CAPÍTULO 9
El día amaneció claro, radiante. Al salir a la calle, la luz del sol me hizo parpadear. Arriba, en lo alto, en el azul de la mañana, flotaban unas minúsculas nubes blancas como la nieve. En un terrado vi a una mujer tendiendo la ropa lavada. La sensación de confianza en el futuro, que ayer había experimentado, adquirió más fuerza. A medida que avanzaba por la calle, me sentía más y más optimista. Al otro extremo de Manhattan las imágenes esbeltas y misteriosas de los rascacielos agrupados, se alzaban rodeadas de una fina neblina azulada. Pasó un camión cuba, de leche. Y pensé en la universidad. ¿Qué estarían haciendo en estos momentos los estudiantes? ¿Tras desaparecer la luna universitaria, habíase levantado un sol también radiante? ¿Había ya sonado el toque del desayuno? ¿Habían ya los mugidos del toro semental despertado a las muchachas en sus dormitorios? ¿Habían esta mañana resonado los broncos y rotundos mugidos, elevándose sobre el doblar de las campanas, los toques de corneta, y los mil sonidos de día joven, tal como resonaban casi todas las mañanas de primavera, cuando yo estaba allí? Estimulado por estos recuerdos, caminaba de prisa por las calles de Manhattan. Y, de repente, tuve la certeza de que aquél era el día, el gran día. Algo iba a ocurrir. Acaricié la cartera de piel, pensando en la carta que contenía. La última había sido la primera... Buen signo.
Junto al bordillo, ante mí, un hombre empujaba una carretilla cargada hasta los bordes con rollos de papel azul. El hombre cantaba, en voz clara y vibrante, unos blues. Acompasé mi paso al suyo, algo rezagado, y a mi memoria volvieron recuerdos de los tiempos universitarios, y otros, más lejanos, cuyo eco yo siempre había procurado acallar. Pero era imposible escapar a ellos.
Tiene pies de mono y patas de rana.
¡Señor, Señor!
Pero cuando está en mis brazos, aúllo.
¡Señor, Señor!
Porque quiero a mi niña,
Quiero a mi niña más que a mí mismo.
Cuando llegué a la altura del hombre que cantaba, éste se dirigió a mí:
—¡Chico, oye, chico...!
—¿Qué pasa?
Y miré rectamente a sus ojos enrojecidos.
—Dime muchacho, en esta hermosa mañana quiero saber una cosa, ¿sabes? ¡Eh, chico, no corras! Espera un poco, los dos vamos en la misma dirección...
—¿Qué quieres?
—Quiero saber si tienes el perro.
—¿El perro? ¿Qué perro?
Se detuvo. Sus manos abandonaron los brazos de la carretilla, dejándola apoyada en las patas que salían de ellos:
—¡Ahí está el problema! ¿Quién...?
Hizo una pausa, puso un pie en el canto del bordillo e inclinó el cuerpo hacia delante, como un predicador que se dispusiera a golpear con una mano la Biblia sostenida en la otra, poniéndola así por testigo de sus palabras:
—¿Quién tiene el perro?
Acompañó cada palabra de una sacudida de cabeza, como un gallo airado.
Solté una carcajada nerviosa, y retrocedí un paso. Me examinaba con mirada astuta. Habló embargado de súbita indignación:
—¡Maldita sea, muchacho! ¿Quién tiene el maldito perro? ¡Te conozco, muchacho, porque eres de mi tierra! ¿Por qué pretendes negar lo que sabes? ¡Aquí, a esta hora, no hay más que negros! ¿Por qué intentas negarme?
Aquello me desconcertó y enojó al mismo tiempo:
—¿Negarte? ¿Qué quieres decir con eso?
—Contesta la pregunta. ¿Lo tienes o no lo tienes?
—¿Te refieres al perro?
—¡Eso: al perro!
—No, esta mañana no —le contesté, exasperado.
Y vi aparecer en su rostro una ancha sonrisa. Habló como si dudara de mi veracidad:
—¡Espera un momento, chico. ¡No te enfades, maldita sea! Yo pensaba que lo tenías...
Seguí mi camino. El hombre volvió a coger los brazos de la carretilla y, empujándola, se puso a mi altura, y anduvo a mi lado. Me sentí inquieto e incómodo. Aquel hombre se comportaba como los veteranos del Golden Day. Dijo:
—Bueno, quizás ocurra lo contrario. Quiero decir que a lo mejor es el perro quien te tiene a ti.
—Puede ser.
—Si es así, ya puedes estar contento de que el perro sólo sea un perro, porque creo que a mí, me tiene un oso.
—¿Un oso?
—¡Eso! ¡El oso! ¿Ves estos remiendos? El oso me clavó las zarpas ahí detrás.
Me mostró la parte posterior de sus pantalones de Charlot, y se echó a reír. Al instante siguiente, su rostro había adquirido seriedad:
—Muchacho, Harlem es una cueva, una guarida de osos. Pero mira, para ti y para mí, es el mejor lugar del mundo. Ahora bien, si la situación no mejora pronto, voy a agarrar al oso y a liarme a patadas con él.
—Procura que no sea el oso quien se líe a patadas contigo.
—No, no hay peligro... Comenzaré a atizarle a un oso que sea de mi tamaño.
Intenté recordar algún refrán sobre osos, pero únicamente acudieron dos a mi memoria, y ninguno de los dos venía al caso. Además, estaban íntimamente ligados a mi vida anterior, por lo que provocaron en mí una oleada de nostalgia. Quería apartarme del hombre que caminaba a mi lado, pero, por otra parte, su compañía me confortaba, y me parecía que, tiempo atrás, en otras mañanas y otros lugares, él y yo hubiésemos caminado juntos, tal como lo hacíamos en aquellos momentos. Señalé los rollos de papel azul.
—¿Qué llevas ahí?
—Planos. Tengo más de cien kilos de planos, y no puedo construir nada.
—¿De qué son los planos?
—No sé. De todo, imagino. Ciudades, pueblos, urbanizaciones. Algunos son solamente de casas. Si fuera japonés, con estos planos podría hacerme una casa de papel. —Soltó una carcajada y dijo—: Parece que alguien había hecho proyectos, y luego los cambió. Cuando fui a recoger los planos pregunté por qué se los quitaban de encima, y me dijeron que esas montañas de papel les estorbaban, y que de vez en cuando tenían que desembarazarse de los planos viejos para tener sitio donde poner los planos nuevos. Muchos de estos planos que llevo no han sido utilizados.
—Llevas un buen montón.
—Sí, sí. Y no están todos ahí. Tengo planos para llenar dos carretillas más. Estos papeles representan una burrada de trabajo. Hay gente que se pasa la vida entera haciendo proyectos, y luego no los cumple.
Pensé en mis cartas de presentación, y dije:
—Tienes razón, pero no debieran hacer eso. Es preciso fijarse un plan y cumplirlo.
Me dirigió una grave mirada:
—Todavía eres muy joven, muchacho.
Guardé silencio. Habíamos llegado a una esquina, al fin del repecho que formaba la calle. El hombre dijo:
—Mira, muchacho, siempre es agradable hablar con un joven de mi tierra, pero voy a dejarte, porque ahí veo una bonita calle cuesta abajo. Si me administro bien, puedo acabar el día sin quedar reventado. Has de saber que a mí esa gente no me llevará a la tumba. Bueno, ya nos veremos otro día. ¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Al principio pensé que querías negarme, pero veo que no. Y me ha gustado mucho conocerte.
—Me alegro. Hasta la vista, y no te canses.
—¡Qué va! Para ir viviendo en esta ciudad sólo hace falta ser un poco cuco, astuto y puto. Y eso, cuando nací, ya lo era. —Moviendo los labios muy rápidamente, y parpadeando al ritmo marcado por los labios, añadió—: Soy el séptimo hijo del séptimo hijo nacido con telarañas en los ojos y alimentado con huesos de gato negro y de juanel conquistador y verduras grasas. ¿Me has comprendido, chico?
Me eché a reír:
—No. Vas demasiado de prisa.
—Bueno, pues hablaré más despacio, y en verso, para que te enteres. Me llamo Peter Wheatstraw, soy yerno del diablo y todo me importa un cuerno. —Inclinó la cabeza a un lado, y preguntó—: ¿Tú eres del Sur, no?
—Sí.
—Pues entonces, a ver si sabes seguir el juego. Me llamo Castillo y te persigo con un martillo. Platillo, Illo, Martillo. ¿Quién matará al diablo, Señor Dios con quién hablo?
Contra mi voluntad, me eché a reír. Me gustaba su palabrería, pero era incapaz de contestarle del mismo modo. En la infancia había yo jugado a este juego, pero ahora ya no me acordaba de él, seguramente porque pertenecía a una época anterior a mis estudios en la escuela.
El hombre rio:
—¿Sabes lo que quiero decir, muchacho? Soy pianista y soplón de la policía, soy camorrista y conductor de tranvía. Me parece que tendré que enseñarte unas cuantas malas costumbres, porque las vas a necesitar. ¡Buena suerte, y adiós!
—¡Hasta la vista!
Y le vi avanzar empujando la carretilla, curvado el cuerpo sobre ella; y después, doblar la esquina, allí donde la cuesta terminaba. Y le oí cantar —su voz ahora alejada— mientras descendía por la otra calle:
Tiene pies de mono,
Y piernas,
Piernas, piernas de perro,
De perro loco...
¿Qué significado tenía esta canción? Era vieja, la había oído siempre, toda mi vida, pero por primera vez me daba cuenta de su rareza. ¿Se refería a una mujer, o a un extraño animal, a una especie de esfinge? Ni la mujer de aquel hombre, ni ninguna otra, podía ser tal como la canción decía. ¿Y a santo de qué la describía mediante términos tan contradictorios? ¿Se refería de veras a una esfinge? ¿El hombre de los pantalones de Charlot, aquel pobre piernas, amaba u odiaba al ser de la canción? ¿O quizá no hacía más que cantar? ¿Además, qué mujer sería capaz de amar a un tipo tan desastrado como aquél? ¿Y cómo cabía que incluso aquel tipo amara a un ser tan repulsivo como el de la canción? Seguí adelante. Quizá todos y cada uno amaban a alguien. Este era un extremo que yo ignoraba y al que no podía prestar demasiada atención. Quienes quieren ir lejos, deben ser independientes. Y yo tenía ante mí el largo camino de regreso a la universidad. Seguí caminando, mientras oía alejarse la canción del hombre de la carretilla. la canción se había transformado en un silbido solitario y robusto que se adelgazaba y subía muy alto al fin de cada frase, para terminar en una trémula vibración de tristeza. Parecía que las sostenidas elevaciones y súbitos descensos del silbido se alejaran siguiendo la marcha de un tren solitario y nocturno. Aquel hombre era el yerno del diablo, pero además sabía silbar dando color a las notas... Entonces, pensé que con gentes como él no había nada que hacer, que era cuestión de matarlas o dejarlas. E ignoraba si en aquellos momentos la emoción que me dominaba era de orgullo o de asco.
Al llegar a la esquina, entré en una cafetería y me senté ante el mostrador. Allí había varios hombres con la cabeza inclinada sobre el plato. El café hervía en los grandes globos de vidrio, lamidos por pequeñas llamas azuladas. A mi olfato llegó el conmovedor aroma de jamón a la plancha, y vi al mozo abrir la parrilla, dar la vuelta a un par de lonchas y volver a cerrar bruscamente el aparato. Arriba, en la pared, de cara a los clientes, una muchacha con aspecto de estudiante, rubia y de piel tostada por el sol, nos invitaba a todos a beber una cola. El camarero se acercó. Puso un vaso de agua ante mí, y dijo:
—Le recomiendo el "especial". Le gustará.
—¿En qué consiste el "especial"?
—Chuletas de cerdo, puré de patatas, tostadas calientes y café.
Se había inclinado sobre el mostrador, mirándome fijamente, con una expresión que parecía decir: Muchacho, ya sabía yo que te iba a gustar el "especial". ¿Tan evidente era que yo acababa de llegar del Sur?
—No. Tomaré zumo de naranja, tostadas y café —contesté secamente.
Sacudió la cabeza:
—Me equivoqué. —Mientras ponía dos rebanadas de pan en la tostadora, añadió—: Hubiese jurado que le gustaban las chuletas de cerdo. ¿Cómo será el zumo, grande o pequeño?
—Grande.
Mientras el camarero, de espaldas a mí, cortaba en dos una naranja, mantuve la vista fija en su occipucio. Sin duda, estaría pensando que yo hubiera debido pedir el "especial", pagar y largarme, y que quién diablo creía yo ser...
Con la cucharilla quité la semilla que flotaba en la espesa capa de pulpa de naranja, y me bebí el ácido líquido, orgulloso de haber sabido resistir la tentación de las chuletas de cerdo y el puré de patatas. Aquello había sido un acto de disciplina, revelador del cambio que se estaba operando en mí, gracias al cual regresaría a la universidad convertido en un hombre más maduro y experimentado. Mientras revolvía el café, pensé que a mi regreso a la universidad yo sería esencialmente el mismo, sin embargo daría muestras de unos sutiles cambios en mi comportamiento, que intrigarían a cuantos alumnos no hubieran estado en el Norte. En la universidad, siempre resultaba útil ser un poco diferente del resto, especialmente cuando uno pretendía destacar. Estas diferencias conducían a que los compañeros hablasen de uno, a que intentaran descifrar su modo de ser. Sin embargo, prestaría atención a no hablar en todo momento como un negro del Norte, ya que esto último no les gustaría. Sin poder evitar una sonrisa, pensé que lo más adecuado sería mostrar indicios de que cuanto yo dijera o hiciera se basaba en unos misteriosos criterios de muy largo alcance, que yacían escondidos bajo las simples apariencias externas. Eso sí les gustaría. Y cuanto más vagamente me expresara, mejor. De este modo no dejarían de formular conjeturas sobre mi persona, tal como hacían con respecto al Dr. Bledsoe. ¿Cuando el Dr. Bledsoe iba a Nueva York, paraba en los lujosos hoteles de los blancos? ¿Acudía a fiestas y reuniones con los protectores? ¿Y cómo se comportaba?
"Creo que lo pasa en grande. Cuando Bledsoe va a Nueva York no se priva de nada, según me han dicho. Dicen que bebe whisky del mejor, y fuma puros, y se olvida de todo lo que nos dice a nosotros, a los negros ignorantes de la universidad. Cuando va al Norte, se hace llamar Señor. Doctor Bledsoe por todo quisque."
Al recordar la conversación, volví a sonreír. Me sentí optimista. Quizá debía alegrarme de haber sido temporalmente expulsado. Gracias a la expulsión estaba aprendiendo mucho más de lo que habría aprendido en la universidad. Hasta aquel instante, las murmuraciones de los estudiantes sobre el Dr. Bledsoe me habían parecido solamente irrespetuosas y mal intencionadas. Pero ahora podía advertir cuanto favorecían al Dr. Bledsoe, ya que tanto si estábamos en favor de él, como si estábamos en contra, su persona nunca se apartaba de nuestras mentes. Este era el secreto del arte de ser jefe. Me daba cuenta de que ésta era una realidad que había sabido durante años, sin que jamás pensara en ella. Lo raro era que la formulase en pensamientos precisamente en aquellos momentos. La distancia que me separaba de la universidad contribuía a que pensara en ella con claridad y precisión, sin miedo. Aquí, en Nueva York, veía la universidad tan clara y objetivamente como la moneda de diez centavos que en aquel momento depositaba sobre el mostrador para pagar el desayuno. El precio era quince centavos. Mientras buscaba en el bolsillo una moneda de cinco centavos, decidí sustituirla por otra de diez centavos. ¿Acaso es un insulto el que un negro dé propina a un blanco?
Fijé la vista en el camarero, que estaba sirviendo un plato de chuletas de cerdo y puré de patatas a un hombre con bigote rubio claro. Cuando me vio, arrojé la moneda de diez sobre el mostrador y me fui, molesto de que la moneda de diez no hubiera sonado como si fuera de cincuenta.
Al llegar ante la puerta de la oficina de Mr. Emerson, se me ocurrió que quizás hubiera sido mejor esperar hasta que la jornada de trabajo estuviera ya avanzada, pero deseché esta idea, y abrí la puerta. Creía que llegar a primera hora constituiría un indicio de lo mucho que necesitaba obtener empleo, y también de la diligencia con que llevaría a cabo cualquier trabajo que quisieran encomendarme. Además, ¿acaso no hay un refrán que dice "a quien madruga, Dios le ayuda"? ¿Era éste un refrán judío o de uso general? ¿Emerson era un nombre judío?
La estancia recordaba la sala de un museo. Era una amplísima antesala en la que predominaban los colores de fresca tonalidad tropical. Una de las paredes estaba casi totalmente cubierta por un gran mapa de colores, del que partían finas y tirantes cintas de seda, clavadas en distintas porciones del mapa, para ir a parar a unos soportes de ébano sobre los que había recipientes conteniendo los productos naturales de los diversos países. Sin duda estaba en las oficinas de una importante empresa. Maravillado, contemplé el resto de la estancia. Vi pinturas, estatuas de bronce, tapices, todo artísticamente dispuesto. Estaba tan deslumbrado y sorprendido que casi dejé caer la cartera al suelo, cuando oí la voz que decía:
—¿En qué puedo servirle?
Y vi a un hombre cuyo aspecto recordaba el de los figurines en los anuncios: rostro colorado, cabello rubio impecablemente peinado, traje de tela ligera y línea elegante, anchos hombros, y nerviosos ojos grises, tras gafas de delicada montura.
Le dije la razón de mi visita.
—¡Ah, sí! ¿Puedo ver la carta, por favor?
Cuando adelantó la mano para cogerla, me fijé en los gemelos de oro que sujetaban los blancos y suaves puños de la camisa. Echó una ojeada al sobre, me miró con extraño interés y dijo:
—Siéntese, por favor. Dentro de un instante estaré con usted.
Salió andando a largos pasos silenciosos, y con un balanceo de caderas que me hizo fruncir el ceño. Cogí una silla de teca, tapizada en seda verde esmeralda, y me senté en ella rígidamente, con la cartera sobre las rodillas. Seguramente aquel hombre se hallaba en esta habitación momentos antes de que yo entrara, pues en una mesa sobre la que había un bonito árbol enano, vi humear un cigarrillo en un cenicero de jade. Al lado del cenicero reposaba un libro abierto, con el título Tótem y Tabú. Más allá vi una vitrina iluminada, de líneas chinas, que contenía pequeñas vasijas y delicadas estatuillas representando caballos y pájaros, colocadas sobre soportes de madera tallada. En la estancia reinaba un silencio absoluto. Y así estuvo hasta que repentinamente oí un frenético batir de alas. Dirigí la vista hacia la ventana y vi un torbellino de colores, como si una violenta ráfaga de viento hubiera lanzado allí un amasijo de harapos de brillantes colores. Se trataba de una gran pajarera con aves tropicales, situada junto al amplio ventanal, a través del que pude ver —mientras se extinguía el sonido del revoloteo— dos buques avanzando lentamente, a lo lejos, en las verdosas aguas de la bahía. Entonces, un pájaro grande comenzó a cantar, y yo fijé la vista en su garganta hinchada y palpitante, de brillantes plumas rojas, azules y amarillas. El canto excitó a las demás aves, que revolotearon alborotadas durante un instante, creando un torbellino de destellantes colores, cual ocurre al desplegar un abanico oriental. De buena gana me hubiera acercado a la jaula para contemplar aquel espectáculo, pero decidí no hacerlo porque me pareció una actitud impropia de un hombre de negocios. Desde la silla observé la habitación.
El pájaro lanzó unas notas de desagradable sonido. Y yo pensé que las gentes cual Mr. Emerson vivían como auténticos reyes. Jamás había visto un lugar tan bello y tan rico. El museo de la universidad era triste y pobre, comparado con esta sala de espera. Allí, en el museo de la universidad, tan sólo había un reducido número de viejos objetos recordatorios de los tiempos de la esclavitud: una marmita de hierro, una vieja campana, cadenas y grilletes, un primitivo telar, una rueca, una calabaza utilizada para conservar agua, un feo ídolo africano de ébano con gesto amenazador (regalo de un millonario viajero), un látigo de cuero con tachuelas de cobre, un hierro de marcar ganado con las letras MM... Pese a que muy pocas veces había contemplado estas piezas, conservaba de ellas un vivido recuerdo. Me resultaban desagradables, y por eso, cuando visitaba aquella sala, prestaba poca atención a la vitrina en donde se conservaban, y me fijaba en las fotografías hechas en los días inmediatamente posteriores a la Guerra de Secesión, en tiempos más próximos a los que el ciego Barbee se había referido. Y ni siquiera estas fotos había contemplado con frecuencia.
Procuré adoptar una postura cómoda. Y descubrí que la silla era bella, pero dura. ¿Qué estaría haciendo el hombre que me había recibido? ¿Hubo en su actitud signos de hostilidad hacia mí? Me disgustaba que me hubiera sorprendido en un momento de distracción. Era preciso prestar atención a estos detalles. Un áspero grito procedente de la jaula rompió el silencio. Y de nuevo vi el alocado y colorido revoloteo de las aves, convertidas repentinamente en móviles llamas; sus alas airadas golpeaban una y otra vez las barras de bambú. Se apaciguaron con igual prontitud que se habían alborotado, en el instante en que se abrió la puerta y el hombre de cabello rubio me indicó que pasara dentro, mientras mantenía la mano izquierda en la manecilla de la cerradura.
Con los nervios tensos, avancé hacia él. ¿Me habían aceptado o rechazado?
—Pase, por favor —dijo, con expresión interrogadora.
Me quedé junto a la puerta, cediéndole el paso:
—Usted primero.
—Por favor... —insistió con una ligera sonrisa.
Pasé en primer lugar, mientras pensaba si en el tono con que había pronunciado sus palabras había indicios de la actitud que sin duda había adoptado para conmigo. Con la carta, señaló un par de sillas:
—Siéntese, por favor. Quisiera hacerle unas cuantas preguntas.
—Estoy a su disposición, señor.
—Dígame, ¿qué proyectos tiene usted?
—Quisiera obtener un empleo para ganar el dinero suficiente para volver a la universidad, en el próximo otoño.
—¿A la universidad en que ha estudiado hasta ahora?
—Sí, señor.
—Comprendo. Me contempló en silencio durante un momento, y preguntó : ¿Cuándo obtendrá usted el título?
—El próximo curso, señor. Este año he terminado el tercer curso.
—¿Ya? Va usted muy adelantado. ¿Qué edad tiene?
—Casi veinte años, señor.
—¿Está en tercer curso a los diecinueve? Sin duda, es un buen estudiante.
El giro que tomaba la entrevista comenzaba a gustarme.
—Muchas gracias, señor.
—¿Practicaba el atletismo?
—No, señor.
—Tiene usted aspecto de atleta. Probablemente sería un buen corredor de los cien metros.
—No lo he intentado.
—Supongo que no hace falta preguntarle qué opinión tiene de su Alma Mater...
Mi voz adquirió emocionados acentos:
—Creo que es la mejor del mundo, señor.
—Lo imaginaba, lo imaginaba —dijo, y una expresión de desagrado cruzó su rostro.
Me puse en guardia, mientras le oía murmurar incomprensibles palabras sobre "nostalgia de Harvard". Se iluminaron sus ojos, tras los cristales de las gafas, y volvió a sonreír:
—¿Qué haría usted si le ofrecieran la oportunidad de terminar sus estudios en otra universidad?
—¿Otra universidad? —pregunté sorprendido.
—Sí, sí. Digamos una universidad de Nueva Inglaterra.
Le contemplé mudo de asombro. ¿Se refería a Harvard? ¿Era eso bueno o malo? ¿Adónde quería ir a parar? Hablé con cautela:
—No lo sé, señor. Nunca he pensado en eso. Sólo me falta un curso, conozco a todo el mundo en mi universidad, y ellos me conocen a mí...
Confuso y sin saber qué decir, no terminé la frase. Mirándome fijamente, lanzó un suspiro de resignación. ¿En qué estaría pensando? Quizás había expresado con demasiada franqueza mi deseo de regresar a la universidad, quizás aquel hombre era contrario a que los negros cursáramos estudios superiores. Pero, al fin y al cabo, no era más que un secretario... O quizá no... Habló lentamente:
—Comprendo. Fui inoportuno al indicar la posibilidad de que fuera a otra institución. Supongo que la universidad de cada cual es algo sagrado, como los padres.
Me apresuré a mostrarme conforme:
—Sí, señor. Es exactamente así.
—Quisiera hacerle una pregunta un tanto indiscreta —dijo, contrayendo las pupilas—. ¿Me lo permite?
—Desde luego, señor —contesté nerviosamente.
Inclinó el cuerpo hacia delante, y frunció el ceño en expresión preocupada y dolorida:
—Me desagrada hacerle esta pregunta, pero creo que es necesario. Dígame, ¿ha leído usted la carta que ha traído? Esta carta.
Y cogió la carta que reposaba sobre la mesa.
—No, señor. No está dirigida a mí, y, como es natural, ni se me ocurrió la idea de abrirla.
Agitó la mano en el aire, y enderezó el cuerpo:
—Claro, naturalmente, naturalmente. Acepte mis disculpas, y olvide el asunto. Ha sido una pregunta personal, al estilo de esas, tan molestas, que en la actualidad se encuentran demasiado a menudo en formularios que pretenden ser impersonales.
Yo no acababa de comprender lo que quería decirme:
—Pero, ¿estaba abierta, señor? Si estaba abierta es que alguien ha curioseado en mis cosas...
—No, no, nada de eso. Por favor, olvide la pregunta. Dígame, ¿qué piensa hacer una vez haya obtenido el título?
—No lo sé todavía. Me gustaría quedarme en la universidad, como profesor, o en la administración. Y, bueno... Pues...
—¿Sí? Siga, siga.
—Bueno, pues, en realidad, me gustaría llegar a ser el secretario del Dr. Bledsoe.
Se reclinó en la silla, y sus labios formaron un círculo:
—Ya comprendo. Es usted ambicioso.
—Creo que sí, señor. Pero estoy dispuesto a trabajar cuanto sea necesario.
—La ambición es una fuerza maravillosa, aunque a veces puede llegar a cegarnos. Por otra parte, también puede conducir al éxito, como en el caso de mi padre. —Su voz tenía ahora un acento nuevo y cortante. Con el cejo fruncido contemplaba sus manos temblorosas—. Lo malo de la ambición es que muchas veces impide ver la realidad tal como es. Dígame, ¿cuántas cartas de presentación tiene usted?
Desorientado por el nuevo giro que tomaban sus preguntas, contesté:
—Tenía siete, señor. Están...
—¡Siete! —exclamó con un grito de enojo.
—Sí, señor, el Dr. Bledsoe no me dio más.
—¿Podría saber a cuántos de estos caballeros ha logrado usted ver?
Me invadió una oleada de tristeza:
—Personalmente no he visto a ninguno de ellos, señor.
—¿Y ésta es su última carta?
—Sí, señor, pero confío en obtener contestación a las otras. Me dijeron que...
—¡Sí, sí, desde luego! Los siete le contestarán. Todos son buenos y leales norteamericanos.
En esta ocasión había hablado con evidente ironía. No supe qué decir y me mantuve en silencio.
—Siete... —repitió en tono misterioso. Y añadió, acompañando sus palabras con un elegante ademán de menosprecio hacia sí mismo—: No me haga demasiado caso, no se preocupe por lo que he dicho... Ayer por la tarde celebré una larga y difícil entrevista con el analista, y ahora estoy con los nervios de punta, como un despertador que se dispara por cualquier vibración. —Con las palmas de la mano se golpeó los muslos—. ¡Es increíble! ¿Qué diablos significará eso?
Quedó traspuesto. Un lado de la cara comenzó a movérsele en sacudidas nerviosas. Sumido en pensamientos, encendió un cigarrillo. Y yo me preguntaba en qué pensaba, qué le ocurría.
Soltó una bocanada.
—No hay palabras para expresar la injusticia de algunas realidades. Escapan a la capacidad del habla y del pensamiento. A propósito, ¿ha estado usted en el Club Calamus?
—No, señor. Nunca lo he oído nombrar.
—¿De veras? Es muy conocido. Muchos de mis amigos de Harlem acuden a él. Van muchos escritores, artistas y gente conocida. Es un lugar único, en Nueva York. E, ignoro por qué, tiene cierto ambiente europeo.
Con la esperanza de encaminar la conversación hacia el tema de mi empleo, dije:
—En mi vida he estado en un night club. Cuando comience a ganar dinero, procuraré ir a alguno.
Echó la cabeza hacia atrás, bruscamente, y me miró con fijeza. Las sacudidas nerviosas volvieron a conmover su rostro:
—Me temo que, como de costumbre, me haya apartado del objeto de la conversación.
Tras una brevísima pausa, habló como llevado por un súbito impulso:
—Oiga, ¿usted cree que dos personas desconocidas que se ven por primera vez en su vida pueden hablar entre sí con absoluta franqueza y sinceridad?
—¿Perdón?
—¡Maldita sea! Quiero decir si cree posible que usted y yo nos quitemos esa máscara hecha de costumbres y modales sociales que aísla a los hombres y hablemos con total honradez y franqueza.
—No comprendo exactamente sus palabras, señor.
—¿Seguro?
—Yo...
—Claro, claro... Me resulta difícil hablar con claridad. Lo estoy sumiendo en un mar de confusión. Esta franqueza es imposible debido a que todos los motivos que nos impulsan son impuros. Olvide lo que le he dicho. Voy a intentar expresarlo de otro modo, y recuerde lo que voy a decirle...
La cabeza me daba vueltas. Aquel hombre me hablaba inclinado hacia delante, confidencialmente, como si fuéramos viejos amigos. Y yo recordaba unas palabras pronunciadas años atrás por mi abuelo: "no permitáis que un blanco os explique sus problemas, porque después se avergonzará de haberlo hecho, y entonces os odiará. En realidad, os habrá odiado en todo momento". El hombre rubio decía:
—Quisiera revelarle un aspecto de la realidad, que es de la mayor importancia para usted, pero antes quiero advertirle que le desagradará profundamente. No, permítame, déjeme terminar... —Me había puesto la mano sobre la rodilla, y al cambiar yo mi postura, la retiró rápidamente—. Quiero hacer algo que rara vez se hace. Y, a decir verdad, no lo haría si no hubiese sufrido una larga serie de increíbles frustraciones. Quizá no sepa usted que soy un hombre sometido a un injusto dominio... ¡Perdone, parece que tan sólo sé hablar de mí mismo! Quiero decir que los dos, usted y yo, nos sentimos frustrados. Los dos. Y yo quiero ayudarle...
—¿Quiere decir que me dejará entrevistarme con Mr. Emerson?
—No crea que esto le vaya a ser de mucha utilidad —dijo, torciendo el gesto,— y no saque de mis palabras conclusiones precipitadas. Quiero ayudarle, pero para ello debo cometer una crueldad.
—¿Crueldad? —dije, dando un respingo.
—Sí. Es un modo de expresarlo, tan válido como cualquier otro. Para ayudarle estoy obligado a desilusionarle.
—Creo que puedo soportar perfectamente una desilusión, señor. Usted permítame entrevistarme con Mr. Emerson y deje el resto de mi cuenta. Yo sólo quiero hablar con Mr. Emerson.
Se puso en pie de un salto, y con dedos temblorosos aplastó el cigarrillo en el cenicero:
—¿Hablar con él? Nadie habla con él. El habla y los demás callan y escuchan.
Calló por unos instantes. Cuando volvió a hablar, lo hizo en tono completamente diferente:
—Quizá sea mejor que me dé usted sus señas, y mañana por la mañana le mandaremos una carta con la contestación de Mr. Emerson. Es un hombre muy ocupado y no puede recibirle.
Me levanté, aturdido. ¿Se estaba riendo de mí? Balbuceé:
—Pero usted dijo que... —No pude continuar. Al fin supliqué—: ¡Déjeme hablar con él aunque sólo sea cinco minutos! Estoy seguro de que le convenceré de que soy capaz de realizar un trabajo, que merezco que me dé un empleo. Y si alguien ha abierto el sobre, y ha alterado la carta de presentación, demostraré mi identidad, y el Dr. Bledsoe...
—¡Identidad! ¡Dios mío! —exclamó con un ademán angustiado—. ¿Hay alguien en el mundo que en nuestros días tenga identidad de un género u otro? Oiga, ¿tiene usted confianza en mí?
—Sí, claro...
Se inclinó hacia delante. Los tics nerviosos sacudían violentamente su rostro:
—Oiga: he intentado decirle que sé mucho sobre usted, no usted personalmente, sino sobre gente como usted. Tampoco sé demasiado, de acuerdo, pero sé más que la mayoría. Aquí todavía vivimos en los tiempos de Jim y Huckleberry. Tengo muchos amigos que son músicos de jazz y he visitado todo el país. Sé en qué circunstancias viven ustedes. ¿A santo de qué quiere usted volver allá, amigo mío? Aquí hay más libertad y tendrá más oportunidades de abrirse paso. Si vuelve no encontrará lo que usted quiere, porque ignora muchos de los factores que intervienen en su caso. No interprete mal mis palabras. Le aseguro que no pretendo asustarle, ni tampoco gozar de un placer sádico. De veras, no es eso. Pero conozco este mundo en el que usted pretende entrar, conozco sus virtudes y sus vicios, y las personas decentes y las indeseables que lo forman. Sí, sí, indeseables. Mucho me temo que mi padre me cree uno de esos indeseables. Yo soy Huckleberry Finn...
Rió amargamente. Y yo intenté descifrar el significado de sus confusas divagaciones: ¿Huckleberry Finn? ¿Por qué se había referido a esa historia para muchachos? Me enfurecía e intrigaba que aquel hombre se atreviera a hablarme tal como lo hacía, amparándose en que se hallaba en una situación que le permitía obstruir el camino que podía conducirme a la obtención de un empleo, y luego al regreso a la universidad. Le dije:
—Yo solamente quiero un empleo, señor. Sólo quiero ganar el dinero suficiente para proseguir mis estudios.
—Naturalmente, pero seguramente intuye que no todo es tan sencillo como a primera vista parece. ¿No siente curiosidad por saber las causas que se esconden tras las apariencias superficiales?
—Sí, señor. Pero ante todo quiero conseguir trabajo.
—Claro, claro. Pero la vida no es tan sencilla como eso.
—Estas cosas a que usted se refiere no me interesan por el momento, sean lo que fueren, señor. Son problemas que no me incumben. Me basta con volver a la universidad, y quedarme allí tantos años como me permitan.
—Pero yo quiero ayudarle a hacer lo que más le conviene. Lo que más le conviene. ¿Usted quiere hacer lo que más le convenga?
—Sí, supongo que sí.
—Entonces, olvide sus proyectos de regresar a la universidad. Vaya a cualquier otro sitio.
—¿Que abandone la universidad?
—Eso, que se olvide de ella.
—¡Pero usted dijo que me ayudaría!
—Lo dije y lo estoy haciendo.
—¿Podré ver a Mr. Emerson?
—¡Por Dios! ¿No comprende que más le valdrá no verle?
Se me corló la respiración. Quedé rígido, agarrando la cartera con todas mis fuerzas. Barboté:
—¿Por qué me odia? ¿Qué daño le he hecho yo? ¡En ningún momento ha tenido intención de dejarme ver a Mr. Emerson! ¡Incluso después de haber visto mi carta de presentación! ¿Por qué? ¿Por qué? No voy a quitarle su empleo...
—¡No, no! ¡Claro que no! No me ha comprendido bien. ¡Dios mío, no hay modo de entenderse! Le ruego que no crea que yo intento evitar que vea a mi... en fin, que vea a Mr. Emerson, debido a que tenga prejuicios contra usted.
—¡Sí, señor, eso es lo que pienso! —le interrumpí furioso—. Un amigo de Mr. Emerson me dirigió a él. Usted ha leído la carta, y pese a ello me impide verle, y, además, ahora, pretende que abandone la universidad. ¿Qué clase de hombre es usted? ¿Por qué me odia usted, usted, que es un hombre blanco y del Norte?
Mis palabras le dejaron apenado.
—Lo siento infinito. Creo que no he sabido comportarme como debía, pero, en todo caso, tenga la seguridad de que he intentado aconsejarle que hiciera lo que más le conviene.
En un brusco movimiento se quitó las gafas. Le contesté:
—Yo soy el único que sabe lo que más me conviene, y si no yo, el Dr. Bledsoe. Si hoy no puedo ver a Mr. Emerson, haga el favor de decirme cuándo podrá recibirme.
Se mordió los labios, cerró los ojos, y sacudió la cabeza, como si luchara para no decir a gritos lo que estaba pensando. Repentinamente calmado, dijo:
—Siento de veras, muy de veras, haber provocado esta situación. Fue una estupidez el intentar aconsejarle, pero por favor no crea que soy su enemigo o enemigo de su raza. Soy su amigo. Muchos de los mejores hombres que conozco son negr... En fin, dejémoslo. Quiero que sepa que Mr. Emerson es mi padre.
—¡Usted es hijo de Mr. Emerson!
—Así es, aunque preferiría que no fuera así. Mr. Emerson es mi padre, y por eso me sería fácil lograr que usted se entrevistara con él. Sin embargo, hablando con toda franqueza, le diré que soy incapaz de cometer un acto de tanto cinismo. De nada serviría.
—Pero, Mr. Emerson, yo quisiera probar suerte. Para mí es muy importante. Mi carrera depende de esta entrevista.
—No tiene la menor oportunidad de éxito.
Mi excitación creció de punto:
—El Dr. Bledsoe me envió aquí, y forzosamente debo tener alguna posibilidad de éxito.
—El Dr. Bledsoe... —murmuró con asco—. Es como mi... Merece que le azoten en la plaza pública. —Cogió la carta y la empujó hacia mí, a través de la mesa—. ¡Tome!
La cogí, sin dejar de mirar sus ojos llameantes que me contemplaban fijamente.
—¡Ande, léala! ¡Léala! —gritó, excitado.
—No es esto lo que yo quiero.
—¡Le digo que la lea!
Muy señor mío y distinguido amigo:
El portador de esta carta es un exalumno de nuestra universidad, y digo exalumno debido a que bajo pretexto alguno será readmitido, ya que fue expulsado por haber cometido una gravísima infracción de nuestras más estrictas normas de conducta.
Sin embargo, debido a ciertas circunstancias cuya naturaleza le expondré personalmente en ocasión de la próxima junta, los intereses de la universidad exigen que este joven ignore el carácter inapelable de su expulsión, pese a que él abriga esperanzas de poder reanudar sus estudios en el próximo otoño. La gran obra a la que tantos esfuerzos dedicamos exige que este exalumno siga alentando sus vanas esperanzas, y que, al mismo tiempo, se mantenga alejado de nuestro seno.
Estamos ante uno de esos poco frecuentes y delicados casos en que una persona en la que habíamos depositado grandes esperanzas se ha apartado del buen camino, y, en su extravío, pone en peligro las no menos delicadas relaciones que vinculan a ciertas personas con la universidad. En consecuencia, aun cuando el portador de esta carta ha dejado ya de pertenecer a la universidad, es de extrema importancia que su separación de ella se efectúe del modo menos doloroso que quepa. Por ello le ruego, señor, que contribuya a que este joven siga avanzando hacia unas esperanzas que se alejen y retrocedan constantemente, siempre luminosas, cual el horizonte a la vista del caminante.
Respetuosamente, de usted seguro servidor, A. Hebert Bledsoe.
Alcé la cabeza. Me parecía que hubieran transcurrido veinticinco años desde el momento en que comencé a leer la carta hasta aquel en que comprendí su contenido. No podía creer lo que decía. En vano, la volví a leer. Y pese a mi incapacidad de comprender aquel mensaje, tenía la vaga sensación de que estaba viviendo unos momentos que ya había vivido tiempo atrás. Con las manos, me restregué los ojos. Los tenía secos, como si de repente se hubiera secado todo mi cuerpo.
Oí hablar al hombre:
—Lo siento. Lo siento infinito.
—Pero, ¿qué hice? Siempre procuré cumplir a rajatabla...
—Eso quisiera saber. ¿A qué se refiere el Dr. Bledsoe en su carta?
—No lo sé. De verdad, no lo sé.
—Pero algo debió usted hacer.
—Conduje el automóvil de un visitante... Le llevé al Golden Day porque se encontraba mal... No lo sé.
Incoherentemente, le conté la entrevista con Trueblood, la visita al Golden Day y mi expulsión. Su rostro nervioso me reveló cada una de sus reacciones a los distintos pasajes de mi relato.
Cuando terminé dijo:
—No hizo gran cosa. No comprendo a Bledsoe, es un hombre muy complejo.
—Yo sólo quería volver a la universidad, estudiar y ser útil.
—No, ahora no puede volver. ¿No lo comprende? Siento infinito lo ocurrido, sin embargo me alegro de haber cedido al impulso de hablarle. Olvide la universidad. Pese a que es un consejo que jamás he podido seguir, lo creo un buen consejo. De nada sirve cerrar los ojos a la realidad. No se ciegue voluntariamente.
Atontado, me puse en pie y me dirigí hacia la puerta. Me siguió hasta la sala de espera, en donde los pájaros multicolores revolotearon y emitieron graznidos que me parecieron gritos de pesadilla. El hombre tartamudeó tímidamente:
—Por favor, le ruego que no hable con nadie sobre esta conversación.
—No lo haré.
—A mí personalmente no me importaría, si no fuese que mi padre consideraría que la revelación que le he hecho constituye una gravísima traición. Usted, ahora, está libre del poder de mi padre. Pero yo sigo siendo su prisionero. ¿Se da cuenta de que ha quedado liberado de él? Yo todavía tengo que ganarme la libertad.
Parecía que le faltara poco para echarse a llorar.
—No lo diré a nadie —le dije—. Nadie me creería, ni siquiera yo puedo creerlo. No puede ser. Debe de haber algún error.
Al abrir la puerta, me dijo:
—Oiga, amigo, esta noche doy una fiesta en el Calamus. Me gustaría que viniese. Le hará bien.
—No, muchas gracias, señor.
—¿Quizá aceptaría ser mi ayuda de cámara?
le miré:
—No, muchas gracias.
Me gustaría poder ayudarle en algo. Oiga, sé que en Liberty Paints pueden darle trabajo. Mi padre ha enviado allá a varios recomendados. Podría intentarlo...
Cerré la puerta.
El ascensor, a velocidad de cohete, me llevó abajo. Salí a la calle. La luz del sol era muy fuerte. La gente que caminaba por la acera, junto a mí, me parecía distante. Me detuve ante un muro grisáceo que rodeaba un cementerio. Tras el muro, en lo alto, sobresalían las lápidas de los nichos, lejanas como las últimas ventanas de un edificio ciudadano. Al otro lado de la calle, un limpiabotas bailaba a la sombra de una marquesina. La gente, al pasar, echaba monedas en su sombrero. Al llegar a la esquina, cogí el autobús y, automáticamente, me dirigí a la parte posterior. En el asiento frontero, un hombre de piel oscura, con sombrero de paja, silbaba entre dientes. Mis pensamientos iban, sin parar, de Bledsoe a Emerson, y de éste a aquél. No podía encontrar explicación a lo ocurrido. Era como una absurda historieta cómica. Luego pensé que no, que no podía ser un chiste tan sólo. Y luego que sí, que era un chiste. El autobús se detuvo con una sacudida, y me di cuenta de que mi voz tarareaba la misma música que silbaba entre dientes el hombre frente a mí. Recordé la letra.
Cogieron al pobre Robin, el petirrojo,
Y le desplumaron.
Cogieron al pobre Robin, el petirrojo,
Y le desplumaron.
Ataron al pobre Robin a un palo,
Y, Señor, le arrancaron las plumas,
Todas las plumas del trasero.
¡Ay, desplumaron al pobre Robin, el petirrojo!
Me levanté y corrí hacia la puerta. A mis espaldas, siguiéndome, oía el silbido entre dientes del oscuro pasajero, el sonido de aire haciendo vibrar papel de seda contra las púas de un peine. Quedé tembloroso, en la acera, vigilando la puerta del autobús, casi convencido de que de ella saldría el hombre de piel oscura, dispuesto a seguirme sin dejar de silbar la olvidada cancioncilla del petirrojo desplumado. No podía quitarme el sonsonete de la cabeza. Durante el viaje en metro, y, después, cuando ya me encontraba en mi dormitorio de Men's House, tumbado en la cama, la cancioncilla estuvo sonando sin parar en el interior de mi cabeza. ¿Cuáles eran los hechos principales, el quién-cuándo-dónde-que-por-qué de la historia del pobre Robin, el petirrojo? ¿Qué había hecho, quién le había atado a un palo, por qué le habían desplumado? ¿Y por qué cantábamos su triste sino? Para reír, para reír tan sólo. Todos los chicos reían con la historia de Robin, y el gracioso músico que tocaba la tuba en la banda de Elk, interpretaba la canción en un solo de su retorcido instrumento, con cómicos floreos, y lúgubre fraseo, como en un burlesco himno fúnebre: "Bu, bu, bu, buuum, pobre Robin desplumado...". ¿Quién era Robin, y por qué fue maltratado y humillado?
Entonces, un arrebato de ira incontenible sacudió mi cuerpo tumbado en la cama. Una ira que para nada servía. Pensé en Emerson hijo. Quizá me había mentido, impulsado por algún escondido motivo personal. Al parecer, todos y cada uno habían forjado su plan respecto a mí, y bajo este plan tenían otro plan secreto. ¿Cuál era el plan del joven Emerson? ¿Y por qué yo formaba parte de él? Además, ¿quién era yo? Todo mi ser estaba sometido a espasmódicas sacudidas, como si sufriera un ataque epiléptico. Quizá lo ocurrido en el día de hoy fuese una prueba a la que me sometían para comprobar mi buena fe. Pensé que no, que esto era falso, que era una mentira. Y, además, yo sabía que era mentira porque había leído la carta, una carta que representaba una condena a muerte, a muerte poquito a poco.
En voz alta, a solas, recité:
—Querido Mr. Emerson: El portador de esta carta, Robin el petirrojo, es un exalumno. Le ruego le mate a esperanzas, con agonía de largos años. Su humilde y obediente servidor, A. H. Bledsoe.
Pensé: sí, así es la cosa. Es como un conciso y seco coup de grace verbal, dirigido con perfecta precisión a la nuca. ¿Contestaría Emerson a este mensaje? ¡Claro! Diría: "Querido Beld: Tuve ocasión de conocer a Robin, y le arranqué la cola. Firmado, Emerson".
Me incorporé y, sentado en la cama, me eché a reír. Reía, pero me sentía baldado y flojo, sabedor de que el dolor y la pena no tardarían en llegar, y que, pasara lo que pasara, jamás volvería a ser el que antes era. Me sentía apaleado, pero reía. Cuando dejé de reír, y me quedé jadeando, decidí volver a la universidad y matar a Bledsoe. Pensé: Sí, éste es mi deber para con mi raza y para conmigo mismo; le mataré.
La osadía de este propósito y la ira que me dominaba, me impulsaron a actuar. Precisaba ganar dinero y elegí el medio que consideré más rápido. Llamé por teléfono a la fábrica que el joven
Emerson me había indicado. Y la llamada dio resultado. Me dijeron que me presentara el día siguiente por la mañana. Ocurrió todo tan rápida y fácilmente, que quedé desconcertado. ¿Habían planeado entre todos que así ocurriera? No, no, en esta ocasión no iban a engañarme. Ahora, el resultado se debía a mis propios actos. Los sueños de venganza apenas me dejaron dormir.