CAPÍTULO 5

Al toque de vísperas, me dirigí hacia la capilla, cruzando los terrenos de la universidad, entre grupos de estudiantes que caminaban despaciosamente y cuyas voces, arropadas por el crepúsculo, tenían en aquel instante un apacible sonido. Grabadas en mi memoria conservo las imágenes de los amarillentos globos de vidrio opaco que proyectaban siluetas débilmente dibujadas en sombras sobre la grava del sendero. Y recuerdo el desfile —hacia atrás— de ramas y follaje, sobre nuestras cabezas, en el aire del anochecer denso de aroma de verbena, madreselva y lilas, unido al frescor del verde revivir primaveral. Y recuerdo la inesperada armonía de las súbitas risas que estremecían el aire y viajaban en él sobre el césped, la armonía de risas femeninas, como un frágil campanilleo, alegres, espontáneas, ascendiendo hacia lo alto para, después, extinguirse como absorbidas rápida e inevitablemente, por la silenciosa solemnidad del aire de la hora de vísperas, en el que vibraba el sombrío doblar de las campanas. ¡Dong! ¡Dong! ¡Dong! Más allá del rumor del sereno caminar cerca de mí, oía el sonido de pasos apresurados en las galerías de los distantes edificios, encaminándose hacia los senderos, y también los pasos de los senderos hacia los caminos de asfalto flanqueados de encaladas piedras que comunicaban su oculto mensaje a los hombres y mujeres, chicos y chicas, que se dirigían al lugar en que los visitantes aguardaban. No íbamos a la capilla para rendir culto, sino para ser juzgados. Y así era incluso allá, en aquel aquí, mientras el crepúsculo se deslizaba sobre la tierra, bajo el profundo azul oscuro del cielo. En aquel aquí animado por las rápidas y curvas trayectorias de los vencejos, y el vuelo bajo y dubitativo de las alevillas. Incluso en aquel aquí, en aquel actualismo de la noche todavía no iluminada por la luna que, teñida de rojo, asomaba tras la capilla, como un sol caído de lo alto, y que centraba su luminosidad no en este actual crepúsculo de aleteantes murciélagos, ni tampoco en la noche —más allá, futura— de grillos y chotacabras, sino en un lugar más cercano a ella, en el lugar al que nosotros convergíamos. Y ya avanzábamos con rígido caminar, envarados los cuerpos, en silencio, como si desfiláramos y nos exhibiéramos, pese a la oscuridad, ante la luna, ante aquella luna que parecía un ojo de hombre blanco, inyectado en sangre.

Y yo avanzaba aún más rígidamente que los demás, con el ánimo predispuesto para el juicio. Mientras las vibraciones de las campanas de la capilla estremecían las últimas capas de mi conciencia agitada, yo avanzaba como un predestinado hacia el núcleo de donde procedían. Y recuerdo la capilla, y el largo y bajo vuelo de sus aleros rojizos, como surgidos de la tierra, cual la luna ascendente. La capilla de muros pardos cubiertos de parras, que más parecían obra de la tierra que del espíritu humano. Y mi mente, en busca de paz, huía del actual crepúsculo de primavera, del aire impregnado de aromas, del tiempo de la crucifixión, para refugiarse en el espíritu imperante en el tiempo del nacimiento. Iba del toque de vísperas y el crepúsculo primaveral hasta el alba, blanca y clara luna de invierno, y hasta la luminosa nieve en los abetos, cuando no suenan campanas, sino que las voces del órgano y los trombones dicen canciones navideñas a las amplias extensiones cubiertas de nieve, y convierten el aire de la noche en un mar de cristal que cubre la tierra adormecida, y transmiten la revelación incluso al Golden Day y a la casa de locos. Sin embargo, en aquella actualidad del crepúsculo, yo me dirigía hacia las campanas que me anunciaban un destino irremediable, bajo la luna naciente, a través del aire denso de aromas florales.

Cruzo las puertas y avanzo en silencio en el ámbito suavemente iluminado, avanzo entre los duros bancos de líneas puritanas, en busca de aquel al que estoy destinado, para sentarme y aceptar su tortura. Allá, en la parte frontal del presbiterio con la brillante barandilla de latón, y, dentro, el púlpito, están las cabezas agrupadas en pirámide de los estudiantes del coro, los rostros voluntariamente inexpresivos, y sus cuerpos cubiertos de ropas blancas y negras, y sobre sus cabezas los tubos del órgano, oscuramente dorados, se elevan hacia el techo, en gótico orden jerárquico.

A mi alrededor se mueven los estudiantes de rostro transformado en impenetrable máscara solemne, y se me antoja oír ya las voces entonando mecánicamente las canciones que los visitantes gustan de escuchar. (¿Canciones amadas, quizá? No, exigidas. ¿Cantadas? No, la ritual aceptación de un ultimátum, un sometimiento que se recita porque imparte la paz, y quizá también amado. Amado tal como los derrotados aman los símbolos de los conquistadores, un gesto de aceptación de unas condiciones imperativamente impuestas y toleradas a regañadientes.) Y allí, rígido en mi asiento, recuerdo el transcurso de los atardeceres ante el amplio presbiterio, dominado, yo, por el miedo y el placer, y por el placer del miedo. Recuerdo los cortos sermones formalistas pronunciados desde este púlpito, en suave y matizada entonación, dotados de una tranquila certeza de la que estaba ausente la salvaje emoción que animaba a aquellos rudos predicadores que casi todos nosotros habíamos escuchado en nuestros pueblos, y de quienes nos sentíamos profundamente avergonzados. No, los actuales sermones nos producían el efecto de una fórmula simple y poderosa, que, para suscitar nuestras emociones y para consolarnos, sólo precisaba la lucidez de los tersos períodos oratorios y el adormecedor ritmo de las palabras multisilábicas. Y también recuerdo las peroratas de los oradores visitantes, todos ellos con el ansia de decirnos cuán afortunados debíamos considerarnos por formar parte de aquella "vasta" y formalista organización ritual, cuán afortunados por pertenecer a aquella familia situada al amparo de los peligros provinentes de cuantos vivían extraviados en la ignorancia y las tinieblas.

Allí, en aquel escenario se interpretaba el rito negro de Horatio Alger, siguiendo un libreto escrito por Dios mismo, con los millonarios interpretando el papel de sí mismos, con los millonarios que no se limitaban a representar el mito de su bondad, riqueza, éxito, poder, benevolencia y autoridad, armados con máscaras de cartón, sino que exhibían sus personas como concretas encarnaciones de aquellas virtudes. No se trataba del Pan y del Vino, sino de la Carne y la Sangre, vivas y vibrantes, aunque fuesen, en realidad, marchitas, viejas, próximas a la muerte. (Ante esto, ¿quién podía no tener fe? ¿Acaso cabía la menor sombra de duda?)

Y también recuerdo nuestra actitud ante aquellos otros, ante las gentes como las que me habían enviado a este Edén, a quienes nosotros conocíamos pero no reconocíamos, que eran seres familiarmente extraños, y que nos hacían llegar su mensaje mediante la sangre, la violencia, el ridículo, la torcida sonrisa condescendiente, y que nos exhortaban, amenazaban y atemorizaban con palabras primarias, descriptivas de las limitaciones de nuestras vidas, de la inmensa insensatez de nuestras aspiraciones, de la increíble locura de nuestra impaciencia por llegar todavía más alto. Eran gentes que, al hablar, suscitaban en mí la involuntaria visión de hilillos de saliva sanguinolenta deslizándose por sus barbillas, tal como se les desliza el jugo del tabaco que suelen mascar. Y en sus labios veía coágulos de leche surgidos de los marchitos pechos de millones de esclavas madres negras. Tenían un conocimiento agudo y malévolo de nuestro modo de ser, adquirido en nuestras propias fuentes, que vomitaban corrompido sobre nuestros rostros. Nos decían "vuestro mundo es así", y nos lo describían, y nos decían, ésta es vuestra tierra y vuestro horizonte, éstas vuestras estaciones y vuestro clima, ésta vuestra primavera y vuestro verano, y el otoño y la cosecha llegarán quién sabe cuándo, dentro de mil años quizás. Y en vuestra tierra padeceréis estos ciclones y estas riadas, y en ella nosotros seremos vuestro rayo y vuestro trueno. Y así debéis aceptarlo y amarlo, y aun cuando no lo améis, debéis aceptarlo. Debemos aceptarlo, incluso cuando aquellas gentes no estaban junto a nosotros, incluso cuando los hombres que construían ferrocarriles y buques y altas torres de cemento, estaban ante nosotros en carne y hueso, y podíamos oír sus voces distintas, sin ofrecer signos de peligro, y cuando más sincero nos parecía el placer con que escuchaban nuestras canciones, y cuando su interés por nuestro progreso y bienestar quedaba matizado casi de bondad y de cierta impersonal indiferencia. Pero las palabras de los otros tenían más fuerza que los filantrópicos dólares, eran más profundas que los pozos que perforan la tierra en busca de oro y petróleo, más temibles que los prodigios fabricados en los laboratorios científicos. Y sus palabras primarias constituían actos de violencia ante los que nosotros, los que vivíamos en la universidad, nos mostrábamos hipersensibles, pese a que no nos las dirigían.

Y también yo subí al presbiterio, y hablé como un joven estudiante que manda su voz a las más altas y lejanas traviesas, y las hace vibrar, y sus acentos quedan prendidos allá, arriba, durante un instante, para regresar con un ligero estremecimiento de eco, como las palabras lanzadas a los árboles de una jungla o a un estanque de grises aguas pizarrosas. Palabras en las que el sonido dominaba al significado, palabras que eran como un juego con las resonancias interiores de los edificios, como un asalto al templo del oído:

«¡Ay, matrona encanecida en las últimas filas! ¡Ay, Miss Susie! ¡Miss Susie Gresham vuelta de nuevo aquí, fija la vista en este alumno sonriente! ¡Escucha! ¡Escúchame! Atiende al cantor que canta palabras, e imita el timbre sonoro de trombones y cornetines, e interpreta variaciones temáticas de saxo bajo. ¡Atiende! Tú, vieja conocedora de sonidos de voces, de voces sin mensaje, de vientos sin noticias en sus alas, escucha el sonido de las vocales, y el golpeteo de las dentales, las bajas y rasgadas notas guturales nacidas en el vacío de la angustia, escucha estos sonidos viajeros en el ritmo curvo de un predicador oído hace años, en una iglesia baptista desnuda de imágenes. No hay soles sangrantes, no hay lunas en llanto, ni gusano que rechace el festín de la carne sagrada y que no baile en la tierra al amanecer de Pascua florida. ¡Ay, logro del canto! ¡Ay, alto triunfo de la resignación! ¡Ay, río de sonidos como palabras, denso de flotantes pasiones ahogadas! ¡Ay, náufragos restos de ambiciones imposibles, de rebeldías muertas al nacer! ¡Mis sonidos invaden vuestros oídos! ¡Oyentes atentos, rígidamente alineados ante mí! ¡Cuellos tensos al frente, oídos atentos! ¡Oyentes! ¡Ay, ese regar de sonidos el techo! ¡Ese batir el tambor renegrido de sombras lejanas tras traviesas! ¡Esa inmensa parrilla de tortura en el techo, hecha de leños pulidos por miles de voces! ¡Voces que la golpean como a un xilórgano! ¡Palabras que desfilan en masa, como la banda de estudiantes marchando prados universitarios arriba, y vuelta prados abajo, con triunfales sonidos de atabales y cornetas, huérfanos de triunfos! ¡Atiende, Miss Susie! ¡Escucha el sonido de palabras que no son palabras! ¡Escucha las falseadas notas cantando logros todavía no logrados, llevados por mi voz hasta ti, vieja matrona que supiste del sonido de la voz del Fundador, y supiste de los acentos y el eco de su promesa! Tu vieja cabeza grisácea se inclina hacia un lado, al igual que las de los muchachos junto a ti. Tienes los ojos cerrados y estático el rostro, mientras mi aliento, mi fuerza, mi fuente, te lanzan el sonido de las palabras, como burbujas de vivos colores. ¡Escúchame, vieja matrona! ¡Justifica estos sonidos con el amado signo aprobatorio de tu querida y vieja cabeza, con tu sonrisa de ojos cerrados, y tu leve reverencia de aceptación! ¡Hazlo tú, que jamás fuiste engañada por el mero significado de las palabras, no de mis palabras, de estos aleteantes sonidos de colores que han rozado tus párpados hasta hacerlos temblar en éxtasis, sino de aquellas otras que son tan sólo el sonido de una promesa, repetido por los ecos! Y después de cantar, cuando hayamos salido de aquí, toma mi mano, y dime con tu voz temblorosa: "Muchacho, llegará el día en que serás el orgullo del Fundador". ¡Ay, Susie Gresham, guardián de las ardientes muchachas sentadas en los puritanos bancos, que jamás tendrán en los ríos de sus vidas el agua de tu Jordán! ¡Oh tú, reliquia de la esclavitud, a quien la universidad ama pero no comprende; tú, vieja y esclavizada pero portadora de un algo cálido y vital, perdurable frente a todo aquello de lo que esta isla de vergüenza nunca se avergonzó! A ti, sentada en el último banco, he dirigido el caudal de mi sonido, y en ti pensaba, con pena y vergüenza, mientras esperaba el inicio de la ceremonia.»

Los invitados de honor cruzaron silenciosamente el presbiterio, camino de las sillas de madera labrada, con altos respaldos, escoltados por el Dr. Bledsoe, que se comportaba con solemnidad de maître de hotel. Este, lo mismo que algunos visitantes, vestía pantalones de corte, chaqué de solapas con ribete de seda, y lucía un suntuoso plastrón. Tal era el atuendo que solía llevar en ocasiones como la presente. Sin embargo, pese a la elegancia de estas ropas, el Dr. Bledsoe conseguía, con su arte, ofrecer un humilde aspecto. Los pantalones de corte siempre presentaban marcadas rodilleras, y el chaqué quedaba anchuroso y desajustado en los hombros. Desde mi sitio, contemplaba al Dr. Bledsoe que sonreía a los invitados —blancos todos ellos, salvo uno—, ahora a éste, ahora a aquél. Y al ver cómo les ponía la mano en el brazo o en la espalda, y, después, murmuraba unas palabras al oído de un protector de rostro anguloso, que, a su vez, tocaba familiarmente el brazo del Dr. Bledsoe, yo no podía reprimir un escalofrío. También yo había tocado, hoy, a un hombre blanco, y, ahora, sabía que los resultados serían desastrosos. Y me di cuenta de que el Dr. Bledsoe era el único entre nosotros, exceptuando barberos y enfermeras, que podía tocar impunemente a un hombre blanco. Y recordaba que, en el momento en que los invitados blancos subían al presbiterio, el Dr. Bledsoe solía poner la mano en sus brazos o espaldas, en un ademán que sugería el ejercicio de un poder mágico sobre ellos. Al estrechar las manos, sonreía, y sus dientes destellaban. Cuando todos los invitados estuvieron sentados, el Dr. Bledsoe ocupó la última silla, al final de la hilera.

'I'ras ellos, los rostros de los estudiantes del coro formaban filas superpuestas y en retroceso. El organista permanecía a la espera, con la cabeza vuelta hacia atrás, lanzando, de vez en cuando, rápidas miradas a su instrumento. Vi que el Dr. Bledsoe, cuya vista recorría el espacio ocupado por los asistentes, daba un súbito cabezazo, sin volverse a mirar atrás. Fue como si con una invisible batuta hubiera marcado el inicio de un concierto. El organista se giró de espaldas, y encogió y echó hacia delante los hombros. Del órgano brotó una alta cascada de sonido, denso y penetrante, que comenzó a crecer lentamente, invadiendo el ámbito de la capilla. El cuerpo del organista se retorcía y oscilaba en la banqueta, mientras sus pies se movían alados, bailando ritmos totalmente ajenos al solemne tronar del órgano.

Y en el rostro del Dr. Bledsoe se dibujaba una benévola sonrisa de recogimiento espiritual. Sin embargo, su mirada atenta saltaba rápidamente de un punto a otro. Primero, se fijó en las filas de estudiantes, después en la zona reservada a los profesores. Y en su vista había una velada amenaza para unos y otros. El Dr. Bledsoe exigía que todos asistiéramos a estas sesiones. En ellas se anunciaban con ampulosa retórica las orientaciones y normas generales de la universidad. Cuando su vista pasó por los bancos en que yo me hallaba, tuve la impresión de que se detenía un instante en mi rostro. Miré a los invitados: estaban sentados con aquella expresión de vigilante serenidad que adoptaban cuando sabían que nuestra vista convergía en ellos. Y me preguntaba a cuál de ellos podía dirigirme que intercediera por mí ante el Dr. Bledsoe. Sin embargo, en mi fuero interno sabía que no podía recurrir a ninguno de ellos.

Pese a la concentración de hombres importantes a su alrededor, y pese a la postura de humildad y obediencia que le hacía parecer más pequeño que los demás (cuando, en realidad, era más corpulento), el Dr. Bledsoe lograba que su presencia nos impresionara más que la de los invitados. Yo recordaba la leyenda de su llegada a la universidad, años atrás. Cuando el Dr. Bledsoe llegó, era un muchacho descalzo que había atravesado a pie, con el atillo al hombro, dos estados, impulsado por su fervor por los estudios. En los primeros días, le encomendaron la labor de dar de comer a los cerdos, y en breve tiempo llegó a ser el mejor porquerizo de que se tenía memoria en la universidad. Poco después, el Fundador, impresionado por la personalidad del muchacho, le nombró su mandadero. Todos nosotros sabíamos cómo había ascendido hasta la presidencia, merced a su intenso trabajo durante años y años, y todos nosotros, en algún momento de nuestras jóvenes vidas, habíamos deseado que el Dr. Bledsoe, para demostrar su amor a la ciencia, hubiera abandonado la universidad, o se hubiera dedicado a tirar de un carro, o hubiera realizado algún acto heroico de este género. Recuerdo el miedo y la admiración que inspiraba a todos nosotros, y sus fotos en los periódicos de los negros, bajo el título "EDUCADOR", compuesto en tipos rotundos como disparos. Y su rostro impreso en el papel miraba pletórico de confianza al lector. Para nosotros, el Dr. Bledsoe era mucho más que un presidente de universidad. Era un jefe, un "hombre de estado", que planteaba nuestros problemas ante quienes se hallaban en las altas esferas, incluso ante la Casa Blanca. El Dr. Bledsoe, en cierta ocasión, acompañó al presidente de los Estados Unidos en su visita al recinto universitario. Era nuestro jefe, nuestro mago, el hombre que obtenía las altas subvenciones y la abundancia de becas, el que conseguía publicidad en los periódicos. Era nuestro temido papá negro retinto. Cuando las voces del órgano se extinguieron, vi que allí, en las más altas filas del coro, una muchacha negra se levantaba en silencio, con la rígida precisión de una bailarina moderna. Y la muchacha inició el canto de un motete. Comenzó en voz baja, cual si cantara para sí sentimientos de la mayor intimidad. Su voz era un sonido que no se dirigía al auditorio, pero que éste oía contra la voluntad de la cantante. Gradualmente, aumentó el volumen de su voz, hasta que ésta pareció convertirse en una fuerza autónoma que intentaba penetrar en la muchacha, que pretendía violarla, golpearla, estremecerla rítmicamente, como si la voz se hubiera convertido en el origen de su existencia, en vez de ser el fluido resultado de su capacidad creadora.

Vi a los invitados blancos del presbiterio volverse hacia atrás para contemplar la delgada figura de la muchacha mulata, vestida «le blanco, destacando contra los tubos del órgano a su espalda. Y a nuestros ojos, la propia muchacha parecía un elemento más del órgano un elemento, un tubo, de angustia sublimizada, reprimida, dominada; y su rostro delgado y vulgar había quedado transformado por la música. Yo no pude comprender las palabras de la canción, pero sí la expresión triste, vaga y etérea de la música en la voz de la muchacha, que palpitaba de nostalgia, pena y arrepentimiento. Y en el momento en que su cuerpo descendió suavemente, yo sentí un nudo en la garganta. El movimiento de la muchacha no fue el propio de sentarse, sino como una caída sometida al dominio de la voluntad, como si oscilara, mientras sostenía en la voz la ascendente burbuja de su nota final, mediante un cierto ritmo de su sangre, o mediante cierta mística concentración de su ser, una concentración o un ritmo expresados con el sonido a través del fluido de sus grandes ojos de mirada alzada.

No hubo aplausos, sino un profundo silencio de agradecimiento. Los invitados blancos se dirigían unos a otros sonrisas de aprobación Y yo pensaba en la temida posibilidad de verme obligado a dejar este mundo universitario, en la posibilidad de ser expulsado. Imaginaba mi regreso a casa y las reconvenciones de mis padres. Y en mi desesperación, contemplaba la escena ante mí, como si la viera ya desde aquel amargo futuro, y me parecía estar contemplando el presbiterio y quienes lo ocupaban, a través de un telescopio invertido, viéndolos como menudas figuras, como muñecos cumpliendo un rito sin sentido. Allí, más allá de las filas de alumnos, más allá de las cabelleras secas como la yesca, o grasientas y relucientes, alguien leía en voz alta el programa de la velada, apoyado en un facistol, a la luz de una lamparilla de apagado resplandor. Otra figura se alzó y dirigió una plegaria. Otro habló. Y entonces, todos los que se hallaban a mi alrededor comenzaron a cantar "Lead me, lead me to a rock that is higher than I". Y como si el sonido llevara en sí una fuerza superior a la contenida en las imágenes de la escena, con respecto a la cual aquélla actuaba como un vivo fluido de unión, me sentí arrastrado de nuevo a la realidad inmediata.

Uno de los invitados se había puesto en pie para hablarnos. Era un hombre de sorprendente fealdad: negro, obeso, con cabeza en forma de bala, apoyada en un cuello cortísimo, con nariz de desproporcionada anchura que sostenía unas gafas de lentes oscuros. Hasta aquel momento, el hombre había estado sentado al lado del Dr. Bledsoe, pero tan fija había tenido yo mi atención en el presidente que no me había dado cuenta de la presencia de aquel otro hombre. Mi vista se había centrado solamente en los hombres blancos y en el Dr. Bledsoe. Quizá por esto, cuando el hombre se puso en pie y se adelantó hacia el centro del presbiterio, tenía yo la vaga idea de que una porción del Dr. Bledsoe se había alzado para avanzar hacia el centro, quedando otra porción sentada en la silla, sonriendo.

Estaba en pie ante nosotros, con aspecto tranquilo. El cuello blanco de la camisa formaba una brillante franja entre su negro rostro y sus oscuras ropas, separando la cabeza del cuerpo. Como un diminuto Buda negro, mantenía los cortos brazos cruzados sobre la barriga. Durante un instante estuvo con la cabeza alzada, como si pensara. Después, comenzó a hablar con voz rotunda y vibrante, diciéndonos cuán intenso placer le había producido el que le permitieran visitar la universidad una vez más, tras largos años de ausencia. Por haberse dedicado a la predicación en una ciudad norteña, no había podido volver a la universidad desde los últimos tiempos del Fundador, cuando el Dr. Bledsoe era "el segundo de a bordo". Rugió: "Tiempos de maravillas, aquellos... Tiempos pictóricos de trascendencia, tiempos cargados de felices presagios".

Mientras hablaba, unió las yemas de los dedos de una y otra mano, formando con ellas una especie de jaula, y tras juntar los pies, su cuerpo inició un lento y rítmico balanceo. Se ponía de puntillas e inclinaba el cuerpo hacia delante hasta que parecía fuese a caer de narices, pero después, se inclinaba hacia atrás, apoyándose en los talones hasta que causaba la impresión de que le faltase poco para caer de nuevo, aunque, en esta ocasión, de espaldas. Las luces producían destellos en sus gafas de lentes oscuros, y parecía que la cabeza flotaba en el aire, independiente del cuerpo, salvo por el vínculo de unión formado por la blanca franja del cuello postizo. Habló al compás de su balanceo de modo que, en poco tiempo, se estableció un ritmo de palabras y movimiento.

Y, entonces, reavivó los sueños de nuestros corazones: —...Esta tierra baldía, tras la Emancipación, esta tierra de tinieblas y dolor, de ignorancia y degradación, en la que el hermano se alzaba contra el hermano, el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, el amo contra el esclavo y el esclavo contra el amo. Tierra en la que sólo imperaban las tinieblas y la destrucción, tierra de llanto. Pero a esta tierra llegó un humilde profeta, sencillo como el humilde carpintero de Nazaret, esclavo e hijo de esclavos que tan sólo conoció a su madre. Sí, nació esclavo, pero desde un principio llevó la marca de una preclara inteligencia y de un destino de príncipe, Nació en la más pobre región de esta tierra baldía, que aún mostraba las cicatrices de la guerra. Sin embargo, este hombre iluminaba los lugares por los que pasaba. Tengo la certeza de que os han contado cómo transcurrió su precaria infancia, y de que sabéis también cómo su preciosa vida casi fue extinguida por aquel demente primo que roció de lejía al tierno infante, agostándole la fuente de otras vidas, y cómo aquella criatura estuvo nueve días en estado comatoso, cual si hubiera muerto, y cómo sanó súbita y milagrosamente. Podríamos decir que aquello representó una resurrección, o un segundo nacimiento.

Sonriente, gritó:

—¡Oh, jóvenes amigos, jóvenes amigos, es ésta una historia muy hermosa! La habréis escuchado muchas veces seguramente. Recordemos cómo aquel niño se inició en el saber formulando agudas preguntas a quienes le rodeaban, sin recurso a ilustres maestros. Recordemos cómo aprendió por sí mismo el alfabeto, y a leer y escribir, y a desentrañar el significado de las palabras, sirviéndose instintivamente de la gran sabiduría contenida en la Sagrada Biblia. Y ya sabéis cómo escapó, y cruzó montes y valles para llegar a aquella sede del saber, y cómo perseveró trabajando día y noche para alcanzar el privilegio de estudiar. No ignoráis sus brillantes estudios, ni cuán pronto llegó a ser un elocuente orador. Y después, le llegó el momento de recibir el título de sus estudios, y de regresar, tras largos años de ausencia, titulado y en total pobreza, a la tierra que le vio nacer.

»Comenzó entonces su gran lucha. Imaginad, mis jóvenes amigos: los nubarrones de la ignorancia cubrían la tierra, los blancos y los negros se miraban con odio y recelo, deseosos de progreso pero dominados por el recíproco miedo. Una amplia zona de nuestra patria estaba sometida a horribles tensiones. Todos estaban perplejos, preguntándose qué debía hacerse para disipar el miedo y el odio agazapados en la tierra, como demonios prestos a saltar sobre la presa... Y vosotros sabéis que aquel hombre llegó allá, y supo mostrar el camino a seguir. Sí, sí, amigos míos, tengo la seguridad de que lo habéis oído mil veces, de que conocéis los trabajos de este santo varón, de que no ignoráis su gran humildad y la claridad nunca empañada de su visión, cuyos frutos gozáis ahora. Supo convertir el cemento en carne. Y su sueño, concebido en la pobreza y la oscuridad de la esclavitud, se ha hecho realidad, realidad total, realidad incluso en el aire que respiráis, en las dulces armonías de vuestras voces unidas, en el saber que cada uno de vosotros, hijas y nietas, hijos y nietos de esclavos, adquiere en las luminosas y bien equipadas aulas. Imaginad a este esclavo, a este Aristóteles negro, avanzando lentamente, con mansa paciencia, con una paciencia no sólo humana, sino basada en la fe inspirada por Dios. Vedle avanzando, superando una a una todas las oposiciones, dando al César lo que es del César, sí, ciertamente, pero buscando constantemente procuraros este brillante horizonte que ahora se abre ante vosotros.

Extendió la mano al frente, con los dedos separados:

—Lo dicho ha sido repetido una y mil veces a lo largo y ancho del país y constituye el estímulo de un pueblo humilde, pero en rápido progreso. Vosotros habéis oído esta historia, esta historia verdadera, tan rica en consecuencias, esta viva parábola de gloria y humildad, y esta historia, digo, os ha dado la libertad. Incluso aquellos que llegaron a esta sede hace apenas un semestre, no lo ignoran. Habéis oído su nombre en labios de vuestros padres, porque él fue quien les señaló el camino a seguir, quien les guió como un glorioso capitán, al igual que hizo aquel otro gran piloto de los tiempos antiguos, que condujo a su pueblo, sano y salvo, sobre el fondo del mar rojo como la sangre. Y vuestros padres siguieron a este hombre excepcional a través del negro mar del prejuicio, y dejaron atrás la tierra de la ignorancia, y atravesaron las tormentas del miedo y la ira, en pos de este hombre que gritaba: ¡PASO A MI PUEBLO! Gritaba cuando era necesario, pero en los tiempos en que la prudencia aconseja el susurro, también sabía susurrar. Y siempre era escuchado.

Yo le escuchaba adormecido, con la espalda apoyada en el duro banco, y mis emociones se entretejían con sus palabras, como se entretejen los hilos en el telar.

—Recordemos ahora su llegada a cierto estado, en el tiempo de la cosecha del algodón, donde sus enemigos habían planeado arrebatarle la vida. Y recordemos que durante el viaje fue detenido por un hombre de extraña figura, cuyas facciones deformadas, entrevistas en la oscuridad, no permitían adivinar si se trataba de un blanco o de un negro... Algunos dicen que era un griego, otros un mogol, y otros un mulato. Y aún hay otros que aseguran que era sencillamente un blanco, siervo del Señor. Fuese quien fuera, y dicho sin descartar la posibilidad de que se tratara de un mensajero enviado directamente desde lo Alto, ¡oh, sí, sí!, recordemos que se apareció súbitamente, sobresaltando al Fundador y al caballo del que se servía, y comunicó su mensaje, según el cual el Fundador debía abandonar caballo y coche allí, en la carretera, y dirigirse Inmediatamente a cierta cabaña. Después, el aparecido se fue silenciosamente, tan silenciosamente, jóvenes amigos, que el Fundador dudó de su real existencia. Y sabéis también que el Fundador avanzó en la oscuridad, con determinación, pero al mismo tiempo más y más intrigado a medida que se acercaba a la ciudad. Se extravió, se extravió en un ensueño, y así estuvo hasta que sonó la detonación del primer disparo, después, la casi fatal descarga rozó su cráneo ¡oh, Señor!, y le dejó sin sentido, aparentemente muerto.

Le oí contar de viva voz su retorno a la conciencia, mientras aquellos hombres malvados estaban todavía comprobando los resultados de sus nefandos hechos, y le oí contar cómo permaneció inmóvil, intentando acallar los latidos de su corazón, para evitar que, al oírlos, aquella gente enmendara su fracaso con un "coup-de-grace'", como dicen los franceses. ¡Ah, y también sé que todos vosotros habéis vivido con él su huida!

En aquel momento me pareció que el orador fijaba la vista directamente en mis ojos húmedos.

—Le habéis acompañado en su despertar, os habéis alegrado juntamente con él por haber salido del trance sin más daño. Os alzasteis del suelo cuando él lo hizo, y contemplasteis, como él lo hizo, las huellas de los pesados pasos de aquellos hombres, y los cartuchos en el polvo, junto a las señales que dejó su cuerpo derribado. Sí, y también recordáis la fría sangre mezclada con polvo del camino, cuyo derramamiento no llegó a ser mortal. Y junto con él os habéis dirigido apresuradamente, dubitativos, a la cabaña indicada por el desconocido, en la que el Fundador encontró a aquel negro que parecía loco. Ya le recordáis... En la plaza del pueblo, los niños se reían de él, y era viejo, con cómica expresión en el rostro astuto, algo chocho. Y, sin embargo, él fue quien vendó vuestras heridas, así como las del Fundador. Y el viejo esclavo demostró un sorprendente conocimiento en el arte de curar, germología y escabología le llamaba él. ¡Ja, ja!, y demostró también la juvenil agilidad de sus manos. Afeitó nuestras cabezas, y limpió nuestras heridas, y las vendó hábilmente con gasas robadas a uno de los jefes de la muchedumbre alzada contra el Fundador. Y recordáis como vosotros, juntamente con el Fundador, vuestro Guía, aprendisteis el triste arte de escapar, orientados, al principio, mejor dicho, iniciados en él, por aquel hombre con trazas de loco, quien, a su vez, lo había aprendido durante la esclavitud. Ya lo sabéis, escapasteis con el Fundador, aprovechando la oscuridad de la noche. Corristeis en silencio a lo largo del cauce del río, mientras los mosquitos os picaban, y las lechuzas hucheaban, y a vuestro alrededor revoloteaban los murciélagos, y silbaban las culebras arrastrándose entre las rocas, allí en la fiebre y el barro, en la oscuridad y el lamento. Pasasteis el día siguiente escondidos en la cabaña dividida en tres pequeños cuartos en los que dormían treinta personas. Permanecisteis escondidos hasta el anochecer, en la chimenea del hogar, entre cenizas y hollín, vigilados por la abuela que dormitaba al amor de una lumbre que evidentemente no existía. Allí estuvisteis en la oscuridad, y cuando vuestros perseguidores os vinieron a buscar con sus mastines, creyeron que la anciana estaba loca y se marcharon. ¡Pero ella sí sabía, ella, la anciana, sabía que allí había fuego! ¡Sabía distinguir el fuego que arde sin consumir! ¡Señor, qué bien lo sabía!

Entre el auditorio se alzó una voz de mujer, cuyas palabras contribuyeron a precisar la visión presente en mi mente:

—¡Es cierto, Señor! ¡Es cierto!

—...Y con él salisteis de allí, de madrugada, escondidos en un carro cargado de algodón, totalmente cubiertos por la carga. Y respirabais a través del segundo cañón de una escopeta, mientras sosteníais en la mano, entre los dedos, formando abanico, los cartuchos que afortunadamente no tuvisteis que emplear. Y con él llegasteis a aquella ciudad en la que el aristócrata amigo os escondió en su casa durante la noche. Y a la noche siguiente, fuisteis huéspedes del herrero blanco que no sentía odio hacia vosotros. ¡Qué sorprendentes contradicciones se descubren en el vivir clandestino! ¡Huíais ayudados por quienes os conocían y por quienes no os conocían, sí! La sola visión del Fundador bastaba para impulsar a algunos a ofrecerle su ayuda. Y otros, blancos y negros, se la ofrecían sin verle. Pero fue ayudado principalmente por la gente de nuestro pueblo, porque siempre hemos ayudado a los nuestros, y vosotros pertenecéis a vuestro pueblo, y vuestro pueblo os ayuda. Y de este modo, jóvenes amigos, hermanas y hermanos, fuisteis con él de cabaña en cabaña, en noches oscuras y en amaneceres, por llanos y montes. Y proseguisteis vuestro camino recibiendo la ayuda de mil manos, pasando de una a otra mano, manos negras, y algunas manos blancas, y todas ellas iban forjando la libertad del Fundador, y nuestra propia libertad. Le iban dando forma, como las voces dan forma a una canción sentida en el fondo de nuestra alma. Y vosotros, todos y cada uno de vosotros, estabais con él. ¡Bien sabéis cuán cierto es lo que digo! ¡Lo sabéis porque fuisteis vosotros mismos quienes, entonces, alcanzasteis la libertad! ¡Sí, ciertamente, ya sabéis la historia!

El orador descansó unos instantes. Con una sonrisa radiante en su rostro, giraba la cabeza a derecha e izquierda, en un movimiento que me recordaba el de un faro, mirando a todos lados a lo largo y ancho de la capilla, mientras yo intentaba contener la emoción. Por primera vez en mi vida, la evocación de la figura del Fundador me había entristecido. La universidad parecía alejarse rápidamente de mí, en un movimiento de retroceso, desvaneciéndose como se desvanecen los sueños cuando poco a poco comenzamos a despertar. Los ojos del estudiante sentado a mi lado estaban anegados en lágrimas que daban a su mirada una expresión extraviada; tenía las facciones rígidamente inmóviles, como si mantuviera una lucha interior. El obeso orador había conmovido al auditorio, sin mostrar, por su parte, el menor signo de esfuerzo. Parecía totalmente centrado en sí mismo, oculto tras las gafas de oscuros cristales, y únicamente la movilidad de los músculos del rostro acompañaba la expresión oral del drama. Di un codazo a mi vecino, y en un susurro le pregunté:

—¿Quién es?

Me dirigió una mirada de enojo, casi de indignación:

—El Reverendo Homer A. Barbee, de Chicago.

En aquel momento, el orador apoyó el brazo en el atril y orientó el rostro hacia el Dr. Bledsoe:

—Habéis oído, amigos, el luminoso principio de esta hermosa historia. Pero también tuvo su luctuoso final, un final que, en muchos aspectos, quizá sea la parte más fecunda. Me refiero al ocaso de aquel glorioso hijo del amanecer.

Se dirigió directamente al Dr. Bledsoe:

—Fue un día aciago, Dr. Bledsoe. Y me atrevo a recordárselo, señor, porque allí estábamos los dos.

Se dirigió a nosotros, con una sonrisa de melancólico orgullo en el rostro:

—¡Oh, sí, mis jóvenes amigos! Le conocí bien, y le amé, y estaba con él en aquellos tristes momentos. En aquel entonces, hacíamos una gira por varios estados a los que él transmitía su mensaje. Las gentes habían acudido a escuchar al profeta, la multitud había respondido a su llamada. Gentes que parecían pertenecer a tiempos ya superados: mujeres en batas de percal y guinga, hombres en mono de trabajo y remendadas ropas de alpaca. Un mar de rostros sorprendidos, las cabezas cubiertas con viejos sombreros de paja, con gorras desgastadas por el sol y la lluvia, nos contemplaba en silencio. Eran gentes venidas en carros arrastrados por mulas o bueyes, gentes venidas a pie desde distantes lugares. Transcurría, entonces, el mes de septiembre, un septiembre anormalmente frío. El Fundador hablaba de paz y confianza a aquellas almas agitadas, y les señalaba, en lo alto, una estrella de esperanza. Y así íbamos de pueblo en pueblo propagando el mensaje. ¡Oh, aquellos días de incesante viajar, días de juventud, días de primavera! ¡Soleados, fértiles, floridos días pletóricos de promesas! En aquellos indescriptibles días de gloria, el Fundador daba cuerpo a su sueño, no sólo aquí, en este valle desolado, sino también allá, y más lejos, a lo largo y ancho de nuestro país, y sembraba su sueño en el corazón de las gentes. De este modo, construía el andamiaje de una nación. Lanzaba a los vientos el mensaje que caía como una semilla en tierras fecundas e incultas, se sacrificaba, luchaba con sus enemigos de uno y otro color, sí, los tenía entre las gentes de una y otra pigmentación, y también los perdonaba. E impulsado por la trascendencia de su mensaje, penetrado de su abnegada vocación, seguía adelante, sin detenerse. Y su celo, o quizá su humano orgullo, le hacía olvidar los consejos de los médicos. Vívidas en mi imaginación están las fatales imágenes de aquella sala atestada de oyentes. El Fundador tenía ya al auditorio bajo el dulce dominio de su elocuencia, conmoviéndolo, consolándolo, instruyéndolo. Allá, abajo, los rostros absortos, extasiados, estaban bañados en el rojizo resplandor de la gran estufa de carbón, y tomaban el oscuro color rojo de las cerezas. Sí, el imperio de la verdad del mensaje había ejercido su mágico poder en la multitud. Y, ahora, vuelvo a oír el gran murmullo que se levantó cuando la voz del Fundador dio fin a un poderoso período oratorio. Y, entonces, uno de los oyentes, un hombre de cabello blanco, se puso en pie de un salto, y gritó: "¡Señor, dinos qué debemos hacer! ¡Dínoslo, por el amor de Dios! ¡Dínoslo en nombre del hijo que me quitaron la semana pasada!". Y en toda la sala se alzó un clamor que imploraba: "¡Dínoslo, dínoslo!". En aquel instante, repentinamente, las lágrimas impidieron al Fundador continuar su oración.

Súbitamente, Barbee comenzó a acompañar sus palabras con ademanes apasionados e incompletos, mientras su voz iba extinguiéndose. Yo le contemplaba con enfermiza fascinación y, pese a saber la historia, una parte de mi ser se rebelaba contra el triste e inevitable final.

—Y el Fundador se detuvo. Desbordante de emoción la mirada, avanzó dos pasos, alzó el brazo, comenzó a contestar... Y, entonces, su cuerpo vaciló. Se produjo una inmensa confusión. Corrimos hacia él y nos lo llevamos fuera del escenario.

El público, consternado, se puso en pie. Fueron momentos de terror y confusión, llanto y sollozos. Hasta que, como un trueno, se alzó la voz del Dr. Bledsoe, restallante de autoridad, en un canto de esperanza. Mientras llevamos al Fundador a un banco para que en él reposara su cuerpo, oí la voz del Dr. Bledsoe cantando poderosa en el vacío escenario, imponiendo su mando no con palabras, sino con el imponente timbre de su magnífica voz de bajo, por cierto, creo que en aquel entonces el Dr. Bledsoe solía cantar, ¿todavía lo hace?, y las gentes se pusieron en pie, y las gentes se calmaron, y las gentes cantaron para vencer las fuerzas que habían hecho vacilar a su gigantesco guía. Cantaron las altas canciones negras, las canciones de sangre, carne y hueso: ¡Que es esperanza! De penalidad y dolor: ¡Que es fe! De humildad y absurdo; ¡Que es fortaleza! De incesante lucha en las tinieblas; que es: ¡Triunfo! Barbee dio una palmada y gritó:

—Cantando verso tras verso, hasta que el Guía volvió en sí. (Dio dos palmadas.) Y les dirigió la palabra. (Palmada) ¡Dios mío! Dios mío! Y les aseguró... (Palmada) Que... (Palmada) Se debía tan sólo al cansancio. (Palmada.) Se despidió de ellos estrechándoles fraternalmente la mano, y ellos se fueron alegres, satisfechos...

Barbee, en silencio, dio unos pasos, recorriendo un semicírculo. Tenía los labios firmemente apretados, y el rostro embargado por la emoción. Separaba y unía las manos, como si diera palmadas, pero no producía sonidos.

—¡Ah!, aquellos días en que cultivaba sus fecundos campos, aquellos tiempos en que veía brotar y crecer la cosecha, aquellos tiempos juveniles, tiempos de verano, tiempos soleados...

Lanzó un suspiro de nostalgia. Y mientras él respiraba hondamente, nosotros conteníamos el aliento. Entonces, le vi extraer del bolsillo un pañuelo blanco como la nieve, quitarse las oscuras gafas y llevarse el pañuelo a los ojos. Desde mi aislamiento, más y más distante, vi que los hombres sentados en los lugares de honor, fija la vista en Barbee, sacudían lenta y tristemente la cabeza. De nuevo oí la voz de Barbee, liberada ahora de la emoción que segundos antes la embargaba; y me pareció que la voz no hubiera callado en momento alguno, como si las palabras de Barbee, vibrantes en nuestro interior, no hubiesen interrumpido su rítmico fluir, pese a que durante unos instantes el orador había callado. Continuó en tono de gran tristeza:

—Sí, jóvenes amigos, sí, la esperanza humana puede pintar cuadros de alegres colores, puede transformar el buitre rapaz en noble águila o en dulce paloma. ¡Así es! Pero yo sabía. ¡Sabía!

Su grito me sobresaltó.

—Pese a la angustiada e inmensa esperanza de mi alma, sabía que aquel gran espíritu comenzaba a extinguirse, que se acercaba a su solitario crepúsculo, que aquel gran sol iniciaba su descenso. A veces, nos es dado conocer estas cosas. Bajo la terrible carga de tal conocimiento, me sentía vacilar y me maldecía por comportarme de semejante modo. Pero tan grande era el entusiasmo del Fundador que seguimos de pueblo en pueblo, en veloz tránsito, a través del país, durante aquel glorioso otoño, y no tardé en olvidar lo ocurrido. Y entonces... Entonces... Entonces...

Al pronunciar repetidamente la palabra "entonces" la voz de Barbee fue convirtiéndose en un murmullo, mientras extendía las manos al frente como un director de orquesta ordenando el último y profundo diminuendo. Y su voz volvió a elevarse, sonora, casi brutal, acelerando su ritmo:

—Recuerdo la salida del tren, y su avance acompañado de resoplidos, mientras ascendía la pronunciada cuesta. Hacía frío. El hielo formaba dibujos en relieve sobre los bordes de la ventanilla. Y el silbido de la locomotora era largo y desolado, como un suspiro nacido en el seno de la montaña por la que ascendíamos. En un vagón delantero, en el Pullman que el propio director general de la compañía de ferrocarriles había puesto a su disposición, nuestro Jefe yacía presa de convulsiones, víctima de una repentina y misteriosa enfermedad. Yo sabía, pese a las angustiadas esperanzas de mi alma, que el sol se ocultaba ya, porque el mismo cielo lo anunciaba. Y oía el fragor del tren y el golpeteo de las ruedas contra el acero. Recuerdo que miré hacia afuera, al través del helado cristal, y vi, allá arriba, la Estrella Polar, y después desapareció de mi vista, como si el cielo hubiera cerrado los ojos. El tren serpenteaba por la montaña, la locomotora galopaba como un formidable lebrel negro, y en sus jadeos lanzaba al aire bocanadas de pálido vapor, mientras nos arrastraba más y más arriba. Y en poco tiempo, el cielo se puso negro, sin luna...

Mientras en la capilla resonaba la voz de Barbee pronunciando la palabra "luuuna", el orador hundió la barbilla en el pecho, de modo que el blanco cuello alzado quedó oculto, con lo que Barbee quedó convertido en una figura totalmente negra. Cuando aspiró profundamente, pude oír el sonido del paso del aire. A grandes voces, con la cabeza alzada hacia el techo, clamó:

—Parecía que las constelaciones sufrieran ya nuestro inminente dolor: en la inmensa anchura del negro cielo apareció el solitario brillo de una estrella cual un diamante, a la que vi titilar, iniciar el descenso y deslizarse por la mejilla del cielo de azabache, como una incontenible y solitaria lágrima...

Profundamente emocionado, sacudió la cabeza y, con los labios cerrados, lanzó un quejumbroso sonido. Se volvió hacia el Dr. Bledsoe, al que contempló como si apenas pudiera verle, como si, en realidad, no le viera:

—En aquellos fatales instantes... ¡mmmmm!... yo me encontraba junto a vuestro gran rector... ¡mmmmm!, que, mientras aguardábamos el dictamen de los hombres de ciencia, se había sumido en honda meditación. Entonces, me habló refiriéndose a la estrella desaparecida: "Barbee, amigo mío, ¿ha visto?". Y yo le contesté: "Sí, doctor, he visto". En nuestras gargantas sentíamos las frías manos de la aflicción. Dije al Dr. Bledsoe: "Oremos". Y las palabras que formaron nuestros labios mientras estábamos arrodillados en el suelo estremecido por sacudidas, más que oraciones fueron sonidos de horrible e inexplicable dolor. Cuando nos levantamos en movimientos que el traqueteo del tren lanzado a toda velocidad hacía vacilantes, vimos al médico avanzar hacia nosotros. Conteniendo el aliento, fijamos nuestra vista en el inexpresivo rostro del científico, mientras con toda el alma nos preguntábamos: ¿Es portador de la esperanza, o mensajero del desastre? Allí, en aquel momento, nos comunicó que nuestro Guía no tardaría en llegar al término de su viaje.

»Ya lo sabíamos, ya habíamos recibido el cruel golpe que nos dejaba mudos y paralizados, pero el Fundador todavía no nos había abandonado, todavía se hallaba al mando de sus huestes. De todos entre cuantos viajábamos con él, mandó llamar a este hombre aquí sentado ante vosotros, y a mí en cuanto ministro del Señor. Pero el Fundador necesitaba primordialmente la presencia de su amigo, del hombre de las conversaciones y consultas a medianoche, necesitaba al camarada de tantas y tantas batallas, a aquel que, en el transcurso de largos años de lucha, había permanecido fiel en la derrota y en la victoria.

«Incluso ahora, puedo ver el tenebroso pasillo alumbrado por mortecinas luces, y la figura del Dr. Bledsoe avanzando a pasos inseguros, ante mí. En pie ante la puerta estaban un mozo y el jefe de servicios del vagón, el uno negro, y el otro blanco sureño, llorando. Los dos lloraban. Los dos. Cuando entramos, alzó la vista. En sus grandes ojos había resignación, pero todavía brillaban en ellos, destacando contra la blanca almohada, la llama de la nobleza y del valor. Miró a su amigo, y sonrió. Sonrió cálidamente al veterano camarada, al leal luchador, al colaborador, al maravilloso cantor de viejas canciones, que había sabido levantarle el ánimo en momentos de fracaso y desaliento, que con sus viejas melodías populares disipaba las dudas y los temores de las muchedumbres, el que había conseguido la adhesión de los ignorantes, de los timoratos y los suspicaces, de aquellos todavía envueltos en los míseros harapos de la esclavitud... Sonrió a éste, a éste que ahora está aquí sentado ante vosotros, que había sabido atraer a los hijos de la aflicción. El Fundador sonreía, miraba a su camarada. Y tendiendo la mano a su amigo y compañero, tal como yo ahora os tiendo la mano, dijo: "Acércate, acércate". Se acercó hasta quedar junto a la litera, y cuando se arrodilló, la luz pasaba por encima de su hombro. La mano del Fundador le tocó suavemente, y el Fundador dijo: "Ahora, tú debes llevar mi carga, sé su guía durante el resto del camino". ¡Oh, el llanto! ¡El llanto, en aquel tren! ¡Oh, el dolor para el que no había lágrimas bastantes!

»Cuando el tren alcanzó la cumbre de la montaña, el Fundador ya estaba alejándose de nosotros. Y cuando el tren inició el descenso, el Fundador ya nos había dejado.

»En el tren imperaba la desolación. El Dr. Bledsoe quedó anonadado, atormentada su mente por la duda, y su corazón por el dolor. ¿Qué debía hacer? El Jefe acababa de morir, y él se veía colocado de repente al frente de las tropas, como un oficial de caballería izado a la silla del general caído en el curso de una carga, cabalgando a lomos del noble y herido corcel. ¡Sí, el generoso bruto de negra cepa está cegado por el fragor de la batalla, y sus miembros, conocedores de la pérdida sufrida, tiemblan! ¿Qué órdenes debía dar? ¿Acaso debía volver al cuartel general, desde el que el telégrafo trasmitía ya, incesante, triste, frenéticamente, el luctuoso mensaje? ¿Debía volver atrás para llevar el cuerpo del soldado caído, por las frías y extrañas montañas, hasta su valle natal? ¿Volver con aquellos ojos sin mirada, con la firme mano paralizada, con la magnífica voz enmudecida, con el frío cuerpo del Jefe? ¿Regresar al cálido valle, a los verdes prados, que el verbo del Jefe ya no podía animar? ¿Debía proseguir la lucha para alcanzar los ideales del Jefe, ahora que éste había partido hacia el más allá?

»Naturalmente, ya sabéis lo que ocurrió. Transportó el cuerpo muerto a la ciudad extraña y pronunció aquel discurso ante los restos mortales del Jefe. Y cuando se difundió la triste noticia, el municipio decretó un día de luto. Ricos y pobres, blancos y negros, débiles y poderosos, viejos y jóvenes, acudieron a rendir su postrer homenaje; y muchos de ellos comprendieron por vez primera el valor del Jefe, ahora que le habían perdido para siempre. Cumplida esta misión, el Dr. Bledsoe regresó, acompañando el féretro, velando los restos de su amigo en un humilde vagón destinado al transporte de equipajes. Y las gentes acudían a las estaciones para expresar su condolencia. Fue un largo viaje, un viaje de dolor. Y en todo el trayecto, en el llano y en la montaña, fuese cual fuere el lugar por el que la vía férrea cruzaba, surgían las gentes para expresar su unánime dolor, y su pena les dejaba, al igual que los fríos raíles de acero, clavados e inmóviles en la tierra. ¡Cuán tristes despedidas!

»Y más triste aún fue la llegada. Mis jóvenes amigos, quisiera que vieseis y oyerais la escena, tal como yo la veo y la oigo. ¡Aquel llanto y aquellos lamentos de quienes habían compartido sus trabajos y afanes! Su Jefe amado regresaba a ellos marmóreamente frío, con la pétrea inmovilidad de la muerte. Aquel hombre que partió pletórico de vida, en la flor de la virilidad, padre del entusiasmo y de la vocación de todos, les era devuelto frío, convertido ya en broncínea estatua. ¡Qué desesperación, mis jóvenes amigos! ¡La negra desesperación de los negros! Me parece verlos: errando sin rumbo por estos parajes en que cada ladrillo, cada pájaro, cada brizna de hierba suscitaba en la mente el recuerdo amado, y cada recuerdo era un cruel golpe de martillo que hundía en el corazón los agudos clavos del dolor. Sí, algunos de aquellos hombres, ya con la cabeza cana, están entre vosotros, todavía dedicados al cumplimiento de los deseos del Fundador, cultivando su viña. Y, entonces, mientras tenían ante sí el féretro cubierto de negros crespones, impidiéndoles el olvido, sintieron que la negra noche de la esclavitud les envolvía de nuevo. Olieron aquel antiguo y repulsivo hedor de las tinieblas, aquel conocido hedor de la esclavitud, mucho peor que el fétido aliento de la pálida muerte. Su luz amada se hallaba encerrada en un féretro negro, y una nube había ocultado su sol mayestático.

» ¡Oh, el triste sonido de los cornetines en llanto! Me parece oírlos en este instante. Apostados en las cuatro esquinas del recinto universitario, tocaban a oración por un general muerto. Anunciaban y volvían a anunciar la triste nueva, decían y volvían a decir la triste revelación, se la comunicaban unos a otros, de esquina a esquina, a través del inmóvil silencio del aire, como si no pudieran creerla, como si no pudieran comprenderla ni aceptarla. Los cornetines lloraban como mujeres jóvenes en la muerte del amado. Y fueron llegando las gentes para cantar las viejas canciones e intentar expresar su indecible dolor. ¡Negros, negros, negros! Gente negra en luto todavía más negro. Y el crespón funerario cubría sus corazones desnudos. Cantando sin rebozo sus populares canciones negras de pena. Venían avanzando penosamente por los senderos que no bastaban para dar paso a la multitud, lloraban y gemían bajo los árboles, y el grave murmullo de sus voces parecía el quejido del viento en el bosque. Al fin, se reunieron en la falda de la colina, y nuestros ojos empañados por las lágrimas les vieron allí, humillada la cabeza, cantando, cantando.

»Luego vino el silencio. El hoyo desolado rodeado de amargas flores. Doce manos cubiertas con guantes blancos esperaban crispadas alrededor de las cuerdas sedosas. Aquel terrible silencio. Se pronunciaron las últimas palabras. Los pétalos de una sola rosa de adiós cayeron despacio y cubrieron con la ligereza de copos de nieve la superficie del ataúd descendido por manos renuentes. Después, el regreso a la tierra, el regreso al polvo antiguo, a la fría y negra arcilla... madre... de todos nosotros.

Cuando Barbee calló, el silencio era tan profundo que pude oír los generadores de electricidad, al otro extremo del terreno universitario, palpitando en la noche, como un pulso febril. Una voz de mujer, entre el público, comenzó a gemir; fue como una triste canción sin palabras, muerta con un sollozo, al nacer.

Barbee mantenía la cabeza echada hacia atrás, los brazos rígidamente caídos a los costados, las manos tensamente cerradas, como si luchara desesperadamente para conservar el dominio de sí mismo. El Dr. Bledsoe ocultaba el rostro en las manos. Alguien, cerca de mí, se sonó. Barbee dio un inseguro paso al frente.

—¡Oh, sí, sí! ¡Sí! Esto también forma parte de la gloriosa historia, pero más que muerte lo considero nacimiento. Se había sembrado una gran semilla, una semilla que siempre ha dado frutos, a su tiempo, con la misma constancia que si aquel gran creador hubiese resucitado y estuviera entre nosotros. Gran creador cabe llamarle porque, si no lo fue en la carne, sí lo fue en el espíritu. Y, en cierto modo, también en la carne, pues, ¿acaso nuestro actual jefe y guía no ha llegado a ser su vivo representante, el equivalente a su presencia física? Si lo dudáis, mirad a vuestro alrededor. Mis jóvenes amigos, ¿cómo podría yo expresaros el temple de este hombre que actualmente os dirige? ¿Cómo puedo explicaros la fidelidad con que ha cumplido sus promesas al Fundador, la honradez con que le ha representado?

»En primer lugar, debéis tener presente lo que esta universidad era, entonces. Sin duda: una gran institución. Pero tenía ocho edificios, mientras que ahora tiene veinte. El claustro estaba formado por cincuenta profesores, y ahora hay en él, doscientos. Los alumnos sumaban unos pocos centenares y ahora, según me dicen, son tres mil. Donde ahora hay caminos de asfalto para el paso de automóviles, antes había senderos de tierra batida para carros tirados por mulas o bueyes o caballos. Me faltan palabras para expresar el gozo que experimenté al regresar aquí tras tan larga ausencia y quedar inmerso en este ubérrimo mundo de verdor, entre estos fecundos campos y fragantes jardines. ¡Y la maravilla de la planta eléctrica que proporciona fluido a una zona más extensa que muchas ciudades! Todo dirigido por gentes negras. Este es el modo en que la luz del Fundador sigue brillando. Vuestro guía actual ha cumplido con creces sus promesas. Suyo es el mérito porque él es el coautor de una noble y grandiosa realización. Es el digno sucesor de su gran amigo. Y, con justicia, su inteligente y ambicioso ejercicio de la jefatura le ha convertido en nuestro más importante hombre público. Su grandeza debe constituir un ejemplo para vosotros. Y yo os digo: procurad ser como él, aspirad a seguir sus pasos. Todavía quedan grandes cosas por hacer, ya que nuestro pueblo, aunque en rápido desarrollo, aún es joven. Debemos crear tradiciones. Si no dudáis en asumir, en su día, las cargas que ahora lleva vuestro jefe, la obra del Fundador alcanzará las más altas cimas de la gloria, y la historia de nuestra raza será una epopeya de continuos triunfos.

Barbee quedó con los brazos abiertos, sonriendo al público. Su cuerpo de Buda estaba inmóvil como una estatuilla de ónix. Se oían, suspiros a lo largo y ancho de la capilla. Alzáronse murmullos de admiración. Y yo me sentí perdido, mucho más perdido de lo que me había sentido en cualquier otro momento. Durante unos breves minutos, Barbee había suscitado en mí una maravillosa visión, pero ahora, yo sabía que dejar la universidad sería tan doloroso como si me arrancaran las entrañas. Barbee bajó los brazos y comenzó a retroceder hacia su silla, en movimientos lentos, y con la cabeza inclinada como si escuchara una lejana música. Había yo bajado la cabeza para enjugarme las lágrimas, cuando oí el ahogado grito de sobresalto.

Al alzar la cabeza vi a dos invitados blancos cruzar corriendo el presbiterio hacia Barbee que, habiendo tropezado con las piernas del Dr. Bledsoe, había perdido el equilibrio y se venía abajo. Cayó hacia delante, quedando a gatas en el suelo. Los dos blancos le cogieron por los brazos y le alzaron como a un muñeco. Y vi que uno de ellos cogía algo del suelo y lo ponía en las manos de Barbee. Me di cuenta cuando éste alzó la cabeza, durante el brevísimo instante que medió entre el ademán de Barbee levantando las manos al rostro, y el momento en que los oscuros cristales brillaron ya ante el rostro. En aquellos instantes, enmarcados entre una y otra visión percibí el parpadeo de unos ojos sin luz. Homer A. Barbee era ciego.

Murmurando excusas, el Dr. Bledsoe le acompañó hasta la silla, en la que le dejó erecto e inmóvil, con una sonrisa en los labios. El Dr. Bledsoe se adelantó al borde exterior del presbiterio y alzó los brazos. Yo, con los ojos cerrados, oí la voz del Dr. Bledsoe emitiendo un profundo sonido, como un lamento, al que se unieron en rápido crescendo las voces a coro de los estudiantes. Esta vez sentían sinceramente su canto. No era un canto para los invitados, sino para los propios cantores, un canto de esperanza y gozo. Yo quería huir, quería salir corriendo del edificio, pero no me atrevía. Quedé rígido y tenso, apoyado en el duro banco, y confiando en él como si fuera una esperanza.

No podía mirar al Dr. Bledsoe porque las palabras de Barbee me habían obligado a sentirme culpable, y a aceptar mi culpabilidad. Y esto era así debido a que todo acto que comprometiera la continuidad de nuestro sueño constituía una traición; y yo la había cometido, aun sin proponérmelo.

No escuché al orador siguiente, que fue un hombre blanco que repetía frases y frases emocionadas y sin hilazón, mientras se llevaba casi constantemente el pañuelo a los ojos. Después, la orquesta interpretó fragmentos de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorak, mientras su tema principal traía a mi mente resonancias de "Swing Low Sweet Chariot", el espiritual negro favorito de mi madre y mi abuelo. No pude soportarlo más. Antes de que el siguiente orador comenzara su perorata, salí de allí apresuradamente, ante la reprobadora mirada de profesores y matronas, en busca de la noche, fuera. Un arrendajo, posado en la mano de la estatua del Fundador, iluminada por la luna, repetía una nota, y ebrio de luna sacudía la cola sobre la cabeza del esclavo eternamente arrodillado. Avancé por el camino sumido en sombras, oyendo a mis espaldas la repetida nota del ave. Los faroles brillaban en el ensueño del recinto universitario iluminado por la luna, y cada farol lucía serenamente, dentro de su jaula de sombras.

Bien hubiese podido esperar hasta el término de la sesión en la capilla, ya que muy poco camino había recorrido cuando oí el apagado sonido de la orquesta interpretando una marcha. Y después, las voces de los estudiantes invadieron súbitamente la noche. Dominado por un sentimiento de premonición y temor, me dirigí al edificio de la administración y, al llegar, me quedé en el oscuro pórtico. Mi voluntad temblaba y vacilaba como las alevillas alrededor de la luz del farol que llenaba de sombras el césped ante mí. Ahora, cuando iba a tener una seria entrevista con el Dr. Bledsoe, recordaba con resentimiento el discurso de Barbee. Abrigaba la certeza de que el Dr. Bledsoe, con las palabras del predicador frescas aún en la memoria, escucharía mis excusas con oídos poco propicios. Y allí, en el oscuro pórtico del edificio, intentaba adivinar mi futuro, caso de que fuera expulsado de la universidad. ¿A dónde iría? ¿Qué haría? ¿Podía, en realidad, regresar a casa?