CAPÍTULO 10
La fábrica se encontraba en Long Island. Crucé el puente bajo la niebla, juntamente con una multitud de obreros que también se dirigían a ella. Al frente, vi un gran cartel luminoso que, a través de los jirones de niebla, anunciaba:
MANTENGA AMERICA PURA CON PINTURAS LIBERTAD
Bajo el anuncio, se extendía un conjunto de edificios en los que ondeaban banderas. Por un instante creí contemplar, a distancia, la escena de una gran celebración patriótica, pese a que no oía salvas ni trompetas. Avancé con los otros, entre la niebla.
Me preocupaba haber utilizado el nombre de Mr. Emerson sin contar con su autorización. Sin embargo, cuando llegué a la oficina de personal y volví a servirme de él, tuvo efectos mágicos. Me entrevisté con un hombre menudo, de mirada triste, llamado Mr. MacDuffy, que me envió a trabajar a las órdenes de Mr. Kimbro. Un meritorio me acompañó. Mr. MacDuffy había dicho al muchacho, refiriéndose a mí:
—Si Mr. Kimbro le acepta, vuelve acá y pon su nombre en la nómina del departamento de expediciones.
Al salir de aquel edificio, dije al muchacho:
—Esto es enorme. Parece una pequeña ciudad.
—Sí, es bastante grande. Es una de las mayores fábricas en este ramo. Fabricamos mucha pintura para el gobierno.
Entramos en otro edificio, y cruzamos un vestíbulo pintado de un blanco deslumbrante.
—Mejor será que dejes tu ropa y tus cosas en el vestuario —dijo mi acompañante.
Y, tras abrir una puerta, entramos en una sala en la que había hileras de pequeños armarios verdes, y bajos bancos de madera. Varios armarios tenían las llaves puestas en la cerradura. Me indicó uno de éstos, y dijo:
—Pon tus cosas aquí, y llévate la llave.
Mientras me vestía, me sentí acometido por el nerviosismo. El muchacho me contemplaba fijamente, en actitud perezosa. Tenía un pie sobre el banco y masticaba una cerilla de madera. ¿Sospechaba acaso que yo había mentido al utilizar el nombre de Mr. Emerson?
Mientras daba vueltas a la cerilla, entre las yemas del índice y el pulgar, dijo:
—Ahora, aquí, han montado un nuevo tinglado.
Sus palabras parecían llevar un oculto mensaje. Alcé la vista del zapato que estaba abrochándome, y en voz de fingida tranquilidad, dije:
—¿Qué clase de tinglado?
—La cosa esa de los listos de la oficina, que despiden a trabajadores decentes y los sustituyen por gentes de color, como tú, que vienen de la universidad. Son muy listos los de oficinas. Así se evitan pagar los salarios fijados por el sindicato.
—¿Cómo sabes que vengo de la universidad?
—Ya tenemos a seis como tú. Algunos están en el laboratorio de comprobaciones. Todo el mundo lo sabe.
—Ignoraba que me hubieran dado trabajo por esta razón.
—No te preocupes. Tú no tienes la culpa de eso. Los nuevos no sabéis lo que pasa aquí. Como dice el sindicato, la culpa es de los listillos de la oficina. Esos son los que os convierten en esquiroles. ¡Hala, vamos ya!
Entramos en una nave larga y estrecha, en la que vi una serie de puertas a un lado, y varios pequeños despachos al otro. Seguí al muchacho a lo largo de un pasillo, entre interminables hileras de latas, barriles y cajas con una etiqueta en la que destacaba el águila con el pico abierto, como si gritara, que era la marca de fábrica de la empresa. Los recipientes de pintura formaban ordenadas pirámides sobre el piso de cemento. El muchacho se detuvo ante uno de los pequeños despachos, y, con una sarcástica sonrisa, dijo:
—Escucha.
Dentro, alguien renegaba y maldecía, en una conversación telefónica.
—¿Quién es? —pregunté.
El chico acentuó la sonrisa:
—Tu jefe, el terrible Mr. Kimbro. Le llamamos el Coronel. No dejes que te avasalle.
Aquello no me gustó ni pizca. La voz despotricaba acerca de cierto error cometido en el laboratorio. Me inquieté. Me desagradaba la idea de comenzar a trabajar a las órdenes de un hombre que se hallaba de tan mal humor. Quizá se había enfurecido con uno de los empleados procedentes de la universidad, lo cual no le predispondría favorablemente hacia mí.
—Entremos —dijo el meritorio—. Debo regresar a la oficina cuanto antes.
En el momento en que penetramos en el despacho, el hombre colgó violentamente el teléfono, y cogió unos papeles.
—Mr. MacDuffy quiere saber si puede dar trabajo a este nuevo obrero —dijo el chico.
—¡Maldita sea! Puedes estar seguro de que puedo darle por...
La voz se convirtió en un ininteligible murmullo de rabia, mientras la mirada del hombre, que lucía un militar bigotillo, se endurecía. El chico insistió:
—¿Puede darle trabajo o no? Tengo que hacer su ficha, ¿sabe?
El hombre tardó en contestar.
—Bueno. Sí. No me queda otro remedio. ¿Cómo se llama?
El meritorio leyó mi nombre. Y el hombre dijo, dirigiéndose a mí:
—De acuerdo, vas a empezar a trabajar ahora mismo. —Y añadió, dirigiéndose al muchacho—: Y tú, lárgate de aquí antes de que te obligue a ganar parte del dinero que te regalan todas las semanas.
—No se enfade, tratante de esclavos —dijo el chico, y salió disparado.
Kimbro enrojeció. Dijo:
—Vamos.
Le seguí. Pasamos a la nave alargada en la que había pilas de cajas y recipientes, que formaban montones separados, bajo indicadores con números, que colgaban del techo. Al fondo vi a dos hombres que descargaban de un camión pesados barriles de pintura y los amontonaban ordenadamente en una plataforma móvil.
—Métete bien en la cabeza lo que voy a decirte me dijo Kimbro, ceñudo—. En este departamento estamos muy ocupados, y no tengo tiempo para andar repitiendo las cosas. Tendrás que cumplir las órdenes que te dé, y vas a hacer las cosas sin saber por qué las haces. Así es que empápate bien de lo que le diga y cúmplelo al pie de la letra. No tengo tiempo para darte explicaciones. Tendrás que trabajar haciendo exactamente lo que le diga. ¿Comprendido?
Asentí con un cabezazo. Advertí que Kimbro elevaba la voz cuando los hombres que trabajaban allí se detenían un instante para escucharle. Cogió varías herramientas, y dijo: —De acuerdo, pues. Vamos allá. —Es Kimbro —comentó uno de los hombres. Se arrodilló en el suelo, y destapó un barril. Removió el líquido de color castaño, con consistencia de leche. Percibí un hedor nauseabundo y sentí deseos de apartarme. Kimbro siguió removiendo el líquido hasta que éste pasó a ser blanco y brillante. Sosteniendo la paleta en la mano, como si fuera un delicado instrumento, la alzó en el aire y la inclinó a un lado, mientras contemplaba absorto el líquido que resbalaba de ella para caer en el barril. Torció el gesto: —¡Malditos imbéciles inútiles del laboratorio! Tendremos que echar gotas en todos y cada uno de estos barriles. Este será tu trabajo y, además, tendrás que terminarlo antes de las once y media. A las once y media hay que cargar los barriles en el camión. Me dio un tubo esmaltado en blanco.
—Tienes que abrir los barriles y echar en cada uno diez gotas de este líquido que hay en el tubo. Luego, remueves la pintura hasta que las gotas queden disueltas. Cuando lo hayas hecho, coges este pincel y pintas una muestra en estas maderas.
Del bolsillo de la chaqueta sacó un pincel y varias tablas pequeñas y rectangulares.
—¿Comprendido?— me preguntó.
—Sí, señor.
Pero al mirar el contenido del tubo, dudé: el líquido era negro. ¿Intentaba jugarme una mala pasada? Le oí:
—¿Qué pasa?
—No sé, señor. Bueno, no es que vaya a empezar a hacerle preguntas tontas, pero ¿se ha fijado en lo que hay en el tubo? Achicó las pupilas: —Puedes jurar por toda la corte celestial que lo sé. Haz lo que te he dicho.
—Solamente quería asegurarme, señor.
Lanzó un suspiro de infinita paciencia:
—Mira, toma el cuentagotas y llénalo. ¡Vamos, hazlo!
Lo llené.
—Ahora, echa diez gotas a la pintura. Así, eso es... No tan aprisa. Así... Diez gotas, ni una más ni una menos.
Despacio fui echando las gotas que, al caer en la superficie de la pintura, parecieron más negras aún, quedándose momentáneamente fijas allí, para luego comenzar a ensancharse.
—Eso es. No tienes que hacer más que eso. Y no te preocupes del aspecto que toma la pintura, porque eso es asunto mío. Haz sólo lo que te diga y procura no pensar por tu cuenta. Cuando hayas hecho cinco o seis barriles, mira si las muestras se han secado. Y date prisa porque debemos mandar este lote a Washington a las once y media.
Trabajé de prisa, pero cuidadosamente. Tratándose de un hombre como Kimbro, sabía que el menor error me crearía dificultades. Pensé en lo que me había dicho. ¿De modo que yo no debía pensar? ¡Que se fuera al cuerno! Aquel tipo era el clásico yanqui mala sombra y estúpido, de cogote colorado. Me dediqué a mezclar cuidadosamente las gotas en la pintura y, después, a pintar con suavidad las piezas de madera, procurando que las pinceladas fuesen uniformes.
Mientras me esforzaba en quitar la tapa de un barril que oponía más resistencia de la normal, me pregunté si aquella pintura llamada "Blanco Óptico" era la misma que se empleaba en la universidad, o si había sido fabricada expresamente para el gobierno. Quizá se trataba de una pintura de mejor calidad y fórmula especial. En mi imaginación aparecieron los edificios de la universidad recién pintados y adecentados, deslumbrantes, tal como lucían en las mañanas primaverales —tras haber sido pintados en otoño, y haber sufrido, luego, las ligeras nevadas de invierno—, y los imaginaba bajo un cielo por el que cruzaba, arriba, una nube, y, más bajo, un pájaro, y a su alrededor, las arboledas. Los edificios de la universidad ofrecían un aspecto más brillante que el de las casas de los entornos, debido, en parte, a que eran los únicos que recibían periódicamente una mano de pintura. Por lo general, las casas y las cabañas vecinas no se pintaban, por lo que tenían el sombrío y rugoso color gris de la madera sometida a la acción del clima. El viento, el sol y la lluvia pulían la madera de estas casas y cabañas, quemando o llevándose parte de ella, basta dejar, en algunas tablas, sólo la parte más dura, aquella parte que forma ondulantes dibujos, que adquiría un brillo satinado, argentino, de pez plateado. Así ocurría en la cabaña de Trueblood y en el Golden Day. En cierta ocasión, el Golden Day fue pintado de blanco, pero al paso de los años la pintura quedó cuarteada y reseca, y comenzó a caer; bastaba con pasar el dedo por ella, para que se desprendiera. ¡Maldito Golden Day! Pensé que resultaba curioso observar cómo se enlazan entre sí los distintos acontecimientos de nuestro vivir. Debido a haber acompañado a Mr. Norton a aquel viejo y caduco edificio del que la pintura podrida se desprendía por sí sola, yo estaba ahora trabajando en una fábrica de pintura. Después, pensé que si pudiera acompasar los latidos de mi corazón y el fluir de mis recuerdos al lento ritmo de la caída de las gotas negras en el barril de pintura y a su rápida reacción en ella, viviría como en un sueño febril. Tan sumido estaba en estas divagaciones que no percibí la llegada de Kimbro.
—¿Cómo va eso?
Estaba en pie, junto a mí, con las manos en las caderas:
—Muy bien, señor.
—Vamos a ver...
Cogió una muestra y pasó por ella la yema del dedo pulgar.
—Así debe ser, blanco como la peluca que se ponía George Washington los domingos, y tan sólida como el dólar todopoderoso. ¡Eso es pintura! —añadió orgullosamente—. ¡Con esto se puede pintar cualquier cosa!
Me miró cual si yo me hubiera mostrado escéptico. Me apresuré a decir:
—¡Es muy blanca, verdaderamente blanca!
—¡Blanca! Es el blanco más puro que existe. Nadie fabrica pintura más blanca. ¡Este lote va destinado a un monumento nacional!
—Caramba —dije, la mar de impresionado.
Consultó el reloj.
—Sigue haciendo lo mismo. Si no me doy prisa llegaré tarde a la reunión de producción. Veo que casi has terminado las gotas. Ve al depósito y vuelve a llenar el tubo. Y no pierdas tiempo. Me voy.
Se fue a toda prisa, sin decirme dónde estaba el depósito del líquido negro. Sin dificultad, encontré el cuarto de los depósitos, pero no se me había ocurrido que pudiera haber tantos. Vi siete depósitos. Cada uno mostraba una intrigante inscripción. Pensé que era muy propio de Kimbro no decirme en qué depósito estaba el líquido negro. No se podía confiar en aquella gente. En realidad, el problema carecía de importancia, ya que cabía averiguar cuál era el depósito que buscaba, guiándome por el contenido de las latas, colgadas bajo los grifos, en que éstos goteaban.
Los primeros cinco depósitos contenían líquidos de color claro, que olían a trementina; y en los dos últimos había líquidos negros, igual que las gotas, pero los continentes mostraban distintas inscripciones. No me quedaba más remedio que elegir uno de los dos depósitos. Llené el tubo en el depósito cuyo líquido olía de modo más parecido a las gotas que yo había utilizado. Volví a la nave, felicitándome de no verme obligado a perder tiempo en espera de que Kimbro regresara y solucionara el problema de las gotas.
A partir de aquel momento trabajé más de prisa, y advertí que las gotas se diluían más fácilmente; además, el colorante y el aceite más denso, en el fondo de los barriles, ascendían a la superficie y se mezclaban con menos dificultad. Cuando Kimbro regresó, yo estaba trabajando a toda velocidad.
—¿Cuántos barriles has hecho?
—Alrededor de setenta y cinco. No lo sé exactamente porque he perdido la cuenta.
—No está mal, pero es preciso ir todavía más rápido. Han insistido en que debo tener estos barriles listos a tiempo. Voy a ayudarte.
Mascullando palabras para sí, se arrodilló, y comenzó a destapar barriles, mientras yo pensaba que seguramente le habían armado una bronca. Pero apenas había comenzado a trabajar, le llamaron y se fue.
Entonces, eché una ojeada a las últimas muestras. Me llevé una desagradable sorpresa. En vez de la dura y suave superficie que presentaban las primeras muestras, aquellas estaban cubiertas de una pasta pegajosa, a cuyo través se podía ver la madera. ¿Qué había ocurrido? Observé que la pintura en los barriles no era tan blanca y brillante como antes, sino que tenía un matiz grisáceo. La revolví enérgicamente, después limpié con un trapo las tablas y pinté nuevas muestras de la pintura de cada barril. Temeroso de que Kimbro regresara antes de que yo hubiera pintado las tablas, trabajé a ritmo febril. Cuando hube terminado de pintar las muestras, pensé que pasarían unos minutos antes de que la pintura se secara. Cogí dos barriles y los arrastré hacia la plataforma de carga. Cuando oí el grito a mis espaldas, solté los barriles, y di media vuelta. Allí estaba Kimbro.
—¡Maldita sea, la pintura todavía está húmeda! —chillaba, y se miraba los dedos manchados.
No supe qué decirle. Cogió varias muestras, pasó la mano por ellas, manchándosela de pintura, mientras lanzaba gruñidos de ira.
—¡Sólo faltaba eso! Primero me quitan a los mejores trabajadores, y luego me mandan a un tipo como tú. ¿Qué hiciste con esta pintura?
—Nada, señor. He seguido sus instrucciones.
Miró el interior del tubo, lo levantó y lo olió. Entonces formóse en su rostro un gesto de exasperación:
—¿Quién diablos te ha dado eso?
—Nadie.
—¿De dónde lo sacaste?
—De un depósito.
Salió disparado hacia el cuarto de los depósitos, derramando el líquido del tubo. Pensé: ¡Dios mío...! Antes de que yo llegara al cuarto de los depósitos, Kimbro salió de él. Estaba furioso:
—¡Cogiste el líquido que no debías! ¿Qué significa eso? ¿Sabotaje? Este líquido no se secaría ni en un millón de años. ¡Es líquido para despintar! ¡Y concentrado! ¿Es que no sabes diferenciarlo?
—No, señor, no sé. Me pareció que los dos líquidos eran iguales. Yo no sabía qué era lo que usaba, y usted tampoco me lo dijo. Intenté no perder tiempo, y cogí el líquido que creí adecuado.
—¿Y por qué cogiste éste precisamente?
Comencé a explicárselo:
—Porque olía igual que el otro, y...
—¡Olía! ¡Maldita sea! ¿No sabes que con los vapores que hay aquí no puedes oler ni la mierda? ¡Vamos a mi despacho!
No sabía si ponerme a gritar yo también, o intentar hacerle entrar en razón. Yo no tenía la culpa y no estaba dispuesto a cargar con la responsabilidad, además, quería cobrar el salario de aquel día. Rabioso, le seguí hasta su despacho. Allí, llamó a la oficina de personal:
—¿Oiga? ¿Eres tú, Mac? Aquí Kimbro. Te mando al tipo ése que me has enviado esta mañana, págale y despídele. ¿Que qué ha hecho? No me gusta, no me gusta su forma de trabajar, y eso es todo... ¿Cómo? ¿Que el viejo quiere un informe en estos casos? Bueno, pues hazle un informe. ¡Dile que este imbécil se ha cargado un lote de pintura para el gobierno! ¿Qué? No, no, no se lo digas... Oye, Mac, ¿podrías mandar a alguien que le sustituya? Bueno, pues déjalo.
Colgó bruscamente el teléfono, y se volvió hacia mí:
—Me gustaría saber por qué diablos contratan a gente como tú. Una fábrica de pintura no es sitio para vosotros. Ven conmigo.
Le seguí hasta el cuarto de los depósitos. De buena gana le hubiera dicho que se fuera al cuerno y me hubiera largado de allí, pero necesitaba dinero y, por otra parte, pese a saber que me encontraba en el Norte, no quería liarme a bofetadas, salvo en casos en que fuera inevitable. Además, aquí, ¿contra cuántos tendría que pegarme?
Vació el tubo en un depósito y lo llenó en otro que tenía la inscripción SKA-3 ࢤ 69-T-Y. Bien, en la próxima ocasión lo tendría en cuenta. Me dio el tubo:
—Y, ahora, por el amor de Dios, presta atención y procura hacer tu trabajo tal como se debe. Y si tienes dudas, pregunta. Yo estaré en mí despacho.
Volví al lugar de los barriles. Me sentía alterado, en un estado emocional. Kimbro había olvidado decirme qué debía hacer con la pintura estropeada. Al ver los barriles que la contenían me dio un arrebato de rabia, llené el cuentagotas, eché diez gotas a cada barril y los cerré. Pensé que lo mejor era transferir el problema al gobierno. Y me puse a trabajar en los barriles todavía intactos. Removí pintura hasta que el brazo comenzó a dolerme, y seguí removiéndola con el brazo dolorido. Y pinté muestras, una tras otra, a pinceladas tan iguales como pude. A medida que trabajaba, fui adquiriendo habilidad.
Cuando Kimbro vino, yo le eché una ojeada y seguí removiendo en silencio. Me miró ceñudo:
—¿Cómo va eso?
—No sé...
Cogí una muestra y la mire dubitativamente. Kimbro dijo:
—¿Qué pasa ahora?
—Nada, es sólo una mota de polvo —le contesté mientras con el brazo extendido sostenía la muestra, y me daba cuenta de que otra vez me acometía el nerviosismo, en forma, ahora, de rígida tensión.
Kimbro cogió la muestra, la acercó a sus ojos, la miró fijamente, algo bizqueante, y pasó los dedos por la superficie. Al fin dijo:
—Sí, ésta ya está mejor. Así es como debe quedar la pintura.
Con incredulidad, contemplé como pasaba aprobatoriamente la yema del pulgar sobre la muestra, y, luego, me la devolvía, y se iba sin decir más.
Miré la tablilla pintada. Su color no había cambiado, era el mismo que yo había apreciado minutos antes. A través de la blanca superficie traslucía un tono grisáceo que Kimbro no había notado. Contemplé la tablilla durante un minuto, por lo menos, preguntándome si veía visiones. Luego miré otra muestra y otra y otra. Todas presentaban el mismo aspecto: bajo el brillante blanco se advertía una difusa tonalidad grisácea. Cerré los ojos, y volví a mirar las muestras. Y las vi igual que antes. Pensé que si Kimbro estaba satisfecho, no iba a ser yo quien formulara objeciones.
Sin embargo, tenía la vaga noción de que algo, más importante que la pintura, no era como debía ser. Me parecía que, o bien yo había engañado a Kimbro, o Kimbro me estaba engañando a mí, como hicieron los protectores de la universidad y el Dr. Bledsoe.
Cuando el camión se puso junto a la plataforma para cargar los barriles, yo ponía la tapa en el último de ellos. Y allí, a mi lado, estaba Kimbro.
—Veamos esas muestras.
Los mozos con camisa azulada subían ya a la caja del camión. Cogí la muestra que me pareció más blanca, para dársela a Kimbro. Uno de los mozos dijo:
—¿Qué hacemos, Kimbro? ¿Empezamos a cargar? Kimbro estudiaba la muestra.
—Un momento... Un momento...
Dominado por los nervios, mantenía la vista fija en Kimbro. Temía que se diera cuenta del tono grisáceo, y organizara una bronca. Y al mismo tiempo me despreciaba por ser incapaz de superar mi miedo y nerviosismo. ¿Cómo iba yo a contestar las acusaciones de Kimbro? Se dirigió a los mozos:
—Llevaos eso de una vez. —Me miró—. Y tú, ve a ver a Mac-Duffy. Estás despedido.
Me quedé mudo y rígido con la vista fija en la cabeza de Kimbro, en su rosáceo pescuezo y en el cabello gris —del color del hierro— que surgía bajo la gorra. Para echarme había esperado a que terminara mi trabajo. No tenía más remedio que aceptar los hechos. Di media vuelta y me encaminé hacia el departamento de personal, maldiciendo a Kimbro. ¿Debía escribir a los propietarios de la fábrica para explicarles lo ocurrido? Quizás ignorasen hasta qué punto la calidad de la pintura dependía de Kimbro. Pero al llegar a la oficina de personal cambié de opinión. Quizás aquél era el modo en que se hacían las cosas en la fábrica, quizá la determinación de la calidad de la pintura dependía, siempre, de los encargados de expedirla, y no de los encargados de mezclarla. Igual daba, podían irse todos a hacer gárgaras. Sería cuestión de encontrar otro trabajo.
Pero no fui despedido. MacDuffy me destinó a otro trabajo, en el sótano del edificio número 2.
—Vas allá —me dijo MacDuffy— y dices a Brockway que Mr. Sparland ha decidido que debe tener un ayudante. Y haces lo que él te ordene.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba, señor?
—Lucius Brockway. Es el encargado.
El sótano era muy profundo. Al llegar al tercer piso subterráneo, empujé una pesada puerta de metal con un letrero que decía "Peligro", y, por unas escalerillas, bajé a una estancia en penumbra, estremecida por el ruido de máquinas en funcionamiento. Los vapores que flotaban en el aire tenían un olor que me pareció conocido. En el momento en que pensaba "olor a pino", una aguda voz de negro se elevó sobre el ruido de máquinas:
—¿A quién busca aquí?
—Quiero ver al encargado —contesté, mientras procuraba hallar al hombre que había hablado.
—Yo soy el encargado. ¿Qué quiere?
De las sombras salió un hombre que me miró hoscamente. Era pequeño y enteco, vestía un mono muy sucio, y tenía aire garboso. Al acercarme, pude ver su rostro arrugado, y el cabello blanco, algodonoso, que salía del gorro a rayas, de maquinista. Su aspecto y actitud me intrigaron. Ignoraba si aquel hombre se consideraba culpable de algo, o si, por el contrario, creía que yo era quien acababa de cometer un crimen. Sin dejar de mirarle, me acerqué a él. Apenas alzaba un metro y medio del suelo. Advertí que el mono que vestía estaba casi totalmente impregnado de grasa negruzca. —Tengo mucho trabajo. ¿Qué quiere?
—Quiero hablar con Lucius. Frunció el cejo:
—Soy yo. Y no me llame por el nombre de pila. Para usted y todos los que son como usted, soy Mister Brockway.
—¿Usted...?
—¡Sí, yo! ¿Quién le ha mandado aquí?
—La oficina de personal. Me encargaron que le dijera que Mr. Sparland ha decidido darle un ayudante.
—¡Ayudante! ¡No necesito ningún ayudante! Sparland está haciéndose viejo, y cree que yo estoy tan viejo como él. Durante años he estado arreglándomelas solo, y ahora no piensan más que en darme un ayudante. Vuelve al sitio de donde vienes y les dices que cuando necesite un ayudante, ya me encargaré yo de pedirlo.
Tanto me asqueó que un individuo de aquella calaña ostentara el puesto de encargado, que di media vuelta, en silencio, y comencé a subir la escalerilla. Primero, tropecé con Kimbro, y ahora, con este viejo...
—¡Espera un momento!
Me volví hacia él. Con la mano me indicaba que me acercara. Su voz volvió a sonar, destacando entre el rugido de los hornos.
Regresé. Del bolsillo trasero del pantalón, el hombre extrajo un paño blanco y lo pasó por el cristal de un manómetro. Inclinóse al frente, acercó el rostro al manómetro, y escrutó la posición de la aguja.
Al enderezarse, me dio el paño, y dijo:
—Mejor será que te quedes hasta que yo hable con el jefe. Procura mantener limpios estos cristales, de modo que pueda ver la presión.
Cogí el trapo, y lo pasé por el cristal de un manómetro, dispuesto a limpiarlos todos. El encargado me observaba con expresión de juicio crítico en su rostro.
—¿Cómo te llamas?
Gritando para superar el rugido de los hornos, le dije mi nombre.
Con un ademán me indicó que callara, y dijo:
—Espera un momento.
Se alejó y dio vueltas a una llave situada entre un laberinto de tuberías. El ruido en el cuarto se elevó, alcanzando un registro muy alto, histérico, que nos permitía oír nuestras voces sin necesidad de gritar, ya que éstas quedaban a un nivel inferior al sonido, bajo su superficie.
Al volver, me dirigió una mirada penetrante. Yo contemplé tranquilamente su rostro curtido y negro, en el que brillaban unos ojuelos rojizos y astutos. Habló en un tono interrogativo, como si estuviera intrigado:
—Es la primera vez que me mandan a alguien como tú. Por esto te he dicho que te quedaras. Por lo general, me mandan a muchachos blancos, que creen que si se quedan aquí unos días y observan como hago mi trabajo y preguntan unas cuantas cosas podrán sustituirme cuando quieran. —Se calló un instante, y con un despectivo ademán, añadió—: En algunos casos, la cosa es tan clara que ni siquiera vale la pena hablar de ello.
Bajó la vista, y, después, me dirigió una rápida y recta mirada:
—¿Eres maquinista?
—¿Maquinista?
—Sí —insistió con aire retador—, eso he dicho: maquinista.
—Pues, no. No, señor, no lo soy.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí.
Pareció aliviado.
—Entonces no tengo nada que decir. Es preciso no perder nunca de vista a esa gente de la oficina de personal. Hay más de uno que quiere echarme, y por lo visto todavía no saben que están perdiendo el tiempo. Lucius Brockway no sólo está dispuesto a defenderse, sino que sabe defenderse. Todos saben que estoy aquí desde el principio, que soy tan antiguo como la mismísima fábrica, y que incluso cavé los cimientos. El viejo fue quien me contrató, y sólo el viejo podrá echarme.
Pasé el trapo por los manómetros, preguntándome cuál sería la causa de este desahogo del maquinista. Sin embargo, me consolaba advertir que aquel hombre nada tenía contra mí personalmente.
—¿De qué universidad eres?
Se lo dije.
—¿Sí? ¿Esa? ¿Y qué estudias allí?
—Lo que se enseña en las universidades
—¿Máquinas?
—No, no. Letras y ciencias. Allí no se aprenden oficios.
—¿Ah, no? —pareció dudar. Y acto seguido preguntó—: ¿Qué presión marca este manómetro?
—¿Cuál?
—Este que estás mirando. Ahí, enfrente.
Lo miré, y dije:
—Cuarenta y tres con dos décimas.
Acercó el rostro al manómetro, y luego se volvió hacia mí:
—Eso, eso es... ¿Dónde aprendiste a comprender estos trastos?
—En segunda enseñanza, en la clase de física. Es parecido a saber la hora mirando un reloj.
—¿En segunda enseñanza os enseñan esas cosas?
—Sí.
—Bueno, pues ése va a ser tu trabajo. Deberás echar una ojeada a estos manómetros cada quince minutos. Supongo que sabrás hacerlo.
—Me parece que sí.
—Hay quien sabe hacerlo, y hay quien no. A propósito, ¿quién te contrató?
—Mr. MacDuffy —contesté, empezando a preguntarme por qué razón me sometía Lucius Brockway a aquel interrogatorio.
—Ya... Entonces, ¿dónde has estado en las primeras horas de la mañana?
—He trabajado en el edificio número 1.
—Este edificio es muy grande. ¿Dónde, dentro del edificio?
—A las órdenes de Mr. Kimbro.
—Comprendo, comprendo... Ya imaginaba que te habían contratado a primera hora. Ahora es demasiado tarde para contratar gente. ¿Y qué has hecho en la sección de Kimbro?
Fatigado y molesto por tantas preguntas, contesté de mala gana:
—Echar gotas a una pintura que se estropeó.
Torció el gesto y, en tono de desafío, preguntó:
—¿Pintura estropeada? ¿Cuál es la que se ha estropeado?
—Creo que se trataba de una pintura comprada por el gobierno...
Inclinó la cabeza a un lado, y comentó pensativamente:
—¿Por qué no me lo han dicho? ¿Estaba en barriles o en latas pequeñas?
—Barriles.
Soltó una risita aguda, casi de satisfacción.
—Bueno, así la cosa no tiene demasiada importancia. La pintura de las latas pequeñas da muchísimo más trabajo. —E inmediatamente, de un modo brusco, como si intentara sorprenderme desprevenido, preguntó—: ¿Cómo te enteraste de que aquí podías obtener trabajo?
Hablé lenta, cansadamente:
—Un conocido me dijo que aquí podía obtener empleo. Fui contratado por Mr. MacDuffy. Por la mañana he trabajado a las órdenes de Mr. Kimbro, y después, Mr. MacDuffy me ha enviado aquí.
Tensó los músculos del rostro:
—¿Eres amigo de alguno de esos muchachos de color?
—¿Cuáles?
—Los del laboratorio.
—No. ¿Quiere saber algo más?
Me dirigió una larga mirada de sospecha y escupió sobre una tubería ardiente. La saliva se evaporó en un instante, hirviendo furiosamente. Vi que del bolsillo del pecho extraía un pesado cronómetro y lo consultaba como si estuviera haciendo algo extremadamente importante. Después, volvió el rostro a un lado y comprobó el cronómetro con un reloj eléctrico, con números luminosos, colgado en la pared.
—Sigue limpiando el cristal de los manómetros. Me voy, tengo que cuidarme de la mezcla.— Señaló uno de los manómetros—. Otra cosa: quiero que vigiles especialmente a este puñetero. En los últimos dos días ha cogido el mal vicio de aumentar la presión demasiado aprisa. Me está dando la lata de mala manera. Si ves que pasa de setenta y cinco, me das un grito, un grito fuerte, que lo oiga.
Se sumió en las sombras. El momentáneo resplandor me indicó que había abierto y cerrado una puerta.
Mientras pasaba el trapo por el cristal de un manómetro, me pregunté cómo era posible que un hombre viejo y, al parecer, sin estudios, ocupara un puesto de tanta responsabilidad. Desde luego no hablaba como un técnico en maquinaria, sin embargo, sólo él se encargaba del funcionamiento de las máquinas. Anteriormente, yo había visto casos semejantes. Recuerdo que, en mi ciudad, la compañía que suministraba el agua tenía un viejo empleado, con el cargo de conserje, que era el único que sabía por dónde pasaban las principales tuberías de suministro. Entró a trabajar en la empresa cuando la fundaron, antes de que organizaran los archivos técnicos, y aquel hombre, pese a que cobraba salario de conserje, realizaba una labor propia de un ingeniero. Quizá Brockway intentaba, con su actitud, protegerse de algún peligro cuya naturaleza yo ignoraba. Al fin y al cabo, había cierta oposición hacia los empleados negros. Quizá no hacía más que disimular, como algunos profesores de la universidad que, para evitarse problemas cuando iban en automóvil a alguna de las pequeñas ciudades de los alrededores, llevaban gorra de chófer y decían que sus automóviles pertenecían a blancos. Pero, ¿por qué razón Brockway fingía ante mí? ¿Y qué clase de trabajo realizaba?
Miré alrededor. Aquello no era exactamente una sala de máquinas. Y eso me constaba por haber visto varias, la última de ellas en la universidad. El lugar en que me encontraba era algo más que una sala de máquinas. Por una parte, la forma de las fornallas era diferente, y las llamas que colaban por entre las rendijas indicaban más presión y tenían un color más azulado. Además, aquí se percibían intensos hedores. Aquel hombre fabricaba algo, algo relacionado con la pintura, y probablemente se trataba de algo que, debido a su suciedad o peligro, los blancos se negaban a hacer aunque les pagaran bien. Evidentemente, no fabricaba pintura porque, según me habían dicho, ésta se hacía en los pisos superiores, allí donde yo había visto a unos hombres, con manchadas batas, trabajando ante grandes recipientes de vidrio en los que el colorante giraba constantemente en torbellino. Sabía con certeza una sola cosa: era preciso que anduviera con cuidado en mis relaciones con aquel viejo loco, con Brockway. Sin duda, mi presencia le disgustaba... Y, en aquel momento, le vi descender las escalerillas, y dirigirse hacia mí.
—¿Cómo va eso?
—Bien. Parece que ahora hay más ruido.
—Sí, aquí tenemos mucho ruido, a veces. Es el departamento que arma más jaleo, por esto estoy yo al frente de él. ¿Ha pasado del límite el manómetro?
—No, se aguanta a la misma presión.
—Menos mal. Últimamente me ha dado muchos quebraderos de cabeza. Tan pronto podamos prescindir de este tanque, voy a destripar el manómetro ese y a darle un buen repaso.
Mientras contemplaba como Brockway inspeccionaba los manómetros y ajustaba una serie de válvulas, pensé que quizá sí, que quizá fuera el técnico especialista en máquinas. Se dirigió a un teléfono situado en la pared y, señalándome las válvulas, me dijo con aire grave, trascendente:
—Voy a enviar la pasta arriba. Cuando te dé la señal, abre las válvulas. Y cuando te dé la segunda señal, las cierras. Empieza por esta de color rojo, y sigue con las otras, una tras otra.
Me puse ante las válvulas, y esperé. Brockway se situó ante el manómetro.
—¡Abre! —me gritó.
Fui abriendo las válvulas, mientras oía el sonido del líquido que corría en el interior de las gruesas tuberías. Oí un timbre, y miré alrededor... Brockway gritó:
—Empieza a cerrarlas. ¿Qué esperas? ¡Cierra las válvulas!
Cuando hube cerrado la última válvula, me dijo:
—¿En qué pensabas, muchacho?
—Esperaba que me diera la orden de cerrar.
—Te dije que te lo indicaría con una señal. ¿No sabes lo que es una señal? ¡Toqué el timbre! ¿No? Con eso basta y sobra. Cuando toco el timbre es para que hagas algo, el timbre es una orden, ¿comprendes? Debes cumplirla, y cumplirla de prisa.
—Usted es el jefe —contesté con sarcasmo.
—Exactamente: yo soy el jefe. Y mejor será que no lo olvides. Ahora, ven acá. Tengo un trabajito para ti.
Fuimos hacia una máquina de raro aspecto, consistente en un conjunto de ruedas dentadas que actuaban sobre una serie de tambores. Brockway cogió una pala, la hundió en un montón de material en forma de grumos cristalizados, de color pardo y, hábilmente, lanzó una paletada en un recipiente situado en la parte superior de la maquina. Me ordenó con sequedad:
—Coge una pala, y arrima el hombro. —Hundió la pala en la pila, y me preguntó—: ¿Es la primera vez en tu vida que haces esta clase de trabajo?
—No, pero estoy desentrenado. ¿Qué es ese material?
Dejó de manejar la pala, y me dirigió una mirada malévola y sostenida. Después, en silencio, metió la pala en el montón de material, rascando con ella el suelo. Yo volví al ataque, y me dije que en lo sucesivo debía abstenerme de formular preguntas a aquel suspicaz malauva.
No tardé en sudar a chorros. Me dolían las manos y me sentía cansado. Brockway me espiaba con el rabillo del ojo, y en sus labios se dibujaba una casi imperceptible sonrisa de sarcasmo. Con irónica dulzura, me preguntó:
—¿No le gusta trabajar en exceso, verdad, joven?
Llené cuanto pude la pala y eché la paletada arriba:
—Ya me acostumbraré.
—Claro, claro. Pero mejor será que cuando te canses te tomes un respiro.
Seguí trabajando. Y estuve dándole a la pala, hasta que Brockway me dijo:
—Eres el tipo que hemos estado buscando. Un hombre que sepa manejar la pala. Apártate porque voy a poner en marcha el trasto ese.
Retrocedí. Brockway conectó un interruptor. La máquina soltó un largo silbido, parecido al de las sierras eléctricas, y me tiró a la cara un puñado de grumos cristalizados. Di un torpe salto atrás. Y vi en el rostro de Brockway, negro y arrugado como una ciruela pasa, una sonrisa despectiva. Después, se apagó paulatinamente el zumbido de los tambores que giraban furiosamente sobre sí mismos, y en el nuevo silencio pude oír el perezoso siseo del material desmenuzado, deslizándose como la arena, a lo largo del canal descendente, en el depósito situado en la parte inferior de la máquina.
Brockway fue hacia una válvula y la abrió. Percibí un olor a aceite, nuevo, distinto. Oprimió un botón, en un aparato que parecía el fogón de un horno de aceite. Oí un zumbido, después una pequeña explosión que dio lugar a que algo trepidara, y como trasfondo a estos sonidos oía un rugido bajo y monótono.
—¿Sabes qué será este material una vez lo hayamos guisado?
—No, señor.
—Pues será el esqueleto, la espina dorsal, lo que se llama el "vehículo" de la pintura.
—Pensaba que la pintura era fabricada arriba.
—¡Qué va! Arriba solamente la mezclan con los colores, le dan una apariencia bonita. Es aquí donde se fabrica la pintura propiamente dicha. Sin el material que yo les doy, no podrían hacer nada; sería como intentar fabricar ladrillos sin arcilla. Además, yo no sólo fabrico la base, sino que también me encargo de los barnices y de muchos aceites...
—Así, éste es su trabajo. Antes estaba preguntándome qué hacía usted aquí.
—Hay mucha gente que se pregunta lo mismo, y nunca se aclaran. Pero, tal como te decía, de esta fábrica no puede salir ni una maldita gota de pintura que no proceda de las manos de Lucius Brockway.
—¿Cuánto tiempo lleva usted en este trabajo?
—El suficiente para saber lo que me traigo entre manos. Y lo he aprendido sin necesidad de los estudios que, según dicen, tienen todos ésos que de vez en cuando mandan a trabajar aquí. En la oficina de personal no quieren enterarse de la realidad, pero, de veras, las Pinturas Libertad no valdrían un pepino, si yo no estuviera aquí, fabricando una base fuerte y sólida. El viejo Sparland lo sabe. Todavía me río al recordar que, cuando tuve la pulmonía, mandaron a uno de esos que se llaman ingenieros para que me sustituyera. Pues bien, al poco tiempo estaban todos con las manos en la cabeza porque la mayor parte de la pintura fabricada era inservible. La pintura soltaba agüilla, y se arrugaba, y no servía para nada... Si alguien descubriera la causa de que la pintura suelte agua, se haría millonario. Bueno, el caso es que aquí todos iban de cabeza. Bueno, cuando me enteré de eso, y de que habían designado a aquel tipo para que ocupara mi puesto, decidí no volver a la fábrica. Pensé que había trabajado aquí qué sé yo los años, y que había sido leal a la empresa, y todas esas cosas, y me dije: No, yo no vuelto. Cuando me puse bueno, les mandé recado diciéndoles que Lucius Brockway se jubilaba. Bueno, pues el mismo día, el jefe, el Viejo, venía a mi casa. Estaba ya tan viejo que el chófer tuvo que ayudarle a subir las escaleras. Llegó resoplando y ahogándose. Y va y me dice: "Lucius, me han dicho que quieres jubilarte, ¿es esto cierto?". Y yo que le digo: "Bueno, verá, señor, Mr. Sparland, estoy bastante mal de salud, como usted sabe, y además me estoy haciendo viejo, como también sabe. Por otra parte, me han dicho que en mi puesto tienen ustedes a un italiano que sabe mucho, y por eso pensé que podía quedarme en casa y descansar durante el resto de mi vida". Bueno, Sparland se puso como si me hubiera metido con su madre. Me dijo: "¿Cómo es posible que digas esas cosas, Lucius Brockway? ¿Cómo puedes pensar en descansar en casa, cuando sabes que te necesitamos en la fábrica? ¿Ignoras que la jubilación significa, casi siempre, la muerte? Además, ese hombre que ahora tenemos en tu puesto no sabe nada de máquinas. Siempre estoy pensando que ese hombre provocará un desastre, tengo tanto miedo de que el día menos pensado haga explotar las máquinas y vuele la fábrica entera, que he contratado un seguro suplementario. Ese hombre no sabe el oficio, ni tiene el arte necesario para hacer buena pintura. Desde que le tenemos allí, no hemos expedido ni un solo lote de pintura de primera clase".
Lucius Brockway calló un instante, y después me advirtió:
—¡Y eso lo dijo el jefe, el Viejo!
—¿Y qué ocurrió?
Me miró como si le hubiera formulado una pregunta de increíble estupidez:
—¿Que qué ocurrió? ¿Qué quieres decir con eso? ¡Pues nada! Pocos días después estaba yo en mi puesto y, por orden del Viejo, me dieron el mando total, sin restricciones, en esta sección. Cuando el ingeniero supo que tenía que obedecerme, le dio tal rabieta que se marchó. Sí, señor, se marchó al día siguiente. —Escupió en el suelo y soltó una risotada—. Era un pobre imbécil. ¡Un verdadero imbécil! Quería darme órdenes, pese a que yo conocía este sótano con sus calderas y todo lo que hay en él mejor que nadie. Yo trabajé aquí en la instalación de las tuberías, y sé dónde están todas y cada una de ellas, y también todos los cables e interruptores y conexiones, y todo, en el suelo, en las paredes y también fuera, en el patio. ¡Sí, señor! Más aún, lo recuerdo todo tan claramente que en cualquier momento puedo dibujarlo en un papel, con todo detalle, hasta la última tuerca. Y nunca he ido a ninguna escuela de ingeniería, ni una sola. ¿Qué te parece?
Pensé que aquel viejo no me gustaba ni un pelo.
—Es un caso muy notable.
—No, nada de eso. Se debe solamente a que he trabajado aquí durante muchos años. He estudiado estas máquinas durante más de veinticinco años. Y aquel individuo pensaba que porque había ido a una escuela, donde le habían enseñado a interpretar un plano y a encender una caldera, sabía más de esta fábrica que el propio Lucius Brockway. Aquel imbécil no podía ser un buen maquinista, porque era incapaz de ver, aquí, lo que tenía debajo de sus mismas narices... A propósito, no has comprobado los manómetros.
Me apresuré a hacerlo, y vi que todas las agujas permanecían inalterables:
—Sin novedad, señor.
—Te advierto que no debes olvidarte de vigilarlos. Si te descuidas un momento puedes hacer volar la fábrica. La maquinaria es muy importante, pero no lo es todo. Nosotros somos la máquina de la máquina, ¿comprendes?
Mientras le ayudaba a llenar un recipiente con cierta sustancia maloliente, me preguntó:
—¿Sabes cuál es la pintura que más vendemos, la que ha hecho prosperar este negocio?
—No, señor.
—Nuestro blanco, el Blanco Óptico.
—¿Por qué el blanco precisamente?
—Porque desde un principio nos esforzamos en fabricar un buen blanco. Hacemos la mejor pintura blanca del mundo. Pese a lo que los demás digan, así es. Nuestro blanco es tan blanco que si coges un pedazo de carbón y lo pintas con él, tendrás que partirlo a martillazos para convencerte de que no es blanco por dentro también.
En sus ojos había destellos de profunda convicción, sin el menor rastro de ironía. Tuve que bajar la cabeza para ocultar una sonrisa.
—¿Te has fijado en este cartel que tenemos encima del edificio principal?
—Es difícil no verlo.
—¿Has leído la frase publicitaria?
—No la recuerdo. Cuando vine tenía mucha prisa.
—Pues bien, quizá no lo creas, pero yo ayudé al Viejo a hacer esta frase. Levantó un dedo, apuntando al cielo, cual un predicador al citar una frase evangélica, y recitó—: "Si es Blanco Óptico, es el blanco perfecto". Esto me valió una bonificación de trescientos dólares. Esos publicitarios nuevos que hay ahora han procurado inventar buenas frases para los otros colores, y hablan del arco iris y de cosas por el estilo, pero no han logrado nada que valga la pena.
—Si es Blanco Óptico, es el blanco perfecto —repetí.
Repentinamente cruzó por mi mente una frase tonta oída en la infancia, y tuve que reprimir la risa. Dije:
—Si eres blanco, eres perfecto.
—Así es. Y hay otra razón por la que el Viejo no permitirá jamás que nadie venga aquí a entremeterse en mi trabajo. Sabe muchas cosas que los nuevos empleados y directivos ignoran. Sabe que si nuestra pintura es buena, se debe al modo con que Lucius Brockway da presión a los aceites y resinas antes de que salgan de los tanques. —Rió despectivamente—. Creen que porque aquí, en el sótano, las máquinas hacen todo el trabajo, no hay más problema que las máquinas. ¡Es una idea de loco! De aquí abajo no sale nada, ni una sola gota de pintura, en que yo no haya puesto mis negras y pecadoras manos. Las máquinas cuecen el pastel, pero son estas manos las que lo endulzan y le dan el sabor. ¡Sí, señor! ¡Lucius Brockway es la clave del éxito! ¡Son estos dedos los que dan calidad a la pintura! Anda, vamos a comer...
Y se dirigió hacia una estantería, junto a un horno, en la que había un termo.
—¿Quién vigilará los manómetros? —dije.
—No te preocupes, no vamos a salir de aquí, así es que podremos echarles una ojeada de vez en cuando.
—Es que dejé el almuerzo en el armario, en el edificio número 1.
—Pues ve a buscarlo y vuelve para comer aquí. En el sótano se trabaja continuamente, sin descansos. Para comer bastan quince minutos, y una vez se ha comido hay que volver al trabajo.
Tras abrir la puerta de los vestuarios, creí haber entrado donde no debía. Un numeroso público compuesto de hombres con gorras de pintor y manchados monos, sentados en los bancos, escuchaba las palabras de un hombre delgado, con aspecto de pretuberculoso, que les dirigía un discurso en voz nasal. Todos me miraron. Y cuando me disponía a irme, el hombre delgado me dijo:
—Hay muchos asientos disponibles para los rezagados. Entra, hermano.
¿Hermano? Incluso después de haber vivido unas semanas en el Norte, me sorprendió que me dieran este tratamiento.
—Estoy buscando el vestuario... —tartamudeé.
—En él estás, hermano. ¿No te comunicaron que hoy teníamos reunión?
—¿Reunión? No, señor.
El hombre delgado, que sin duda presidía el acto, frunció el cejo y dijo a los reunidos:
—¿Veis? Los mandos de la fábrica no nos ayudan. —Se dirigió a mí—. Hermano, ¿quién es tu capataz?
—Mr. Brockway, señor.
Al oír mis palabras, los reunidos comenzaron a patear el suelo y a maldecir a gritos. Miré a mi alrededor. ¿Qué nuevo error había cometido? ¿Acaso no les gustaba que llamara Mister a Brockway?
—¡Silencio, hermanos! —gritó el presidente. Se inclinó hacia delante, y se puso la mano tras la oreja para oír mejor—. ¿Qué has dicho, hermano? ¿Quién es tu capataz?
Decidí prescindir del "Mister".
—Lucius Brockway, señor.
Mis palabras parecieron irritarles todavía más. Oí gritos:
—¡Echadle de ahí! ¡Fuera con él!
Miré a aquella gente. Un grupo, al otro extremo de la estancia, pateaba un banco y gritaba:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Echadle de aquí!
Retrocedí un paso. El hombre delgado golpeaba la mesa en un intento de imponer orden.
—¡Hermanos! ¡Hermanos! Dadle ocasión de defenderse...
—¡Este tipo es un soplón! —gritó una voz—. ¡Un soplón de primera clase especial!
La palabra "soplón" emitida por aquella voz ronca, sonó en mis oídos igual que "puerco negro" dicho por un enfurecido blanco sureño. El presidente agitaba las manos, en petición de serenidad.
—¡Por favor, hermanos! ¡Por favor!
Cuando me eché la mano a la espalda para abrir la puerta y salir de allí, toqué un brazo que se apartó violentamente. Renuncié a abrir la puerta. Uno de los asistentes decía:
—¿Quién ha enviado a este soplón a la junta, hermano presidente? ¡Pregúntaselo! Queremos saberlo.
—Esperad un momento —dijo el presidente—. Y no le llaméis soplón sin saber si verdaderamente lo es.
—¡Pregúntaselo, hermano presidente! —insistió otro hombre.
—Bueno, se lo preguntaré. Pero no le califiquéis de soplón sin saberlo con toda certeza. —Volvióse hacia mí—. ¿Por qué has venido, hermano?
Los reunidos guardaron silencio, en espera de mi respuesta. Con la boca reseca, respondí:
—Dejé el almuerzo en el armario, y venía a buscarlo.
—¿Nadie te envió a la reunión?
—No, señor. Ni siquiera sabía que se celebraba reunión.
Sonaron voces:
—¡Una mierda no sabes! Los soplones nunca saben nada.
—¡Echad de aquí al hijo-puta ese!
—Permítanme... —dije.
El volumen de los gritos aumentó amenazadoramente.
El presidente gritaba:
—¡Obedeced a la presidencia! Formamos un sindicato democrático que sigue procedimientos democráticos.
—¡Tonterías! ¡Fuera con el soplón!
—...¡Procedimientos democráticos! Tenemos el deber de mantener buenas relaciones con todos los trabajadores. Y cuando digo todos, quiero decir todos, sin excepción. Esta es la manera de fortalecer nuestro sindicato. Oigamos lo que el hermano quiere decirnos. ¡Y basta de mugidos e interrupciones!
Me entró un sudor frío. Mi vista percibía la realidad circundante con anormal precisión, de modo que la expresión de hostilidad de los rostros orientados hacia mí me llegaba con toda vividez. Oí:
—¿Cuándo fuiste contratado, hermano?
—Esta mañana.
—¿Veis, hermanos? Es nuevo en la fábrica. No cometamos el error de juzgar a un obrero según su capataz. Recordad que algunos de vosotros también estáis a las órdenes de capataces que son unos perfectos hijos de perra.
En aquel instante, los reunidos comenzaron a reír y a maldecir. Uno chilló:
—¡Para hijo de perra, ése que tenemos aquí!
—¡Mi encargado quiere casarse con la hija del jefe!
Este cambio de actitud me intrigó e irritó al mismo tiempo. Me parecía que me hicieran objeto de sus deseos de bromear, que me utilizaran para reírse un poco.
—¡Orden, hermanos! ¡Orden! Quizás el hermano quiera ingresar en el sindicato. ¿Qué te parece, hermano?
No sabía qué decir:
—¿Perdón, señor?
Sabía muy poco acerca de los sindicatos. Además, casi todos los allí reunidos parecían haber adoptado una actitud de hostilidad hacia mí. Antes de que pudiera contestar la propuesta del presidente, un hombre gordo, de alborotado cabello gris, se puso en pie y gritó violentamente:
—¡Me opongo! Hermanos, este muchacho puede ser un soplón, incluso en el caso de que le hayan contratado hace cinco minutos. Y eso no quiere decir que yo tenga prejuicios en contra de él, no señor. Quizá no sea un soplón. Sin embargo, quiero recordaros, hermanos, que nadie puede saber si es un soplón o si no lo es. A mi parecer, cualquier individuo que sea capaz de trabajar durante más de quince minutos a las órdenes de este traidor de Brockway, es con toda probabilidad un individuo con mentalidad de soplón. —Alzó los brazos para acallar los gritos que sus palabras levantaron—. ¡Por favor, hermanos! ¡Por favor! ¡Como muchos de vosotros habéis tenido ocasión de saber, a costa del dolor de vuestras esposas y vuestros hijitos, para ser soplón no es necesario conocer a fondo el movimiento sindicalista! ¿Qué es el soplonismo? ¡Lo he estudiado detenidamente, hermanos! ¡El soplonismo es algo innato en muchos individuos! Nacen soplones, al igual que otros nacen dotados de una especial disposición para apreciar los colores. ¡Esto es una verdad científica!
—Para ser soplón no es necesario ni siquiera haber oído hablar de los sindicatos. Coged a un soplón, ponedle en un lugar en donde haya un sindicato, y lo primero que hace, es meterse dentro para espiar...
Los aullidos de aprobación ahogaron sus palabras. Todos me miraban con odio. Me sentía paralizado. Hubiera querido bajar la cabeza, pero la mantenía alta, mirándoles como si, al hacerlo, negara sus acusaciones. Del clamoreo de aplauso se alzó otra voz que hablaba en tonos de vehemente invitación. Pertenecía a un hombre menudo y con gafas que, al hablar, mantenía el índice de una mano alzado en el aire y el pulgar de la otra metido en la abertura lateral del mono de trabajo.
—Propongo que las observaciones que acaba de hacer nuestro hermano se traduzcan en la siguiente moción: que se averigüe, mediante una concienzuda investigación, si el nuevo obrero es un soplón o no. Y caso de que lo sea, que se investigue para determinar quién es la persona por cuya cuenta actúa. De este modo, hermanos, este nuevo obrero tendrá tiempo, si no es un soplón, de conocer los fines del sindicato y la labor que lleva a cabo. A fin de cuentas, hermanos, no debemos olvidar que los trabajadores como él carecen de la educación y desarrollo que tenemos algunos de los que hemos trabajado en el sindicato durante largos años. Por eso digo: démosle ocasión de enterarse de cuanto hemos hecho para mejorar la situación del obrero, y, entonces, si no es un soplón, podremos decidir democráticamente si le aceptamos o no le aceptamos en el seno del sindicato. Hermanos miembros del sindicato, ¡gracias!
Y se sentó bruscamente.
En la estancia se alzó el rugido de mil voces. ¿De modo que mi educación era inferior a la de aquella gente? ¿Eran todos ellos doctores en ciencias o letras? Estaba como paralizado. En muy poco tiempo me habían ocurrido demasiadas cosas. Había entrado en el vestuario con el solo fin de coger un bocadillo de chuletas de cerdo, y me acogieron como si, por el mero hecho de entrar, hubiera solicitado ingresar en el sindicato, pese a que yo ignoraba incluso su existencia. Quedé en pie, temblando, dominado por el miedo a que me preguntaran si quería ingresar en el sindicato y, al mismo tiempo, indignado de que me hubieran rechazado con solo verme. Y, peor todavía, me daba cuenta de que me obligaban a aceptar sus condiciones, su manera de enfocar los hechos y de que, en aquellos instantes, yo no podía salir del vestuario.
—De acuerdo, hermanos —gritó el presidente—. Vamos a votar. Los que estén en favor de la propuesta que griten "Sí"...
Los "síes" le impidieron terminar la frase. Varios hombres se volvieron para mirarme. Y el presidente anunció:
—Los síes ganan. ¡Aprobada la moción!
Al fin, podía irme. Inicié la retirada, sin recordar el motivo que me había traído. El presidente me dijo:
—Vamos, hermano, coge tu almuerzo. Hermanos, dejadle paso.
Tenía la piel del rostro ardiente, como si me hubieran abofeteado. Aquella gente había tomado su decisión sin dejarme hablar siquiera. Sabía que todos los reunidos me contemplaban con hostilidad. Y pese a que había vivido siempre en un ambiente hostil, aquélla era la primera vez en que me sentía afectado por la hostilidad, como si hubiera depositado en los hombres allí reunidos más esperanzas que en los demás, pese a que entré en el cuarto ignorando que existieran. Allí, mis defensas quedaron anuladas, quedé despojado de ellas, al igual que los muchachos de pueblo eran despojados de sus cuchillos, navajas y pistolas, en la puerta del Golden Day, los sábados por la noche. Anduve con la vista baja y murmurando "perdón, usted disculpe", hacia el brillante armario verde, en el que busqué el bocadillo que ya no deseaba comer. Me entretuve unos instantes manoseando el pequeño paquete porque tenía miedo de enfrentarme de nuevo con los allí reunidos, en mi camino hacia la puerta. Y al fin, despreciándome a mí mismo por haberles pedido disculpas al dirigirme al armario, anduve en silencio hacia la puerta.
Al llegar a ella, el presidente me dijo:
—Un momento, hermano. Queremos que sepas que no tenemos nada en contra de ti, personalmente. Lo que aquí ha ocurrido es consecuencia de ciertas circunstancias imperantes en la fábrica. Queremos que sepas que nosotros sólo procuramos protegernos de ataques injustos. Y quisiéramos que algún día pudiéramos contarte entre los nuestros.
Aquí y allá nacieron tibios aplausos que pronto se extinguieron. Tragué saliva, tenía la vista orientada hacia ellos, pero no les veía. Y sus palabras llegaban a mis oídos desde una nebulosa y rojiza lejanía.
—Vamos, hermanos, dejadle salir —dijo la voz.
Con paso inseguro crucé el patio deslumbrante de sol, entre los empleados que charlaban ociosamente, y me encaminé hacia el edificio número dos, hacia el sótano. Me detuve ante las escaleras. Tenía la sensación de que me hubieran llenado de ácido el estómago. Angustiado pensé: ¿por qué no he salido del vestuario, tan pronto me he dado cuenta de lo que ocurría? Y, habiéndome quedado en él, ¿por qué no he dicho algo en propia defensa? Arranqué con rabia el envoltorio del bocadillo y pegué un mordisco al pan y a las chuletas de cerdo que tragué sin masticar, sintiendo su paso difícil a través de la garganta contraída. Guardé el resto en la bolsa y estuve inmóvil, la mano en la manecilla de la puerta, mientras las piernas me temblaban como si me hubiera visto ante un peligro mortal. Al fin, me serené un poco y abrí la puerta.
Sin levantarse de la carretilla en que estaba sentado, Brockway gritó:
—¿Por qué has tardado tanto?
En la mano negra y reseca sostenía un tazón blanco, del que acababa de beber. Le miré como si fuera un lejano y extraño ser. La luz brillaba en su blanco cabello y en la frente cruzada de arrugas.
—¡Te he preguntado por qué has tardado tanto!
Mientras contemplaba su imagen difusa, pensé que me sentía cansado, que aquel hombre me desagradaba y que a él nada le importaba lo que me hubiera ocurrido.
Volvió a hablar:
—Digo que...
Y oí mi voz opaca, formándose despacio entre los tensos músculos del cuello, mientras advertía que, según el reloj, sólo había estado ausente durante veinte minutos:
—Me metí en una reunión...
—¡El sindicato!
Oí el ruido del blanco tazón al hacerse añicos contra el suelo, en el momento en que Brockway separaba las piernas —que antes tenía cruzadas— y se ponía en pie.
—¡Ya sabía que pertenecías a esta pandilla de rebeldes extranjeros! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Largo de aquí! ¡Fuera, fuera! ¡Fuera de mi sótano!
Como en una pesadilla, avanzó hacia mí, temblando como las agujas de los manómetros. Me señalaba la puerta. La ira había ahogado su voz. Yo permanecía inmóvil, fija en él la vista. Algo raro me había ocurrido. Parecía que mis reflejos hubieran quedado paralizados. Comprendía lo que estaba ocurriendo, sin embargo no lo comprendía debidamente, de una manera normal. En voz baja, algo tartamuda, dije:
—Pero, ¿qué pasa? ¿Qué mal he hecho?
—¡Ya me has oído! ¡Fuera!
—Pero es que no comprendo...
—¡Cállate y lárgate!
Consciente de que iba a perder el dominio de mí mismo, grité:
—¡Mr. Brockway, escuche...
—¡Traidor, embustero, piojo sindicalista!
—¡Oiga de una vez: yo no soy de ningún sindicato! —grité, indignado.
—¡Si no te vas ahora mismo, rastrero degenerado, te voy a matar!
Su mirada se dirigió al suelo, en el que frenéticamente buscó algo. —¡Te voy a matar! ¡Y pongo a Dios por testigo de que TE VOY A MATAR!
Era increíble. Mi situación empeoraba rápidamente. Tartamudeé:
—¿Qué ha dicho que haría?
—¡MATARTE! ¡MATARTE!
En el momento en que se lo oí decir por segunda vez, me di cuenta de que había quedado, yo, liberado de algo que, anteriormente, me tenía esclavizado. Y una voz interior me dijo: Te enseñaron a aceptar la insensatez de los viejos como el que tienes ante ti, incluso en el caso de que los considerases unos lamentables payasos. Te enseñaron a actuar como si les respetaras y reconocieras en ellos una autoridad y un poder que tienen en tu mundo la misma naturaleza que la autoridad y el poder de los blancos ante los que ellos se humillan y mendigan, a los que ellos temen, aman e imitan. E incluso te enseñaron a aceptar la actitud de esta gente cuando furiosos o despectivos o ebrios de poder te amenazaban con un látigo o un palo, sin que tú pudieras permitirte contestar su ataque sino tan sólo evitar sus golpes... Pero esto, para mí, en aquel caso, era excesivo. Aquel hombre no era mi abuelo, ni mi tío, ni mi padre, ni un predicador, ni un maestro. Sentí como si un resorte se disparase dentro de mi estómago y avancé hacia Brockway, gritando:
—¿A QUIEN DICES QUE VAS A MATAR?
No gritaba a un rostro humano, sino a aquella mancha negruzca que irritaba mi vista. Brockway aulló:
—¡A TI! ¡TE VOY A MATAR!
—¡Escucha, viejo estúpido, mejor será que dejes de decir imbecilidades de este tipo! Deja que te explique lo ocurrido. Yo no pertenezco a ningún sindicato, ni a nada.
Vi que fijaba la vista en una barra de hierro, y grité:
—¡Anda, cógela! ¡No tengas miedo, cógela! Podrías ser mi abuelo, pero te juro que si coges esta barra, te la haré tragar.
—¡Ya te he advertido! ¡FUERA DE MI SÓTANO! ¡Indecente hijo de puta!
Al ver que se agachaba, inclinándose a un lado, para coger la barra de hierro, avancé hacia él. Al recibir el empujón, soltó un gruñido y rodó por los suelos. Tuve la impresión de haber dado una patada a una enorme rata de cloaca. Emitiendo sonidos de ira, se puso rápidamente en pie y me atizó un puñetazo en la cara, mientras, con la otra mano, se disponía a golpearme con la barra de hierro. Le retorcí la mano en que sostenía la barra, y en aquel instante sentí un agudo dolor en el hombro. En el momento en que yo dirigía un golpe con el codo a su cara, pensé: me ha dado una cuchillada. Y sentí que mi codo daba en el blanco, y vi su cabeza proyectarse hacia atrás. Y al impulso de los golpes de codo, la cabeza de Brockway se bamboleaba hacia delante y hacia atrás, y entonces oí el sonido de algo que caía en el suelo y rebotaba en él, y pensé: ha soltado el cuchillo. Y volví a golpearle la cabeza, mientras él apretaba las manos alrededor de mi cuello intentando estrangularme, segundos después de que oyera el sonido de la barra de hierro contra el suelo de cemento. Y cuando me incliné para cogerla, oí que el viejo empezaba a chillar:
—¡No, no! ¡Has ganado, has ganado!
Al gritar, me di cuenta de que tenía la boca seca:
—¡Voy a romperte la cabeza! ¡Me has dado una cuchillada!
—No, no... —jadeó—. Basta, basta... ¿Oyes? Basta, basta...
—¡Cuando no puedes ganar, pides perdón! ¡Maldito cabrón...! Si me has hecho daño, te parto la crisma.
Fija en él la vista, me puse en pie. Tiré la barra de hierro. Me sentía invadido de una oleada de calor, al advertir que el rostro de Brockway presentaba una extraña apariencia, como si a golpes le hubiera hundido la boca.
Todavía dominado por los nervios, le dije:
—¿Qué te pasa, viejo de mierda? ¿Tan estúpido eres que te atreves a atacar a un hombre tres veces más joven que tú?
Al oír que le llamaba viejo, su rostro se alteró. Y entonces se lo volví a llamar, añadiendo insultos:
—¡Viejo chocho, esclavo, hijo de tu madre, palurdo, ya es hora de que sepas lo que te pescas! ¿Cómo te atreviste a amenazarme con matarme? Para mí tú no eres nadie, no significas nada, y si vine aquí fue porque me mandaron venir. Y ni siquiera sabía que tú o el sindicato existiérais. ¿Por qué intentasteis todos abusar de mí, en el mismo instante en que me visteis? ¿Estáis locos? ¿Es que se os ha subido la pintura esa a la cabeza? ¿Os la bebéis?
Me miraba en silencio, jadeante. El mono de trabajo formaba grandes bolsas alrededor de aquellas partes en que los dobleces de la tela habían quedado pegados por la pegajosa pintura. Y pensé: He aquí un aborto de alquitrán. Hubiera querido apartarle de mi vista, irme de allí, pero mi furia se transformaba en palabras:
—Fui a buscar el almuerzo, y me preguntaron quién era mi capataz. Y cuando se lo dije, me llamaron soplón. ¡Soplón! ¿Comprendes? Debéis de estar todos locos. Y apenas vuelvo aquí, comienzas a gritar y dices que vas a matarme. ¿Qué os ocurre? ¿Qué mal os he hecho?
Me contemplaba furioso, en silencio. Luego, miró al suelo, y se inclinó. Le advertí:
—Coge la barra y verás lo que es bueno.
—¿Es que no puedo recoger mis dientes? —farfulló, con una voz ronca.
—¿DIENTES?
Avergonzado, abrió la boca. Y vi sus azuladas y hundidas encías desdentadas. Aquello que había caído al suelo, no fue un cuchillo, sino una dentadura postiza. Durante una décima de segundo, tuve una fuerte sensación de impotencia, al quedarme sin una parte de la justificación de mis deseos de matar a aquel hombre. Me llevé la mano al hombro, y mis dedos no tocaron sangre, sino saliva. El pobre viejo loco me había mordido. Pese a mi ira, sentí unos locos deseos de echarme a reír a carcajadas. ¡Me había mordido! Miré al suelo, y allí vi los fragmentos del blanco tazón, y el brillo de la dentadura destacando en el cemento.
—Coge tus dientes —le dije, avergonzado.
Brockway, sin dientes, tenía una apariencia menos odiosa. Me mantuve junto a él, mientras recogía la dentadura del suelo, y luego iba al lavabo y la lavaba bajo el grifo. Al colocársela, apretando con el pulgar, se desprendió un diente, y Brockway soltó un par de gruñidos. Cuando movió espasmódicamente la barbilla y la dentadura quedó en su sitio, Brockway volvió a ser el mismo hombre de antes.
Entonces dijo:
—Ibas a matarme de veras.
Daba la sensación de ser incapaz de creerlo.
—Tú empezaste a hablar de matar —le dije—. Yo nunca peleo, no me gusta. ¿Por qué no me dejaste explicar lo ocurrido? ¿Está prohibido por la ley pertenecer al sindicato?
—¡Este maldito sindicato! —gritó, casi llorando—. ¡Quieren quitarme el empleo! ¡Sé que quieren quitarme el empleo! Cuando uno de nosotros se afilia a estos malditos sindicatos hace lo mismo que si mordiera la mano que nos da de comer, o al hombre que nos enseñó a utilizar la bañera. Odio al sindicato, y seguiré haciendo cuanto pueda para que en esta fábrica deje de existir. ¡Quieren echarme de mi puesto, los cabrones, hijos de su madre!
Temblaba de odio. Y en las comisuras de los labios se le formaba espuma.
Sintiéndome mayor que él, le dije:
—Pero, ¿qué tengo yo que ver con eso?
Como si arengase a una multitud, chilló:
—Estos muchachos de color del laboratorio pretenden unirse al sindicato. Los blancos les han dado trabajo, e incluso les han dado buenos empleos, pero ellos son tan ingratos que van y quieren unirse a este maldito sindicato de traidores. Jamás vi a gente tan ingrata. Lo único que lograrán es perjudicar al resto de los trabajadores.
—Lo siento. No sabía que ocurrieran esas cosas. Vine aquí para trabajar como temporero, y jamás tuve intención de meterme en disputas internas. En cuanto hace referencia a usted, estoy dispuesto a olvidar nuestras diferencias, si es que usted...
Y al ofrecerle la mano sentí una dolorosa punzada en el hombro. Me lanzó una hosca mirada y dijo:
—Debieras tener más dignidad, y no pegar a un viejo. Tengo hijos mayores que tú.
—Pensé que quería matarme y hasta creía que me había dado una cuchillada —dije, todavía ofreciéndole la mano.
Evitando mi mirada, contestó:
—Bueno, a mí tampoco me gusta la camorra ni los líos.
Estrechar su mano pegajosa fue como una señal para que comenzaran a ocurrir acontecimientos. Oí un agudo silbido de las calderas a mis espaldas, di media vuelta y oí que Brockway gritaba:
—¡Te dije que vigilaras los manómetros! ¡Corre a las válvulas grandes!
Me lancé hacia la pared de la que sobresalían unas grandes ruedas, junto al triturador. Brockway corría en dirección opuesta, y yo, mientras me disponía a maniobrar las ruedas, me pregunté a dónde diablos iba aquel hombre. Entonces, le oí gritar:
—¡Ábrela! ¡Ábrela!
—¿Cuál de ellas?
—¡La blanca, imbécil! ¡La blanca!
Me agarré a ella y la empujé hacia un lado con todas mis fuerzas, advirtiendo que comenzaba a moverse. Pero esto sólo sirvió para que aumentara la intensidad del ruido. Miré alrededor, y vi a Brockway corriendo como un loco hacia las escalerillas, con las manos en el cogote y la cabeza hundida entre los hombros, como un niño después de echar un ladrillo al aire, hacia arriba. Y me pareció oír el sonido de una carcajada.
—¡Eh, eh, oiga! ¡Oiga! —le grité.
Pero era ya demasiado tarde. Tuve la impresión de que todos mis movimientos hubieran adquirido una desesperante lentitud. La rueda oponía resistencia. Intenté darle la vuelta, y, luego, intenté soltarla, pero me costó un gran esfuerzo porque tenía las palmas de las manos y los dedos rígidamente pegados a ella. Di media vuelta y eché a correr. Al pasar vi la aguja de uno de los manómetros temblando histéricamente. Procuraba pensar con serenidad, y mi vista se dirigía a todos lados, viendo tan solo tanques y máquinas, y muy lejos, las escalerillas, mientras el silbido se hacía más y más alto. De repente, tuve la impresión de ascender a gran velocidad por una cuesta, y después, de salir disparado en constante aceleración, llevado por la atracción de un húmedo y negro vacío que, en cierto modo, era también como un baño de blancor.
Fue una caída en el vacío, que antes me pareció suspensión que caída. Entonces, quedé oprimido por un gran peso y durante un instante de clara visión percibí que yacía en el suelo bajo un montón de hierros, con la cabeza apoyada en una gran rueda y el cuerpo cubierto de pasta pegajosa. En algún lugar del cuarto, un motor rugía furiosa e inútilmente, y así estuve hasta que un doloroso golpe en la cabeza me hundió de nuevo en la oscuridad, y otro golpe me sacó de ella. Y en el breve instante de clara visibilidad, percibí una cegadora llamarada.
Haciendo un esfuerzo, pude oír los ruidos producidos por alguien que chapoteaba, cerca de mí. Y más allá una chillona voz de viejo que decía:
—Ya les dije que estos muchachos jóvenes no sirven para esta clase de trabajo, porque no tienen el temple necesario. No señor, no tienen temple.
Intenté hablar, contestar a lo que la voz decía, pero de nuevo quedé aplastado por algo muy pesado. Oí unas palabras que comprendí perfectamente, y quise también contestarlas, pero me hundí en el centro de un lago de densas aguas, y allí quedé traspuesto y paralizado, con la idea fija de haber perdido irremediablemente la ocasión de obtener una importante victoria.