CAPÍTULO 22

No me sorprendió encontrarles allí, en mangas de camisa, sentados alrededor de la mesa, unos inclinados hacia delante, otros con las piernas cruzadas y las manos en las rodillas. Me alegró encontrarles porque pensé que con ellos trataría fríamente y sin lágrimas los problemas con que nos enfrentábamos. Tenía la impresión de haber sabido de antemano que les encontraría allí, del mismo modo que al soñar sabía que encontraría a mi abuelo, mirándome a través de la vaga estancia, sin dimensiones, de los sueños. Les contemplé sin emoción ni sorpresa, pese a que me constaba que, incluso en el mundo de los sueños, la normal reacción consistía en sorprenderme, y que la ausencia de sorpresa producía desconfianza en los demás, representaba un aviso a tener en cuenta.

Penetré en el cuarto, y sin dejar de mirarles me quité la chaqueta. Ante mi vista formaban un grupo alrededor de una pequeña mesa en la que había una jarra de agua, un vaso y un par de humeantes ceniceros. La mitad de la estancia estaba a oscuras, y sobre la mesa brillaba una solitaria bombilla. Me contemplaban en silencio. El hermano Jack, con la cabeza inclinada a un lado y una sonrisa que tan sólo era un mueca, me estudiaba con mirada penetrante. Los demás me miraban procurando que en su rostro no se dibujara expresión alguna, como si pretendieran despertar en mí profundas dudas e incertidumbres. Esperaban en silencio, quietos, y el humo de los cigarrillos se elevaba hacia el techo en lentas espirales. Pensé: "Al fin os habéis dignado venir". Me acerqué al grupo y me senté en una silla. Al apoyar el codo en la mesa, advertí el frescor del hule.

El hermano Jack, adelantó los brazos, poniendo sobre la mesa las manos unidas en un apretón y la cabeza inclinada a un lado, dijo:

—Bien, ¿qué tal fue la cosa?

—Ya pudisteis ver la multitud. Al fin logramos arrastrarles otra vez a la calle.

—Pues no, no vimos la manifestación. ¿Qué tal fue?

—Vino mucha gente, y todos estaban emocionados. Esto es lo único que puedo afirmar con certeza. Hasta qué punto esa gente estaba a nuestro lado, si es que lo estaba, es cosa que ignoro.

Por un instante mis propias palabras sonaron claramente en mis oídos, destacando en el silencio de la estancia de alto techo.

El hermano Tobitt dijo:

—¡Vaya! ¿Es esto todo lo que el gran táctico puede decirnos? ¿Y cuáles eran las emociones que embargaban a la multitud?

Al mirarle comprendí que me hallaba en un estado de parálisis emocional. Mis emociones, aquella tarde, habían sido demasiado intensas, demasiado centradas en un solo objetivo.

—Esta es una incógnita que deberá despejar el comité —contesté—. Nosotros tan sólo pudimos provocar la manifestación y despertar la emoción de las gentes. Varias veces intentamos sin éxito ponernos al habla con el comité a fin de que nos diera instrucciones sobre cómo encauzar el sentir de los manifestantes.

—¿Y entonces qué hicisteis?

—Entonces, actuamos bajo mi propia responsabilidad personal.

El hermano Jack frunció las cejas:

—¿Qué has dicho? ¿Tu qué?

—Mi responsabilidad personal.

—Su responsabilidad personal. ¿Lo habéis oído, hermanos? ¿He oído bien? —Se dirigió a mí—: ¿Y quién te ha investido de este poder? Es increíble. ¿De dónde sacaste esta responsabilidad?

—De tu mad...

Interrumpí la frase, y, rectificándola, dije:

—El comité me la dio.

Hubo un silencio. El rostro del hermano Jack había enrojecido. Yo me esforzaba en recuperar el dominio de mí mismo. En el estómago sentí el estremecimiento de un nervio. Para romper el silencio, que ya se prolongaba en exceso, dije:

—La vecindad entera se echó a la calle. Todos respondieron a nuestra llamada; creímos que nos hallábamos ante una ocasión única y decidimos aprovecharla. Es una lástima que no hayáis estado allí...

El hermano Jack dijo:

—Lo veis: es una lástima que no hayamos acudido. —Alzó la mano. En su palma vi las rayas profundamente hendidas. Añadió—: ¡El gran táctico con responsabilidad personal lamenta nuestra ausencia!

¿Era posible que el hermano Jack no comprendiera mi punto de vista, no hubiese adivinado los propósitos que me animaron al convocar la manifestación? Tobitt era un perfecto imbécil, pero Jack estaba obligado a comprender. ¿Qué pretendía? Haciendo un esfuerzo, dije:

—Hicimos lo que pudimos. Si hubieras estado allí habrías podido encauzar la emoción de la multitud...

El hermano Jack habló acompañando sus palabras con vehementes sacudidas de la cabeza:

—Hiciste lo que pudiste bajo tu responsabilidad per-so-nal...

Le miré con fijeza.

—Había recibido instrucciones de recuperar la adhesión del distrito, y precisamente esto es lo que intenté. Lo hice del único modo que podía hacerlo. Si tienes algo que objetar, hazlo. ¿Cuáles son los errores en que he incurrido?

En un delicado movimiento circular se frotó un ojo con el puño:

—Ahora, el gran táctico quiere saber cuáles son sus errores. ¿Cabe la posibilidad de que este gran hombre cometa un solo error? ¿Le habéis oído, hermanos?

Alguien tosió. Otro escanció agua en un vaso; oí el sonido del agua al llenarse muy rápidamente, y después el de las últimas gotas cayendo en el vaso ya lleno. Dirigí la vista al hermano Jack, y procuré centrarme en la situación. El hermano Tobitt preguntó al hermano Jack:

—¿Tú crees que nuestro hermano admite la posibilidad de haber cometido un error?

—Así es, hermano. Se trata de una enternecedora demostración de humildad. Pura y simple humildad. Aquí, ante nosotros, tenemos a un táctico genial, a un Napoleón de la estrategia y la responsabilidad personal. Su lema es "Quien Pega Primero, Pega Dos Veces", "A La Ocasión La Pintan Calva", "Hay Que Coger Al Toro Por Los Cuernos", etc.

Me puse en pie.

—Hermano, ignoro a qué te refieres. ¿Qué pretendes decir?

—Ahora, nos ha formulado una agudísima pregunta, hermanos. Siéntate, hace mucho calor y estarás más cómodo. Nuestro hermano desea saber qué es lo que intentamos decirle. He aquí a un hombre que no sólo es un genio de la táctica, sino que ama la justeza de la expresión oral.

—Así es. Y también me divierte el sarcasmo cuando tiene gracia.

—¿Amas también la disciplina? Siéntate, siéntate...

—La disciplina también, al igual que recibir las instrucciones necesarias y poder consultar cuando es preciso.

El hermano Jack sonrió forzadamente.

—Siéntate. ¿Y también la paciencia?

—Sí, cuando no estoy exhausto, medio dormido y atontado por el calor, como estoy ahora.

—Tienes mucho que aprender. Llegará el momento en que sabrás ser paciente incluso en estas circunstancias. La paciencia y la disciplina adquieren todo su valor precisamente en estas circunstancias.

—Sí, seguramente tienes razón. Ahora, nada menos que ahora, me doy cuenta.

—Hermano, aunque no lo creas, así es. Siéntate.

Me senté.

—De acuerdo. Sin embargo, quisiera interrumpir por un instante esta sesión dedicada a mejorar mi educación para recordaros que en la actualidad la gente no nos tiene gran simpatía. Creo que podríamos emplear nuestro tiempo de un modo más útil.

—Podría explicarte que los políticos no pueden ser, ni son, personas individuales, pero no voy a hacerlo. ¿Puedes decirnos el modo de emplear más fructíficamente nuestro tiempo?

—Organizando la indignación popular.

—Parece que nuestro gran táctico no se concede ni un minuto de reposo, hoy. Verdaderamente, no para ni un instante. Primero, ha pronunciado una oración fúnebre ante el cuerpo de Bruto, y ahora nos da una sabia conferencia sobre la paciencia y la indignación del pueblo negro.

Tobitt la estaba gozando. Cuando acercó la cerilla encendida al cigarrillo que sostenía en sus labios advertí que temblaba de placer. Se pasó suavemente el dedo índice por la barbilla, y dijo:

—Propongo que publiquemos las opiniones de nuestro hermano en un folleto. Probablemente darían lugar a una especie de fenómeno natural...

Sentía opresión en el pecho y un ligero mareo. Pensé que ya había llegado la hora de terminar de una vez aquella conversación:

—Oíd, un hombre desarmado fue asesinado. Se trataba de un hermano, de un dirigente de nuestra organización. Y fue muerto por un policía. Antes, habíamos perdido ya gran parte de nuestro prestigio en el distrito. Vi que se nos ofrecía la oportunidad de recuperarlo y actué en consecuencia. Si actué equivocadamente, decídmelo de una vez, sin tanta monserga. Guardad vuestras ironías para cuando os enfrentéis con la multitud.

El rostro del hermano Jack enrojeció. Los otros intercambiaban miradas. Alguien dijo:

—Parece que nuestro hermano no ha leído los periódicos.

El hermano Jack advirtió:

—Olvidáis que nuestro hermano no precisa para nada la lectura de los periódicos. El estaba allí.

—Efectivamente, si te refieres al asesinato, has de saber que yo estaba allí.

—¿Veis? Se encontraba en el escenario del drama.

El hermano Tobitt apoyó las palmas de las manos en el borde de la mesa y echó el cuerpo hacia atrás :

—¡Y a pesar de haber sido testigo de lo ocurrido, organizaste el chabacano espectáculo del funeral!

Un espasmo me sacudió la piel del rostro. Lentamente, con una forzada sonrisa, me volví hacia Tobitt.

—Sabes que es imposible organizar un espectáculo verdaderamente chabacano, sin que tú actúes en el número principal. ¿Qué tenéis que objetar con respecto al entierro?

El hermano Jack se puso a horcajadas en la silla.

—Bien, bien, parece que ahora comenzamos a emprender el buen camino. El estratega ha formulado una interesante pregunta. ¿Cuáles son nuestras objeciones al funeral? Voy a responder. A iniciativa tuya, un traidor dedicado a vender viles objetos de claro significado antinegro, objetos que constituyen una burla a un grupo racial minoritario, ha sido enterrado como un héroe. ¿Es preciso que siga hablando?

—Nuestro entierro no fue el entierro de un traidor —dije.

El se apoyó en los brazos de la silla y se irguió, poniéndose casi en pie.

—¿Le habéis oído? ¡Todos le habéis oído!

—Nosotros tan sólo dimos solemnidad al entierro de un hombre negro, que, desarmado, fue muerto a tiros.

Alzó los brazos hacia el techo. Igual daba: que se fuera al cuerno. Que se fuera al cuerno. ¡Tod Clifton era un hombre, traidor o no! El hermano Jack dijo:

—Este hombre negro, como tú le llamas, era un traidor. ¡Un traidor!

Dominando mi ira, con malévola satisfacción, le pregunté:

—¿Puedes definir lo que es un traidor, hermano? Clifton era un hombre y un hombre negro; un hombre y un hermano; un hombre y, según tú, un traidor; y después fue un hombre muerto. Pero vivo o muerto era un hombre contradictorio. Tan contradictorio que medio Harlem acudió a su entierro, bajo el sol de verano, en respuesta a nuestra llamada. Por lo tanto, vuelvo a rogarte que me digas qué es un traidor.

El hermano Jack dijo:

—Ahora emprende la retirada. Observadlo, hermanos: después de haber hecho pasar, ante los negros y en nombre de nuestro movimiento, a un traidor por un héroe, nos pregunta qué es un traidor.

—Sí, y además creo que se trata de una pregunta muy interesante, como tú dirías. Algunos me consideran traidor porque he trabajado en el centro de la ciudad, otros me llamarían traidor si fuese funcionario público, y otros me acusarían de lo mismo si me limitara a permanecer sentado en casa. Creo sinceramente que lo hecho por Clifton...

—¡Te atreves a defenderle!

—No, no le defiendo en cuanto hace referencia al asunto de los muñecos. En esto estoy de acuerdo contigo: me pareció sencillamente repugnante. Pero, por Dios, ¿no es mucho más importante, desde un punto de vista político, el asesinato de un hombre desarmado que el hecho de que vendiera unos muñecos injuriosos?

Jack concluyó:

—Y, en consecuencia, decidiste actuar bajo tu propia e individual responsabilidad.

—Era lo único que podía hacer. Recuerda que no me convocasteis a la junta que debía tratar de la estrategia a seguir.

—¿No fuiste capaz de comprender la naturaleza de los hechos con que estabas jugando? —dijo Tobitt—. ¿Es que ni siquiera respetas a tu propio pueblo?

Oí una voz:

—Cometimos una grave equivocación al darle un cargo directivo.

Miré al que había hablado.

—El comité puede deponerme cuando quiera. Pero, ¿por qué estáis todos tan alarmados? Si tan sólo el diez por ciento de la gente tuviera de estos muñecos la misma opinión que nosotros tenemos, nuestra tarea sería mucho más fácil. Los muñecos no significan nada.

—Nada —dijo el hermano Jack—. Son una nada capaz de explotar bajo nuestras propias narices.

—Tus narices están a salvo, hermano —suspiré—. ¿No comprendes que la gente no emplea, al pensar, los criterios filosóficos de que tú te vales? Si no fuese así, el nuevo programa probablemente no habría fracasado. La Hermandad es una cosa y el pueblo negro otra. Ninguna organización puede identificarse con el pueblo negro. En la muerte de Clifton sólo ves aquellos aspectos que pueden perjudicar el prestigio de la Hermandad. En Clifton ves únicamente a un traidor. Pero éste no es el punto de vista de Harlem.

Tobitt observó:

—Ahora nos da una conferencia sobre los reflejos condicionados del pueblo negro.

Fijé la vista en él. Me sentía infinitamente cansado.

—¿A través de qué actividades prestas tus grandes servicios al movimiento, hermano? ¿Como payaso en la pista de un circo, quizás? ¿Y de dónde deriva tu profundo conocimiento de los negros? ¿Perteneces a una familia propietaria de plantaciones de algodón? ¿Tu negra mamita se te aparece en sueños todas las noches?

Abrió y cerró la boca sin decir palabra, como un pez. Y luego gritó:

—¡Tienes que saber que estoy casado con una culta e inteligente mujer negra!

La luz iluminaba la mitad de su rostro, proyectando bajo su nariz una sombra en forma de cuña. ¿De modo que su arrogancia se debía a estar casado con una negra? ¿Por qué razón había yo intuido que la actitud de Tobitt se debía a la influencia de una mujer? Le dije:

—Hermano, acepta mis excusas. Te había juzgado mal. En realidad perteneces a nuestra raza; prácticamente, eres un negro. ¿Te hicieron negro por inmersión o por inyección?

Echó la silla atrás, dispuesto a levantarse. En tono amenazador gritó:

—Escucha un momento...

Yo pensaba: "Vamos, anda, di una sola palabra más, avanza un solo paso y verás...".

El hermano Jack terció, dirigiéndose a mí:

—Hermanos, no nos apartemos del tema. Estoy muy intrigado por lo que decías. ¿Quieres seguir, por favor?

Miré a Tobitt. Los ojos le llameaban. Le sonreí. Y dirigiéndome al hermano Jack dije:

—Sabemos de sobras que al policía no le importaban en lo más mínimo las ideas de Clifton. Disparó sobre él porque Clifton era negro y porque ofreció resistencia. Principalmente porque era negro.

El hermano Jack frunció el ceño:

—Otra vez vuelves a utilizar el criterio racial. ¿Y qué opinas acerca de los muñecos?

—Empleo el criterio que estoy obligado a emplear. En cuanto se refiere a los muñecos la gente sabe que a la policía igual le hubiera dado que Clifton vendiera cancioneros, biblias o caramelos. Si Clifton hubiera sido blanco, todavía viviría. Y lo mismo cabe decir si no hubiera opuesto resistencia al guardia.

—¡Blanco, negro, blanco, negro! —dijo Tobitt—. ¿Estamos obligados a escuchar tonterías racistas de este género?

—Tú no lo estás, hermano negro —le contesté—. Tienes información directa a este respecto. ¿Es mulata tu fuente de información, hermano? No, no contestes. Tu fuente de información es excesivamente restringida. ¿No creerás que si la multitud acudió al entierro se debió a que Clifton era miembro de la Hermandad?

Jack se inclinó al frente, como si se dispusiera a saltar sobre mí:

—¿Y por qué acudieron?

—Porque les dimos ocasión de expresar sus sentimientos, de afirmar su personalidad.

El hermano Jack se frotó un ojo.

—¿Sabes que te has convertido en todo un teórico? Estoy atónito.

—Lo dudo, hermano. Sin embargo, para inducir a un hombre a pensar nada hay más eficaz que el aislamiento.

—Es verdad. Algunas de nuestras mejores ideas han sido alumbradas en la cárcel. Pero tú no has estado en la cárcel, hermano; y, por otra parte, no te contratamos para que pensaras.

El hermano Jack había hablado muy lentamente. Y entonces pensé: "Ahí está, al fin salió a la superficie, ahora tengo la realidad, desnuda y desagradable, ante mi vista...". Dije:

—Al fin sé a qué atenerme y cuál es la clase de gente que me rodea...

—No, no des una falsa interpretación a mis palabras. El comité es quien piensa por todos nosotros, por todos en absoluto. Y te contratamos para que hablases.

—Comprendo perfectamente. Fui contratado. Todo se ha desarrollado en tal ambiente de hermandad que llegué a olvidar cuál era mi posición con respecto a vosotros. Sin embargo, ¿qué ocurriría si quisiera expresar una idea?

—Nosotros somos quienes proporcionamos todas las ideas. Y algunas de ellas no son tan malas. Las ideas son piezas de nuestro mecanismo. Tan sólo empleamos las ideas adecuadas a cada ocasión.

—¿Y qué ocurre cuando se interpreta erróneamente el significado de una ocasión determinada?

—En este hipotético caso, debes callarte.

—¿Incluso si estoy en lo cierto?

—Tan sólo puedes decir lo que haya sido aprobado por el comité. Y si el comité no ha emitido dictamen debes expresar el último criterio que el comité haya manifestado en casos similares.

—¿Y si la gente me pide que hable?

—¡La respuesta debe darla siempre el comité!

Le miré fijamente. En la estancia reinaba el silencio, hacía calor y la atmósfera estaba densa de humo de tabaco. Los demás me contemplaban de un modo que me parecía raro. Oí el sonido que alguien produjo al aplastar nerviosamente una colilla en el cenicero. Me recliné en la silla y lancé un profundo suspiro. Comprendí que estaba pisando terreno peligroso. Recordé a Clifton, y decidí adoptar una postura menos comprometida. Guardé silencio.

El hermano Jack, en un súbito cambio de expresión, sonrió y volvió a comportarse paternalmente:

—Deja que nosotros nos encarguemos de los aspectos teóricos y estratégicos. Tenemos mucha experiencia en estas materias. Somos doctores en ellas, y tú no eres más que un prometedor principiante que has avanzado muy aprisa, saltándote varias asignaturas. Asignaturas muy importantes, por cierto, especialmente en cuanto hace referencia a adquirir conocimientos en estrategia. La estrategia exige tener una visión de conjunto de la realidad. En ella intervienen muchos más factores de los que a primera vista se advierten. Cuando puedas contemplar la realidad global, viendo al mismo tiempo lo inmediato y lo alejado, quizá no juzgues tan a la ligera la conciencia política de la gente de Harlem.

Me parecía increíble que el hermano Jack no comprendiera que yo tan sólo intentaba poner de relieve unos hechos absolutamente reales.

¿Acaso el hecho de pertenecer a la Hermandad me prohibía percibir las verdaderas reacciones de la gente de Harlem?

—Bien, sea como tú quieras, hermano —dije—. Sin embargo, quiero hacer constar que la conciencia política de Harlem es una materia que conozco a fondo. Se trata de una asignatura que he tenido que estudiar, tanto si me gusta como si no. He hablado de un aspecto de la realidad que conozco muy bien.

Tobitt dijo:

—Quizás ésta sea la más dudosa afirmación entre cuantas has dicho.

Pasé la yema del pulgar por el borde de la mesa.

—Ya sé. Tu fuente de información privada discrepa de mi opinión. ¿Tú haces historia por las noches, verdad, hermano?

—¡Cuidado con lo que dices!

—De hermano a hermano, te diré que mejor será que de vez en cuando salgas a la calle y observes la realidad. Si lo hicieras, quizá sabrías que hoy, por primera vez en muchas semanas, la gente de Harlem ha prestado atención a nuestras palabras. Y te voy a decir algo más: si no seguimos adelante por el camino emprendido hoy quizá sea ésta la última vez que...

El hermano Jack dijo:

—Y ahora, nuestro hermano se dedica a predecir el futuro...

—Quizá sea así. Sin embargo, espero que mis predicciones no se cumplan.

—Nuestro hermano mantiene conversaciones con Dios... —dijo Tobitt—. Con su dios negro.

Le miré y sonreí. Tenía ojos grises, con el iris muy ancho; los músculos de sus mandíbulas se marcaban claramente a través de la piel. Mis anteriores golpes le habían hecho mella, y ahora me atacaba a ciegas, sin dar en el blanco.

Le contesté:

—No, no hablo con Dios, ni con tu esposa, hermano. No he sido presentado a ninguno de los dos, pero he tratado a mucha gente de Harlem, he trabajado con ellos. Pide a tu esposa que te acompañe a las tabernas de Harlem, a las barberías, a los locales con tocadiscos tragaperras, a las iglesias. Y también a los salones de belleza, un sábado cualquiera, cuando se dedican a freír pelo lanudo. Allí oirás unas lecciones de historia oral, que jamás ha sido escrita. Aunque te parezca increíble, es verdad. Dile que te acompañe a un patio de vecindad, por la noche, y escucha lo que la gente habla. Déjala en una esquina y dile que te cuente lo que ocurre. Entonces te enterarás de que mucha gente está descontenta porque no supimos abrirles un camino que les permitiera actuar, dirigirles en la acción. Y esto lo mantengo tal como mantengo las realidades que veo, oigo y siento, las realidades que conozco.

El hermano Jack se puso en pie.

—No, tú obedecerás las decisiones del comité. No voy a tolerar que sigas hablando tal como lo has hecho hasta el momento. El comité toma las decisiones por ti, y no cometerá el error de dar la menor importancia a las erróneas ideas de cierta gente. ¿Has olvidado que debes respetar la disciplina de la Hermandad?

—Yo no discuto la disciplina. Sólo intento ser útil. Intento poner de relieve un aspecto de la realidad que el comité no ha visto. Con sólo una manifestación masiva podríamos...

El hermano Jack dijo:

—El comité ha decidido no organizar más manifestaciones. En la actualidad tales métodos han dejado de ser eficaces.

Sentí como si un resorte en mi interior se liberase súbitamente, y en aquel instante comencé a percibir con el rabillo del ojo los objetos que se encontraban en la parte oscura del cuarto. Dije:

—¿Alguno de vosotros vio lo que ha ocurrido hoy? ¿Qué fue? ¿Un sueño, quizás? ¿En dónde radica, en este caso, nuestra ineficacia?

—Estas multitudes son solamente nuestra materia prima, una de nuestras materias primas que debe ser conformada según nuestro programa.

Miré alrededor de la mesa, y sacudí la cabeza.

—No me sorprende que me insulten y me acusen de traicionarles.

Percibí un brusco movimiento a mi alrededor.

El hermano Jack, en pie, avanzó un par de pasos, gritando:

—¡Repite eso! ¡Repítelo, si te atreves!

—Es la verdad, y lo repetiré una y mil veces. Hasta esta tarde han estado diciendo que la Hermandad les había traicionado. Me limito a repetiros lo que me dijeron a mí. Y ésta es la razón por la que el hermano Clifton desapareció.

—¡Es una mentira insostenible! —exclamó el hermano Jack.

Le miré tranquilamente, y pensé que si el hermano Jack quería plantear la discusión en estos términos yo no iba a echarme atrás.

En voz baja dije:

—No me llames embustero. No vuelvas a hacerlo porque no voy a tolerártelo a ti, ni a ninguno de los demás. Os he dicho lo que me dijeron, y nada más.

Me había metido la mano en el bolsillo y había introducido los dedos en el grillete del hermano Tarp, que ahora estaba alrededor de mis nudillos. Miré a cada uno de los que me rodeaban y me esforcé en conservar la serenidad. Sin embargo, advertí que era incapaz de dominar una desconocida fuerza surgida en mi interior. Me rodaba la cabeza como si estuviera en un tiovivo de velocidad supersónica. Jack me miraba con renovado interés, inclinado hacia delante.

—De modo que esto es lo que has oído. Muy bien, entonces escucha lo que voy a decirte: nosotros no formulamos nuestra política al patrón de las erróneas e infantiles ideas del hombre de la calle. ¡Nuestra tarea no consiste en preguntar lo que piensa, sino en decirle lo que debe pensar!

—Si ésta es tu opinión, adelante con los faroles, ve y díselo tú mismo. ¿Quién eres? ¿El gran padre blanco de la humanidad?

—No, no soy su padre, soy su jefe y su guía. Y también el tuyo, no lo olvides.

—En cuanto hace referencia a mí, estoy de acuerdo: eres mi jefe. Sin embargo, ¿cuál es exactamente tu relación con el ciudadano común?

Sus facciones se crisparon.

—Soy su jefe. Soy el jefe de la Hermandad, y soy, en consecuencia, el jefe de los demás ciudadanos.

Le miré con detención, consciente del tenso silencio hecho a mi alrededor, y sintiendo, al echar las piernas hacia atrás aprestándome a levantarme, que una corriente nerviosa, nacida en las puntas de los dedos de los pies, me recorría el cuerpo. Dije:

—¿Estás seguro de que no eres el gran padre blanco de las gentes de Harlem? ¿No crees que lo adecuado sería que te llamaran "Amito Jack"?

Comenzó a hablar:

—¡Basta ya...!

Se inclinó sobre la mesa, y yo, al ver que avanzaba hacia mí alrededor de la mesa, incliné la silla hacia atrás y la hice girar a un lado, sobre una pata trasera. Se acercaba a mí, por la zona que mediaba entre la luz de la bombilla y yo, agarrándose al borde de la mesa, barbotando palabras en un idioma extranjero, tosiendo y jadeando, y sacudiendo la cabeza, mientras yo apoyaba las puntas de los pies en suelo, dispuesto a saltar sobre él. Ahora, le veía ante mí, y percibía las sombras de los demás tras él. Y en aquel instante, algo salió disparado de su rostro. Pensé que veía visiones, y oí que aquel algo chocaba contra la mesa y rodaba sobre ella, y el brazo del hermano Jack en un rápido movimiento se dirigió hacia un objeto del tamaño de un huevo de palomo, y su mano lo cogió, y lo depositó con un ¡plop! en el vaso. Y vi que el agua saltaba en el aire formando un deslumbrante dibujo, y caía sobre el hule que cubría la mesa. Tuve la sensación de que el suelo se hundiera bajo mis pies. Por un momento, mi cuerpo se elevó, pero luego descendió súbitamente, y en la rabadilla sentí la sacudida de la silla al chocar sus patas delanteras contra el suelo. La velocidad del tiovivo había aumentado. Podía oír la voz del hermano Jack, pero era incapaz de prestar atención a lo que decía. Miré el vaso: la luz que lo traspasaba lo hacía brillar, y proyectaba sobre la oscura superficie de la mesa una sombra transparente y precisamente delineada. Y en el fondo del vaso había un ojo. Un ojo de cristal. Un ojo blanco como el requesón, deformado por la refracción de la luz en el agua. Un ojo que parecía mirarme desde el fondo de un estanque de oscuras aguas. Y después, miré al hermano Jack, en pie ante mí, con la figura recortada contra la parte oscura de la estancia.

—¡Debes acatar la disciplina! ¡O te sometes a las decisiones superiores o sales de la Hermandad!

Al mirarle, sentí nacer en mi interior una especie de indignación. Le había saltado el ojo izquierdo, y entre los párpados hundidos destacaba una línea roja. El otro ojo bizqueaba. Devolví la vista al vaso, mientras pensaba que el hermano Jack se había destripado para impresionarme. Los demás conocían ya el truco y, en todo momento, habían sabido que el hermano Jack lo utilizaría. Ni siquiera estaban sorprendidos. Contemplé el ojo, consciente de que el hermano Jack paseaba arriba y abajo, gritando: —Hermano: ¿comprendes lo que te digo?

Se detuvo, y me miró con su único ojo llameante de ciclópea indignación.

—¿Qué te ocurre? Le miré, incapaz de responderle.

Entonces, comprendió los sentimientos que me embargaban en aquel momento. Se acercó a la mesa, y sonriendo con malicia dijo:

—¡Vaya, hombre! ¿De modo que te sientes cohibido? ¡Eres un sentimental!

Cogió el vaso, y, con el movimiento, el ojo de cristal rodó en el fondo, quedando orientado hacia mí, mirándome fijamente. El hermano Jack sonrió. Elevó el vaso hasta la altura de la cuenca vacía, y agitándolo, dijo:

—¿No lo sabías?

—Ni lo sabía, ni jamás tuve interés en saberlo.

Alguien rió. El hermano Jack bajó el vaso.

—Esto te demuestra cuán reciente es tu pertenencia a la Hermandad. Perdí el ojo en el cumplimiento de mi deber. —Con un orgullo que tan sólo sirvió para aumentar mi irritación, añadió—: ¿Qué te parece?

—Me importa muy poco saber las circunstancias en que perdiste el ojo. Te agradeceré que no exhibas la cuenca vacía y el ojo de cristal.

—Si piensas así es porque ignoras el valor del sacrificio. Me encomendaron una misión y la cumplí. ¿Comprendes? Lo hice a costa de perder un ojo.

Rebosante de orgullo, sostenía el vaso con el ojo dentro, mostrándolo como si fuese una condecoración. Tobitt dijo:

—Es un caso muy distinto al del traidor Clifton, ¿verdad?

Los otros parecían pasarlo en grande.

—¡De acuerdo! —dije—. Fue un acto heroico que salvó a la humanidad, pero ahora haz el favor de ocultar la sangrante herida.

El hermano Jack, en voz serena, dijo:

—No supervalores la pérdida de un ojo. Los verdaderos héroes son aquellos que murieron en la lucha. Lo mío carece de importancia. Se trata de un modesto ejemplo de comportamiento disciplinado. ¿Y sabes cuál es el significado de la disciplina, hermano Responsabilidad Personal? La disciplina significa sacrificio. ¡SACRIFICIO!

Con el vaso golpeó la mesa, mojándome el dorso de la mano. Me estremeció un violento temblor. ¿De modo que el significado de la disciplina era sacrificio? Y ceguera, también. Comprendí que el hermano Jack no me veía; ni siquiera me veía. En cierto modo, sentía deseos de estrangularle. ¿Debía estrangularle o no? No lo sé. No puede verme. No lo sé. Fíjate: la disciplina es sacrificio. Sí, y ceguera. Sí. Y hoy estoy aquí, sentado, sin defenderme, mientras él pretende coaccionarme. Es exactamente así: pretende coaccionarme con su ciego ojo de vidrio. ¿Debo demostrarle que no me dejo impresionar? ¿O no? ¿Es conveniente que se entere de que no conseguirá dominarme con estos trucos? ¡Rápido, decídete! Fíjate en el ojo: es una imitación casi perfecta, parece vivo y capaz de ver. ¿Debo o no debo actuar? Quizá le saltaron el ojo en el país en que aprendió el extraño idioma en que ha hablado al acercarse a mí. ¿Me rebelo o no? Me gustaría inducirle a hablar este idioma desconocido, el idioma del futuro. ¿Por qué dudas? Se ha referido a la disciplina. ¿Acaso no ha dicho que la disciplina es algo que debe aprenderse? ¿Me someto o no? Estoy aquí, sentado en silencio, ¿no? Estoy acatando la disciplina, ¿no? Dijo que debía aprender a ser disciplinado, y ahora estoy aprendiendo, y él se da perfecta cuenta. Es un hombre que no hace más que plantear acertijos y ponerte en dudas. ¿Se lo digo o no? Mejor será que te quedes sentado y aprendas. Olvídate del ojo: está muerto. Ahora, alza la vista y mírale. Da media vuelta y avanza hacia ti, izquierda, derecha, avanza a pasos cortos, a pasos de hombre piernicorto. Mírale: uno, dos, uno, dos. Parece un sacristán tuerto. Bien, bien... Uno, dos, uno, dos. Un sacristán que sabe discutir y que, en poco tiempo, pasa de una postura dialéctica a otra totalmente distinta. Bien, bien. Al parecer, ahora estoy aprendiendo. Domínate, ten paciencia. Sí.

Volví a mirarle, cual si lo hiciera por primera vez en mi vida. Era un hombre pequeño, con aspecto de gallo de pelea. Tenía la frente alta, y debajo mostraba la cuenca de un ojo vacía, que los párpados no podían cubrir totalmente. Le contemplaba atentamente, mientras de mi vista desaparecían las manchas rojas, y me parecía hallarme en trance de despertar de un sueño. Comprendí que, en breves instantes había alterado totalmente mi modo de pensar.

Como un actor que al terminar la representación de una escena recobra su natural tono de voz, el hermano Jack me dijo:

—Comprendo lo que sientes en estos momentos. —Tras una pausa, añadió—: Recuerdo que la primera vez que me vi con el ojo extirpado tuve una sensación muy desagradable. Hubiese dado algo para recuperar el ojo perdido.

Metió los dedos en el agua para agarrar el ojo de cristal, y vi que la superficie casi esférica del blanco objeto resbalaba en las yemas de los dedos, y el ojo patinó en el fondo del vaso, dando la impresión de que pretendiera escapar. Al fin, lo cogió. Lo sacudió, y, luego, lo calentó con el aliento, mientras paseaba por la zona oscura de la estancia. De espaldas a nosotros, dijo:

—Pero si tenemos éxito en nuestra empresa, bien pudiera ser, hermanos, que la nueva sociedad me proporcione un ojo vivo, verdadero. No creáis que sea una absurda fantasía. Sin embargo, después de haber vivido tanto tiempo con un ojo de cristal creo que ya me he acostumbrado a él. ¿Qué hora es?

Y yo me preguntaba cuál sería la sociedad capaz de lograr que el hermano Jack me viera. Tobitt contestó: —Las siete menos diez.

—Mejor será que nos vayamos ya o llegaremos con retraso. Se acercó a mí. Se había colocado el ojo de cristal, y sonreía. Me preguntó, refiriéndose al ojo: —¿Qué tal queda?

Me sentía muy cansado. Tan sólo pude contestarle mediante un signo afirmativo con la cabeza. El hermano Jack dijo:

—Bien... Espero que nunca te ocurra nada parecido. Lo digo con toda sinceridad.

—Si alguna vez me ocurre, ya me recomendarás a tu oculista. Entonces, quizá no me vea a mí mismo, como los demás no me ven.

Me dirigió una extraña mirada y se echó a reír:

—Fijaos, hermanos, ya vuelve a bromear. Otra vez se siente como un hermano más. De todos modos, espero que no tengas jamás la necesidad de usar un ojo falso. Y, tan pronto puedas, visita al hermano Hambro. Te informará del programa a seguir y te dará instrucciones. En cuanto a los hechos ocurridos hoy, deja que produzcan sus naturales resultados. Se trata de un acontecimiento que únicamente puede tener importancia si nosotros se la damos. Si nos quedamos con los brazos cruzados pronto quedará olvidado. —Se puso la chaqueta, y añadió—: Y no tardarás en darte cuenta de que lo más conveniente es que lo de hoy se olvide cuanto antes. La Hermandad debe actuar como un todo estrechamente coordinado.

Le miré. Mi olfato volvía a percibir los olores, y me di cuenta de que necesitaba tomar un baño. Los otros se dirigían hacia la puerta. Me levanté. Sentí la camisa pegada a la espalda.

El hermano Jack me puso la mano en el hombro, y en voz baja dijo:

—Por último, te aconsejo que domines tu genio. Esto forma también parte de la disciplina. Aprende a atacar a tus oponentes en el seno de la Hermandad, mediante ideas, mediante habilidad dialéctica. Y reserva los otros medios para nuestros enemigos. Y, ahora, vete y descansa un poco.

Comencé a temblar. El rostro del hermano Jack parecía moverse hacia delante y hacia atrás, alternativamente. Sacudió la cabeza y sonrió con tristeza.

—Sé lo que sientes. Y reconozco que es una verdadera lástima que tus esfuerzos hayan sido estériles. Pero esto, en sí mismo, constituye un ejercicio de disciplina. Te he hablado de cosas que conozco muy bien, y, por otra parte, tampoco debes olvidar que soy mucho mayor que tú. Buenas noches.

Fijé la vista en su ojo falso. ¿De modo que el hermano Jack comprendía mis sentimientos? ¿Cuál era el ojo ciego?

—Buenas noches.

Todos, salvo Tobitt, se despidieron de mí con un "buenas noches".

Pensé que la noche llegaría, sin duda, pero que, ciertamente, no sería buena. Y contesté:

—Buenas noches.

Cuando hubieron salido, cogí la chaqueta y fui a sentarme a mi despacho. Les oí bajar las escaleras. Y después, sonó el golpe de la puerta en el vestíbulo. Tenía la impresión de haber sido espectador de una mala obra teatral. Sin embargo, la escena vivida pertenecía a la realidad, y constituía la única clase de vida con trascendencia histórica que yo podía vivir. Si abandonaba la Hermandad, me encontraría en la nada, en el vacío. Quedaría tan muerto e inoperante como Clifton. Cogí el muñeco de papel y lo arrojé sobre la mesa. Clifton estaba muerto y su muerte de nada iba a servir. Clifton murió demasiado tarde, en el momento en que la Hermandad adoptaba una política que le convertía en un ser inútil. Por poco se queda sin entierro. Y eso era todo. En muy pocos días habían ocurrido grandes cambios en la Hermandad, que dejaron a Clifton en la cuneta, y esto era algo que yo no podía remediar. Pero, por lo menos, Clifton estaba muerto, liberado de cuanto me oprimía.

Sentado tras la mesa escritorio luchaba para dominar la creciente excitación que me invadía. No podía abandonar la Hermandad, y estaba obligado a tratar con todos sus miembros, a fin de proseguir la lucha. Me daba cuenta de que nunca volvería a ser el que antes era. Nunca. Tras esta noche, me portaría y pensaría de un modo distinto, aunque ignoraba cuál sería mi nueva manera de ser. No podía volver a ser lo que era años atrás —poca cosa, en verdad—, ya que había hecho demasiados sacrificios para llegar a ser lo que era ayer. Además, una parte de mi personalidad había muerto al morir Tod Clifton. En fin, visitaría a Hambro y aceptaría cuantas instrucciones me diera. Me levanté y crucé la sala de juntas. El vaso todavía estaba sobre la mesa. Lo cogí y lo hice rodar por el suelo. Oí el sonido del cristal sobre las baldosas, en la oscuridad. Y emprendí el descenso de las escaleras.