CAPÍTULO 8
El dormitorio era pequeño y limpio, y en él destacaba el cubrecama de color anaranjado. La mesa y la silla eran de madera de pino. Sobre una mesilla, había una de esas Biblias que las asociaciones de apostolado reparten en hoteles y residencias. Dejé las maletas en el suelo y me senté en la cama. De fuera me llegaba el ruido del tránsito de la calle, el más grave y hondo del metro, y los sonidos pequeños y varios de mil voces humanas. Allí, solo en el dormitorio, me resultaba difícil creer que me hallara tan lejos de casa, pese a que no tenía a mi alrededor objeto alguno que pudiera recordármela, salvo la Biblia. La tomé, y con ella en las manos volví a sentarme, en la cama. La abrí, y cogiendo unas cuantas páginas entre los dedos, hice resbalar sus rojos cantos sobre la yema del pulgar. Recordé la facilidad con que el Dr. Bledsoe citaba pasajes de la Biblia, en sus discursos a los estudiantes, el domingo por la tarde, en la capilla. Busqué las páginas del Génesis, pero no pude leer el texto. Recordé los intentos de mi padre, en casa, para implantar los rezos en familia: la familia arrodillada, las cabezas reverentemente inclinadas en los respaldos de las sillas, antes de comer, mientras escuchábamos en la temblorosa voz de mi padre un torrente de retórica parroquial, una lección de humildad de palabra. Sentí añoranza y dejé la Biblia. Estaba en Nueva York, y debía obtener trabajo y ganar dinero.
Me quité la chaqueta y el sombrero, y saqué del bolsillo las cartas de presentación, que dejé sobre la cama, experimentando, otra vez, un sentimiento de importancia al leer los nombres escritos en los sobres. ¿Qué decían aquellas cartas? ¿Cómo abrir los sobres sin que se notara? Había leído que se podía hacer sometiéndolos a la acción del vapor, pero en aquellos momentos yo no tenía con qué obtener vapor. Abandoné la idea, ya que, al fin y al cabo, ninguna necesidad tenía de leer las cartas. Además, quebrantar la palabra dada al Dr. Bledsoe me parecía deshonesto y peligroso. Me bastaba con saber que hacían referencia a mí, y que estaban dirigidas a gente importante. Me hubiera gustado mostrar las cartas a alguien cuya reacción ante ellas me proporcionara el reflejo de mi importancia. Al fin, me puse ante el espejo y me dirigí una sonrisa de admiración. Después, dejé las cartas sobre la mesa, una al lado de otra, como si formaran una invencible combinación de naipes.
Entonces, tracé el plan de campaña del día siguiente. En primer lugar, tomaría una ducha, y luego desayunaría. Desde luego, me levantaría muy temprano, ya que para tratar con gente importante era preciso ser muy puntual. Con ellos no cabía regirse por la morosa p. n. (puntualidad negra). Y para ello me compraría un reloj. Actuaría ateniéndome a un horario previamente establecido. A mi memoria vino la pesada cadena de oro que cruzaba el chaleco del Dr. Bledsoe, y el ademán con que sacaba el reloj del bolsillo y oprimiendo un resorte abría la tapa para consultar la esfera, mientras su rostro componía un gesto de concentración mental, los labios fruncidos, la barbilla hundida marcando tres pliegues de sotabarba, y el ceño arrugado. Después, tras carraspear, daba una orden, con voz profunda y grave entonación, como si cada sílaba estuviera henchida de trascendentes matices. Recordé mi expulsión de la universidad y se me levantó la ira instantáneamente. Intenté dominarla, pero no lo logré, y me quedó un rastro de resentimiento que me hacía sentir incómodo. Entonces, pensé que quizá mi expulsión constituyera un hecho afortunado, por cuanto si no hubiera ocurrido probablemente no habría tenido jamás ocasión de tratar cara a cara a hombres tan importantes como aquellos a quienes iban dirigidas las cartas. En mi imaginación seguía viendo la figura del Dr. Bledsoe con la mirada en el reloj, pero en aquellos instantes estaba acompañada de otra figura, la figura de un hombre más joven, es decir, yo. Un yo refinado e inteligente, vestido, no con ropas sombrías cual aquellas anticuadas que solía llevar el Dr. Bledsoe, sino con traje más deportivo, de excelente tela y cortado a la moda, como los que llevan los hombres de los anuncios en los semanarios, un traje como los de los jóvenes hombres de negocios que aparecen en Esquire. Me imaginaba en el momento de pronunciar un discurso, cuando las cámaras fotográficas, disparadas al término de un período de deslumbrante brillantez oratoria, impresionaban mi imagen en espectacular actitud. Yo sería una moderna versión del Dr. Bledsoe, menos primitivo que él, e incluso cabría calificarme de refinado. Hablaría siempre en voz baja, sin alzarla jamás, y sería, en todo instante, encantador. Sí, encantador, ésta es la palabra adecuada. Sería una especie de Ronald Colman. ¡Qué voz tendría, Señor! Como es natural, en el Sur no podría hablar de este modo, ya que a los blancos no les gustaría, y los negros dirían que hablar así equivale a ser "un pretencioso". Sin embargo, aquí, en el Norte, prescindiría de mis costumbres verbales sureñas. En verdad, hablaría de un modo en el Norte y de otro en el Sur, y así evitaría que los sureños la tomaran conmigo. Si el Dr. Bledsoe era capaz de emplear estos trucos, también lo haría yo. Aquella noche, antes de acostarme, saqué brillo a la cartera de piel y guardé las cartas en ella.
A primera hora de la mañana siguiente me dirigí en metro al distrito de Wall Street, para presentar mi primera carta en una oficina que estaba situada casi al final de la isla. La altura de los edificios y la estrechez de las calles daban al aire una tonalidad crepuscular. Mientras buscaba la casa a la que iba, vi pasar varios automóviles con vigilantes policías dentro. En las calles circulaba una multitud de individuos apresurados que causaban la impresión de ser seres a los que alguien hubiera dado cuerda, y se movieran dirigidos por una secreta fuerza invisible. Muchos de ellos llevaban carteras en la mano, y yo, al verlo, oprimía la mía con aire importante. Aquí y allá, advertí la presencia de negros que caminaban apresuradamente, y que, sujeta con unas correas a la muñeca, llevaban una bolsa de cuero. Por unos instantes me parecieron prisioneros que escapan sosteniendo en la mano la cadena ya rota pero todavía unida a la argolla en el tobillo. Sin embargo, parecían tener cierta conciencia de su propia importancia, y yo hubiera querido detener a alguno de ellos para preguntarle por qué iba encadenado a la bolsa de cuero. Quizá les pagaban un buen salario por ir encadenados a sus bolsas, quizás iban encadenados a una gran suma de dinero. Quizás aquel hombre con zapatos de desgastados tacones que caminaba ante mí, iba encadenado a un millón de dólares.
Miré para comprobar si tras él iban vigilantes policías revólver en mano, pero no vi a nadie. A lo mejor caminaban escondidos entre la apresurada multitud. De buena gana hubiera seguido a uno de aquellos hombres para ver a dónde se dirigía. ¿Por qué les confiaban tanto dinero? ¿Qué ocurriría si se escaparan con él? Claro que esto último difícilmente ocurriría, ninguno iba a ser tan insensato como para escapar con el dinero. Sí, aquello era Wall Street. Quizás estaba vigilado, tal como, según me habían dicho, se vigilan algunas oficinas de correos, por hombres que observaban a través de agujeritos en las paredes y en los techos, que observaban en silencio, constantemente, en espera de sorprender a alguien en actitud sospechosa. Quizás en la esfera de aquel reloj de la fachada del gris edificio, se escondían unos ojos vigilantes. Al llegar a las señas que buscaba, me encontré ante un edificio de piedra blanca, con esculturas de bronce, cuya inmensa altura me produjo sensación de agobio. Mujeres y hombres apresurados entraban constantemente en él. Tras mirar a mi alrededor durante un par de segundos, entré con ellos. Después, penetré en el ascensor, donde fui empujado hasta el fondo. Salió disparado hacia arriba, como un cohete, produciéndome en la entrepierna una sensación que me hizo creer que dejaba abajo, en el vestíbulo, una importante parte de mí ser.
Salí del ascensor en el último piso y avancé por un ancho pasillo de mármol, hasta encontrar la puerta en la que lucía una placa con el nombre del protector de la universidad, al que iba a ver. Pero en el instante en que me disponía a entrar, perdí mi presencia de ánimo y retrocedí. Miré al fondo del pasillo. Estaba desierto. Pensé que los blancos son gente con raras manías, y que quizás a Mr. Bates no le gustaría que la primera persona que le visitara fuese un negro. Volví sobre mis pasos hasta llegar al vestíbulo. Y allí me quedé, ante una ventana, dispuesto a esperar un poco.
Abajo vi el South Ferry. Un barco y dos barcazas cruzaban el río. A lo lejos y a la derecha se alzaba la estatua de la Libertad, con la antorcha casi oculta por la niebla. A lo largo de la orilla, entre la niebla, sobre los muelles, volaban las gaviotas. Y a mis pies, a una profundidad que me causaba mareo, hormigueaba la muchedumbre. Miré a lo lejos: un transbordador pasaba ante la estatua de la Libertad, iba dejando una curva estela en la bahía y tres gaviotas volaban tras él.
Del ascensor, a mis espaldas, salió un grupo de hombres y mujeres. Oí voces femeninas que se alejaban, charlando, por el corredor. Pronto tendría que ir al despacho de Mr. Bates. Y, al pensarlo, aumentó todavía más mi inseguridad. Estaba preocupado por mi apariencia física. Si a Mr. Bates no le gustaba mi traje, o el modo en que iba peinado, quizá no me diera trabajo. Volví a leer su nombre nítidamente mecanografiado en el sobre, y me pregunté en qué ganaba el dinero aquel hombre. Yo sólo sabía que era millonario. A lo mejor lo había sido toda su vida; quizá nació millonario. Jamás había sentido tanta curiosidad acerca del dinero, como en aquellos momentos, en que me creía rodeado de él. Era posible que ahora obtuviera un empleo y que, dentro de unos años, me mandaran de un lado a otro, a lo largo de las calles, con millones de dólares amarrados a las muñecas, en el cargo de fiel mandadero. Después, me enviarían de nuevo al Sur para ponerme al frente de la universidad, tal como había ocurrido con aquella cocinera del alcalde, que fue nombrada directora de la escuela cuando la debilidad de sus piernas de anciana ya no le permitió seguir trabajando en la cocina. De todos modos, yo no pensaba estar tan largo tiempo en el Norte. Sin duda requerirían mi presencia en el Sur al cabo de pocos años de ausencia... Pero antes debía celebrar la entrevista con Mr. Bates.
Al entrar en la oficina, me encontré ante una muchacha que me miró desde su mesa, mientras yo echaba una ojeada a la amplia y luminosa habitación, a las cómodas sillas, las estanterías hasta el techo repletas de libros con cubiertas de cuero e impresiones doradas, y a la serie de retratos en las paredes. Los ojos de la muchacha me miraban interrogadores, Estaba sola. Y yo pensé: al menos no he llegado antes de que abrieran la oficina...
—Buenos días —me dijo. Y en su voz no pude advertir aquella nota de hosquedad que esperaba hallar.
—Buenos días —dije, avanzando un paso. ¿Cómo iba a explicarle lo que quería?
—Usted dirá.
—¿Es ésta la oficina de Mr. Bates?
—Sí, claro. ¿Ha concertado una entrevista con Mr. Bates?
—No, señora.
E inmediatamente me arrepentí de haber llamado "señora" a una mujer tan joven, y en el Norte. Saqué la carta de la cartera y, antes de que tuviera tiempo de pronunciar palabra, la muchacha dijo:
—¿Me permite?
Dudé un instante. Yo no quería entregar la carta a nadie que no fuese el propio Mr. Bates, pero no pude evitar obedecer el mensaje de mando en el ademán de la muchacha, que tenía la mano hacia la carta. Al entregársela, pensé que la abriría, pero no lo hizo, sino que tras echar una ojeada al sobre se levantó y, en silencio, desapareció por una puerta acolchada.
Al otro extremo de la alfombrada estancia, frente a la puerta por la que había entrado, vi varias sillas, pero no me decidí a ir hasta allá. Me quedé en pie, con el sombrero en la mano, mirando alrededor. Una de las paredes me llamó la atención. En ella colgaban tres retratos de unos solemnes ancianos, con cuello de puntas vueltas, que contemplaban al espectador con un aplomo y una arrogancia que yo tan sólo había visto en gentes blancas, y en algunos negros de mal vivir, con el rostro cruzado de cicatrices. Ni siquiera el Dr. Bledsoe, quien con una sola mirada hacía temblar a los profesores, tenía tal aplomo. Sin duda, aquellos hombres retratados eran los que protegían al Dr. Bledsoe; y yo me preguntaba qué representaban para los blancos del Sur, para quienes me habían concedido la beca de estudios. Cuando la secretaria regresó, yo todavía estaba con la vista fija en los retratos, bajo la influencia del poder y misterio que de ellos emanaba.
Me dirigió una rara mirada, y sonrió.
—Lo siento infinito, pero las ocupaciones de Mr. Bates le impiden recibirle esta mañana. Dice que deje usted su nombre y señas, y le escribirá.
La desilusión me había dejado mudo. Dándome una cartulina, la muchacha dijo:
—Anótelo aquí.
Mientras yo escribía, dispuesto a irme tan pronto hubiera terminado, la muchacha repitió:
—Lo siento infinito.
—Aquí me encontrarán a cualquier hora.
—Muy bien. No tardará en recibir noticias.
La muchacha me pareció amable y con mucho interés en mi asunto. Salí de allí pletórico de optimismo. No había razón para preocuparse. Al fin y al cabo, estaba en Nueva York.
En los días siguientes, logré entrevistarme con las secretarias de varios protectores. Todas se comportaron de un modo amable y esperanzador. Algunas me dirigían raras miradas, pero yo no hacía caso ya que en ellas no parecía haber hostilidad. Pensé que quizá les sorprendía que un tipo como yo tuviera cartas de recomendación para gente tan importante. Sí, entre el Norte y el Sur había invisibles vínculos y, además, Mr. Norton me había llamado "su destino"... Pensaba en eso, y balanceaba mi cartera, seguro del éxito de mis gestiones.
De esta manera, con los asuntos viento en popa, me dediqué a presentar las cartas por las mañanas, y a conocer la ciudad por las tardes. Pasear a lo largo de las calles, sentarme en el metro al lado de gente blanca, comer en las mismas cafeterías que los blancos (aunque procuraba no sentarme en sus mesas), me producía una rara sensación mezcla de temor y de incongruencia, semejante a la que algunos sueños producen. Me daba cuenta de que las ropas que llevaba me sentaban mal y, pese a las cartas de presentación a gente importante, tenía dudas sobre el modo en que debía comportarme. Durante mis paseos, pensé, por primera vez en mi vida, en mi comportamiento en mi tierra. En realidad, allí, no me había preocupado de pensar en los blancos en cuanto hombres. Sencillamente consideraba que unos eran amigos y otros no lo eran, y procuraba no ofender a unos ni a otros. Pero aquí todos me parecían impersonales, y pese a ello me sorprendían con sus buenos modales, con actitudes tales como pedirme perdón por haberme empujado en un lugar atestado. Sin embargo, comprendía que incluso cuando eran corteses para conmigo, apenas me veían. Y si hubieran propinado un empujón a un oso, también le hubieran pedido disculpas, sin dirigirle ni una mirada, siempre y cuando el oso hubiese seguido su camino sin meterse con ellos. Eso me dejaba perplejo y confuso. E ignoraba si era deseable o no...
A pesar de todo, mi primera y más importante ocupación consistía en visitar a los protectores de la universidad. Después de una semana de callejeos y de recibir las vagas esperanzas de las secretarias, comencé a impacientarme. Tan sólo me faltaba presentar una carta, dirigida a un tal Mr. Emerson que, según había leído en los periódicos, estaba de viaje. Varias veces había pensado en visitar de nuevo las oficinas a las que había presentado mis cartas, para inquirir noticias, pero siempre acabé por no hacerlo porque tampoco quería que me creyeran excesivamente impaciente. Sin embargo, el tiempo discurría rápidamente y si no encontraba trabajo en breve, no podría ahorrar lo suficiente para regresar a la universidad en el otoño. Ya había escrito a casa diciéndoles que estaba en Nueva York trabajando para uno de los miembros del patronato, y me habían contestado diciéndome que mis noticias les parecían maravillosas, y previniéndome de los peligros que me acechaban en la "pérfida" gran ciudad. Así es que tampoco podía escribirles pidiéndoles dinero, sin revelar que les había engañado en mi primera carta.
Al fin, intenté ponerme al habla por teléfono con los hombres importantes, no obteniendo más que corteses negativas de sus secretarias. Afortunadamente, todavía me quedaba la carta de Mr. Emerson. Decidí emplearla, pero en vez de entregarla a una secretaria, escribí una carta en la que decía que era portador de una comunicación del Dr. Bledsoe, y solicitaba una entrevista. Pensé que quizá las secretarias no se portaban tan bien como yo había creído, y que tiraban mis cartas a la papelera. En verdad, debía haber tomado más precauciones.
Recordé a Mr. Norton. Era una lástima que la última carta no estuviera dirigida a él, o que no viviera en Nueva York, lo que me permitiría recurrir personalmente a él. Ignoro por qué razón, me consideraba unido, en cierto modo, a Mr. Norton, y creía que si me viera recordaría que yo era aquel a quien él vinculaba a su destino. En aquellos momentos, tenía la impresión de que había tratado a Mr. Norton años atrás, en un lejano país, cuando en realidad todavía no había transcurrido un mes. En un arrebato de energía, le escribí una carta en la que le decía estar firmemente convencido de que mi futuro sería totalmente distinto si me permitía trabajar para él, y que con ello él también saldría beneficiado. Al final de la carta tuve buen cuidado de indicarle que me encontraba en libertad de aceptar el trabajo que quisiera darme. Empleé varias horas escribiendo la carta, rasgándola y volviéndola a escribir, hasta que logré un ejemplar perfecto, nítidamente mecanografiado, con frases cuidadosamente compuestas, y extremadamente respetuosa. Corriendo fui al buzón y la eché en él antes de la última recogida del día, tras lo cual quedé repentinamente convencido de que obtendría resultados. Pasé tres días sin salir de la residencia, en espera de la contestación. No sólo no llegó contestación alguna, sino que, como si se tratara de una oración desatendida por el Señor, tampoco me fue devuelta la carta.
Mis dudas aumentaron. Quizá la realidad no fuese tan maravillosa como yo creía. Pasé un día entero enterrado en el dormitorio. Y comprendí que tenía miedo, que en mi propia habitación, allí, tenía más miedo del que en momento alguno había padecido en el Sur. Y el miedo venía incrementado por el hecho de que en Nueva York no había una realidad concreta a la que temer. Todas las secretarias me dieron esperanzas y fueron amables conmigo. Por la noche, fui al cine. Vi una película de colonización del Oeste, con heroicas batallas contra los indios, e inundaciones, tormentas, bosques incendiados, en la que los colonizadores siempre vencían. Una epopeya de caravanas avanzando hacia el Oeste, siempre avanzando, avanzando... Olvidé mis preocupaciones (pese a que en la aventura cinematográfica no participaba nadie con mis características humanas), y salí de la sala un tanto aliviado. Sin embargo, por la noche soñé en mi abuelo y me desperté deprimido. Al salir del edificio tenía la extraña sensación de interpretar un papel en una comedia que yo no podía comprender, pero de la que Bledsoe y Norton eran principales autores. Pasé el resto del día sin atreverme a hablar, y comportándome tímidamente, inhibido, dominado por el miedo a decir o hacer algo escandaloso. Y me decía a mí mismo que mis problemas eran fruto de la imaginación, que todo se debía a mi excesiva impaciencia. Debía esperar a que los protectores de la universidad contestaran la carta de presentación. Quizás esperaban los resultados de algunas investigaciones sobre mi persona. Y pese a que no me habían dado ningún indicio de que así fuera, la idea no se apartaba de mi cabeza. Quizá mi destierro terminaría repentinamente y me darían una beca para volver a la universidad. Pero, ¿cuándo?
Era necesario que pronto ocurriera algo. Era preciso que encontrara un empleo que me pusiera un poco a salvo, ya que había casi terminado el dinero, y no podía hacer frente a ninguna eventualidad. Tal había sido mi confianza, que olvidé reservar el dinero suficiente para pagar el billete de regreso a casa. Estaba desesperado y avergonzado. No me atrevía a contar a nadie mis problemas, ni siquiera a los directivos del Men's House, ya que habiendo tenido noticia de que yo iba a ocupar un importante empleo, me trataban con cierta deferencia, y por ello yo procuraba ocultar mi creciente preocupación. Pensaba que quizá me viera obligado a demorar mis pagos, en cuya caso sería conveniente que conservara las apariencias de solvencia. Me dije que lo que en realidad debía hacer era conservar la fe. Volvería al ataque mañana por la mañana. Mañana ocurriría algo, con toda certeza. Y así fue. Recibí carta de mister Emerson.