuando eres joven te llamas Saulo, pero apenas la vida comienza a moldearte comienzas a pretender convertirte en Pablo, pero a pesar de todo siempre serás Saulo, en cierto modo".

Lo único que sabía con certeza era que resultaba imposible saber a dónde se dirigía uno. Y tampoco podía saber a lo largo de qué caminos llegaría donde tenía que llegar, pese a que, una vez llegado, los caminos seguidos resultarían los correctos. ¿Acaso no había comenzado mi carrera con un discurso, y acaso no había ganado, gracias a un discurso, la beca para estudiar en la universidad, en la que pretendí alcanzar, a través de la oratoria, un puesto junto a Bledsoe para llegar así a convertirme en un dirigente en el ámbito nacional? Pues bien, gracias a un discurso había llegado a ser dirigente, aunque no de la clase que yo pensaba anteriormente. Con la vista fija en el mapa de mi despacho, pensaba que no tenía de qué quejarme. Me ocurrió lo mismo que al explorador que busca pielrojas y, al fin, los encuentra, pero resulta que pertenecen a una tribu distinta a la que él buscaba, y viven en un imprevisto, nuevo y esplendoroso mundo rojo. Si uno se para a pensar un poco, se da cuenta de que vivimos en un mundo muy raro. Sin embargo, la ciencia puede dominar este mundo. Y la Hermandad estaba en posesión del dominio de la ciencia y de la historia.

De este modo, por una sola vez en mi vida, viví con la intensidad de los empedernidos jugadores de lotería que creen percibir en los más nimios e insignificantes hechos signos reveladores de combinaciones y números afortunados. Creen verlos en las nubes, en los camiones que pasan junto a ellos, en vagones del metro, en los sueños, en las tiras de historietas gráficas, en la forma del excremento que un perro ha dejado en la calle. Vivía pensando tan sólo en la Hermandad. La organización había dado al mundo una nueva forma, y a mí una función decisiva. Para nosotros, nada era imposible, nuestra ciencia podía dominarlo todo. Vivir quedaba reducido a clasificar todas las realidades y a actuar disciplinadamente. La belleza de la disciplina radica en los resultados positivos. Y nosotros los obteníamos.