CAPÍTULO 20

Había estado ausente de Harlem el tiempo suficiente para que sus calles me parecieran extrañas. El ritmo de la vida en el distrito era más rápido, y al mismo tiempo más lento que en el centro de la ciudad. El ardiente aire nocturno tenía una tensión distinta. A través de la multitud agobiada por el calor del verano, me dirigí, no a las oficinas de la Hermandad, sino al Jolly Dollar de Barrelhouse, un bar en el que también servían comidas, pobre y oscuro, situado en la parte alta de la Octava Avenida, al que solía acudir el hermano Maceo, uno de mis mejores informadores, para tomarse una cerveza a última hora de la jornada.

A través de la ventana vi, en el interior, apoyados en el mostrador, a hombres en ropa de trabajo y a unas cuantas mujeres de dudosa traza. Al fondo del pasillo entre el mostrador y las mesas, había un par de hombres con camisas de deporte a rayas azules y negras, comiendo carne asada. Más allá, junto al tocadiscos automático, vi un grupo de hombres y mujeres. Al entrar comprobé que el hermano Maceo no estaba allí, y decidí esperarle tomando una cerveza en el mostrador.

Me coloqué junto a los dos hombres que comían asado, a quienes conocía de vista, y les saludé:

—Buenas noches, hermanos.

Uno de ellos me dirigió una mirada rara, y luego alzó exageradamente las cejas y miró a su compañero. El más alto de los dos dijo:

—Mierda.

—Tú lo has dicho: mierda —dijo el otro—. ¿Es pariente tuyo este tipo?

—Una mierda. No tiene nada que ver conmigo.

La vista comenzó a nublárseme. Me volví hacia ellos y les miré. El que había hablado en segundo lugar dijo:

—Seguramente está borracho. Seguramente se imagina que es pariente tuyo.

—El whisky le hace mentir. No soy pariente suyo ni quisiera serlo por nada en el mundo. ¡Barrelhouse!

Intrigado y sin dejar de mirarles, me aparté de ellos. No parecían borrachos y, por otra parte, yo no había dicho nada que pudiera ofenderles. Tenía la certeza de que sabían quién era yo. ¿Qué les ocurría? El saludo de la Hermandad era sobradamente conocido.

Vi la rechoncha figura de Barrelhouse que se dirigía hacia mí desde el otro extremo del bar. El cordel que sostenía, a modo de cinturón, el blanco delantal, se hundía alrededor de su cintura, de manera que Barrelhouse recordaba aquellos panzudos barriles de cerveza con un profundo canal en la parte media. Al verme sonrió. Me ofreció la mano.

—Me alegra volverte a ver por aquí, hermano. ¿Dónde te has metido durante ese tiempo?

—He estado trabajando en el centro de la ciudad —contesté, agradecido.

—¡Magnífico! Me alegra verte por aquí otra vez.

—¿Cómo va el negocio?

—Prefiero no hablar de eso, hermano. Pasamos unos tiempos muy malos.

—Lo siento. Dame una cerveza, después de que hayas servido a estos señores.

Fuimos hacia el mostrador. Barrelhouse cogió un vaso y lo puso bajo la espita del tanque de cerveza. Dirigiéndose al más alto de los dos hombres, le preguntó:

—¿Qué vas a tomar?

El hombre dijo:

—Oye, Barrel, queríamos hacerte una pregunta. ¿Podrías decirnos de quién cree ser hermano este individuo de ahí al lado? Ha entrado y ha comenzado a llamar hermano a todo el mundo.

Sosteniendo con sus largos dedos el vaso lleno de espumosa cerveza, Barrelhouse repuso:

—Es mi hermano, si no te importa.

Me dirigí al hombre que había hablado:

—Mire, amigo, nos llamamos hermanos porque ésta es la manera en que solemos tratarnos, es un modo de hablar, ¿comprende?

Y no pretendí ofenderle al llamarle así. Siento mucho que haya interpretado mal mis palabras.

—Ahí tienes la cerveza, hermano —dijo Barrelhouse.

—¿De modo que es tu hermano, Barrel?

Barrelhouse contrajo las pupilas, en su rostro se formó una expresión de tristeza, apoyó el pecho, ancho y profundo, en el canto del mostrador, y con voz lúgubre dijo:

—¿Te diviertes, MacAdams? ¿Te gusta la cerveza?

—Sí, sí... contestó MacAdams.

—¿Te parece que está lo bastante fresca?

—Claro que sí, Barrel, pero...

—¿Te gusta la música del tocadiscos?

—Ya te he dicho que sí, pero...

—¿Y te gusta el ambiente agradable, limpio y tranquilo del bar?

—Sí, pero no era de eso de lo que hablábamos.

Barrelhouse volvió a interrumpirle con lúgubre acento:

—No, pero esto es precisamente de lo que yo estoy hablando. Y si te gusta lo que te he dicho, si verdaderamente te gusta, no molestes a mis clientes. Este hombre que está aquí, con nosotros, ha hecho en favor de la comunidad mucho más de lo que tú harás en toda tu vida.

MacAdams me miró y dijo:

—¿A qué comunidad te refieres? Según me han dicho ha cogido la fiebre blanca y ha desertado...

—Te dirán muchas cosas, muchacho —dijo Barrelhouse—. En el retrete encontrarás un rollo de papel. Ve y límpiate con él las orejas.

—Mejor será que dejes mis orejas en paz.

El amigo del hombre que había hablado dijo:

—¡Vamos, Mac, olvídate! El muchacho ya te ha pedido disculpas.

MacAdams insistió:

—Deja en paz mis orejas. Y dile a tu hermano que tenga más cuidado al declararse pariente de la gente. Algunos de nosotros creemos que sus ideas políticas son de una clase que no nos interesa demasiado.

Miré a uno y otro hombre. Creía que había superado ya la etapa de las peleas callejeras, y, por otra parte, lo peor que podía hacer en el día de mi regreso al distrito era mezclarme en una bronca. Me quedé mirando a MacAdams, hasta que su amigo le empujó hacia el fondo del bar, ante mi satisfacción.

—MacAdams está borracho —dijo Barrelhouse—. Es el clásico tipo que siempre está descontento. Sin embargo, te advierto que, ahora, hay mucha gente que piensa como él.

Sacudí la cabeza apesadumbrado. Nunca me había enfrentado con un ataque de aquel género.

—¿Qué pasa con el hermano Maceo? —pregunté.

—No lo sé, hermano. Últimamente no viene con tanta frecuencia. Ha habido muchos cambios por aquí. El dinero no circula.

—Los tiempos son difíciles en todas partes. Pero, ¿qué es lo que aquí ocurre exactamente, Barrel?

—Ya lo sabes, hermano, la situación es difícil, hay mucha pobreza y abundan los hombres que obtuvieron trabajo gracias a la Hermandad y que ahora han sido despedidos. Ya sabes lo que ocurre.

—¿Te refieres a gente que pertenecía a la organización?

—Algunos de ellos pertenecían, sí. Gente como el hermano Maceo.

—¿Cómo ha sido eso? Antes, estaban contentos.

—Sí, claro. Mientras la organización les amparó, lo estuvieron. Pero en el momento en que la organización dejó de hacerlo y comenzaron a quedarse sin trabajo ya no lo estuvieron.

—Dame otra cerveza.

Entonces, alguien llamó desde el fondo del bar a Barrelhouse. Me sirvió la cerveza y se fue.

Bebí despacio, con la esperanza de que el hermano Maceo apareciera antes de que yo terminara la cerveza. No lo hizo. Agitando la mano me despedí de Barrelhouse y me encaminé hacia las oficinas del distrito. Quizás el hermano Tarp pudiera explicarme lo que ocurría o, al menos, decirme algo sobre Clifton.

Por la oscura calle llegué a la Séptima Avenida, y seguí andando por ésta. La situación parecía grave. En mi camino, no vi ni una sola demostración de la actividad de los nuestros. Tomé una calle lateral, estrecha y calurosa, y poco después pasé junto a un hombre y una mujer que, agachados, encendían cerillas rascándolas contra el suelo. La llama iluminaba sus rostros, y ellos seguían inclinados como si buscaran monedas caídas. Poco después me encontré en un paraje que me era vagamente conocido, y me eché a sudar: me encontraba casi ante la puerta de la casa de Mary. Di media vuelta y me alejé apresuradamente.

Las palabras de Barrelhouse me habían preparado para contemplar el triste panorama del distrito, pero no para sufrir la decepción de llamar en vano, en la oscuridad de la oficina, al hermano Tarp. Llamé a la puerta del cuarto en que solía dormir, y no contestó. Crucé la gran sala a oscuras, y entré en mi antiguo despacho, dejándome caer, agotado, en la silla. La realidad parecía escapar a mi dominio y me sentía incapaz de hallar un medio de acción, rápido y absorbente, que me permitiera restablecer la antigua situación. Procuré determinar a qué miembros del comité del distrito podría llamar para que me informaran acerca de Clifton, pero de nuevo me encontré en un dilema, ya que si llamaba a alguien que creía que yo había solicitado ser trasladado al centro de la ciudad, debido a que odiaba a las gentes de mi propia raza, ello no haría más que complicar el asunto. Por otra parte, mi regreso habría contrariado a más de uno, por lo cual me pareció más conveniente reunirme con todos a un mismo tiempo, sin dar ocasión a que alguno levantara los ánimos en contra de mí. Y más valdría que antes hablara con el hermano Tarp, que era persona en la que podía confiar. Cuando llegara, le pediría que me diera una idea general sobre la situación, y quizá pudiera también decirme lo que verdaderamente le había ocurrido a Clifton.

Pero el tiempo pasaba y el hermano Tarp no comparecía. Salí del despacho en busca de una jarra de café, dispuesto a pasar la noche revisando los ficheros. A las tres de la madrugada, el hermano Tarp todavía no había regresado. Entré en su dormitorio. Estaba vacío. Incluso el lecho faltaba. Pensé que me hallaba solo. Muchas cosas habían ocurrido sin que me informaran de ellas. Había ocurrido algo que, no sólo enfrió el entusiasmo de los miembros, sino que, según se desprendía del fichero, provocó multitud de bajas. Barrelhouse dijo que la Hermandad había abandonado la lucha, y ésta era la única explicación que pude hallar a la ausencia del hermano Tarp. A no ser, naturalmente, que hubiera tenido diferencias con Clifton o cualquier otro dirigente. Al regresar a mi despacho, advertí que el retrato de Douglass con que me había obsequiado, no estaba allí. Metí la mano en el bolsillo para comprobar si, por lo menos, conservaba el grillete. Aparté de mi vista el fichero, ya que de nada me servía para saber la razón de lo ocurrido. Cogí el teléfono y marqué el número de Clifton. El timbre sonó una y otra vez sin que nadie descolgara el aparato al otro lado del hilo. Al fin, renuncié y me dispuse a dormir en la silla. Era preciso esperar hasta la reunión que el comité celebraría mañana para tratar de la estrategia a seguir.

Mi vuelta al distrito tenía características de una visita a la ciudad de los muertos.

Cuando desperté, advertí con sorpresa que en la sala principal había un buen número de miembros de la Hermandad. Como fuese que el comité no me había dado instrucciones sobre el modo de proceder para encontrar a Clifton, organicé grupos para que le buscaran, y los mandé a la calle. Ninguno de los presentes me pudo dar información alguna sobre su paradero. Al parecer, Clifton había acudido regularmente a las oficinas, hasta el día de su desaparición. No hubo discusiones ni peleas entre Clifton y los miembros del comité, y gozaba, ante ellos, de su habitual popularidad. Tampoco había habido encuentros con Ras el Exhortador, pese a que éste se mostró, en la semana anterior, extraordinariamente activo. En cuanto a las bajas y a la disminución de nuestra influencia, probablemente se debían a la implantación de un nuevo programa que prescindía de las viejas tácticas de agitación. Con sorpresa, me enteré de que se había dejado de dar importancia a los problemas locales para centrar su atención en los temas de alcance nacional e internacional, ya que se creía que los problemas de Harlem no tenían carácter prioritario. No sabía qué pensar de ello, ya que en el programa del centro de la ciudad no se habían realizado tales alteraciones. Me olvidé de Clifton. La naturaleza de la tarea que debía desarrollar en los días inmediatos dependía de las explicaciones que el comité me diera. Con creciente inquietud esperé la llamada telefónica convocándome a la reunión en que debíamos estudiar la estrategia oportuna.

Estas juntas solían celebrarse alrededor de la una de la tarde, y nos convocaban con sobrada anticipación. Sin embargo, a las once y media todavía no me habían llamado, por lo que comencé a sentirme preocupado. A las doce, me invadió una angustiada sensación de aislamiento. Algo ocurría, pero, ¿de qué se trataba? ¿Por qué? ¿Cómo? Finalmente, llamé a las oficinas centrales, pero no pude hablar con ninguno de los dirigentes. Me pareció imposible. Entonces, llamé a los dirigentes de los otros distritos, obteniendo el mismo resultado. Tenía la certeza de que la junta se celebraría. ¿Por qué no querían que participara en ella? ¿Habían hecho averiguaciones con respecto a las acusaciones de Wrestrum y las habían encontrado fundadas? Al parecer, las bajas se produjeron después de que yo abandonara el distrito para trabajar en el centro. ¿O quizá todo se debía a la mujer? Fuese lo que fuere, no era aquél el momento oportuno para eliminarme de la junta. La situación en el distrito exigía adoptar medidas urgentes. A toda prisa, me dirigí a las oficinas centrales.

Cuando llegué, el comité estaba reunido ya, como yo esperaba, pero había dado órdenes de que nadie entrase en la sala durante la sesión. Evidentemente, si no me avisaron, ello no se debió a olvido. Salí del edificio, enfurecido. Bien: cuando decidieran llamarme, tendrían que buscarme. En primer lugar, jamás debieron sacarme de Harlem para mandarme al centro, y, ahora, que me devolvían al distrito para que arreglara el estropicio, tenían la obligación de prestarme cuanta ayuda pudieran y lo más rápidamente posible. Decidí no volver a actuar en el centro, y rechazar cuantos programas me mandaran si antes no habían sido objeto de consulta con el comité de Harlem. Y, en aquel instante, no se me ocurrió otra cosa que comprarme un par de zapatos. Me encaminé hacia la Quinta Avenida. Hacía calor. Las aceras estaban todavía atestadas por la multitud que, alrededor de las doce, regresaba con desgana al trabajo. Avanzaba despacio, junto al bordillo para evitar las apreturas, los encontronazos y los grupos de mujeres, con trajes de verano, que hablaban sin cesar. Por fin, experimentando una sensación de alivio, entré en la zapatería, cuyo aire refrigerado olía a cuero.

Al regresar al calor de la calle, los nuevos zapatos de verano me dieron sensación de ligereza. Y recordé el antiguo placer infantil de sustituir los zapatos de invierno por las zapatillas de lona, y las carreras que subsiguientemente organizábamos en la vecindad. Recordé la sensación de pies livianos y veloces, la sensación de flotar en el aire. Pensé que ya era hora de dar por terminadas las gozosas carreras a pie y de volver a la oficina del distrito, no fuese que acudieran a buscarme allá. Apresuré el paso. Avanzaba ágilmente, con los pies bien sujetos y ligeros, contra la corriente de rostros en los que pegaban los rayos del sol. Para evitar sumergirme en la multitud que circulaba por la calle Cuarenta y Dos, me metí en la Cuarenta y Tres. Y allí fue donde comenzaron a ocurrir los acontecimientos.

Junto al bordillo vi una carretilla de frutas, con melocotones y peras. El vendedor, hombre vivaracho, con nariz de patata y brillantes ojos italianos, situado bajo la gran sombrilla blanca y naranja, me dirigió una mirada indicativa de que me reconocía y, luego, como si señalara, miró hacia el grupo que se había congregado en la acera, ante el edificio frontero, al otro lado de la calle. No supe cómo interpretar la mirada de aquel hombre. Crucé la calle, y pasé junto a la gente agrupada, de espaldas a mí. Una voz gangosa e insinuante lanzaba al aire un torrente de palabras cuyo significado no pude comprender. Iba a pasar sin detenerme, cuando vi al muchacho. Se trataba de un chico delgado, con piel de color de chocolate, amigo de Clifton, que miraba atentamente, por encima de las techumbres de los automóviles, hacia la esquina del bloque de casas próximas a la oficina de correos, donde un guardia avanzaba despacio hacia nosotros. Mientras pensaba que quizás el muchacho pudiera darme noticias de Clifton, advertí que había reparado en mi presencia, quedando sorprendido y confuso.

Grité: "¡Eh, oye!". Cuando el muchacho se volvió hacia la gente agrupada y silbó, no supe si pretendía indicarme que yo también silbara, o si daba una señal de alerta a alguien. Vi que se dirigía hacia una caja de cartón que estaba en el suelo, junto a la pared del edificio, y cogiéndola por las tiras de saco que la ataban, se la echaba al hombro, mientras, olvidando mi presencia, lanzaba otra ojeada al policía. Me acerqué al grupo y me abrí paso hasta llegar a la primera fila. En el suelo, a mis pies, vi un pedazo rectangular de cartón, sobre el que había un objeto que se movía frenéticamente. Parecía un juguete. Observé las fascinadas miradas de la gente, y devolví la vista al objeto que, ahora percibí claramente. Jamás había visto una cosa como aquella. Se trataba de un muñeco, con una fija sonrisa en el rostro, hecho de papel de color naranja y negro, con dos discos de cartón que formaban, uno, la cabeza, y el otro, los pies. Gracias a un misterioso mecanismo, el muñeco se movía furiosamente, sacudido de arriba abajo, y de abajo arriba, con espasmódicos movimientos de los hombros, sin articulaciones, en una danza frenética, incongruente con la fija expresión de su rostro negro, de máscara. No es uno de aquellos viejos muñecos que saltan impulsados por un resorte, pensé. Y seguí preguntándome qué podía ser aquello, mientras contemplaba como iba de un lado para otro, en impulsos que parecían inspirados por el retador descaro con que algunos realizan en público actos degradantes, y bailando como si las sacudidas le produjeran un perverso placer. Entre el sonido de las risas del público, podía oír el sonido del papel rizado de que estaba hecho el cuerpo del muñeco, mientras la voz gangosa recitaba:

¡Sacúdete! ¡Sacúdete!

¡Señoras y caballeros, es Sambo, el muñeco bailarín!

Sacudidle, estiradle el cuello y dejadle en el suelo

¡Y él hará todo lo demás!

Os hará reír, os hará suspirar, suspiraaar...

Os hará bailar y bailar...

Aquí está, señoras y caballeros, Sambo,

El muñeco bailarín.

Cómprenle uno a su hijo. ¡Denle otro a su novia,

y les querrá más, muuuucho más!

¡Os divertirá, os hará llorar de felicidad!

Lloraréis de tanto reír.

Sacudidle que no lo romperéis,

Porque es Sambo el bailarín, Sambo el sandunguero,

Sambo el simpático, Sambo Boogie Woggie muñeco de papel.

Por veinticinco centavos, un cuarto de dólar...

¡Señoras y caballeros! ¡Sambo os dará felicidad!

¡Adelante, señoras y caballeros, que Sambo os espera!

Sambo, el...

Sabía que debía regresar a las oficinas del distrito, pero no podía apartar la vista del muñeco inanimado y sin huesos, de sus saltos y su fija sonrisa. Me debatía entre el deseo de unirme a las risas del público, y el de patear el muñeco, cuando éste cayó súbitamente al suelo, donde quedó inmóvil. Vi que la punta del zapato del hombre que hasta entonces había hablado pisaba el gran disco de cartón que formaba los pies del muñeco, y hasta el suelo descendió una ancha mano negra, cuyos dedos cogieron hábilmente la cabeza del muñeco y tiraron de ella hacia arriba, y al soltarla, el muñeco se puso a bailar de nuevo. De repente, tuve la impresión de que la voz y la mano pertenecían a personas distintas. Fue igual que si, al penetrar en una balsa de escasa profundidad, el suelo se hundiera bruscamente, y el agua me cubriera la cabeza. Alcé la vista.

Dije: "Cómo es posible que tú...". Pero su mirada pasó sobre mi rostro y se apartó fingiendo no reconocerme. Paralizado, mantenía la vista fija en él, plenamente consciente de que no estaba soñando, y oía su voz:

¿Por qué es tan feliz, por qué baila,

Este Sambo negrambo, este muchacho saltarín?

¡No es sólo un juguete, señoras y caballeros,

Es Sambo, el milagro del siglo veinte!

¡Baila la rumba, Sambo! ¡Es Sambo-Boogie!

¡No come, duerme plegado, y quita las penas!

¡Y mata la tristeza del desheredado!

¡Sambo, el milagro, vive de la sonrisa del amo!

¡Y sólo veinticinco centavos, un cuarto de dólar,

porque Sambo quiere que yo coma!

¡Le gusta verme comer!

¡Sacudidle y él hará todo lo demás!

Gracias, señora...

Era Clifton. Con los pies clavados en el suelo, flexionaba una y otra vez las piernas y balanceaba el cuerpo hacia delante y hacia atrás, manteniendo el hombro derecho exageradamente alzado, mientras con el brazo rígidamente estirado señalaba al muñeco danzante y recitaba con voz gangosa la interminable cantilena.

Volví a oír el silbido, y vi que Clifton dirigía una rápida mirada a su vigía, el muchacho con la caja de cartón.

—¿Quién quiere al pequeño Sambo antes de que me lo lleve a casa? ¡Anímense, señoras y caballeros! ¿Quién quiere al pequeño...?

Otra vez sonó el silbido.

—¿Quién quiere a Sambo, el bailarín sandunguero? ¡Rápido, rápido, señoras y caballeros! ¡No se pagan impuestos al comprar a Sambo, el sembrador de alegría! ¡No se puede hacer tributar a la alegría! ¡Decídanse, señoras y caballeros...!

Durante un segundo nuestras miradas se encontraron. Me dirigió una sonrisa de desprecio, y volvió a recitar la cantilena publicitaria. Me sentí traicionado. Al contemplar de nuevo el muñeco se me contrajo la garganta. Tras la saliva me vino la ira a la boca, mientras echaba el tronco hacia atrás, y, luego, lo proyectaba hacia delante. En el aire brilló el espeso líquido blanco, y, luego, produjo un ruido como el de gruesas gotas de lluvia al chocar contra un periódico, y vi al muñeco caer de espaldas, convertido en un montoncillo de papel mojado, el cuello estirado y el odioso rostro sonriendo fijamente al cielo. Todos me miraron, indignados. Volví a oír el silbido. Un hombre bajo y barrigudo miró al suelo, alzó la vista, me miró sorprendido y estalló en carcajadas, señalando alternativamente al muñeco y a mí, y balanceando el cuerpo hacia delante y atrás al compás de sus carcajadas. La gente se apartaba de mí. Clifton retrocedió hasta la pared del edificio, donde, en el suelo, junto al muchacho que llevaba la caja de cartón, vi, ahora, una larga fila de muñecos bailando con creciente y perversa energía, que provocó las histéricas carcajadas del público.

Comencé a hablar:

—¡Escucha! ¡Oye...!

Pero Clifton cogió dos muñecos y avanzó unos pasos. Entonces, el muchacho encargado de vigilar se acercó a él y dijo, mientras con la cabeza señalaba al policía:

—¡Está ahí!

Cogió los muñecos, los metió en la caja, e inició la retirada. Clifton gritó:

—Sigan al pequeño Sambo a la otra calle. Se avecina un gran espectáculo.

Ocurrió tan rápidamente que, en menos de un segundo, sólo una señora vieja con un vestido azul a lunares blancos y yo quedamos allí. En el suelo quedaba un muñeco. Miré a la vieja: lo contemplaba sonriente. Alcé un pie para aplastarlo, y oí a la vieja:

—¡No...!

El policía estaba tras nosotros, al otro lado de la calle. En vez de aplastar el muñeco, me incliné, lo cogí, y, a continuación del movimiento hecho al agacharme, eché a andar. Examiné el muñeco que sostenía en la mano, sorprendido de su ligereza, y casi en espera de sentirle latir como un ser vivo. Era, tan sólo, un pedazo de papel. Lo metí en el bolsillo en que llevaba el grillete del hermano Tarp, y avancé en la misma dirección de la gente que antes había contemplado la exhibición. Pero me sentía incapaz de volver a enfrentarme con Clifton. No quería verle. Corría el peligro de perder la cabeza y emprenderla a puñetazos con él. Di media vuelta, y cruzándome con el policía, avancé en dirección opuesta, hacia la Sexta Avenida. ¡Qué extraño modo de encontrar a Clifton! ¿Qué le había ocurrido a aquel muchacho? Le había encontrado en unas circunstancias tan lamentables como inesperadas. ¿Cómo pudo pasar de pertenecer a la Hermandad a ejercer tan triste oficio, en tan poco tiempo? ¿Y por qué razón, al abandonarnos, había renegado de todo cuanto formaba nuestra ideología? ¿Qué pensaría la gente ajena a la Hermandad? Era como si hubiera elegido salirse —¿qué palabras había empleado Clifton la noche de la pelea con Ras?— de la corriente de la Historia. Me detuve en la acera, procurando recordarlas. "Escapar" había dicho. Pero él sabía sobradamente que sólo en el seno de la Hermandad teníamos posibilidades de darnos a conocer y de evitar convertirnos en vacíos muñecos como Sambo. ¡Qué sucio modo de renunciar a todos los valores humanos! ¡Dios mío! ¡Y pensar que me sentí ofendido por no haber sido convocado a la reunión del comité! A partir de ahora toleraría una y mil veces que no me convocaran, fuesen cuales fueren las razones. Olvidaría todas las ofensas y guardaría furiosa fidelidad, sería leal a nuestro movimiento hasta la muerte. Separarse de él equivalía a "escapar"... ¿Dónde había encontrado Clifton aquellos muñecos? ¿Por qué había elegido aquel medio para ganarse veinticinco centavos? ¿Por qué no prefirió vender manzanas o folletos con textos de canciones, o limpiar zapatos?

Pasé junto a la estación del metro y doblé la esquina de la calle Cuarenta y Dos, ocupado en intentar descifrar el enigma. Avancé por la atestada acera en que pegaba el sol. Los transeúntes formaban una hilera sobre el bordillo, miraban al frente y mantenían las manos a modo de visera sobre los ojos para protegerlos de la luz. Al cambiar las luces del semáforo cambió también el movimiento del tránsito. Y vi en la acera frontera a unos caminantes que miraban hacia atrás, hacia el centro del bloque, donde los árboles del Bryant Park se alzaban tras las figuras de dos hombres. Vi un grupo de palomos alzar el vuelo entre los árboles, y todo ocurrió en el breve tiempo de su vuelo circular, de un modo súbito, entre el ruido del tránsito. Y, sin embargo, me causó la impresión de que se proyectara en mi mente como una cinta cinematográfica a cámara lenta y sin sonido. Al principio, pensé que se trataba de un guardia y de un limpiabotas. Después, durante una pausa en el tránsito de automóviles, reconocí a Clifton, allá, tras las vías del tranvía que destellaban al sol. Su socio no estaba con él y Clifton llevaba la caja colgada del hombro izquierdo. El policía caminaba despacio a su lado, algo rezagado. Se dirigían hacia el lugar en que yo me encontraba. Pasaron ante un puesto de periódicos. Vi las vías del tranvía en el asfalto, la boca de agua para incendios, y los pájaros en el aire, y decidí seguir a Clifton y pagar la multa. Y en aquel instante, el guardia empujó a Clifton, obligándole a dar un largo e inseguro paso al frente, mientras Clifton procuraba evitar que las tiras que sostenían la caja de cartón se deslizaran de su hombro y la caja le golpeara la pierna. Y, al mismo tiempo, vi que volvía la cabeza atrás y decía algo al guardia, y seguía andando, y un palomo volaba raso a lo largo de la calle, y después se elevaba dejando en el aire una pluma blanca que brillaba a la luz del sol. Y entonces vi que el policía volvía a empujar a Clifton, caminando firmemente tras él, con su camisa negra, mediante un rígido movimiento del brazo, que lanzó a Clifton hacia delante a pasos tambaleantes, sacudiendo la cabeza adelantada, hasta que recobró el equilibrio, y otra vez volvió la cara atrás para decir algo al guardia, de modo que me pareció que uno y otro avanzaran como en una especie de desfile que yo había contemplado muchas veces, aunque nunca había visto participar en él a un hombre como Clifton. Y vi que el guarda aullaba una orden y echaba el brazo hacia delante para empujar a Clifton, pero la mano no dio en el blanco, y el policía perdió el equilibrio, mientras Clifton muy rápidamente daba media vuelta apoyándose en las puntas de los pies, como un bailarín. Y Clifton balanceó el brazo derecho de arriba abajo, en un movimiento circular, describiendo un corto y tenso arco, e inclinó el tronco hacia la izquierda y adelante, en un movimiento que hizo resbalar del hombro la tira de tela que sostenía la caja de cartón, mientras avanzaba el pie derecho. Y entonces el brazo izquierdo repitió el movimiento del derecho, propinando un puñetazo que mandó la gorra del policía por los aires y los pies de éste se alzaron del suelo y su cuerpo cayó sobre la acera, en un movimiento de balanceo de izquierda a derecha. Y Clifton apartó la caja de cartón mediante un puntapié que sonó sordamente y quedó con el cuerpo inclinado, el pie izquierdo hacia delante y los puños alzados, esperando. Y, entre el paso de los automóviles, pude ver que el policía se incorporaba apoyando los codos en el suelo, como un borracho que pretende levantarse, y sacudía la cabeza y la echaba hacia delante. Y, en algún lugar, entre el monótono rugido del tránsito y las vibraciones del metro bajo el suelo, oí unas explosiones que se sucedían rápidamente, y vi que los palomos, como impulsados por el sonido, se elevaban vertiginosamente en el aire, y el policía, ya con el tronco erguido, los pies apoyados en el suelo y las piernas flexionadas, miraba fijamente a Clifton, y los palomos caían raudos en los árboles, y Clifton todavía miraba al guardia, hasta que súbitamente se desplomó.

Cayó de rodillas, quedando en la postura de un hombre orando ante Dios. Un hombre corpulento que se cubría la cabeza con un sombrero de ala vuelta hacia abajo, se apartó del puesto de periódicos para acercarse a Clifton, y gritó unas palabras de protesta. Yo estaba paralizado. Me parecía tener el sol a dos centímetros de la cabeza, y que sus rayos fuesen aullidos. Alguien gritó. Aparecieron unos cuantos hombres, pocos, que se encaminaron hacia Clifton y el guardia. Este, ahora, se encontraba ya en pie, y miraba con expresión de sorpresa a Clifton en el suelo. En la mano sostenía la pistola. Eché a andar hacia delante, ciegamente, sin pensar, pero percibiendo vividamente cuanto tenía a mi alrededor. Crucé la calle, y al llegar a la otra acera y ver a Clifton de cerca, yaciendo inmóvil de costado, con una gran mancha húmeda extendiéndose bajo la camisa, fui incapaz de posar el pie, que ya tenía alzado, sobre el bordillo. Los automóviles cruzaban a mi espalda, muy cerca, pero yo no podía dar el paso que me colocaría sobre la acera. Estaba allí, con un pie en el arroyo y el otro levantado sobre el bordillo. Oí el sonido de silbatos, miré hacia la biblioteca pública y vi un par de policías que venían corriendo pesadamente, las cabezas hacia delante y las abultadas barrigas sacudidas por el rápido avance. Devolví la mirada a Clifton. El policía, con un movimiento de la pistola me indicaba que me apartara, y su voz parecía la de un muchacho durante el paso de la niñez a la pubertad:

—Vuelve al otro lado de la calle.

Se trataba del policía con quien me había cruzado pocos minutos antes en la calle Cuarenta y Tres. Me di cuenta de que tenía la boca seca. Al fin pude subir a la acera, y dije:

—Es un amigo mío y quisiera ayudarle.

—¡No necesita ayuda! ¡Vuelve al otro lado de la calle!

El cabello del guardia le colgaba a uno y otro lado de la cara, y su uniforme estaba sucio. Le contemplé con frialdad, sin emoción alguna, dubitativo, mientras oía el sonido de pasos que se acercaban. Todo parecía ocurrir con anormal lentitud. En la acera se formaba lentamente un charco. Se me nubló la vista. Alcé la cabeza. El guardia me miraba con curiosidad. En el parque, y arriba, oí un frenético aleteo, y sentí en el cogote, la presión de una mirada. Di media vuelta. Un muchacho de cara redonda, con mejillas coloradas, nariz cubierta de pecas y ojos de trazo eslavo, asomaba la cabeza por encima de la verja del parque, y, al ver que yo daba media vuelta y le miraba, gritó unas palabras a alguien que estaba tras él, y en su rostro apareció una expresión de deleitoso éxtasis. Me resultaba imposible comprender el significado de la actitud del muchacho. Di media vuelta y de nuevo me enfrenté con aquello con que no quería enfrentarme.

Ahora, había tres policías. Uno vigilaba a la multitud que se había congregado alrededor, y los otros dos contemplaban a Clifton. El primer policía se había vuelto a cubrir la cabeza con la gorra. En voz muy clara, me dijo:

—Oye, muchacho, hoy ya he tenido bastantes problemas. ¿Te vas al otro lado de la calle o no?

Abrí la boca, pero no pude hablar. Otro de los policías, con una rodilla apoyada en el suelo, examinaba a Clifton y tomaba notas en un bloc.

—Soy amigo suyo —dije.

El que tomaba notas me miró.

—Está fiambre, muchacho. Ya no tiene amigos.

Le miré. El muchacho, arriba, en la verja, gritó:

—¡Mickey, se lo han cargado! ¡Ha palmado!

Miré al suelo. El policía arrodillado, dijo:

—Así es. ¿Como te llamas?

Le di mi nombre y contesté lo mejor que pude cuantas preguntas me hizo acerca de Clifton, hasta que, con excepcional prontitud, llegó la furgoneta. En silencio, vi como metían dentro el cuerpo de Clifton, y, a su lado, colocaban la caja de cartón con los muñecos. Al otro lado de la calle, la multitud allí congregada murmuraba. La furgoneta partió, y yo me encaminé hacia la estación del metro. Oí la voz aguda del muchacho en la verja:

—Oiga, señor, su amigo sabía pegar tortas de verdad. ¡Bing, bang! ¡Uno, dos, y el poli de culo en el suelo!

Con la cabeza inclinada, acepté este tributo póstumo. Y me alejé de allí, bajo el sol, intentando borrar la escena de mi mente.

Con paso vacilante, sin ver lo que tenía alrededor, sumido en mis pensamientos, bajé las escaleras del metro. En la estación, el aire era fresco. Apoyé la espalda en una columna, y allí quedé, escuchando el rugido de los trenes que pasaban al otro lado del andén, y sintiendo en el rostro la rápida corriente de aire que provocaban. Mi mente, en el terreno de las generalizaciones, se preguntaba por qué razón un hombre era capaz de huir del cauce de la historia para dedicarse a vender en la calle una ridícula mercancía. ¿Por qué había preferido abandonar las armas que le protegían, renunciar a su voz y apartarse de la única organización que le proporcionaba los medios para "definir" su personalidad? El andén vibraba. Miré al suelo, y vi una multitud de pequeños fragmentos de papel que se alzaban en el aire al paso del tren, y luego caían rápidamente al suelo, donde quedaban inmóviles. ¿Por qué se había apartado de nosotros? ¿Por qué había preferido arrojarse desde el andén a las vías, al paso del convoy? ¿Por qué había preferido hundirse en la nada, en el vacío de los rostros sin facciones, de la voz sin sonido, fuera del caudal de la historia? Intenté apartarme de la realidad inmediata, para contemplarla a distancia, a través del prisma de las palabras, medio olvidadas, leídas en los libros. Las crónicas de la vida de los hombres dicen quién se acostó con quién y qué resultados produjo tal acto, quién luchó con quién, quién venció y quién sobrevivió para contar falazmente el trance. Se dice que todo es objeto de registro en las crónicas, todo cuanto tiene importancia, naturalmente. Pero no es exactamente así, por cuanto tan sólo se hace constar lo que se conoce, lo que se ve y lo que se oye, y de esto sólo aquello que el cronista considera digno de mención, es decir, aquellas mentiras en cuya virtud los poderosos ejercen el poder. El guardia sería el cronista de Clifton, su juez, su testigo y su verdugo, y yo fui el único hermano de Clifton, en la multitud que presenció los hechos. Y yo, el único testigo de la defensa, ignoraba la naturaleza del delito por él cometido, y la gravedad de su culpa. ¿Dónde estaban los historiadores de nuestros días? ¿Y cómo harían constar los hechos?

Los trenes entraban y salían de la estación, soltando chispas azuladas. ¿Qué dirían los historiadores de nosotros, los seres que pasábamos sin dejar huella? De los seres tales como yo mismo antes de entrar en la Hermandad, de esas aves de paso demasiado humildes para ser clasificadas por los sabios, demasiado silenciosas para que los más sensibles oídos perciban su sonido, con personalidad demasiado ambigua para que las más ambiguas palabras la expresen, y situadas demasiado lejos de los centros de las decisiones históricas para que puedan firmar los documentos de la historia, o, siquiera, aplaudir a quienes los firman. Gente como nosotros que no escribimos novelas, ni historia, ni libro alguno. Otra vez vi a Clifton en mi imaginación. Del túnel llegó una oleada de aire fresco y fui a sentarme en un banco, preguntándome: ¿Qué dirán de nosotros?

Un grupo de hombres y mujeres entró en el andén, algunos de ellos eran negros. Me pregunté qué dirían de aquellos que desde el Sur habían llegado a la agitada ciudad, como muñecos que impulsados por un resorte saltan de la caja de sorpresas y quedan separados de ella, y tan súbita es su liberación que su propia alegría se convierte en la peligrosa y feliz inconsciencia de los buceadores acometidos por el delirio de las profundidades. ¿Qué dirían de estos hombres que estaban allí, inmóviles y silenciosos en el andén, tan inmóviles y tan silenciosos que, debido a su inmovilidad, la muchedumbre chocaba con ellos, de esos hombres cuyo silencio resultaba estridente como un grito de terror? ¿Qué dirían de estos tres muchachos que por el andén avanzaban hacia mí, altos y delgados, muy erectos y balanceando los hombros al andar, vestidos con trajes perfectamente planchados, demasiado calurosos para llevarlos en verano, con el cuello de la camisa alto y ajustado, tres idénticos sombreros de barato fieltro negro colocados cuidadosa y gravemente en la cabeza, cubriendo el cabello endurecido por el fijapelo? Contemplé a los tres muchachos, como si jamás hubiera visto a hombres de su estilo: caminaban despacio, balanceaban los hombros, movían airosamente las piernas enfundadas en pantalones cuyos extremos caían impecablemente alrededor de los tobillos. Y las chaquetas, largas y ajustadas a las caderas, tenían hombros demasiado anchos para ser propios de los normales hombres de Occidente. Los cuerpos de estos tres individuos me recordaron las palabras que uno de mis profesores dijo con respecto a mí: "Eres como una escultura africana deformada a fin de adaptarla a una finalidad". ¿Qué finalidad? ¿Y quién se había propuesto tal finalidad?

Seguí con la mirada a los tres hombres. Se movían como bailarines en una extraña ceremonia fúnebre. Se alejaban balanceándose, hieráticos sus rostros negros, caminando despacio a lo largo del andén, y sus tacones producían un rítmico sonido. Todos los que allí estaban seguramente se fijaron en ellos, u oyeron su risa apagada, u olieron el denso perfume del fijapelo. O quizá nadie les había visto. Eran hombres fuera del ritmo de la historia, hombres que no habían sido tocados por ella, que no creían en la Hermandad, y que, posiblemente, nunca habían oído hablar de ella. O, quizá, como Clifton, habían renunciado a los misterios de nuestra doctrina. Hombres transitorios, con rostros inmóviles.

Me levanté y anduve tras ellos. Pasaban ante mujeres que venían de compras, con paquetes en los brazos, ante hombres impacientes con sombreros de paja y trajes de verano, inmóviles en el andén. Y, con sorpresa, descubrí que me preguntaba si aquellos tres hombres habían venido al mundo para ser enterrados o para enterrar a los demás, para recibir vida o para darla. ¿Veían los demás a los tres hombres? ¿Alguno de los presentes, siquiera los que se encontraban a una distancia que les permitiera hablar con cualquiera de los tres, tenía conciencia de ellos? ¿Si alguien les hablara y ellos contestaran, comprenderían sus palabras los impacientes hombres de negocios, vestidos con discretas ropas, las fatigadas amas de casa cargadas con su botín? ¿Qué dirían? Los tres muchachos hablaban una lengua dialectal transitoria, llena de encanto rural, y tenían un pensamiento transitorio, pese a que, quizá, seguían soñando sueños antiguos. Eran hombres que tan sólo dejarían de hallarse fuera de nuestro tiempo si comprendían la doctrina de la Hermandad. Hombres extraños a nuestro tiempo, que pronto desaparecerían y serían olvidados... Pero quizás —y en aquel instante comencé a temblar tan intensamente que tuve que apoyarme en una papelera de metal— quizá los tres muchachos fueran los redentores, los verdaderos dirigentes, los portadores de altísimos valores, los adalides de algo molesto y oneroso que ellos odiaban porque, debido a vivir fuera del ámbito de la historia, nadie podía ensalzar su valor, y ellos mismos eran incapaces de comprenderlo. ¿Acaso no cabía que el hermano Jack estuviera equivocado? ¿Acaso no era posible que la historia fuese un juego de azar en vez de una fuerza susceptible de ser sometida a experimentos de laboratorio, y que los muchachos tuvieran en sus manos todos los triunfos? ¡Y también podía ocurrir que la historia no se comportara como un sesudo ciudadano, sino como un loco furioso embargado por paranoicos sentimientos de culpabilidad, y que los tres muchachos fuesen sus representantes, su gran sorpresa! ¿O el resultado de su venganza? Ya que los tres se encontraban extramuros, juntamente con el oscuro Sambo, el muñeco bailarín, en el limbo con mi hermano caído, con Tod Clifton (Tod, Tod), huyendo de la fuerza de la historia, esquivándola en vez de hacerle frente y dominarla.

Llegó un tren. Y entré en él tras ellos. Había muchos asientos libres, y se sentaron juntos. Yo quedé en pie, cogido a la barra central, contemplando la alargada perspectiva del vagón. A un lado vi a una monja blanca vestida de negro, rezando el rosario, y en pie al otro lado, más allá del pasillo, junto a la puerta, había otra monja vestida enteramente de blanco, que era como una fidelísima réplica de la otra salvo que tenía la piel negra y sus pies negros iban desnudos. Las monjas no se miraban la una a la otra, sino que tenían la vista fija en el crucifijo. Me eché a reír repentinamente, y recordé unos versos oídos tiempo atrás en el Golden Day:

Pan y vino,

Pan y vino.

El dolor de tu cruz

Es más leve que el mío.

Las monjas viajaban sin mirarse, humillada la cabeza.

Miré a los muchachos. Estaban sentados tan disciplinadamente como antes habían caminado. De vez en cuando, uno de ellos miraba el reflejo de su rostro en el cristal de la ventana, y, con la mano, daba un toque al ala del sombrero, mientras los otros le observaban en silencio, en silencio se intercambiaban miradas irónicas, y, luego, fijaban la vista al frente. El movimiento del tren hacía balancear mi cuerpo. Los ventiladores en la techumbre lanzaban aire caliente sobre mí. Me pregunté qué era yo, en relación a los muchachos. Quizás algo accidental, como Douglass. Quizá cada cien años, aproximadamente, hombres como ellos y como yo aparecían en la sociedad y pasaban por ella sin dejar rastro. Sin embargo, de acuerdo con la lógica de la historia, nosotros, o al menos yo, hubiéramos debido desaparecer, eliminados de la existencia en virtud de las exigencias de la razón, en la primera parte del siglo diecinueve. Quizás, al igual que ellos, yo no era más que un resto, un reflejo, un distante meteorito, muerto cientos de años atrás, que en la actualidad se percibe, debido, únicamente, a que el largo viaje de la luz a través de los espacios nos impide darnos cuenta de que el origen de ésta se ha convertido en un inerte núcleo de plomo. Mis pensamientos me parecieron necios. Miré a los muchachos. Uno de ellos tocó con las puntas de los dedos la rodilla de otro, y vi que, después, extraía del bolsillo tres semanarios enrollados y daba uno a cada uno de sus compañeros, quedándose él con el otro. Los otros dos, sin decir palabra, cogieron los semanarios y comenzaron a leerlos con absorta atención. Uno de ellos sostenía el semanario elevado ante su rostro y, durante un instante, se me apareció en la imaginación una vivida escena: los brillantes raíles, la boca de agua contra incendios, el policía en el suelo, los palomos volando a lo largo de la calle y Clifton desplomándose. Y después, vi la primera página de un semanario de historietas gráficas y chistes. Clifton hubiera comprendido mejor que yo a los tres muchachos. Siempre, toda su vida, había sabido cómo eran. Los estudié detenidamente, hasta que abandonaron el metro. Salieron balanceando los hombros, mientras sus tacones, en el breve silencio de la parada, lanzaban remotos y crípticos mensajes sonoros.

Al salir del tren me sentí débil. Caminaba por la calle ardiente como si llevara una pesada piedra, una montaña de piedra, sobre los hombros. Los zapatos nuevos me causaban dolor en los pies. Ahora, mientras avanzaba entre la multitud por la calle Ciento Veinticinco, me daba cuenta, con pesar, de la presencia de otros hombres que también vestían como los muchachos, y de muchachas con oscuras medias de exóticos colores y vestidos que eran surrealistas variantes de la moda imperante en el centro de la ciudad. Aquella gente siempre había existido, siempre estuvo allí, pero yo no supe percibir su existencia. No la había visto, ni siquiera en los momentos en que desarrollaba mi tarea con plena eficacia. Se encontraban fuera del cauce de la historia y yo tenía el deber de hacerles entrar —a todos— en él. Me fijé en sus facciones, sin encontrar ni un solo rostro que se distinguiera de los rostros por mí conocidos en el Sur. Nombres olvidados volvían a mi mente, cual olvidadas escenas oníricas. Sudoroso, avanzaba juntamente con la multitud, oía el rugido constante del tránsito y el creciente sonido de unos lánguidos blues difundidos por un altavoz en una tienda. Me detuve. ¿Era solamente eso lo que los cronistas debían consignar? ¿Era ésta la única historia verdadera de nuestros tiempos? ¿Era tan sólo un estado de ánimo expresado mediante trompetas, trombones, saxofones y tambores, y unas canciones de tensas palabras erróneamente empleadas? Mi mente vacilaba. Me parecía que, al avanzar por la acera, en el breve trecho hasta la esquina, me cruzara con todos los hombres y las mujeres que había conocido a lo largo de mi vida, sin que ni uno solo me sonriera o pronunciara mi nombre. Nadie me miraba. Caminaba entre ellos, febrilmente aislado. Cerca de la esquina, dos muchachos salieron corriendo de una tienda, con las manos llenas de barras de chocolate que caían al suelo. Tras ellos corría un hombre. Avanzaban hacia mí, y cuando pasaron a mi lado tuve que dominar la tentación de hacer la zancadilla al hombre. Mi perplejidad aumentó cuando vi que una mujer adelantaba la pierna y echaba hacia delante la pesada bolsa de la compra, al paso del hombre. El hombre cayó rodando por el suelo, y la mujer sacudió triunfalmente la cabeza. Me sentí culpable. Desde el borde de la acera contemplé como una multitud se congregaba alrededor del hombre, amenazándole, hasta que llegó un policía y la dispersó. Y pese a que sabía perfectamente que un hombre solo no podía solucionar el presente estado de cosas, me sentía responsable de que continuara sin variación. Escasos habían sido los frutos de nuestro trabajo. No habíamos logrado cambiar la realidad. Y de esto, yo tenía la culpa. Tanto me habían fascinado nuestros propósitos que olvidé aquilatar los resultados. Había vivido dormido, soñando.