CAPÍTULO 7

Aunque la oficina de la empresa de autobuses estaba desierta, con sólo un empleado vestido de uniforme gris, que barría la sala de espera, en la ventanilla ya despachaban billetes. Compré el mío y subí al autobús. Únicamente iban en él dos pasajeros, sentados en la parte posterior del vehículo. Súbitamente, en el cerrado ámbito de tonos rojos, con el destello de las barras de metal niquelado, tuve la sensación de estar soñando. Uno de los dos pasajeros era el veterano de ayer, que me dirigía una sonrisa de reconocimiento. A su lado se sentaba un enfermero.

—Bienvenido, joven —me saludó. Y dirigiéndose al enfermero, añadió—: Fíjese, Mr. Crenshaw, incluso tendremos un compañero de viaje.

—Buenos días —contesté con desgana.

Y eché una ojeada en busca de un asiento alejado de ellos. A pesar de que el autobús iba vacío, no me quedó más remedio que sentarme junto a aquel par, ya que únicamente los últimos asientos estaban destinados a gente de color. Lo hice a disgusto debido a que el veterano había tenido una intervención penosamente destacada en unos hechos que yo intentaba borrar de mi memoria. El modo en que habló a Mr. Norton fue como un preludio de mi caída en desgracia, tal como yo había intuido en su momento. Ahora, tras aceptar el castigo, quería olvidar cuanto hiciera referencia a Trueblood y al Goldcn Day.

Crenshaw, hombre mucho más pequeño que Supercargo, me miró en silencio. No era el tipo de enfermero al que encomendaban la vigilancia de enfermos violentos, y esto me consoló, hasta que recordé que la única faceta violenta del veterano era su habla. Sus palabras ya me habían causado perjuicios, y deseaba de todo corazón que no la tomase con el conductor del autobús, que era blanco. En este caso, las consecuencias podían revestir la forma de un accidente mortal. De todos modos, ¿qué hacía el veterano en el autobús? ¿Era posible que el Dr. Bledsoe hubiera actuado tan velozmente? Dirigí la mirada al veterano, quien me preguntó:

—¿Cómo terminaron las aventuras de su amigo Mr. Norton?

—Bien, ya está bien.

—¿No padeció más desvanecimientos?

—No.

—¿Le echó una bronca por lo ocurrido?

—No, no me echó la culpa.

—Me alegro. Me parece que de todo lo que vio en el Golden Day yo fui el elemento que le afectó más seriamente. Luego pensé que quizá le había causado problemas a usted. Me alegro de que no haya sido así. Los cursos en la universidad no han terminado todavía, ¿verdad?

—No —contesté quitando importancia a mis palabras—. Me voy un poco antes de que terminen para comenzar a trabajar en un empleo.

—¡Magnífico! ¿En su tierra?

—No. Voy a Nueva York. Pensé que allí podría ganar más dinero.

—¡Nueva York! Nueva York no es una ciudad, es un sueño. Cuando yo tenía su edad, la ciudad de moda, para nosotros, era Chicago. Ahora, todos los muchachos negros escapan a Nueva York. Es el gran crisol de nuestro país. Cuando haya vivido más de tres meses en Harlem será usted otro hombre. Ya me lo imagino. Hablará de un modo distinto, pensará en obtener un doctorado, asistirá a conferencias en el Men's House... e incluso se hará amigo de unos cuantos blancos. Y, además... —Bajó la voz hasta convertirla en un confidencial susurro—: ¡Podrá bailar con muchachas blancas!

Alarmado, miré alrededor:

—Voy a Nueva York para trabajar. No creo que me quede tiempo para bailar.

—No se preocupe —me advirtió en tono malicioso—, ya encontrará tiempo para eso... En el fondo, está usted pensando en esa libertad que dicen que existe en el Norte, y querrá comprobar si lo que se dice es verdad.

—Hay otras clases de libertad —terció Crenshaw—, que no consisten precisamente en bailar con unos cuantos pendones blancos. Quizás el joven prefiera ver espectáculos, y cenar en buenos restaurantes.

El veterano sonrió:

—Desde luego, pero recuerde, amigo Crenshaw, que estará en Nueva York muy pocos meses. Y que se dedicará mayormente a trabajar, por lo cual su libertad será, en gran parte, teórica. Y, entonces, ¿cuál va a ser el símbolo de libertad más accesible? Evidentemente, una mujer. En veinte minutos podrá depositar en este símbolo toda la libertad que sus ocupaciones le impedirán gozar. Seguro, seguro.

Intenté desviar la conversación hacia otros temas. Le pregunté:

—¿A dónde se dirige?

—Voy a Washington.

—¿Está ya curado?

—¿Curado? Soy incurable.

—Le trasladan a otra institución —dijo Crenshaw.

—Así es, voy a Santa Isabel. Los caminos del ejercicio de la autoridad son verdaderamente inescrutables. He estado pidiendo en vano que me trasladaran y, de repente, esta mañana me han dicho que hiciera las maletas para salir inmediatamente. Me pregunto si nuestra amena conversación con Mr. Norton tiene algo que ver con mi traslado.

Recordé la amenaza del Dr. Bledsoe, y dije:

—No veo ninguna relación entre una cosa y otra.

—Claro, y lo ocurrido ayer tampoco tiene nada que ver con el hecho de que esté usted viajando en este autobús, ¿verdad?

Guiñó un ojo. Su mirada adquirió brillo:

—Olvide lo que acabo de decirle. Pero, por el amor de Dios, procure ver algo más que la superficie de las realidades. Joven, debe usted salir de esta nube en la que vive. Y recuerde que, para tener éxito no es necesario ser un perfecto imbécil. Siga las reglas del juego, pero no crea en ellas. Es una obligación que tiene para consigo mismo, incluso si ello le conduce, a fin de cuentas, a verse metido en una camisa de fuerza, o encerrado en una celda acolchada.

Juegue el juego, pero juegue a su modo, al menos de vez en cuando. Aprenda las leyes que rigen el funcionamiento del juego, pero también las que rigen su propio y personal funcionamiento. Me gustaría tener tiempo para explicarle estas cosas. En realidad somos un pueblo de cobardicas. Incluso es posible que un hombre como usted gane en este juego. Es un juego muy primario, verdaderamente propio de tiempos anteriores al Renacimiento. Y este juego ha sido estudiado, analizado y expresado en libros. Pero esa gente ha olvidado poner los libros a buen recaudo, lo cual constituye su gran oportunidad. Está usted en una posición ventajosísima, mejor dicho, lo estaría si supiera que está en ella. Ellos ni siquiera se fijarán en usted, porque creen que ya han previsto todas las eventualidades...

—¿Y quién diablos son esos "ellos" de que tanto habla?

—le interrumpió Crenshaw.

Las palabras de Crenshaw irritaron al veterano.

—¿Ellos? Pues, ellos. Esos de que siempre hablamos, los blancos, la autoridad, los dioses, el hado, las circunstancias... Esas fuerzas que tiran de los cordeles que nos hacen bailar como títeres, hasta el momento en que no queremos bailar más. Ellos son este hombre importante que nunca es lo que uno cree que es.

Crenshaw torció el gesto.

—Habla usted demasiado. Habla, habla, y no dice nada.

Mientras enrollaba, convirtiéndolo en un cilindro, el periódico que tenía sobre las rodillas, el veterano dijo:

—Tengo muchas cosas que decir, Crenshaw. Expreso en palabras realidades que muchos hombres intuyen y sienten, aunque sea de un modo vago. También es cierto que soy un irrefrenable parlanchín, pero no soy un tonto, sino más bien un payaso. Usted, Crenshaw, no se da cuenta de lo que ocurre. ¡Nuestro joven amigo va al Norte, por primera vez en su vida! ¿Es la primera vez, verdad?

—Efectivamente.

—Claro. ¿Ha estado usted alguna vez en el Norte, Crenshaw?

—He estado en todo el país. Sé cómo se porta la gente en cada litio, y también sé comportarme. Y no olvide que usted no va al Norte, usted va a Washington que, en el fondo, no es el Norte sino una ciudad sureña más.

—Sí, ya lo sé —dijo el veterano—. Pero no pensaba en mí, sino en el muchacho. Va hacia la libertad, solo y a la luz del día. Recuerdo los tiempos en que los muchachos de su edad tan sólo se atrevían a hacerlo después de cometer un delito, o de ser acusados de haberlo cometido. Y en vez de emprender el viaje a la luz del día, se iban en la oscuridad de la noche. Y tenían tanta prisa que el autobús les parecía demasiado lento, ¿no era así, Crenshaw?

Los dedos de Crenshaw, ocupados en quitar la envoltura de una barra de chocolate, se detuvieron. Lanzó una penetrante mirada al veterano, y dijo:

—¿Por qué he de saberlo?

—Lo siento, Crenshaw. Pensé que siendo usted un hombre con experiencia...

—Yo no he tenido esta clase de experiencia. Fui al Norte porque quise, por propia voluntad.

—¿Y nunca oyó hablar de casos como los que antes he dicho?

—Oír hablar no es lo mismo que tener experiencia.

—No, claro. Pero como sea que en la libertad siempre concurre un elemento criminoso...

—¡En mi vida he cometido un delito!

—Yo no he dicho eso. Discúlpeme y olvídelo.

Crenshaw, enojado, mordió la barra de chocolate y, con la boca llena, murmuró:

—A ver si le entra pronto la depresión, quizás entonces no hable tanto.

El veterano comentó, burlón:

—Sí, doctor. No tardaré en estar deprimido, pero mientras usted come chocolate, permítame filosofar por mi cuenta. Me divierte.

—Deje ya de presumir de haber recibido una buena educación. Al fin y al cabo, está usted sentado, igual que yo, en los asientos para negros. Y, además, usted es un loco.

El veterano, dirigiéndose a mí, guiñó un ojo, y siguió hablando torrencialmente. El autobús se puso en marcha, al fin. Mientras recorría la carretera que reseguía el contorno de la universidad, dirigí a ésta una mirada de nostálgica despedida. Volví hacia atrás la cabeza, y vi retroceder la universidad, al través del cristal de la ventana trasera. El sol iluminaba las copas de los árboles y bañaba los bajos edificios, los ordenados campos. Segundos después, aquel paisaje desaparecía de mi vista. En menos de cinco minutos la porción de tierra que, para mí, representaba el mejor de los mundos, había desaparecido, quedando perdida en la geografía de tierras incultas. Mi vista quedó orientada hacia un lado, fija en la tierra junto a la carretera. Vi una serpiente mocasín arrastrándose rápidamente sobre el cemento, para ocultarse, luego, bajo la tubería de hierro que corría paralela a la carretera. Contemplaba el paso de los campos de cultivo de algodón, y de las cabañas, desfilando hacia atrás, y tenía la noción de adentrarme en terreno desconocido.

El veterano y Crenshaw se preparaban para el transbordo en la próxima parada. En el momento de partir, el veterano me puso la mano en el hombro, me miró con amor y comprensión y, sonriendo, cual era costumbre en él, me dijo:

—Este es el momento de darle consejos paternales, amigo. Sin embargo, no voy a hacerlo, puesto que no me considero padre de nadie, excepto de mí mismo. Quizá éste sea el consejo más adecuado: sea usted padre de sí mismo. Y recuerde que el mundo ofrece posibilidades únicamente cuando uno sabe descubrirlas. Por último, apártese de los misters Nortons, y si no comprende lo que quiero decir, piense en ello y lo comprenderá. Adiós y buena suerte.

Le contemplé mientras, siguiendo a Crenshaw, atravesaba un grupo de viajeros que se disponían a subir a mi autobús. Era una figura rechoncha y cómica que se volvió hacia mí para agitar la mano en el aire a modo de despedida. Luego, penetró en el edificio de ladrillos rojos de la terminal, desapareciendo de mi vista. Lancé un suspiro de alivio, y me recliné en el asiento. Pero cuando los viajeros hubieron subido, y el autobús hubo reemprendido la marcha, me sentí triste y terriblemente solo.

Hasta que comenzamos a cruzar los campos de Jersey, no recobré el optimismo. Entonces, con el renacer de la confianza en mí mismo, intenté planear la distribución de mi tiempo para cuando estuviera en el Norte. Trabajaría intensamente, y rendiría tan excelente servicio a mi patrono que éste sepultaría al Dr. Bledsoe bajo un alud de informes favorables a mi persona. Ahorraría y, en otoño, regresaría a la universidad, rebosante de cultura adquirida en Nueva York. Entonces, me convertiría en el alumno más destacado y popular. En Nueva York, procuraría presenciar los debates públicos del Ayuntamiento, que antes tan sólo había podido oír por radio. Y aprendería los trucos de los más brillantes oradores municipales. Además, procuraría sacar el mejor partido posible de las personas para quienes llevaba cartas de presentación. En mis entrevistas con ellos, haría uso de mis mejores modales. Hablaría en voz baja y segura, con perfecta pronunciación; sonreiría obsequiosamente, y con cortesía exquisita; y no olvidaría, en el caso de que él ("él" equivalía a cualquier hombre importante) abordara un tema (yo jamás tomaría la iniciativa, a este respecto) que yo no dominara, darle la razón en todo, y sonreír. Llevaría los zapatos bien lustrados, el traje recién planchado, el cabello cuidadosamente peinado (sin excederme en el uso de brillantina) y con raya a la derecha, las uñas relimpias, y los sobacos desodorizados (sería preciso cuidar el menor detalle), ya que no iba a permitir que "ellos" creyeran que todos nosotros olíamos mal. Pensar en las relaciones que entablaría me causaba una sensación de refinamiento, de mundanidad, que me hacía sentir optimista, ligero, alado, especialmente cuando rozaba con las puntas de los dedos las siete importantes cartas en mi bolsillo.

Con la vista ausente, fija en el móvil paisaje, estuve inmerso en mis ensueños, hasta que levanté la cabeza y vi a un inspector de la compañía de autobuses, contemplándome con el ceño fruncido:

—Chico, si vas a bajar aquí, mejor será que te des prisa.

—Sí, sí, señor. ¿Cómo podría ir a Harlem? —dije, poniéndome de pie.

—Fácil. Ve hacia el Norte, recto.

Mientras agarraba las maletas y la cartera que me habían dado como premio, cuyo cuero brillaba tan intensamente como en la noche de la Lucha Real, el inspector me dijo dónde encontraría la estación del metro. Después, me abrí paso a través de la multitud.

Al llegar a la estación del metro, me envolvió la multitud nerviosa y hormigueante. Un empleado gigantesco, del tamaño de Supercargo, con uniforme azul, me empujó dentro del vagón, y me presionó, maletas incluidas, contra la multitud que lo atestaba. En las apreturas del metro, tuve la impresión de que todos hubieran quedado con la cabeza al revés, es decir, mirando hacia atrás, y con los ojos saltándoseles de las órbitas, en aquella expresión de los pollos cuando quedan paralizados por algo que les atemoriza. La puerta se cerró violentamente, rozando mis espaldas, y quedé incrustado en el cuerpo de una mujer corpulenta, vestida de negro, que me sonrió sacudiendo la cabeza, mientras yo contemplaba horrorizado una gran peca que destacaba en la oleaginosa blancura de su piel, igual que una negra montaña en un paisaje mojado por la lluvia. Y en ningún momento dejaba de sentir a lo largo de mi cuerpo la gomosa blandura de las carnes de la mujer. No podía retroceder, ni ponerme de lado, ni dejar las maletas en el suelo. Estaba inmovilizado junto a ella, tan cercano a su cuerpo, que si inclinaba ligeramente la cabeza mis labios se encontrarían con los suyos. Ansiaba con toda mi alma levantar las manos al aire, para demostrarle que mi proximidad era involuntaria. Temía que, de un momento a otro, la mujer comenzara a chillar. Al fin, el metro arrancó y pude liberar el brazo izquierdo. Me llevé la mano a la solapa, que agarré como si fuera mi última esperanza de salvación, y cerré los ojos. El metro avanzaba velozmente, rugía y se balanceaba impulsando mi cuerpo sobre el de la mujer. Cuando furtivamente miré a mi alrededor, vi que nadie me prestaba la menor atención. E incluso la propia mujer parecía ausente, sumida en meditación. Por unos instantes me pareció que el tren corriera cuesta abajo, luego se detuvo súbitamente y me sentí expelido fuera de él, sobre el andén, como si fuera un extraño objeto de una ballena enloquecida echa de su vientre en un vómito. Arrastrando las maletas, avancé junto con la multitud, subí las escaleras y me hallé en la calle, en una calle ardiente. Poco me importaba el lugar en que me encontraba, pues había decidido olvidar el metro y recorrer a pie el resto de mi camino.

Me quedé unos instantes ante el escaparate de una tienda, fija la vista en mi imagen reflejada en el cristal, intentando serenarme tras el viaje en estrecho contacto con el cuerpo de la mujer. Mis ropas estaban húmedas y me sentía desmadejado. Pero me repetía una y otra vez: Estás en el Norte, ahora estás en el Norte, estás en el Norte. Sí, pero, ¿qué hubiera ocurrido si la mujer se hubiese puesto a chillar...? La próxima vez que utilizara el metro, entraría en él con las manos en las solapas, y no las movería de allí hasta el instante de apearme. Estas situaciones seguramente provocaban constantes disturbios en Nueva York. ¿Por qué no lo publicaban los periódicos?

Jamás había visto a tantos negros en un paisaje de edificios de cemento, anuncios luminosos, escaparates y denso tráfico. No, ni siquiera en ocasión de mis viajes, con el equipo de coloquios y controversias culturales, a Nueva Orleáns, Dallas y Birmingham. Los negros, aquí, se veían por doquier. Tantos eran, y se movían con tal nerviosismo y ansiedad, que pensé por un momento que se dirigían a algún lugar en que se celebraba una fiesta popular, o quizás a unirse a un grupo de amotinados. Incluso vi a muchachas negras, tras los mostradores de las tiendas. Y al llegar a un cruce, tuve la increíble sorpresa de ver a un guardia negro dirigiendo el tránsito. Y al volante de muchos automóviles había conductores blancos que obedecían las señales del guardia negro, como si fuese la cosa más natural del mundo. Ciertamente, había oído contar esas cosas, pero ahora me daba cuenta de que eran realidad, una realidad tangible. Sentí renacer mis ánimos. Estaba, verdaderamente, en Harlem. Todas las historias que había oído sobre aquella ciudad independiente y separada dentro de otra ciudad, acudieron a mi memoria. El veterano tenía razón: para mí, aquello no era una ciudad formada por realidades, sino por sueños. Y quizá se debía a que siempre pensé que mi vida discurriría sin rebasar los límites del Sur. Y en aquellos instantes, mientras avanzaba por entre la multitud, se formaba en mi mente, pálidamente esbozado, un nuevo mundo de posibilidades, un nuevo mundo que yo percibía como una débil voz, apenas audible en la barahúnda de sonidos ciudadanos. Caminaba manteniendo los ojos abiertos de par en par, en un intento de absorber aquel diluvio de nuevas impresiones. Hasta que me detuve, y quedé allí, paralizado.

Le tenía ante mí, iracundo y vociferante. Al oírle, experimenté el mismo sobresalto y miedo que sentí cuando, siendo yo niño, el grito de mi padre me reveló que había sido cogido en falta, de sorpresa. Tuve una sensación de vacío en el estómago. Frente a mí, un grupo casi impedía el paso por la acera, y en medio, algo elevado, desde una escalera de mano, adornada con pequeñas banderas norteamericanas, un hombre bajo y cuadrado gritaba airadamente:

—¡Les echaremos! ¡Fuera con ellos!

Una voz le interpeló:

—¡Díselo, Ras! ¡Díselo claro a esa gente, Ras!

Y el hombre pequeño y cuadrado sacudió furiosamente el puño sobre los rostros alzados que le contemplaban, y gritó algo en entrecortadas palabras de acento trinitario que provocaron un amenazador rugido de la multitud. Parecía que de un momento a otro fuese a estallar una revuelta contra alguien cuya identidad yo ignoraba.

Estaba desconcertado, tanto por el efecto que la voz de aquel hombre había producido en mí, como por la evidente ira de la multitud. Nunca había visto a tantos negros mostrar públicamente su descontento. Sin embargo, mucha gente pasaba junto al grupo, sin dedicarle siquiera una mirada. Y, al seguir mi camino, vi a dos policías blancos que hablaban y reían tranquilamente, como si uno de ellos hubiera contado al otro una graciosa historieta. Y cuando los hombres en camisa que formaban el grupo, lanzaron un unánime grito de iracunda conformidad con las palabras del orador, los policías tampoco se dignaron prestarles atención. Me parecía increíble. Me quedé contemplando boquiabierto a los policías, con las maletas en el suelo, hasta que uno de ellos se fijó en mí, y atizó un codazo al otro, que perezosamente masticaba chicle. El primero dijo:

—¿Se ofrece algo, muchacho?

—Me preguntaba si... —dije, antes de que pudiera recobrarme de la sorpresa.

—¿Qué?

—Me preguntaba si voy bien para llegar a Men's House.

—¿Y eso es todo?

—Sí, señor —tartamudeé.

—¿Estás seguro?

—Sí, señor.

—Es forastero —dijo el otro. Y preguntó—: ¿Recién llegado, muchacho?

—Sí, señor. Acabo de salir del metro.

—¿Y quieres andar con tiento, y no meterte en líos? ¿No es eso?

—Sí, señor. Con mucho tiento.

—Así está bien. A ver si es verdad.

Y me indicó el camino para ir a Men's House.

Le di las gracias y eché a andar apresuradamente. Las palabras del orador eran más y más violentas. Ahora se refería al gobierno. El contraste entre la indiferencia de la calle y la pasión del orador, daba a la escena una extraña nota de incongruencia. Me alejé teniendo buen cuidado de no mirar atrás, no fuera que viese el inicio de una revuelta.

Llegué sudando a Men's House y subí inmediatamente al dormitorio. Decidí conocer y digerir Harlem poquito a poco.