CAPÍTULO 6

Los estudiantes descendían por la pendiente del prado, camino de los dormitorios. Tenía la sensación de hallarme muy lejos de ellos, en un lugar remoto. Cada una de las oscuras figuras me parecía muy superior a mí, a aquel yo que, debido a una inconcreta incapacidad, había sido desterrado a un mundo de tinieblas, lejos de cuanto fuese digno y fecundo. Junto a mí pasó un grupo canturreando a coro, en voz baja. El aroma a pan recién cocido llegaba, desde el horno, a mi olfato. Aroma del buen pan blanco del desayuno, de aquellos bollos impregnados de mantequilla amarillenta, que tantas veces había deslizado en mis bolsillos, para saborearlos después en el dormitorio, acompañando la mermelada de zarzamoras que me mandaban de casa.

En los dormitorios de las muchachas comenzaron a aparecer luces, como semillas luminosas sembradas al desgaire por una mano invisible. Pasaron varios automóviles. Se acercaba un grupo de viejas que vivían en el pueblo vecino. Una de ellas llevaba un bastón con el que, de vez en cuando, golpeaba el suelo ante sí, tal como hacen los ciegos. Hasta mí llegaban retazos de su conversación, en la que comentaban con entusiasmo el discurso de Barbee y recordaban los tiempos del Fundador, y me pareció que sus voces temblorosas bordaran y tejieran la historia de aquel hombre. Y entonces, al fondo de la larga avenida bordeada de árboles, vi avanzar el Cadillac tan conocido por lodos nosotros. Súbitamente dominado por el miedo, me dirigí hacia el interior del edificio de la administración. Pero, apenas hube dado dos pasos, di media vuelta y regresé apresuradamente al exterior, a la oscuridad nocturna. Me sentía incapaz de enfrentarme inmediatamente con el Dr. Bledsoe. Cuando me puse a andar tras un grupo de muchachos que avanzaba por el sendero, me di cuenta de que mi cuerpo temblaba sutilmente. Los muchachos discutían acaloradamente. La agitación me impedía atender a lo que decían, y me limité a seguir sus sombras, la vista fija en los destellos que bajo la luz de los faroles despedían sus zapatos recién lustrados. Ocupado en intentar concretar lo que diría al Dr. Bledsoe, no me di cuenta de que los muchachos habían desaparecido, desviándose, seguramente, para penetrar en algún edificio, y me encontré fuera del recinto universitario, con las puertas a mi espalda, descendiendo por la carretera. Di media vuelta y corrí hacia el edificio de la administración.

Al llegar ante su despacho, le vi secándose el sudor del pescuezo con un pañuelo de orillas azules. Cuando cerró las manos y adelantó los puños ante sí, bajo la luz de la lámpara con pantalla, rebrillaron los cristales de sus gafas, mientras la mitad de su rostro quedaba sumida en la oscuridad. Quedé dubitativo bajo el dintel, repentinamente consciente de los viejos y pesados muebles, de los recuerdos de los tiempos del Fundador, de las fotografías y bajorrelieves de rostros de directores de empresa, presidentes de instituciones, hombres importantes, colgados en las paredes como trofeos o símbolos.

—Adelante —me ordenó desde la penumbra.

Vi que se movía, y su cabeza, en la que destacaban los ojos ardientes, se adelantó ligeramente hacia mí. Comenzó a hablar suavemente, como si bromeara, de un modo que me desconcertó:

—Muchacho, si no entendí mal, creo que además de llevar a Mr. Norton a la antigua zona de esclavos, le acompañaste también a aquella especie de alcantarilla, al Golden Day.

Fue una afirmación, no una pregunta. Guardé silencio, mientras el Dr. Bledsoe me miraba con la misma benévola expresión que había animado sus palabras. Pensé que quizá Barbee había contribuido al esfuerzo de Mr. Norton encaminado a suavizar la reacción del presidente.

—No, no bastaba con llevarle a la zona de esclavos —dijo—, era preciso hacer el recorrido completo, enseñárselo todo. ¿No es eso?

—No, señor... Quiero decir que se sintió indispuesto, y necesitaba un whisky...

—Y el único sitio que se te ocurrió fue el Golden Day. Y, en consecuencia, fuiste allá porque era tu deber, ya que Mr. Norton estaba a tu cuidado.

—Sí, señor.

En su voz apareció un tono de maravillado sarcasmo:

—Y no sólo eso, sino que le hiciste entrar en aquel antro, y le hiciste sentar en la galería, balcón, logia, o como le llamen; y antes le presentaste a lo mejorcito de estos contornos.

Fruncí el ceño:

—¿A lo mejorcito? ¡Pero si fue él quien me pidió que parase el automóvil! Yo no podía oponerme...

—Claro, claro...

—Quería ver la cabaña. Estaba sorprendido de que todavía las hubiera.

De nuevo inclinó aprobatoriamente la cabeza:

—Y, como es natural, tú detuviste el automóvil.

—Sí, Señor.

—Sí, claro. Y supongo que las puertas de la cabaña se abrieron, como por arte de magia, y las paredes comenzaron a contar su historia, y todos los chismes del lugar...

Cuando intenté explicarle lo ocurrido, el Dr. Bledsoe explotó:

—¡Muchacho! ¿Pretendes reírte de mí? En primer lugar, ¿a santo de qué íbais por aquella carretera? ¿No conducías tú el automóvil?

—Sí, señor.

—¿Te parece que no hay bastantes hogares y sitios decentes para enseñar a Mr. Norton? ¿Hogares y sitios decentes que hemos logrado con nuestras súplicas, nuestro esfuerzo, nuestras mentiras e incluso mendigando? ¿Crees que este blanco recorrió millares de millas, desde Nueva York, Boston o Filadelfia, sólo para que tú le enseñaras estas miserias? ¡No te quedes con la boca abierta, di algo!

—Pero yo solamente conducía el automóvil, señor. Y lo detuve cuando él me lo ordenó...

—¿Ordenó, dices? ¡Te lo ordenó! ¡Maldita sea! Parece que los blancos no hacen más que dar órdenes, en ellos es un hábito dar órdenes. ¿Por qué no te inventaste una excusa cualquiera? Podías haberle dicho que aquella gente estaba enferma, que tenía la viruela, o haberle llevado a otra cabaña. ¿Por qué llevarle precisamente a la barraca de Trueblood? ¡Dios mío! Eres negro y vives en el Sur, ¿es posible que hayas olvidado cómo mentir?

—¿Mentir? ¿Mentir yo a Mr. Norton, a un miembro del patronato? ¿Yo, señor?

Sacudió la cabeza en expresión de impotencia:

—Y pensé haber escogido a un muchacho inteligente... ¿Ignorabas que causabas un perjuicio a la universidad?

—Pero es que yo solamente quería complacerle.

—¿Complacerle? ¡Y esto es un universitario! ¡El más estúpido negro hijo de mala madre que trabaja en los campos de algodón sabe que la única manera en que cabe complacer a un blanco consiste en mentir! ¿Qué clase de educación recibes en esta casa? ¿Quién te dijo que le llevaras allá?

—El, señor. Sólo él.

—¡No mientas!

—Es la verdad, señor.

—Ándate con cuidado, ¿quién te dijo que le llevaras allá?

—Se lo juro, señor: nadie.

—¡Puerco negro! ¡No es ésta la ocasión de mentir! Yo no soy un blanco. ¡Di la verdad!

Tuve la impresión de que me hubiera abofeteado. Mientras le miraba, mi mente repetía: Me ha llamado puerco negro...

—¡Contesta, muchacho!

Este insulto, precisamente este insulto, pensaba. Y mi vista permanecía fija en la palpitación de la hinchada vena entre sus ojos, y yo me repetía: Me ha llamado puerco negro.

Dije:

—Yo no miento, señor.

—¿Quién era el paciente con quien estuvisteis hablando?

—Era la primera vez que lo veía, señor.

—¿Qué dijo?

—No recuerdo todo lo que dijo. Desvariaba.

—Habla. ¿Qué dijo?

—Se imaginaba que había vivido en Francia, y que es un gran médico...

—Sigue.

—Dijo que yo creía que los blancos tenían siempre razón.

Súbitamente sus facciones sufrieron un espasmo, el equilibrio de su rostro se descompuso como se rompe la lisura de un lago de aguas negras al recibir el impacto de una roca:

—¿Qué? Y esto es lo que tú crees, ¿verdad? —Reprimió una carcajada sarcástica, y preguntó—: ¿No es eso lo que tú crees?

No contesté. Una y otra vez pensaba: Me ha llamado puerco negro, me ha llamado...

—¿Quién era aquel hombre? ¿Le habías visto anteriormente?

—No, señor.

—¿Era sureño o del Norte?

—No lo sé, señor.

Con la mano golpeó el tablero del escritorio:

—¡Universidad para los negros! Muchacho, ¿has aprendido aquí alguna otra cosa, además de cómo hundir en media hora una institución cuya puesta en pie llevó más de medio siglo? ¿Hablaba con acento del Norte o del Sur?

—Hablaba como un blanco, pero tenía el acento del Sur, igual que cualquiera de nosotros.

—Será cuestión de hacer averiguaciones. Un negro de esta clase debiera estar a buen recaudo.

Fuera, un reloj dio la campanada de la hora y cuarto, Su sonido quedó apagado por algo, no sé qué, dentro de mí. Exasperado, me dirigí al Dr. Bledsoe:

—Dr. Bledsoe, lo siento, lo siento de verdad. Yo no me propuse ir allá, pero me fue imposible evitarlo. Mr. Norton ha comprendido cómo ocurrió...

Alzó la voz:

—Escucha, muchacho: Mr. Norton y yo somos hombres distintos, y aún cuando él diga que ha comprendido y que perdona todo lo ocurrido, yo sé que no lo perdona. Tu insensatez ha causado un perjuicio incalculable a la universidad. En vez de contribuir a elevar el concepto de nuestra raza, lo has hundido. —Me miraba como si yo hubiera cometido el peor crimen que la imaginación humana pueda concebir—. ¿Ignoras que no podemos tolerar una cosa así? Te di la oportunidad de ser útil a uno de nuestros mejores amigos blancos, a un hombre que podía ayudarte a hacer una gran carrera en la vida. Y tu pago fue hundir en el barro a nuestra raza.

Alargó la mano y, de bajo una pila de papeles, extrajo una vieja argolla destinada, en otros tiempos, a encadenar los pies a los esclavos, a la que él llamaba orgullosamente "símbolo de nuestro progreso".

—Muchacho, tengo que imponerte una medida disciplinaria. No hay vuelta de hoja, ni excusa que valga.

—Pero usted dio su palabra a Mr. Norton...

—No me des lecciones sobre cosas que ya sé.

Prescindiendo de lo que dije a Mr. Norton, me es imposible, como cabeza de esta institución, tolerar lo ocurrido. ¡Muchacho, te voy a echar de aquí!

Probablemente lo hice cuando el metal de la argolla golpeó la madera del escritorio. La realidad es que, repentinamente, me encontré en pie, inclinado hacia él y gritando, indignado:

—¡Se lo diré! ¡Iré a ver a Mr. Norton y se lo diré! ¡Usted ha mentido, ha mentido a los dos!

—¡Pero es posible! ¿Tienes el valor de amenazarme aquí, en mi propio despacho?

—¡Se lo diré! —chillaba yo—. ¡Lo diré a todo el mundo! ¡Le hundiré! ¡Se lo juro, le hundiré!

Se reclinó en la silla, murmurando: —Bueno, esto es el colmo...

Durante unos instantes me miró de arriba abajo y, después, vi que su cabeza retrocedía, sumiéndose en las sombras, y, entonces, oí un sonido alto y agudo, como un grito de rabia. Cuando adelantó el rostro a la luz, vi que estaba riendo. Le miré fijamente durante unos segundos, después di media vuelta y me dirigí hacia la puerta. Antes de llegar oí que barbotaba:

—¡Espera, espera!

Me volví hacia él. El Dr. Bledsoe respiraba fatigosamente y tenía su gran cabeza apoyada en las manos. Por sus mejillas rodaban lágrimas. Al tiempo que se quitaba las gafas y se secaba los ojos, dijo:

—Vamos, vamos... Vamos, hijo mío.

Su voz tenía un tono entre divertido y conciliador. Aquella escena me causaba una impresión parecida a la que sentiría si a mitad de una novatada estudiantil de la que yo fuera víctima, me pidieran disculpas. El Dr. Bledsoe me contemplaba todavía estremecido por aquella violenta risa que le acometió momentos antes. Me di cuenta de que los ojos me escocían. Y le oí:

—Muchacho, eres un verdadero estúpido. Los blancos no te han enseñado nada, y la astucia de tu madre brilla por su ausencia. ¿Qué diantre os ocurre a los negros jóvenes? Yo pensaba que habíais aprendido a comportaros tal como aquí nos comportamos. Pero resulta que ni siquiera percibís la diferencia entre lo que la realidad es, y lo que la realidad debiera ser. —Suspiró—. Dios mío, ¿a dónde irá a parar nuestra raza? Mira, muchacho, puedes decirlo a quien quieras. Siéntate. ¡Siéntate te digo!

Me senté con repugnancia, dominado por contradictorios sentimientos de ira y fascinación, y despreciándome por obedecerle.

—Dilo a quien quieras. No me importa. No moveré ni un dedo para impedírtelo. No debo nada a nadie, hijo mío. ¿Crees que debo algo a los negros? ¿A los negros? Los negros no tienen influencia alguna en esta universidad, ni en nada, ¿todavía no te han explicado eso? Pues no, no ejercen ninguna influencia aquí. Y los blancos, tampoco. Ellos mantienen la universidad, pero soy yo quien la rige. Yo sé portarme como un negrazo ignorante, y decir "sí, señor, a mandar, señor", igual que cualquier campesino, cuando considero que puede ser útil, pero a pesar de esto yo soy el rey aquí, en la universidad. Poco me importa que a veces no parezca así. No es necesario hacer exhibiciones de poder. El poder confía en sí mismo, se protege a sí mismo, se justifica por sí mismo, inicia su actuación por sí mismo, se detiene por sí mismo y respira por sí mismo. Si alguna vez llegas a tener poder, lo sabrás. ¡Deja que los negros se rían de mí a hurtadillas, deja que los otros se rían a carcajadas en mis narices! La realidad es lo que antes te he dicho. Tan sólo pretendo complacer a los blancos importantes, e incluso en el caso de éstos yo ejerzo sobre ellos un dominio superior al que ellos ejercen sobre mí. Este es el mecanismo del poder, hijo mío. Y yo tengo bajo mi mano los botones de mando. Piensa un poco sobre estas cosas. Cuando te rebelas contra mí, te rebelas, en realidad, contra el poder, el poder de los blancos ricos, el poder de la nación, lo cual equivale al poder del estado, del gobierno.

Se calló durante unos segundos para permitir que sus palabras me penetrasen y se sedimentaran en mi mente. Y yo aguardé en silencio, embargado por una indignación fría y violenta. Volvió a hablar:

—Y, ahora, voy a decirte algo que tus profesores de sociología no se atreven a explicarte. Si no existieran hombres como yo al frente de universidades y escuelas como ésta, no habría eso que llamamos "el Sur". Ni tampoco lo que designamos como "el Norte". Y no habría nación, al menos tal como ahora la concebimos. Medita esto, hijo mío. —Rió—. Con tanto discurso y tanto estudio pensaba que algo habrías aprendido. Pero tú... En fin, igual da. Adelante con los faroles. Ve a ver a Norton. Entonces, descubrirás que Norton quiere que te castigue. Quizás él no lo sepa, pero en realidad éste es su deseo. Además, él sabe que yo sé defender sus intereses, que yo sé qué es lo que más le conviene. Hijo mío, tú no eres más que un negro de pocas luces, con cierta educación. Estas gentes blancas tienen diarios, semanarios, radios, portavoces de todo género para difundir e imponer sus ideas. Si desean decir una mentira al mundo, saben decirla tan bien que se convierte en verdad. Y si yo les digo que mientes, ellos dirán ante todo el mundo que tú mientes, aunque tú demuestres que dices la verdad. Y será así porque mi mentira será la clase de mentira que ellos desean y necesitan...

De nuevo volvió a soltar su risa alta y aguda.

—Tú no eres nadie, hijo. Tú no existes. ¿No te das cuenta? ¿No lo comprendes? Los blancos dicen a todo el mundo el modo en que es preciso pensar. A todo el mundo, menos a individuos como yo. Y yo soy quien dice a los blancos cómo deben pensar. Esta es mi tarea: decir a los blancos de qué modo deben pensar con respecto a realidades que yo conozco bien. ¿Te sorprende, verdad? Pues así es. Escúchame, no fui yo quien organizó las cosas y, por otra parte, me consta que no puedo alterar esta organización. Pero yo he alcanzado un buen lugar en ella, y haré cuanto esté en mi mano para que todo negro que pretenda quitarme el sitio sea ahorcado, al amanecer, en un pino.

Me miraba rectamente a los ojos y hablaba con voz intensa y sincera, como si hiciera una confesión, una fantástica revelación que yo no podía creer, ni tampoco negar. A lo largo del espinazo me resbalaban lentamente, con la lentitud del avance del glaciar, frías gotas de sudor.

—Te hablo muy seriamente, hijo. Para llegar a donde ahora estoy, tuve que ser fuerte y voluntarioso, tuve que esperar con paciencia, planear detalladamente y lamer muchas manos... Sí, tuve que interpretar el papel de negrazo. —Se detuvo. Y añadió, con orgullo—: ¡Sí, ciertamente! Ni siquiera sostengo que valiera la pena realizar tantos esfuerzos; sin embargo, aquí estoy, y no pienso abandonar mi sitio. Una vez se ha ganado el juego, se recoge el premio, y se guarda, y se protege. No hay otra cosa que hacer. —Encogió los hombros con resignación—. Los hombres envejecen en la lucha para conquistarse un buen sitio, hijo. Así es que, adelante. Anda, ve y cuenta tu historia. Enfrenta tu verdad con mi verdad, y no olvides que lo que antes te he dicho es la verdad, la verdad dominante. Si no lo crees, pruébalo. Cuando inicié mi carrera, era yo un muchacho...

Dejé de escucharle. Tan sólo veía el reflejo de la luz en los discos de vidrio de sus gafas, los discos que ahora parecían flotar en un repulsivo mar de palabras. Verdad, verdad, verdad, ¿qué era la verdad? Nadie, ni siquiera mi madre, me creería si les explicaba mi historia. Y mañana, ni siquiera yo mismo la creería. No, ni siquiera yo... Miraba con desesperación el tablero del escritorio. Después, alcé la vista y la fijé en la vitrina que contenía aquellas rituales copas con varias asas, para el brindis de la amistad. Sobre la vitrina, un retrato del Fundador nos miraba con expresión neutra.

Bledsoe reía:

—¡Tus brazos son demasiado cortos para boxear conmigo, hijo! Y, en muchos años, no me he visto obligado a meter, en cintura, de veras, a un negro. —Se puso en pie, añadiendo—: Ya no son tan batallones como solían.

En aquellos instantes, apenas podía moverme. Sentía un nudo en el estómago, y me dolían los riñones. Tenía las piernas insensibles. Durante los últimos tres años, me había creído un hombre, pero ahora unas breves palabras me habían convertido en un indefenso niño de teta. Con esfuerzo, me puse en pie.

Me miró como si se dispusiera a echar una moneda al aire, para tomar una decisión según saliera cara o cruz:

—Espera un instante, hijo. Tu carácter me gusta. Eres un luchador, y eso me gusta. Pero te falta discernimiento, y esto puede ser la causa de tu ruina. He aquí la razón por la que debo castigarte. Ya sé lo que ahora sientes. No quieres volver a casa humillado, lo comprendo. Y ello se debe a que tienes unas vagas nociones sobre la dignidad. Pese a mi oposición, estas nociones están ocultas, subyacentes, en la mentalidad de muchos profesores teorizantes y de los idealistas educados en el Norte. Sí, ya imagino que has recibido la ayuda de algunos blancos, y ahora no quieres volver y enfrentarte con ellos, porque para un negro nada hay más amargo que la humillación inflingida por los blancos. Sé todo cuanto hace falta saber, a este respecto: este viejo profesor también ha sido insultado, humillado y escarnecido. Ahora clamo contra eso en la capilla, pero también lo he vivido. En fin, confío en que superarás estas dificultades. Ser así constituye una insensatez, se paga caro, y resulta un equipaje muy pesado para andar por la vida con él a la espalda. Deja que los blancos se preocupen del orgullo y la dignidad. Y tú procura saber quién eres y cuál es tu verdadero sitio y, después, adquiere poder, influencia y relaciones con gentes importantes. Cuando lo tengas, quédate en la sombra, y utiliza tu fuerza.

Apoyado en el respaldo de la silla, me preguntaba: ¿Hasta cuándo me quedaré aquí, dejando que se ría de mí? ¿Hasta cuándo? El Dr. Bledsoe decía:

—Eres un gallito, un luchador de nervio, pero nuestra raza necesita luchadores tenaces, astutos y desengañados. Por esto, estoy dispuesto a tenderte la mano. Aunque quizá creas que te tienda la mano izquierda, después de haberte golpeado con la derecha, en el supuesto de que estés convencido de que soy hombre que ejerce el mando con la derecha, lo cual no es cierto. Pero eso no importa, puedes creer lo que quieras. Vete, vete y pasa el verano en Nueva York. Allí, te guardas el orgullo en el bolsillo, el orgullo y también el dinero, y te ganas la matrícula del próximo curso, que pagarás con tus ahorros. ¿Comprendido?

Incapaz de hablar, afirmé con una sacudida de la cabeza, mientras mil ideas cruzaban mi mente en un intento de comprender su actitud, de armonizar lo que acababa de decirme con lo que antes me había dicho.

—Te entregaré unas cuantas cartas de recomendación para amigos de la universidad, a fin de que te den trabajo. Pero procura emplear tu buen juicio, mantén los ojos abiertos y amóldate a las circunstancias. Si no cometes ningún disparate, entonces, quizás... En fin, ya veremos. Todo depende de ti.

Calló y se puso en pie, quedando ante mí, alto, corpulento, negro, con los dos discos de cristal en los ojos. En tono seco, oficial, añadió:

—Y esto es todo, joven. Le doy dos días para arreglar sus asuntos aquí, en la universidad.

—¿Dos días?

—¡Dos días!

Bajé las escaleras, salí fuera, y seguí el sendero, al que llegué en el momento preciso en que no pude evitar doblarme por la cintura, junto a un árbol. Allí vacié mi estómago. Al enderezarme miré al cielo, entre las copas de los árboles. Lo vi como una alta y fresca bóveda, y en él vacilaba la imagen de la luna, descompuesta en dos. Mi visión alterada doblaba las imágenes. Inicié el camino hacia el edificio en que estaba mi dormitorio, y anduve tapándome un ojo con la mano para evitar tropezar con los árboles y faroles que se interponían en mi camino. Seguí adelante, sintiendo el sabor de la bilis en la boca, mientras pensaba que afortunadamente era de noche y no encontraría en mi camino gente que me viera en aquel lamentable estado. Sentía un intolerable ardor de estómago. Desde algún lugar del silencioso recinto universitario, llegó hasta mí el sonido de unos antiguos blues para guitarra, arrancados de un piano desafinado, las notas de los blues me llegaban en una vibración ondulante y perezosa, como el eco del silbido de un tren desolado. Otra vez me rodó la cabeza, y, en esta ocasión, vomité sobre el tronco de un árbol, y oí el sonido del líquido al caer en las floridas enredaderas a su alrededor.

Al reemprender el camino, sentí que la cabeza me daba vueltas y vueltas. Y en mi mente desfilaron los acontecimientos del día. Trueblood, Mr. Norton, el Dr. Bledsoe y el Golden Day giraban en mi imaginación, en un torbellino surrealista. Me detuve en mitad del sendero, con la mano en el ojo, intentando borrar de mi mente aquellas imágenes, pero el constante recuerdo de la decisión tomada por el Dr. Bledsoe me lo impedía. EI eco de sus palabras estaba todavía en mi mente, como una realidad insoslayable, irreversible. Cualquiera que fuese la responsabilidad que yo hubiera tenido en lo ocurrido, sabía que se me consideraba culpable, y que sería expulsado. Y sólo pensar en ello me producía el efecto de una puñalada en el estómago. Y allí, en el sendero iluminado por la luna, intentaba representarme las futuras consecuencias de mi expulsión, procuraba imaginar la satisfacción que experimentarían aquellos que habían envidiado mi éxito, la vergüenza y desencanto de mis padres. Jamás podría superar aquel fracaso. Mis amigos blancos considerarían que les había defraudado. Y, entonces, recordé el miedo que dominaba a aquellos que carecían de la protección de blancos poderosos.

¿Cómo pudo ocurrirme aquello? Yo había seguido sin el menor desvío el camino que me habían señalado, había procurado en todo momento comportarme como de mí se esperaba y, sin embargo, al final del camino no encontré el premio previsto, sino que allí estaba, andando a tumbos por el sendero, con la mano en un ojo para evitar romperme la crisma al tropezar con cualquier objeto sobradamente conocido que mi visión deformante pusiera en mi trayecto. Y en aquellos instantes, como última gota que hace rebosar el vaso de la amargura, se me apareció súbitamente en la oscuridad la imagen de mi abuelo, con una triunfal sonrisa en el rostro. Aquello fue superior a mis fuerzas. A pesar de la angustia y de la rabia, comprendí que la única forma de vivir por mí conocida era aquella en que había vivido hasta el momento, y también sabía que las gentes como yo no tenían otros medios para alcanzar el éxito que aquellos por mí conocidos. Tan compenetrado estaba con este modo de vida, que forzosamente debía plegarme a las consecuencias implícitas en él y ponerme de acuerdo conmigo mismo. En caso contrario, tendría que reconocer que mi abuelo llevaba razón. Y esto jamás lo haría porque, pese a que seguía considerándome inocente de lo ocurrido, vi que el único camino que me permitiría enfrentarme permanentemente con el mundo de Trueblood y del Golden Day consistía en asumir la responsabilidad de los hechos. Llegué a convencerme de que yo había infringido las normas imperantes y, en consecuencia, debía aceptar el castigo correspondiente. Me decía: El Dr. Bledsoe tiene razón, tiene razón; es preciso proteger a la universidad y cuanto ella representa. No había otro camino, y por muy doloroso que ello me resultara, pagaría mi deuda lo antes posible, y volvería a la universidad para proseguir los estudios.

En el dormitorio, conté mis ahorros, que ascendían a unos cincuenta dólares, y decidí partir para Nueva York cuanto antes. Si el Dr. Bledsoe mantenía su promesa de ayudarme a obtener trabajo, tendría dinero suficiente para pagar mi pensión en Men's House, lugar éste del que me habían hablado algunos compañeros que habían vivido allí durante las vacaciones de verano. Decidí salir de la universidad el día siguiente por la mañana.

Mientras mi compañero de habitación sonreía y murmuraba palabras entre sueños, yo hice las maletas.

Al día siguiente, por la mañana, estaba yo en pie antes de que tocaran diana. Y cuando el Dr. Bledsoe cruzó la antesala para entrar en su despacho, yo ya le esperaba sentado en un banco. Avanzó hacia mí a pasos silenciosos; llevaba abierta la chaqueta de sarga azul, mostrando una pesada cadena de oro que cruzaba el chaleco. Pasó sin mirarme. Cuando llegó a la puerta del despacho, dijo:

—Muchacho, no he alterado mi decisión con respecto a ti, ni pienso alterarla.

—No he venido para eso, señor.

Rápidamente dio media vuelta, y me miró, intrigado.

—Bien, si es así, entra y expón el asunto que te trae. Tengo muchas cosas que hacer.

En pie ante su escritorio, le vi colgar el sombrero en un viejo perchero de bronce. Se sentó ante mí, unió las yemas de los dedos de una mano con los de la otra, y con un movimiento de la cabeza me indicó que comenzara a hablar.

Sentía ardor en los ojos, y mi voz me pareció irreal:

—Quisiera irme esta mañana, señor.

Parpadeó, y dijo:

—¿Por qué hoy? Te di plazo hasta mañana. ¿A santo de qué tanta prisa?

—No es prisa, señor. De todos modos tendré que irme, así es que prefiero ganar tiempo. Quedarme hasta mañana no serviría para nada.

—Efectivamente, de nada serviría. Tu decisión me parece sensata, y te doy permiso para irte. ¿Qué más?

—Eso es todo, salvo que también quisiera decirle que me arrepiento de lo que hice y que no guardo ningún rencor. Lo hice sin mala intención, pero estoy de acuerdo con el castigo.

Separó y volvió a unir varias veces las yemas de sus gruesos dedos, en mesurado movimiento, mientras su rostro permanecía inexpresivo.

—Este es el comportamiento correcto —dijo—. En otras palabras, no quieres convertirte en un resentido, ¿no es eso?

—Sí, señor.

—Bien, veo que comienzas a aprender. Eso es bueno. Nuestro pueblo debe aprender a aceptar la responsabilidad, y a evitar el resentimiento. —Alzó la voz, henchida de aquella convicción que alentaba en sus discursos en la capilla—. Hijo mío, si evitas el resentimiento nada podrá impedirte alcanzar el triunfo. Recuérdalo.

—Lo procuraré, señor.

Se me hizo un nudo en la garganta, mientras esperaba que abordara por propia iniciativa el tema de las recomendaciones para obtener trabajo. Pero en vez de hacerlo, me miró con impaciencia, y dijo:

—¿Bien? Tengo muchas cosas que hacer, y ya te he dado el permiso que pedías.

—Quisiera pedirle un favor, señor...

—¿Un favor? —dijo en tono desconfiado—. Eso es ya otro asunto. ¿Qué clase de favor?

—No es nada de gran importancia, señor. Usted indicó que quizá me pondría en relación con alguno de los protectores de la universidad para que me dieran trabajo. Estoy dispuesto a trabajar en cualquier cosa.

—¡Ah, sí! Claro, desde luego.

Durante unos instantes adoptó actitud meditativa. Su vista parecía estudiar los objetos sobre la mesa. Posó suavemente el índice en la argolla de esclavo, y dijo:

—Bien, bien. ¿A qué hora proyectas irte?

—En el primer autobús, si puedo.

—¿Has hecho ya las maletas?

—Sí, señor.

—Muy bien. Coge las maletas y vuelve aquí dentro de treinta minutos. Mi secretaria te dará unas cuantas cartas dirigidas a varios amigos de la universidad. Uno u otro te ayudará.

—Gracias, señor. Muchas gracias.

Se puso en pie y dijo:

—De nada. La universidad procura ayudar a los suyos. Sólo una advertencia: las cartas irán en sobres cerrados, no los abras, si es que quieres que te ayuden. Los blancos se fijan mucho en estos detalles. Serán cartas de presentación y solicitud de trabajo para ti. Ten la certeza de que diré en ellas lo que más te pueda favorecer, así es que no hay razón para que las abras. ¿Comprendido?

—Nunca se me hubiera ocurrido abrirlas, señor.

—Muy bien. La señorita las tendrá dispuestas cuando vuelvas. ¿Ya has informado a tus padres de lo ocurrido?

—Todavía no. Sería darles un disgusto demasiado gordo decirles ahora que he sido expulsado. Les escribiré cuando esté allá y tenga trabajo.

—Sí, quizá sea mejor.

—Bien... Adiós, señor —dije, tendiéndole la mano.

—Adiós.

Su mano era grande y sorprendentemente inanimada.

Cuando yo daba la vuelta para irme, pulsó un timbre. En la puerta me crucé con su secretaria.

Cuando volví a la oficina del rector, las cartas ya estaban dispuestas. Había siete, dirigidas a hombres con apellidos impresionantes, Busqué el nombre de Mr. Norton, pero no lo hallé. Guardé cuidadosamente las cartas en el bolsillo interior de la chaqueta, cogí las maletas y salí corriendo en busca del autobús.