CAPÍTULO 13
Primero me aparté de la ventana e intenté leer, pero mi intención huía de la lectura para volver a mis constantes problemas. Incapaz de soportar aquella situación ni un solo minuto más, salí excitado del dormitorio para ir a la calle y dejar que el aire helado enfriase el ardor de mi mente, templara mis pensamientos. Al salir, tropecé con una mujer que me dirigió un insulto soez, sin que ello tuviera otro efecto que el de acelerar mi paso. Pocos minutos después, me había ya alejado varias manzanas y avanzaba por la avenida inmediata a mi calle, camino del centro de la ciudad. Una leve capa de hielo, quebrada aquí y allá, y copos de nieve sucia cubrían el suelo. La luz del sol débil se filtraba a través de la bruma. Iba con la cabeza baja, sintiendo el frío en la piel, pese a que interiormente ardía de fiebre. Mantuve la vista baja hasta que un automóvil con los neumáticos calzados con cadenas patinó, dando una vuelta sobre sí mismo. Después, se orientó de nuevo en su dirección y prosiguió cautelosamente el camino, acompañado del sonido de las cadenas sobre el hielo y sobre el suelo. Ahora, caminaba despacio. El frío me hacía guiñar los ojos, y en mi mente confusa bullía la sempiterna lucha conmigo mismo. Harlem bajo la tormenta de nieve causaba la impresión de haber quedado desarticulado. Imaginé haberme perdido, y durante unos instantes quedé inmerso en un extraño silencio, en un silencio de mundo onírico. E imaginé que oía el sonido de la nieve al caer sobre nieve. ¿Qué pretendía con ello? Seguí adelante con la vista orientada hacia la interminable sucesión de tiendas, de barberías, salones de belleza, tiendas de confeccionistas, pequeños restaurantes, freidurías, tabernas... Caminaba junto a los escaparates. Los copos de nieve formaban sutiles velos y espesas cortinas, y al mismo tiempo otros velos y otras cortinas de nieve se rasgaban y se abrían. El resplandor rojo y dorado de un escaparate con objetos propios de diversos cultos, atrajo mi vista. Tras la delgada capa de hielo que cubría el cristal, vi dos imágenes de yeso pintadas de chillones colores, una de Jesús y otra de María, rodeadas de libros para adivinar el porvenir mediante los sueños, de filtros de amor, cuadritos con las palabras "DIOS ES AMOR", aceite mágico para obtener dinero y dados de plástico. Una estatua negra de un esclavo nubio desnudo, con un turbante dorado en la cabeza, me sonreía desde allí. Pasé ante un escaparate en el que se exhibían pelucas de cabello recto y tieso, y untos que producían el milagro de clarificar la piel negra. Un anuncio proclamaba: "También usted puede ser verdaderamente hermosa. Sea más feliz con una piel más blanca. Destaque en su medio social".
Apresuré el paso para dominar los salvajes deseos de romper aquel cristal a puñetazos. No sabía adónde ir. ¿A un cine? Quizás en el cine pudiera dormir un poco. Dejé de mirar los escaparates y seguí adelante. En aquel momento, me di cuenta de que otra vez mis labios murmuraban palabras. A lo lejos, en la esquina siguiente, vi a un viejo que se calentaba las manos en una especie de chimenea que sobresalía de un carrito de extraño aspecto. De la chimenea escapaba una débil espiral de humo que se elevaba en el aire, y que trajo lentamente hasta mi olfato el aroma de boniatos al fuego. Sentí una aguda y dolorosa punzada de nostalgia. Me quedé clavado en el suelo, respirando profundamente el aire aromatizado por los boniatos, embargado por los recuerdos y con la mente proyectándose hacia remotos tiempos pasados. En casa, poníamos los boniatos sobre las brasas, en el hogar, y luego nos los llevábamos fríos a la escuela para comerlos a la hora del almuerzo, pero muchas veces los devorábamos a escondidas, oprimiendo la suave piel para que soltasen la pulpa, ocultándonos de la vista del profesor, tras el libro más grande de que disponíamos, es decir, la Geografía Universal. Solíamos ponerles azúcar, asarlos sobre una plancha de hierro, freírlos con mantequilla, o cocerlos lentamente con manteca de cerdo, de modo que quedasen cubiertos de grasa amarillenta y cristalina. E incluso los comíamos crudos. Sí, muchos años atrás había comido muchos boniatos. Muchos más boniatos había comido que años habían pasado, pese a que el tiempo transcurrido me parecía infinito, nebuloso, impalpable como la leve columna de humo que salía de la chimenea del carrito, y el tiempo se alejaba hasta más allá de mi capacidad de recuerdo.
Eché a andar. El hombre gritó:
—¡Calientes, calientes! ¡Boniatos asados de Carolina!
El viejo, cubierto con un desastrado capote militar, los pies envueltos en sacos y en la cabeza un gorro de lana, se entretenía poniendo en orden una pila de bolsas de papel. Al acercarme sentí el valor del carbón rojo que quemaba en la estufa, y vi, burdamente escrita en el carro la palabra "BONIATOS". Súbitamente, se me había despertado el apetito.
—¿A cuánto los vende? —pregunté.
Con temblorosa voz senil, me respondió:
—A diez centavos. Son dulces. De primera calidad, dulces, boniatos dulces. ¿Cuántos quiere?
—Déme uno. Si son tan buenos como dice, con uno basta.
Me dirigió una mirada inquisitiva. En un ojo le brillaba una lágrima. Soltó una risita y abrió la puerta del rudimentario horno. Su mano enguantada se introdujo en él. Algunos boniatos mostraban burbujas de azucarado líquido opalino. Estaban sobre una panilla, bajo la que brillaba el carbón rojizo, del que brotaron llamas azulencas al contacto con el aire frío. Mientras el hombre extraía un boniato, sentí en mi rostro el ardor del fuego. El hombre cerró el horno. Después cogió una bolsa de papel para poner en ella el boniato.
—Servidor de usted, señor.
—No lo ponga en la bolsa, me lo voy a comer ahora.
Cogió la moneda de diez centavos:
—Gracias. Si no es bueno, le daré otro gratis.
Antes de abrirlo, ya sabía que el boniato sería dulce. En la piel se habían formado burbujas amarillentas.
—Ábralo —dijo el viejo—. Le voy a dar un poco de mantequilla, si es que quiere comerlo ahora. Mucha gente se los lleva a casa, y, claro, les ponen la mantequilla allí.
Rompí el boniato. La dulce y blanda pulpa humeaba en el aire helado.
—Espere un momento —dijo el viejo. Cogió una escudilla que tenía cerca del fuego, en una repisa de metal. Echó una cucharada de mantequilla derretida en el boniato, que la absorbió rápidamente.
—Gracias.
—De nada, señor. Y voy a decirle una cosa.
—¿Qué?
—Si este boniato no es el bocado más exquisito que ha tomado usted en mucho tiempo, le devuelvo el dinero.
—No tiene por qué esforzarse en convencerme. Con sólo verlo ya sé que es bueno.
—Tiene razón. Pero no todo lo que parece bueno, lo es. Este boniato sí es bueno.
Le pegué un mordisco. Era el mejor boniato que había comido en mi vida: dulce y caliente. Me sentí dominado por un tan intenso sentimiento de añoranza de mi tierra y de mi casa, que di media vuelta y me alejé del carrito y el viejo, para recuperar el dominio de mí mismo. Mientras caminaba por la calle, iba comiendo el boniato, y esto me producía una agradable sensación de libertad. Ya no tenía que preocuparme de observar el comportamiento que se consideraba correcto, ni de quién pudiera verme comiendo por la calle. Decidí prescindir de esta clase de inhibiciones. Y entonces, el boniato me pareció todavía más dulce. Deseaba que algún conocido de la universidad o de mi pueblo pasara por allí y me viera. ¡Qué desagradable sorpresa se llevaría! Y yo le empujaría hasta una estrecha calle lateral y le fregaría por la cara la piel del boniato. Pensé que formaba parte de una extraña especie humana. Para inflingir la más dolorosa humillación a las gentes de mi especie bastaba con mostrarnos públicamente aquello que más nos gustaba. No todos éramos de este modo, pero la mayoría sí lo era. Para humillarles bastaba con dirigirse a ellos, a plena luz del día, y agitar ante sus narices una bolsa de menudillos fritos, o de pata de cerdo bien guisada. ¡Cuánto dolor podía causarles un hecho tan simple! Y me imaginé a mí mismo avanzando hacia Bledsoe, un Bledsoe despojado de su falsa humildad, en el atestado salón de Men's House, y Bledsoe me dirigiría una mirada y fingiría no conocerme, y entonces yo, rabioso, agitaría ante sus ojos un rollo de tripa de vaca cruda y sin limpiar, de la que gotearía un líquido viscoso, y gritaría: "¡Bledsoe! ¡Eres un desvergonzado devorador de tripa de vaca! ¡Te acuso públicamente de entregarte a los placeres de la tripa de vaca! Y no solo la comes, sino que la comes a escondidas, cuando crees que nadie te ve. ¡Eres un vergonzante devorador de menudillos! ¡Bledsoe, te acuso de entregarte a un sucio vicio! ¡Come esta tripa para que todos puedan comprobarlo! ¡Te acuso ante el mundo!". Y Bledsoe comería la tripa, kilómetros de tripa, con orejas y chuletas de cerdo, con mostaza, con alubias negras.
La escena me provocó una salvaje carcajada, y se me atragantó el boniato. Una acusación así, hecha públicamente, sería mucho más injuriosa que atribuirle la violación de una vieja de ciento veinte años, noventa y tantos kilos, tuerta y coja. Bledsoe exhalaría un profundo suspiro y bajaría la cabeza avergonzado. Pasaría a pertenecer a una casta inferior. Los semanarios le atacarían. Y bajo su fotografía en los periódicos, se leería: "Destacado profesor vuelve a practicar primitivos ritos negros". Sus rivales le acusarían de corromper a la juventud. Los editoriales le exigirían que se retractase públicamente, o que abandonara la vida pública. Sus amigos blancos del Sur renegarían de él. Sería objeto de estudios y discusiones durante años y años, a lo largo y ancho del país, y el dinero de los protectores de la universidad de nada serviría para devolverle el prestigio perdido. Y terminaría sus días exilado, lavando platos en una oscura cafetería del Norte, porque, en el Sur, jamás podría obtener un empleo decente.
Pensé que esta bella historia era muy alocada e infantil, pero de todos modos, estaba dispuesto a no avergonzarme de mis gustos.
Esto, para mí, se había terminado. Pensé: "Soy lo que soy, y basta". Ávidamente terminé el boniato, y volví corriendo al carrito. Di veinte centavos al viejo, y le dije:
—Déme dos boniatos.
—Todos los que quiera. Mientras no se me acaben... Veo que es usted un verdadero entusiasta de los boniatos, joven. ¿Se los va a comer aquí?
—Sí, ahora mismo.
—¿Quiere mantequilla?
—Sí, por favor.
—Con mantequilla están mucho más buenos, sí, señor. —Me dio los boniatos—. Es usted de la vieja escuela de aficionados a los hornillos.
—Los boniatos son mi razón de vivir.
—Entonces, seguramente será usted de Carolina del Sur —dijo sonriendo.
—Ni hablar. En Carolina del Sur no saben lo que es un boniato. En mi tierra sí que entendemos en boniatos.
Y di media vuelta. El viejo gritó:
—Si quiere comer más, vuelva mañana por la noche. Mi mujer estará aquí, y tendremos pastelillos calientes de boniato.
Mientras me alejaba, pensé tristemente en los pastelillos calientes. Si ahora comiera uno, seguramente se me indigestaría, pese a que ya no me avergonzaba de mis gustos. No, seguramente no podría digerir más de uno o dos pastelillos. ¿Hasta qué punto me había amargado la vida y había desperdiciado el tiempo, procurando hacer aquello que los demás me consideraban obligado a hacer, en vez de seguir mis propios gustos y tendencias? ¡Cómo había perdido el tiempo! ¡Qué estúpido modo de malgastar la vida! Y me formulé otra pregunta: ¿Qué actitud debía yo adoptar ante aquellas cosas desconocidas que, de veras, jamás me habían gustado, no porque estuviera obligado a que no me gustaran, ni tampoco porque sentir desagrado hacia ellas fuera un signo de buena educación y refinamiento, sino sencillamente porque no me gustaban? La pregunta me dejó preocupado y de mal humor. No había modo de contestarla. Solucionar el problema implicaba una minuciosa labor de selección, y una vez efectuada ésta, era preciso adoptar una decisión. Antes de decidir, debería tener en cuenta muchos factores y me enfrentaría con algunos hechos que me producirían graves problemas, debido, sencillamente, a que nunca había adoptado una actitud personal con respecto a todas las realidades existentes. Había asumido las actitudes comunes, con lo cual mi vivir se simplificó considerablemente.
Pero con los boniatos no había problema. Podía comerlos cuando y donde quisiera. Mejor sería permanecer en la esfera de los boniatos, sin intentar pasar a otras, y entonces mi vivir sería dulce y amarillento, aunque un tanto cobardón. La libertad de comer boniatos en la calle, no me producía en aquellos instantes el placer que, al iniciar mi camino hacia el centro de Harlem, pensaba me causaría. Al terminar el boniato, mordí la punta del otro, que había sufrido los efectos de alguna helada, y un sabor desagradable me llenó la boca. Arrojé los restos a la calle.
Para evitar el viento, me metí en una calleja lateral, en la que unos muchachos habían prendido fuego a una caja de embalaje. El humo grisáceo flotaba a media altura, y a medida que me acercaba, con la cabeza baja y los ojos cerrados para protegerme de sus efectos, iba penetrando en la humareda más y más densa. Me dolían los pulmones. Al salir de la zona del humo, estremecido por la tos y con las manos en los ojos, casi tropecé con un obstáculo que me pareció un montón de trastos viejos puestos sin orden ni concierto en la acera, junto al bordillo, para que alguien se los llevara. Después, vi los rostros sombríos de los hombres y mujeres apiñados que contemplaban la puerta de una casa, de la que dos hombres blancos sacaban una silla en la que se sentaba una vieja. La vieja lanzaba débiles puñetazos a los hombres que la transportaban. Era una mujer de aspecto maternal, con un pañuelo en la cabeza, zapatos de hombre y un grueso jersey también de hombre. La escena me pareció impresionante. La multitud miraba y callaba. Los dos blancos arrastraban la silla, e intentaban esquivar los golpes de la vieja que el rostro húmedo de lágrimas y transformado por la ira, les lanzaba puñetazos. No podía creer lo que mis ojos veían. Me sentí dominado por una sensación de suciedad, y por unos vagos e inconcretos presentimientos de dramáticos aconteceres.
—¡Dejadnos, dejadnos en paz! —gritaba la vieja.
Los hombres conservaban la cabeza echada hacia atrás, fuera del alcance de los puños de la vieja. Depositaron bruscamente la silla en la acera, y volvieron a entrar, corriendo, en el edificio.
Yo miré a mi alrededor, y me pregunté en silencio: "¿Qué significa esto? ¿Qué diablos significa?" La vieja sollozaba. Entre sollozos señaló el montón de trastos, y, luego, fijando la vista en mi rostro, gritó:
—¡Mirad! ¡Mirad lo que esa gente hace con nosotros!
Entonces comprendí que lo que yo había tomado por un montón de desperdicios era, en realidad, el pobre y avejentado mobiliario de un hogar. Los ojos llorosos de la vieja me contemplaban fijamente.
Oí su voz:
—¡Mirad lo que esa gente hace!
Intimidado, desvié la vista, dirigiéndola a la multitud, que aumentaba rápidamente. En las ventanas del edificio se asomaban los rostros graves de los vecinos. Cuando los dos hombres blancos reaparecieron en la puerta, cargando una cómoda, un tercer hombre salió tras ellos. Se rascó una oreja y miró a la multitud. En voz alta dijo a los dos mozos:
—¡Vamos, chicos, aprisa! ¡No vamos a estar aquí todo el santo día!
Los dos hombres avanzaron por la acera con la cómoda. La gente les abrió paso, y ellos, entre jadeos y gruñidos, dejaron la cómoda en la acera, y volvieron a entrar en el edificio, sin mirar a derecha ni izquierda.
Un hombre delgado dijo junto a mí:
—Da vergüenza. Deberíamos echar de aquí a patadas a esa gentuza.
Le miré en silencio. El aire frío había contraído los músculos de su rostro, que tenía un aire ceniciento. Mantenía la vista fija en los dos hombres que subían las escaleras de la casa.
—Debiéramos impedirlo, pero aquí nadie tiene agallas —dijo otro.
—Sí hay agallas —replicó el delgado—. Solamente hace falta que alguien empiece. No necesitamos más que un cabecilla. Lo que pasa es que usted no tiene agallas, y eso es todo.
—¿Quién es el que no tiene agallas? ¿Yo?
—Sí, usted.
—¡Mirad! ¡Mirad! —gemía la vieja.
Y seguía con la vista fija en mi rostro. Me acerqué a los dos hombres. Y cuando estuve a su lado, pregunté:
—¿Quiénes son esos hombres?
—Alguaciles o algo por el estilo. Poco importa lo que sean.
—¡Qué van a ser alguaciles! —dijo el otro—. Estos tipos son presos, en cuanto terminen su trabajo les van a encerrar otra vez.
—No importa lo que sean. Lo importante es que no tienen derecho a poner en la calle a esa pobre vieja.
—¿Quiere decir que les echan de su casa? —pregunté—. ¿Es posible hacer esto aquí?
Se volvió hacia mí:
—Oiga, ¿de dónde es usted? ¿Cree que les están sacando de un vagón de ferrocarril de lujo? ¡Les desahucian, hombre! ¿No lo ve?
Me sentí cohibido. Otros hombres volvieron la cabeza para mirarme. Aquella era la primera vez que presenciaba un desahucio. Una voz burlona preguntó:
—¿De dónde vienes, chico?
Me invadió una oleada de calor, y me volví hacia el que había hablado:
—Oiga, amigo, he preguntado algo, con educación. Si usted no quiere contestar, no conteste. Pero no intente ponerme en ridículo.
Advertí en mi voz un filo agresivo. El otro contestó:
—¿Ridículo? Todos los paletos sois ridículos. ¿Quién diablos crees ser?
—Esto no te importa, soy lo que soy, y con eso tienes bastante —Y añadí una frase de propia invención, que me dejó satisfecho—: Y basta de retorcer la lengua, amigo.
En aquel instante, uno de los dos hombres blancos salió a la calle, cargando en sus brazos un montón de trastos pequeños. La mujer tendió los brazos hacia él y chilló:
—¡Quita las manos de mi Biblia!
Y la multitud avanzó hacia ellos.
—¿Dónde está la Biblia, señora? —preguntó el blanco, fijando la mirada inquieta en la multitud—. Yo no la veo.
Y la vieja arrancó de los brazos del hombre una pequeña Biblia, al tiempo que lanzaba un grito; y después oprimió la Biblia contra su pecho. Y dijo:
—Entran por la fuerza en nuestras casas, y hacen lo que les da la gana. Entran como fieras y te arrancan de la casa en que una ha echado raíces. ¡Pero esto ya es la última gota de agua! ¡Nadie podrá quitarme mi Biblia!
El blanco miraba a la multitud. Y dirigiéndose principalmente a ésta, y no a la vieja, dijo:
—Oiga, señora, yo no hago esto por propia voluntad, lo hago porque me lo mandan. Me han enviado aquí, no he venido por mi gusto. Si de mí dependiera, podría quedarse en su casa hasta el fin da los siglos.
La mujer clavó la vista en el cielo, y gimió:
—¡Señor! ¡Esos blancos! ¡Esos blancos, Señor!
Un anciano me empujó para pasar, y fue hacia ella. Le puso una mano en el hombro:
—Vamos, vamos... Estos señores no tienen la culpa, querida; es el administrador el culpable. El administrador dirá que es el banco, pero no. El es el culpable, y tú lo sabes. Le conocemos desde hace veinte años, por lo menos.
—No, no, no es verdad —gritó la mujer—. Son los blancos, todos los blancos. No uno solo. Todos están contra nosotros. Todos esos rastreros y repugnantes blancos.
—¡Tiene razón! —dijo una voz ronca—. ¡Los blancos tienen la culpa! ¡Todos ellos!
Durante aquellos minutos, se había desarrollado en mi interior un proceso cuya naturaleza desconocía, y me había olvidado de la muchedumbre que tenía alrededor. Pero, ahora, pude advertir que estaba dominada por una extraña timidez, como si estuvieran avergonzados de ser testigos de un desahucio, como si fueran, fuéramos, involuntarios espectadores de un hecho vergonzoso. Y por esta razón, procurábamos no tocar, ni mirar con demasiada fijeza, los objetos amontonados en la acera. Y pese a nuestra vergüenza y a nuestros deseos de no contemplar lo que estaba ocurriendo, sentíamos curiosidad, e incluso fascinación. Y la voz de la vieja llegaba, atravesando estas barreras, hasta el fondo de nuestra mente.
Cuando miré la pareja de ancianos, sentí escozor en los ojos y un nudo en la garganta. Los sollozos de la vieja me producían un extraño efecto. Sentía miedo y deseos de llorar, al igual que el niño que ve lágrimas en los ojos de sus padres. Me aparté con la intención de irme, para evitar que me arrastrara hacia los viejos aquel torbellino de emociones oscuras y cálidas que tanto temía. No quería soportar más tiempo los sentimientos que la visión de los dos ancianos llorando en la acera despertaba en mí. Quería irme, pero la vergüenza me lo impedía; estaba ya demasiado involucrado en la escena, para poder abandonarla.
Me acerqué, y eché un vistazo al montón de objetos de la acera, al que los dos hombres blancos añadían más. La multitud me empujaba. Vi una fotografía de los dos ancianos, cuando eran jóvenes, en un marco ovalado. Al contemplar la rígida y triste dignidad de aquellos rostros, me vinieron extraños recuerdos que despertaron en mi mente ecos de voces histéricas tartamudeando en una oscura callejuela. Los rostros fotografiados me miraban como si, incluso en pleno siglo diecinueve, muy poco esperaran de la vida, y en su desesperanza había un triste y desilusionado orgullo que, en aquel momento, me pareció un reproche y una amenaza. Vi un par de huesos burdamente cincelados, huesos que antaño recibían el nombre de "golpeadores", con los que los cantores folklóricos negros solían marcar el ritmo de la música en los bailes de pueblo. Eran costillas de vaca o de novillo o de carnero, huesos que al entrechocar producían un sonido parecido al de las castañuelas (¿había sido cantor folklórico el anciano desahuciado?) o al del bloque de madera en la batería de tambores. Sobre la sucia nieve se alineaban tiestos con plantas, que el frío seguramente mataría: una tomatera, caña, yedra. En un cesto vi un peine para alisar el cabello, unos moños postizos, unas tenacillas, un pequeño cartel con letras plateadas sobre fondo de terciopelo rojo, en el que se leía "Dios bendiga nuestro hogar". Sobre una mesa con cajones, vi un montón de brillantes piedrecillas de la suerte. Los dos hombres blancos trajeron un cesto en el que había una botella de whisky con azúcar cande y alcanfor dentro, una pequeña bandera de Abisinia, una macilenta estampa con la efigie de Abraham Lincoln y la fotografía de una sonriente estrella de Hollywood arrancada de algún periódico. Sobre una almohada descansaban varias piezas de delicada porcelana desportilladas y cascadas, una medalla conmemorativa de la Exposición Universal de San Luis... Confuso y mareado, quedé con la vista fija en un viejo abanico de encaje, con incrustaciones de nácar y azabache.
Cuando los dos hombres blancos reaparecieron, la multitud se agitó. Los presos en función de mozos arrojaron al suelo un cajón, cuyo contenido se desparramó sobre la nieve. Me agaché y comencé a devolver al cajón los objetos caídos: un emblema masónico torcido, un juego de viejos gemelos de camisa, tres pulseras de cobre, una moneda de diez centavos con un orificio en medio para prenderla en un aro y llevarla en la muñeca y el tobillo a guisa de amuleto, una tarjeta de felicitación con dibujos y las palabras "Abuelita, te quiero mucho" escritas en infantil caligrafía, otra tarjeta con la fotografía de un hombre que parecía un blanco disfrazado de negro, sosteniendo un banjo, sentado a la puerta de una cabaña, y encima unas notas musicales, y las palabras "Regreso a mi vieja cabaña", un Inhalador inservible, una sarta de abalorios negros con un cierre enmohecido, una cartulina montada en celuloide en forma de guante de "catcher" de baseball, destinada a anotar la puntuación de un partido perdido o ganado tiempo atrás, un viejo biberón, un zapato usado de niño, un polvoriento mechón de cabellos de niño atado con una cinta azul. Sentí náuseas. En la mano sostenía tres pólizas de seguro de vida, caducadas, y perforadas en el lugar en que había la palabra "NULO" impresa con sello de goma; la fotografía de un gigantesco negro, en el amarillento papel de un viejo periódico, bajo el título "MARCUS GARVEY, DEPORTADO".
Inclinado sobre la sucia nieve, di unos pasos en busca de objetos que hubieran escapado a mi vista. Mis dedos cogieron un papel que se hallaba sobre los helados peldaños que conducían de la calle a la casa. Los años le habían dado una calidad frágil, quebradiza; estaba escrito en tinta negra que el tiempo había convertido en amarilla. Leí: CERTIFICADO DE LIBERTAD. Certifico que en el día de hoy, seis de agosto de 1859, he otorgado la libertad a mi negro Primus Provo. Firmado: John Samuels Macon... Tras secar una gota de nieve fundida sobre el amarillento papel, lo doblé aprisa y lo devolví al cajón. Me temblaban las manos y respiraba fatigosamente, como si hubiera cubierto a todo correr una larga distancia, o como si yendo por la calle, hubiese pisado una víbora. Me dije a mí mismo: Estos hechos ocurrieron hace mucho más tiempo que el que indica el documento de libertad que acabo de ver. Pero me constaba que no era así. Puse el cajón en el mueble al que pertenecía, y con paso vacilante intenté alejarme de allí.
Pensé que iba a vomitar, pero no pude. Tan sólo un poco de bilis me llegó a la boca, y la escupí en el suelo, salpicando los bienes de la pareja de ancianos. Posé la vista en el montón de trastos, pero no podía ya ver lo que tenía ante los ojos, porque mi mente estaba orientada hacia mi interior, y mi mirada iba de fuera a dentro, empeñada en la percepción de hechos vivos en mí, lejanos en el tiempo y en el espacio, que no estaban registrados en mi memoria, sino que eran como una vaga consecuencia o un acompañamiento de imágenes entrevistas, de palabras o concatenaciones de expresiones verbales llegadas a mí en momentos en que yo no escuchaba. Y me pareció que me habían arrebatado una parte de mí mismo, dolorosa y querida, de la que no podía prescindir. Me hallaba ante una realidad interior que me inducía a reaccionar de un modo contradictorio, una realidad que podía compararse al dolor de una muela cariada, que uno prefiere sufrir indefinidamente, antes que padecer el breve y violento espasmo que acompaña a la extracción de la muela. Y juntamente con este sentimiento de quedar desposeído de algo, tuve la dolorosa conciencia de efectuar un vago descubrimiento: aquellos trastos, las viejas y sucias sillas, las anticuadas planchas, los barreños de cinc con fondo abollado, todo tenía para mí un significado más amplio y hondo del que los objetos, en sí mismos, comportaban. ¿Por qué razón veía yo, mientras estaba allí entre la multitud, la imagen de mi madre tendiendo ropa, en un frío día de invierno, un día tan frío que las ropas salidas del agua caliente en que habían sido lavadas, se helaban, pese a que segundos antes todavía desprendían vapor, y quedaban rígidamente colgadas de la cuerda, y veía también las manos de mi madre con manchas rojas y blancas, prendiendo la ropa en la cuerda, mientras el viento helado agitaba sus faldas, y veía su cabeza grisácea y descubierta que destacaba contra el cielo oscurecido por las nubes? ¿Y por qué aquellos objetos propiedad de la pareja de ancianos tenían para mí un inquietante significado, mucho más profundo que el que les era propio en cuanto tales objetos? ¿Y por qué los veía, ahora, como si estuvieran medio ocultos tras un velo que el viento helado que barría la estrecha calle amenazaba levantar?
Oí el grito: "¡Quiero entrar! ¡Quiero entrar!". Y di media vuelta. La pareja de ancianos se encontraba a mitad de la escalera. El viejo sostenía por el brazo a la mujer. Los blancos, arriba, les miraban. Y la multitud me empujaba hacia la entrada de la casa.
—Lo siento, no puede entrar ahora, señora —dijo el hombre blanco.
—¡Quiero entrar para rezar!
—Lo siento, señora. Tendrá que rezar fuera.
—¡Quiero entrar!
—¡Rece fuera!
Con la Biblia en las manos, insistió:
—¡Sólo queremos entrar para rezar un momento! No se debe rezar en la calle.
—Lo siento, pero no puede ser.
De la multitud se alzó una voz:
—¡Vamos, deja que la vieja entre y rece. Ya les has sacado a la calle todas sus cosas. ¿Qué más quieres? ¿Sangre?
—¡Dejad entrar a los pobres viejos!
—Este es nuestro defecto —gritó otra voz—, parece que no sepamos hacer otra cosa que rezar.
El blanco decía:
—¡No entrará! ¡Han sido desahuciados con toda legalidad!
—Nosotros no queremos más que entrar un momento, y arrodillarnos en el suelo —dijo el anciano—. Hemos vivido aquí durante más de veinte años. No veo por qué razón no nos deja entrar y quedarnos dentro un par de minutos.
—Se lo he dicho ya, tengo que obedecer las órdenes que me han dado, y con todo eso me hacen perder tiempo.
—¡Entraremos! —dijo la mujer.
Ocurrió tan rápidamente que apenas me di cuenta. La mujer, oprimiendo la Biblia contra su pecho, subió corriendo los peldaños, seguida por su marido. El blanco se puso ante ella, alargó el brazo y gritó:
—¡Os voy a encerrar! ¡Os juro que os voy a poner a la sombra!
—¡Suelta a esta mujer! —gritó alguien entre la multitud.
Entonces, en lo alto de la escalera, los dos ancianos empujaron al blanco. La mujer cayó hacia atrás, la muchedumbre rugió. Oí una voz:
—¡Vamos a por él! ¡Vayamos a por el hijo-puta ese!
Junto a mi oído, una mujer con acento antillano, chilló:
—¡Le ha pegado! ¡Le ha pegado! ¡El bestia le ha pegado!
—¡Atrás o disparo! —gritó el blanco.
Tenía la mirada extraviada. Había retrocedido unos pasos, al tiempo que sacaba un revólver. Los dos descargadores blancos estaban tras él, sorprendidos, con un montón de objetos en los brazos. El alguacil gritaba:
—¡Os juro que dispararé! ¡No sabéis lo que estáis haciendo, pero dispararé!
La multitud que avanzaba hacia él, dudó. Un hombre pequeño dijo:
—¡Sólo tienes seis balas en ese cacharro! ¿Qué vas a hacer cuando las hayas disparado?
—¡No tendrás sitio donde esconderte después!
—¡Será mejor que no os metáis en eso! —advirtió el alguacil,
—¿Crees que puedes venir aquí y atizar a una de nuestras mujeres, imbécil?
—¡Basta ya de hablar! ¡Démosle su merecido!
—¡Pensad lo que hacéis! —gritaba el blanco.
Cuando vi que la multitud avanzaba hacia las escaleras, creí que mi cabeza iba a estallar. Sabía que atacarían al hombre blanco, y eso me causaba miedo y rabia, me repelía y me fascinaba. Deseaba que lo hicieran, y temía las consecuencias. Lo que había visto me había indignado y enfurecido, pero sentía miedo. No tenía miedo al hombre blanco, ni a las consecuencias que atacarle reportaría, sino a las fuerzas que el espectáculo de la violencia liberaría dentro de mí. Y en el fondo de mi mente bullían todas las frases apaciguadoras que había oído a lo largo de mi vida. Tenía la sensación de hallarme vacilando al borde de un negro abismo.
Oí mi propia voz gritando:
—¡No, no! ¡Negros! ¡Hermanos! ¡Hermanos negros! ¡No es éste el camino! ¡Nosotros respetamos la ley! ¡Somos un pueblo pacífico que obedece las leyes!
Me abrí paso rápidamente entre la multitud, y al llegar al pie de la escalera me enfrenté con ella, y hablé muy aprisa, sin pensar, obedeciendo al impulso de mis emociones encontradas:
—¡Somos un pueblo amante del orden y que obedece las leyes!
Se detuvieron, y me prestaron atención. Incluso el hombre blanco estaba sorprendido. Oí una voz:
—¡Sí, pero ahora estamos rabiosos!
—¡Sí, señor! ¡Es cierto! —le contesté—. ¡Estamos enfurecidos, pero debemos dominar nuestra ira y ser prudentes! Sigamos... Digo, no sigamos... Quiero decir, sigamos el ejemplo del gran líder, de cuya sabia conducta nos informaron los periódicos hace pocos días...
—¿De quién hablas? ¿Quién es ese hombre? —preguntó una voz con acento de las Indias Occidentales.
Y otra voz:
—¡Adelante! ¡Que se vaya a paseo ese tipo! Vamos a cargarnos al alguacil antes de que le manden ayuda!
—¡No, no! ¡Esperad! Organicémonos y sigamos a un jefe. ¡Organicémonos! Necesitamos a alguien que actúe como el sabio líder de Alabama, de quien hablaban los periódicos. Fue un hombre lo bastante fuerte para decidir avanzar por el camino de la prudencia y la sabiduría, en vez de seguir sus propios impulsos...
—¿Quién es ese hombre? ¿De quién hablas?
Pensé que la situación se iba encauzando, me escuchaban, deseaban escuchar mis palabras. Nadie reía. Preferiría la muerte antes que escuchar sus risas. Tensé los músculos del estómago.
—Me refiero a aquel hombre prudente del que hablaban los periódicos, que cuando un fugitivo de la justicia escapó de la multitud que pretendía lincharle y entró en la escuela que dirige el hombre prudente de quien hablo en busca de protección, éste supo tener la fortaleza necesaria para hacer lo que debía, es decir, entregar al fugitivo a los representantes de la ley y el orden...
—¡Claro, claro, para que lo lincharan! —comentó una voz burlona.
Estaba desconcertado de mí mismo. ¡Señor, no era eso lo que debía decir! Empleaba una técnica deficiente, y no expresaba lo que pretendía. Grité:
—Aquel hombre era, sin duda, un sabio dirigente. Respetó la ley. ¿Acaso no es eso lo que debía hacer?
Un hombre exclamó con amarga ironía:
—Sí, sí, muy sabio. Y ahora sal de en medio porque vamos a cargarnos al bandido ese que tienes detrás.
La multitud aulló. Y yo me eché a reír a carcajadas. Y dije:
—Yo creo que aquel hombre tuvo un comportamiento humano. Al fin y al cabo, también estaba obligado a proteger su propia persona, porque...
—¡Como un conejo se portó! —gritó una mujer con desprecio.
—Tienes razón —grité—. Fue prudente y cobarde. ¿Y nosotros qué? ¿Qué camino vamos a seguir? —Mi reacción a las palabras de la mujer me dejó sorprendido. Señalé al anciano desahuciado—. ¡Mirad a este hombre!
Un hombre viejo, con un sombrero hongo, gritó al modo en que se contestan las invocaciones de un predicador en la iglesia:
—¡Sí, sí, mirad a este hombre!
—¡Mirad a esta pareja de ancianos!
El viejo que antes había hablado comentó:
—¡Es cierto! ¡Es una ofensa al Señor lo que han hecho a la hermana y al hermano Provo!
—¡Y mirad sus bienes tirados en la calle! ¡Mirad sus bienes sobre la nieve! Me dirigí al anciano desahuciado—: ¿Qué edad tiene, señor?
—Ochenta y siete años —contestó en voz baja y asustada.
—¿Cómo ha dicho? Grite para que nuestros hermanos, amantes de la paz, puedan oírle.
—¡Tengo ochenta y siete años!
—¿Le habéis oído? Tiene ochenta y siete años. Ochenta y siete años, y todo lo que ha podido adquirir en ochenta y siete años está ahora tirado en la nieve, como basura. Formamos un grupo de mujeres y hombres que respetan la ley y aman la paz, y que todos los días de la semana tenemos ocasión de ofrecer la otra mejilla. ¿Qué vamos a hacer, ahora? ¿Qué debemos hacer? Propongo que actuemos con prudencia, con respeto a las leyes. ¡Mirad estos viejos objetos hogareños! ¿Hay derecho a que dos ancianos vivan con estos trastos inútiles, en una angosta y maloliente habitación? ¡Esto constituye un gran peligro! Helo aquí: viejas sillas rotas y platos cascados. ¡Oh, sí, sí, sí! Mirad a esta anciana, con hijos y nietos... Es de esas mujeres a las que llamamos "abuelita" y "mamá", y ellas nos miman. Lo sabéis, recordadla... Mirad sus ropas viejas y sus zapatos rotos. Ya sé que es madre porque he visto un viejo biberón en la nieve, y sé que es abuela porque he visto una postal con las palabras "Querida abuelita"... Pero nosotros respetamos la ley. En un cesto he visto unos huesos, no eran huesos humanos, ni huesos de la espina dorsal, ni de la nuca, eran largas costillas de animales, para acompañar la música y bailar... Esta pareja de ancianos solía bailar. He visto... —Me detuve un instante. Volví el rostro hacia el anciano—. ¿Cuál es su trabajo, abuelo?
—Trabajo a jornal.
—Ya le habéis oído, trabaja a jornal. Pero mirad cuantos bienes posee, tirados como basura en la nieve. ¿Cuál es el fruto de su trabajo? ¿Acaso este hombre miente?
—¡No, no, no miente! ¡No miente!
—¡No, señor!
—Entonces, ¿a dónde ha ido a parar el producto de su trabajo? Mirad los viejos discos de blues del abuelo, mirad los tiestos con plantas de la abuela. Son gentes humildes, amantes del hogar, pero todo lo que pudieron adquirir a lo largo de ochenta y siete años, ha sido arrojado fuera de su casa, como si un ciclón la hubiera devastado. ¡Ochenta y siete años! ¡Y, ahora, puf! Una violenta ráfaga de viento les despoja de todo. Miradles, son iguales que mi madre y mi padre, que mi abuela y mi abuelo, y yo igual que vosotros y vosotros iguales que yo. Contempladles, pero no olvidéis que somos gentes prudentes, fieles observadores de la ley. Y recordadlo también cuando miréis a lo alto de estas escaleras, y veáis a la ley con un revólver del cuarenta y cinco en la mano. Miradle, vestido de azul, y con el revólver de acero azul. ¡Sí, miradle! Y al mirarle, no veáis solamente a un hombre vestido con un traje azul y con una pistola en la mano, sino a diez hombres como él para cada uno de nosotros, diez pistolas, diez trajes calientes, diez barrigas y diez millones de leyes. Representantes de la ley les llamamos nosotros, las gentes del Sur. Y somos prudentes, y respetamos la ley y a sus representantes. Mirad a esta anciana con su vieja Biblia en las manos. ¿Qué pretende? ¡Ha dejado que la religión se le suba a la cabeza! Sin embargo, todos sabemos que el templo de la religión es el corazón, no la cabeza. Recordad: bienaventurados los de corazón puro. No hablamos de los que tienen el cerebro puro, ni de los débiles mentales. ¿Qué pretende? ¿Acaso no cabe hablar también de los que tienen clara la cabeza? ¿Y de aquellos que gozan de claridad de visión? ¿De aquellos cuya visión es tan cristalina que ni una sola mentira les pasa inadvertida? Mirad, mirad el armario de la anciana, con los cajones abiertos. Ochenta y siete años empleados en llenarlos, y en ellos no hay más que objetos sin valor, un revoltijo de fruslerías... ¡Y pretende desafiar la ley! ¿Qué les ha ocurrido a esta pareja de ancianos? Pertenecen a nuestro pueblo, el vuestro y el mío, son nuestros padres y los míos. ¿Qué les ocurre, Dios mío?
Un gigante se abrió paso entre la multitud, se plantó ante mí y gritó con rostro airado:
—¡Te lo voy a decir! ¡Han sido desposeídos de lo suyo! ¡Y ahora apártate, hijo-puta de mierda!
Alcé la mano, y pregunté pronunciando lentamente la palabra:
—¿Desposeídos? ¡Buena palabra! ¡Desposeídos! ¡Desposeídos! ¡Ochenta y siete años y desposeídos! ¿Desposeídos de qué? Nada tienen, nada pueden adquirir y nada han tenido. ¿Quién es el desposeído? —Hablaba en tono quejumbroso—. Nosotros respetamos la ley. ¿Quién es el desposeído? ¿No seremos acaso nosotros? Esta vieja pareja ha sido arrojada a la nieve, sin embargo nosotros estamos a su lado. Considerad su situación: ni una cueva en que guarecerse, ni una ventana desde la que mirar al cielo, ni barraca en la que rogar a Dios, ni patio donde entonar un blues. Están ante el cañón de una pistola, y es este mismo cañón el que apunta hacia nosotros. No quieren las riquezas del mundo, sino al buen Jesús. Sólo quieren al buen Jesús, quince minutos para arrodillarse en el suelo desnudo de su antiguo hogar y hablar con el buen Jesús. ¿Qué le parece, señor representante de la ley? Usted tiene el mundo, ¿podemos tener nosotros al buen Jesús?
El hombre sonrió sarcásticamente, y acompañando sus palabras con un movimiento de la pistola, dijo:
—Mira, chico, yo tengo que obedecer las órdenes recibidas. Parece que casi les has convencido. Ahora diles que se larguen. He actuado dentro de la ley, y si hace falta dispararé.
—¿Les deja rezar o no?
—Esa gente no entra en el piso.
—¿Es su última palabra?
—Así reviente.
Me dirigí a la multitud:
—Miradle, con su traje azul y su pistola azul. Ya le habéis oído: él es la ley. Dice que disparará sobre nosotros porque nosotros no respetamos la ley. Hemos sido desposeídos, y, lo que es todavía más importante, este hombre se cree Dios. Miradle, aquí le tenéis inmovilizado, con un delincuente a cada lado. ¿Oís la voz del viento helado? La voz del viento preguntando: ¿A dónde fue a parar el fruto de vuestro penoso trabajo? ¿Qué hicisteis con él? Cuando pensamos en todo lo que hemos podido obtener en ochenta y siete años de trabajo, sentimos vergüenza...
—¡Habla, hermano, habla! —me interrumpió un viejo—. ¡Díselo! ¡Diles que uno se siente como si ni siquiera fuese un hombre!
—Sí, estos ancianos tenían un libro mágico para conocer el porvenir a través de los sueños, pero el texto voló de sus páginas y se quedaron sin la clave secreta. El libro se llamaba "El ojo clarividente", se llamaba "El gran libro constitucional de los sueños", "Los secretos de África", "La sabiduría de Egipto"... Pero el ojo era casi ciego, mortecino. Las cataratas no le permitían ver la realidad de las cosas. Tan sólo nos queda la Biblia, pero el representante de la ley, la misma ley, nos la prohíbe. ¿A dónde iremos, sin...?
El gigante que antes había hablado, gritó:
—¡Nos vamos a cargar al bandido cabrón ese!
Y se dirigió corriendo hacia las escaleras, y comenzó a subirlas.
Alguien me empujó, y yo grité:
—¡No, esperad!
—¡Apártate!
Todos avanzaron hacia mí. Caí al suelo, en el momento en que oía una detonación. Quedé envuelto en un torbellino de pies y piernas. La nieve sucia me helaba las palmas de las manos. En lo alto sonó otro disparo, como un globo al estallar. Cuando me puse en pie, vi, en el último peldaño, la mano crispada sobre el revólver, que la multitud alzaba hacia el techo, sobresaliendo del mar de cabezas. Y en el instante siguiente vi que arrastraban al hombre blanco por las escaleras y le arrojaban sobre la nieve. Los golpes llovían sobre él, y la multitud producía un murmullo grave, con altibajos, parecido a los gruñidos de un hombre que efectúa un esfuerzo físico; un murmullo que al fin explotó en una algarabía de insultos inspirados por un odio profundo. Una mujer golpeaba al alguacil con el puntiagudo tacón del zapato. El rostro de la mujer, en el que destacaban los ojos negros y hundidos, carecía de expresión; corría al lado del alguacil, apuntaba cuidadosamente con el tacón a la cabeza y la golpeaba, apuntaba y golpeaba, apuntaba y golpeaba. El rostro del alguacil estaba salpicado de sangre. Vi el destello acerado de un par de esposas volando por los aires para ir a perderse al otro lado de la calle. Un muchacho salió corriendo del grupo, con el sombrero del alguacil en la cabeza. Los golpes mandaban al hombre blanco de un lado para otro. Una rápida racha de puñetazos que sonó como un frenético tam-tam, mandó al alguacil lejos del grupo que le aporreaba, y el hombre echó a correr calle abajo. La multitud se arremolinó, y echó a correr tras él. Algunos reían, otros maldecían, y los había que mantenían el rostro en rígida tensión.
La mujer antillana exclamó con voz cantarina:
—¡Este bestia, mira que pegar a una pobre mujer! ¡Pobrecilla! Amigos negros, ¿os habéis fijado en lo que ha hecho este bestia? ¿Es así como se portan los caballeros? ¡Será bestia! ¡Dadle una buena lección! ¡Pagadle ciento por uno! ¡Vengaos hasta la tercera y la cuarta generación! ¡Vamos, honrados amigos negros: zurradle! ¡Protegednos a nosotras, las mujeres negras! ¡Vengaos de esta brutal criatura hasta la tercera y la cuarta generación!
Con todas mis fuerzas clamé:
—¡Somos los desposeídos! ¡Y nosotros, los desposeídos, queremos rezar! ¡Entremos y roguemos a Dios! ¡Reunámonos para orar! ¡Organicemos una gran reunión para rezar! Pero vamos a necesitar sillas... para apoyar los brazos en el respaldo mientras estamos arrodillados. ¡Necesitamos sillas!
—Aquí hay sillas, en la calle. Podemos cogerlas —dijo una mujer.
—Claro, claro. Cojámoslas. Cojámoslo todo. ¡Coged todos los trastos y volvedlos a meter donde estaban! Aquí son un obstáculo que impide el paso por la acera, y esto es contrario a la ley, así es que desembarazad de obstáculos la acera. Esconded estos trastos. ¡Esconded la vergüenza de estos ancianos! ¡Esconded nuestra vergüenza! ¡Vamos!
Corrí hacia las sillas, cogí una y con ella me dirigí hacia el interior del edificio, sin pensar en el significado de mis actos, ni sentir la menor repugnancia a ejecutarlos. Los demás me imitaron. Y cada cual cogió un mueble u otro y lo transportó de nuevo al interior de la casa.
—Debíamos haberlo hecho antes —comentó un hombre.
—Desde luego.
Y una mujer exclamó:
—¡Qué descanso! ¡Qué bienestar! ¡Pero qué bien me siento!
—Estoy orgullosa de vosotros, hombres negros —chilló la voz de la antillana—. ¡Orgullosa!
Entramos en el oscuro y diminuto piso, que olía a coles hervidas, dejamos allí los muebles que cargábamos, y salimos para buscar más. Hombres, mujeres, niños, cogían muebles, trastos, objetos y los entraban gritando y riendo. Con la vista busqué a los dos presos que habían actuado como descargadores, pero no les vi, se habían esfumado. Al volver a la calle creí ver a uno de ellos. Transportaba una silla hacia la casa. Le grité:
—¿De modo que también respetas la ley?
Pero apenas hube pronunciado estas palabras, me di cuenta de que aquel hombre no era ninguno de los dos que antes ayudaban al alguacil. Era un blanco, pero no el blanco que yo creía.
El hombre rio y siguió su camino. En la calle, vi a varios blancos, hombres y mujeres, mezclados con la multitud, y lanzando vítores cada vez que un mueble era devuelto a la casa. Estábamos viviendo una gran fiesta. Y me hubiera gustado que nunca terminara.
—¿Quién es esa gente? —grité desde la escalera.
—¿Qué gente?
—Esos.
—¿Te refieres a los blancos?
—Sí, ¿qué quieren?
—Somos amigos —contestó uno de los blancos.
—¿Amigos de quién?
—De la gente, del pueblo en general. Hemos venido aquí para ayudaros.
—Creemos en la fraternidad entre todos los hombres —gritó otro.
—Bueno, entonces coged este sofá y metedlo dentro —contesté. Su presencia me inquietaba. Y cuando vi que se unían a la multitud y comenzaban a cargar enseres para entrarlos en la casa, quedé un tanto disgustado. ¿De dónde había salido aquella gente?
Uno de los blancos me dijo, al pasar junto a mí:
—¿Por qué no organizamos una marcha?
—¡Organicemos una marcha! —grité, sin pensarlo un instante. Aceptaron inmediatamente la propuesta.
—¡Unámonos en una marcha!
—¡Buena idea!
—¡Una manifestación!
—¡Adelante!
En aquel momento oí una sirena, y vi los coches de patrulla de la policía doblar la esquina. ¡Allí estaban ya! Miré a la multitud para observar la expresión de los rostros, y oí un grito:
—¡Policía!
Y otros que contestaban:
—¡Que vengan, si quieren!
—Les esperaremos!
Me pregunté en qué acabaría aquello. Uno de los blancos corrió a refugiarse en el interior de la casa, mientras los policías bajaban de los automóviles y corrían hacia nosotros.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó un oficial con insignias doradas. Se hizo el silencio. Nadie contestó.
—He dicho que qué pasa aquí —repitió—. Y me señaló con el dedo—. Tú, contesta.
Dominando mi nerviosismo, repuse:
—Estábamos quitando de la acera un montón de trastos que obstruían el paso.
—¿Qué significa esto?
Al contestarle, me entraron deseos de echarme a reír a carcajadas.
—Es una campaña en pro de la limpieza pública. Estos ancianos tenían todos sus muebles y trastos aquí, amontonados en la acera, y nosotros la hemos despejado.
A través de la multitud avanzó hacia mí:
—Esto significa que habéis obstaculizado un desahucio...
—Este muchacho no ha hecho nada malo —gritó una mujer a mis espaldas.
Miré a mi alrededor, en las escaleras, detrás de mí, estaban los que momentos antes se hallaban en el interior de la casa.
La multitud se acercó a nosotros, y alguien gritó:
—Lo hemos hecho entre todos.
—Despejen. ¡Despejen la calle! —ordenó el oficial.
—Esto es lo que estábamos haciendo —dijo una voz entre la muchedumbre.
El oficial se dirigió a un policía:
—¡Mahoney! Llama a la sección de disturbios.
—¿Disturbios? ¡Aquí no hay ningún disturbio, hombre! —le interpeló uno de los blancos.
El oficial se mantuvo en sus trece:
—Cuando yo digo que hay un disturbo, es que hay un disturbio. Además, ¿qué hacen ustedes, los blancos, aquí, en Harlem?
—Somos ciudadanos y podemos ir adonde nos dé la gana.
Oí una voz:
—¡Viene más policía!
—¡Que vengan! ¡Les esperamos!
—¡Que venga el Jefe Superior, si quiere!
Aquello era demasiado para mí. Los acontecimientos habían salido de cauce. ¿Qué había yo dicho para dar lugar a aquel lío? Subí las escaleras, para situarme en retaguardia, y me encontré en el vestíbulo del edificio. ¿Por dónde podría escapar? Me metí en la vivienda de la pareja de viejos. Comprendí que allí no podría esconderme, y me dirigí hacia las escaleras. Una voz me sorprendió:
—No, por allí no podrás salir.
Di media vuelta. En la puerta del piso vi a una muchacha blanca. El miedo que sentía se había convertido en nerviosa irritación. Grité:
—¿Qué hace usted aquí?
—Lo siento, no quería asustarte. Hermano, has pronunciado un magnífico discurso. Sólo he podido oír el final, pero has logrado que la gente actuara...
—¿Que actuara? —tartamudeé.
—No seas modesto, hermano. He podido apreciar el valor de tus palabras.
Dominando el temblor que agitaba mi garganta, dije:
—Oiga, señorita, mejor será que salgamos de aquí. En la calle hay un ejército de policía, y están llegando más todavía.
—Sí, ya lo suponía. Mejor será que salgas por el terrado. Si no alguien te delatará.
—¿Por el terrado, dice?
—Es fácil. Subes al terrado, y después vas saltando de un terrado a otro hasta llegar al otro extremo del bloque. Abres la puerta y bajas las escaleras como si vinieras de hacer una visita. Mejor será que te des prisa. Cuanto más tiempo pase sin que la policía te conozca, más tiempo durará tu eficacia.
Pensé: ¿Eficacia? ¿Qué querrá decir con eso? ¿Y qué significa este tratamiento de "hermano"?
Le di las gracias, y comencé a subir corriendo las escaleras. Oí su voz clara, elevándose hacia mí:
—¡Hasta la vista!
Volví el rostro, y vislumbré la mancha blanca de su rostro, que destacaba en la oscuridad del rellano.
Salté los últimos peldaños, y cuidadosamente abrí la puerta del terrado. Allí el sol resplandecía. Soplaba un viento helado. Ante mí tenía los bajos muros que separaban las casas, coronados de nieve, extendiéndose uno tras otro, como las vallas en las pruebas artéticas, hasta la esquina en que el bloque de casas terminaba, y en lo alto, muy cerca de mi cabeza, el viento hacía temblar los alambres para tender ropa. Con precaución y celeridad salté el primer muro medianero, rompiendo la pequeña cordillera de nieve que el viento había dentado, y luego el siguiente, y el siguiente. De un lejano aeropuerto, al sudeste, despegaban aviones. Corría por los terrados, y veía los campanarios de las iglesias alzándose y descendiendo al compás de un ascenso y descenso por los muros. Las altas chimeneas humeantes destacaban contra el cielo, y oía, abajo, en la calle, el sonido de sirenas y gritos. Aceleré la marcha. En el momento en que saltaba una de las paredes, miré atrás y vi a un hombre que corría tras mí. Corría con inseguridad, entre resbalones, y saltaba las paredes con dificultad y energía, resoplando. Reanudé mi carrera, y procuré ocultarme a su vista mediante el expediente de correr por entre la hilera de chimeneas. Me preguntaba por qué aquel hombre no me daba el alto a gritos, o por qué no disparaba contra mí. Seguí corriendo, pasé junto a una caseta que protegía el mecanismo de un ascensor, me desvié un poco para que la caseta me ocultara a la vista de mi perseguidor, salté otro muro y caí a gatas en el terrado siguiente. Sentí el frío de la nieve en las manos y las rodillas, y las punteras de los zapatos resbalaron en la superficie helada. Me puse en pie, eché a correr de nuevo y dirigí la vista atrás: la figura baja y vestida de negro todavía me perseguía. Tuve la impresión de que la esquina del bloque de casas se hallaba a muchos kilómetros. Intenté contar los terrados que todavía debía cruzar. Cuando llegué a siete, oí, abajo, más sirenas y más gritos. Y al mirar atrás, vi al hombre que corría a mis alcances, con toda la velocidad que le permitían sus cortas piernas. Pretendí abrir la puerta de uno de los terrados, pero estaba cerrada con llave. Volví a correr, esta vez en zig-zag. Sentía bajo los pies el crujir de la nieve. El hombre todavía iba tras mí. Pasé junto a un gran palomar, y a mi paso las aves blancas echaron a volar sobresaltadas. Me pareció que su aleteo frenético me golpeaba los ojos, y los palomos crecieron hasta alcanzar el tamaño de búhos. Su vuelo hizo parpadear al sol, se alzaron en el aire, se alejaron y volaron en círculo, con furiosa energía. Mientras corría, volví la cabeza, y, durante una décima de segundo, creí que el hombre había dejado de perseguirme, pero en el instante siguiente le volví a ver trotando tras mí. ¿Por qué no disparaba de una maldita vez? Lamenté que aquella aventura no tuviera mi pueblo natal por escenario. En él no había casa en la que no conociera a alguien, conocía a todo el mundo, les conocía de vista y por el nombre, conocía sus familias y sus antecedentes y educación, su orgullo y su miseria, su religión.
El último rellano de la casa estaba alfombrado. Cuando todavía atemorizado comencé a bajar las escaleras, un perro, en el ático, comenzó a ladrar, armando un pandemónium. Bajé las escaleras deprisa. Saltaba los peldaños rápida y sigilosamente, con suavidad, como si tuviera el cuerpo lleno de quebradizo cristal. Al mirar por el ojo de la escalera, vi abajo, lejos todavía, la pálida luz del exterior, filtrándose a través de una puerta de cristal. Pensé en la muchacha blanca. Quizá hubiera indicado a mi perseguidor el camino que yo pensaba seguir. ¿Y qué hacía aquella chica, allí, en casa de los ancianos? Llegué al último tramo, sin tropezar con nadie. Y me detuve un momento en el vestíbulo. Jadeante, agucé el oído en espera de oír el ruido de la puerta del terrado al ser abierta por el hombre que me perseguía. No oí nada. Me sacudí las ropas, y salí a la calle, con un aire de indiferencia que era una imitación del que había observado en protagonistas de cintas cinematográficas. En lo alto de las escaleras reinaba el silencio, ni siquiera se oía el irritado ladrar del perro.
El bloque de casas tenía sin duda una gran longitud. Salí por un edificio que no se encontraba en la calle lateral, sino en la avenida. Un escuadrón de policía a caballo dobló la esquina, y avanzó al trote en dirección opuesta a la mía. Las herraduras producían un sordo rumor al golpear el asfalto cubierto de nieve, y los jinetes, allí arriba, hablaban a gritos. Aceleré el paso, procurando no correr, para alejarme de aquellos contornos cuanto antes. Estaba desolado. ¿Qué había dicho yo para provocar tanto lío? ¿En qué acabaría aquello? Quizá mataran a alguien. Saldrían a relucir las pistolas, seguramente. Me detuve en la esquina para ver si mi perseguidor —el policía— todavía iba tras mí, y también para ver si venía un autobús. En la calle, larga y blanca, no había un alma; los palomos seguían volando en círculo, arriba. Escudriñé las barandas de los terrados, con el temor de ver al hombre asomado y mirando hacia abajo. El lejano griterío era ahora más fuerte. Otro automóvil de la policía, blanco y verde, tomó la curva de la esquina, con un gemido de cauchos, y a toda velocidad pasó a mi lado, camino de la casa de los ancianos. Me metí en una calle, en la que había por lo menos una docena de empresas de pompas fúnebres. Todas ellas se anunciaban con letras fluorescentes. Las fachadas de los edificios eran de piedra parda. Junto a las aceras había automóviles funerarios. Uno de ellos, pintado de negro deslucido, tenía ventanas de línea ojival, a través de las que vi un ataúd cubierto de flores. Apresuré el paso. Todavía recordaba el rostro de la muchacha, en pie en el rellano. Y me preguntaba quién podía ser el hombre que me persiguió por los terrados. ¿Verdaderamente me perseguía? ¿Por qué no gritó, y por qué iba solo? ¿Y por qué no habían destacado un coche patrulla para detenerme? Dejé atrás la calle de las pompas fúnebres, y penetré en la ancha avenida iluminada por el sol que comenzaba a fundir la nieve. Allí reduje la velocidad de mis pasos y adopté aires de no tener la menor prisa. Me hubiera gustado presentar el aspecto de un perfecto imbécil, incapaz de pensar y hablar, y procuré arrastrar los pies, pero dejé de hacerlo, tras echar una ojeada hacia atrás, porque me disgustaba representar tan deprimente comedia. Ante mí se detuvo un automóvil del que saltó un hombre que llevaba un maletín de médico en la mano.
Desde la escalinata exterior que conducía a la casa frente a la que se había detenido el automóvil, un hombre gritó:
—¡Corra, doctor! ¡Ya le han comenzado los dolores!
—¡Bien! ¡Eso es lo que queríamos! ¿No? —contestó el médico.
—Sí, claro. Pero han empezado cuando no lo esperábamos.
Los dos entraron en la casa. Pensé que era un asco nacer en un día tan frío. En la esquina me uní a un grupo que esperaba que cambiaran las luces del semáforo. Y entonces, cuando ya estaba convencido de que había logrado escapar, oí una voz baja y penetrante, a mi lado:
—Hermano, has hecho un discurso verdaderamente persuasivo.
Se me tensaron los nervios, y me volví lentamente hacia el lado en que había sonado la voz. Junto a mí tenía a un hombre de aspecto insignificante, de cejas espesas, sin trazas de policía, que sonreía dulcemente.
Despacio, en tono indiferente, pregunté:
—¿Qué dice?
—No se alarme. Soy un amigo.
—No tengo nada de qué alarmarme, y, que yo sepa, usted y yo no somos amigos.
—Digamos que soy un admirador —rectificó complaciente.
—Admirador ¿de qué?
—De su discurso. Lo he escuchado.
—¿Qué discurso? Yo no hago discursos.
Sonrió confidencialmente, como si estuviera en el secreto de algo:
—Ya veo que ha recibido usted una buena preparación. Vamos, no le conviene que le vean hablando conmigo en la calle. Entremos en cualquier sitio, y tomemos una taza de café.
Por una parte, hubiese querido rechazar la invitación, pero por otra estaba intrigado y, en el fondo, me sentía un tanto halagado. Además, si rehusaba, ello podía interpretarse como reconocimiento de culpabilidad. Y el hombre no tenía aspecto de policía. En silencio nos dirigimos a una cafetería situada en la otra esquina. Antes de entrar, el hombre se acercó a uno de los cristales del establecimiento y examinó su interior.
—Siéntate a una mesa, hermano. Mejor que escojas una junto a la pared para que podamos charlar en paz. Y yo iré a buscar los cafés.
Balanceándose garbosamente, a pasos saltarines, se encaminó hacia el mostrador. Yo me senté a una mesa. El aire era tibio, en la cafetería. Corrían las últimas horas de la tarde. Los escasos clientes se sentaban ante mesas diseminadas. Contemplé al hombre recorriendo con aire seguro el mostrador en el que se exhibía la comida. Sus movimientos recordaban los de un animal pequeño y vivaz, interesado únicamente en encontrar el bocado que deseaba. ¿De modo que había oído mi discurso? Bien, escucharía lo que tuviera que decirme. Ya venía hacia mí, balanceándose, a pasos rápidos, apoyando los pies primero por el talón y luego por la punta, dando un saltito a cada paso. Causaba la impresión de que hubiera estudiado cuidadosamente aquel modo de andar. Y me pareció que el hombre estaba haciendo comedia, que representaba un papel, que algo, en su comportamiento, no era real. Rechacé inmediatamente esta idea, ya que todos los acontecimientos de aquella tarde tuvieron un matiz de irrealidad. Se dirigió rectamente hacia mi mesa, sin necesidad de buscarla previamente con la mirada, como si hubiera sabido de antemano cuál sería la mesa que yo iba a escoger, pese a que abundaban las mesas vacías. Traía dos tazas de café, y, encima de cada una un plato con un pastel. Las dejó en la mesa, poniendo una ante mí, y se sentó. Dijo:
—Pensé que quizá le gustaría comer un pastelillo de queso.
—¿De queso? No sabía que existieran.
—Son buenos. ¿Azúcar?
—Usted primero.
—No, no, después que usted, hermano.
Le miré. Me serví tres cucharadas, y le pasé el azucarero. Volvía a experimentar tensión nerviosa.
—Gracias —le dije. Y reprimí la tentación de inquirir sobre el tratamiento de "hermano" que me daba.
Sonrió. Con el tenedor cortó una porción de queso, que era demasiado grande para meterla en la boca. Sus modales me parecieron muy deficientes. Y para adquirir, en mi mundo interior, ventaja sobre él, corté deliberadamente una pequeña porción de pastel de queso y me la llevé modosamente a la boca. El hombre tomó un sorbo de café y dijo:
—Sepa que no había oído un discurso tan eficaz desde los tiempos en que estaba... Bueno, igual da, quiero decir desde hace mucho tiempo. Provocó usted con gran rapidez la actuación de la gente. Todavía no comprendo cómo se las arregló. Es una lástima que algunos de nuestros oradores no hayan tenido ocasión de escucharle. ¡Con cuatro palabras les puso en marcha! Otros habrían consumido qué sé yo el tiempo en palabrería inútil. Permítame que le dé las gracias por la instructiva lección que ha dado.
En silencio tomé un par de sorbos de café. Desconfiaba de él, y, además, ignoraba hasta qué punto podía hablarle sin comprometerme.
Antes de que le contestara, dijo:
—El pastel de queso es bueno de veras. Verdaderamente excelente. ¿Dónde aprendió usted a hablar en público?
—No he aprendido —contesté con excesiva rapidez.
—En este caso, es usted un hombre naturalmente dotado para la oratoria. Un orador nato. Me parece increíble.
—Hablé porque estaba furioso —dije para incitarle a hablar.
—Si es así, dominó perfectamente su ira. Habló usted con elocuencia. ¿A qué se debió esta sorprendente elocuencia?
—¿A qué se debió? No sé. El espectáculo que vi me dio pena. Quizás estaba inspirado y con ganas de hablar. La gente se agrupaba allí, esperando, y se me ocurrió decirles un par de frases. Quizá no me crea, pero cuando comencé a hablar no sabía lo que iba a decir.
Con la sonrisa de quien no se deja engañar, dijo:
—Vamos, vamos...
—¿No me cree?
—Pretende adoptar una postura cínica, pero me consta que no es usted un cínico. Lo sé porque escuché muy cuidadosamente cuanto dijo. Estaba usted tremendamente conmovido, emocionado.
—Creo que sí. Quizá la pareja de ancianos me recordó a otras personas.
Se inclinó hacia delante, mirándome fijamente, sin que la sonrisa abandonara sus labios:
—¿Le recordaron a gente que usted conoce?
—Es lo que he dicho.
—Comprendo. Le pareció contemplar una muerte...
Dejé caer el tenedor, y le interrumpí:
—¡Allí no mataron a nadie! ¿Qué pretende?
—"Muerte en la calle" —rio— es el título de una novela de misterio o algo parecido que leí no sé cuándo. Me he referido a la muerte en sentido metafórico. Estos ancianos viven, pero están muertos. Muertos en vida... Una contradicción.
¿Por qué hablaba en términos tan ambiguos? Me limité a exclamar:
—¡Oh...!
—Como usted sabe, los dos ancianos son de origen campesino, dos tipos rurales destrozados por el medio industrial. Son el desecho industrial. Usted supo expresarlo muy bien: ochenta y siete años de trabajo, para quedar con las manos vacías. Es la frase justa.
—Probablemente me sentí indignado al ver su situación.
—Sí, claro, es natural. Y pronunció un discurso muy eficaz. Pero no debe usted malgastar sus emociones en individuos. El individuo carece de importancia.
—Entonces, ¿qué es lo que importa?
—¡Esos ancianos! Es triste, sí. Pero ya están muertos, difuntos. La historia les ha dejado en la cuneta. Es muy de lamentar, pero nada podemos hacer por ellos. Son como ramas muertas que es preciso podar para que el árbol dé nuevos frutos. Y si no cortamos estas ramas, las tormentas de la historia las arrancarán. Quizá sea mejor que las tormentas se encarguen de dar cuenta de ellos...
—Oiga...
—Permítame, déjeme terminar. Se trata de gente vieja. Los hombres individualmente considerados envejecen, y hay cierta clase de hombres, que, en cuanto clase, también envejece. Estos que hoy hemos visto son muy viejos. Tan sólo les queda una cosa: la religión. No pueden pensar en más que en la religión. En consecuencia, serán echados de lado. Están muertos debido a que son incapaces de atemperarse a las necesidades de la presente situación histórica.
—Pero me gustan, les quiero. Les quiero porque me recuerdan a otras gentes, en el Sur. Me ha costado mucho tiempo darme cuenta de esta realidad, y aceptar estos sentimientos. Pero ahora comprendo que son gente como yo, con la diferencia de que yo he estudiado un poco.
Sacudió su roja y esférica cabeza:
—¡No, hermano, no! Está equivocado. Es un sentimental. Usted y ellos son seres distintos. Quizá tiempo atrás fuesen iguales, pero ya no lo son. De lo contrario, no hubiera pronunciado el discurso. Esta semejanza entre usted y ellos es cosa del pasado, está muerta y enterrada. Quizá no quiera usted reconocerlo, pero esta porción de su persona ha muerto. Todavía no ha arrojado lejos de usted esta parte de su yo, este aspecto rural de su personalidad, todavía la lleva encima, muerta, pero la arrancará para desarrollar nuevas facetas. En su mentalidad ha nacido ya el concepto de Historia.
—Oiga, no sé de qué está usted hablando. Jamás he trabajado en el campo, ni he estudiado agricultura, pero sé por qué pronuncié el discurso.
—Dígalo, pues. ¿Por qué?
—Porque me sublevó ver a estos ancianos arrojados a la calle. Y esto es todo. No me interesa saber el nombre que usted ha dado a eso. Sencillamente, estaba furioso.
Encogió los hombros:
—Dejémoslo. Mejor será que no lo discutamos más. Sin embargo, creo que es usted capaz de repetir lo que hoy ha hecho. ¿Le gustaría trabajar con nosotros?
—¿Con quién? ¿Quiénes son ustedes? —pregunté súbitamente excitado.
¿Qué quería de mí aquel hombre?
Respondió:
—Trabajar en nuestra organización. Necesitamos a un buen orador, en este distrito. Alguien que sea capaz de expresar las necesidades y las quejas de la gente.
—Nadie se interesa por sus necesidades, y nadie escucha sus quejas. Supongamos que yo las expresara, ¿quién me prestaría atención?
Con una sabia sonrisa en su rostro, contestó:
—Hay gente que tiene interés en oír estas quejas. Y cuando se alza el grito de protesta, también hay quienes lo escuchan y actúan en consecuencia.
Aunque yo no sabía exactamente a qué se refería mi interlocutor, advertí en su modo de razonar una coherencia y, al mismo tiempo, la presencia de unos elementos ocultos y misteriosos, que parecían indicar que el hombre hubiese previsto todas las eventualidades. Y pensé: "fíjate en la seguridad de este hombre blanco. Ni siquiera se ha dado cuenta de que estoy atemorizado, y, sin embargo, habla con total confianza en sí mismo y en mí". Me puse en pie:
—Lo siento. Tengo un empleo, y tan sólo me interesan mis propios problemas.
Achicó las pupilas:
—Pero usted se sintió afectado por lo que ocurría a la pareja de ancianos. ¿Son parientes suyos?
—Naturalmente —sonreí—. También son negros.
Esbozó una sonrisa. Mirándome fijamente volvió a preguntar:
—Sin bromas, ¿son parientes suyos?
—Claro, nos chamuscaron en la misma parrilla.
El efecto de mis palabras fue instantáneo. Le relampaguearon los ojos, y me espetó:
—¡No sabéis hablar más que desde el punto de vista racial!
—¿Desde qué punto de vista quiere usted que hable, si no? —pregunté intrigado—. ¿Cree usted que yo hubiera estado en las cercanías de esa gente en el caso de que hubieran sido blancos?
Alzó las manos y se echó a reír:
—No discutamos, dejémoslo para otro rato. La verdad es que usted les ha ayudado muy eficazmente. Y, por otra parte, me resulta difícil creer que sea usted tan individualista como pretende. Demostró ser un hombre consciente de sus deberes para con el prójimo, y capaz de cumplirlos adecuadamente. Prescindiendo de sus opiniones personales sobre la materia, usted se comportó como el portavoz de su pueblo, y creo que está obligado a trabajar en defensa de sus intereses.
La argumentación me pareció excesivamente complicada:
—Oiga, amigo, le agradezco mucho el café y el pastel, pero, ahora, esta pareja de ancianos ha dejado de interesarme, y el trabajo que me propone tampoco me interesa. Yo sólo quería pronunciar un discurso. Me gusta hablar en público. Lo que ocurrió después es, para mí, un misterio, algo incomprensible. No soy la clase de hombre que usted cree. Debiera usted haber abordado a uno de aquellos tipos que gritaba insultos contra la policía.
Y me dispuse a irme. Me conminó:
—¡Espere un momento!
Sacó un papel del bolsillo, y escribió unas palabras:
—Quizá cambie de opinión. Esa gente a quien usted se ha referido la conozco ya.
Miré el papel que me ofrecía. Y el hombre dijo:
—Me parece bien que desconfíe de mí. No sabe quién soy y, lógicamente, desconfía. Así debe ser. Sin embargo, todavía no he abandonado la partida, quizás algún día vaya usted a mi encuentro por propia voluntad, y entonces opinará de otro modo porque habrá alcanzado ya la madurez debida. Si quiere verme, algún día, llame a este número y pregunte por el Hermano Jack. No es preciso que diga su nombre, basta con que se refiera a la conversación que hemos tenido. Si quiere llamarme esta noche, hágalo alrededor de las ocho.
Cogí el papel.
—De acuerdo. Dudo que le llame, pero uno nunca sabe lo que puede ocurrir.
—Muy bien. Piense en ello, hermano. Vivimos tiempos muy graves, y usted parece ser un hombre muy afectado por ellos, un hombre indignado.
—Yo sólo quería pronunciar un discurso —insistí.
—Pero estaba indignado. Y a veces la diferencia que existe entre la indignación individual y la indignación colectiva organizada, es la misma que media entre los actos criminales y los actos políticos.
Me eché a reír:
—¿Y a mí qué me importa? Hermano, yo no soy un criminal ni un político. Se ha dirigido usted a quien no debía, se equivocó. De todos modos, gracias por el café y el pastel, hermano.
Le dejé allí, sentado, con una sibilina sonrisa en los labios. Crucé la avenida, y miré atrás: a través de los cristales, le vi inmóvil donde le había dejado. Se me ocurrió que quizá fuese el mismo hombre que me persiguió por los terrados. En cuyo caso, resultaba que no me había perseguido, sino que corría en la misma dirección que yo. De cuanto me había dicho, no comprendí gran cosa, salvo que habló con una gran confianza y seguridad. De todos modos, yo había sido más ágil que él. Quizá la seguridad que mostró no era más que un truco, una táctica, qué sé yo. Me dio la impresión de ser un hombre muy bien preparado, con conocimientos mucho más profundos de lo que cabía deducir por sus palabras. Quizá su confianza y seguridad se basaban en el hecho de que había huido por el mismo camino que yo había utilizado. Además, ¿qué podía temer aquel hombre? El discurso lo había pronunciado yo, no él. La muchacha de la puerta del piso de los ancianos dijo que cuanto más tiempo fuese yo un desconocido, más largo sería el período de mi eficacia. Lo cual tampoco era excesivamente comprensible. Sin embargo, quizás aquel hombre huyó para conservar su eficacia. ¿Eficacia en qué? Sin duda tuvo ocasión de reírse de mí. La visión de mi persona corriendo a través de los terrados debió de ser divertida, especialmente cuando los palomos se echaron a volar a mi alrededor, y yo me encogí como un actor cómico negro que finge asustarse de un fantasma. En fin, que se fuera al cuerno. Tampoco estaba tan justificada su confianza y seguridad. Al fin y al cabo, yo sabía unas cuantas cosas que él ignoraba. Que se buscase otro tipo, si quería. Tan sólo pretendía utilizarme para algún fin ignorado. Todos querían utilizarme para una cosa u otra. ¿Por qué diablos deseaba que yo, precisamente yo, actuase en concepto de orador? ¡Que hablase él! Me encaminé hacia casa embargado por la creciente satisfacción de haberme desembarazado tan limpiamente de aquel hombre.
Oscurecía, y el frío era, ahora, mucho más intenso. En mi vida había sentido tanto frío. A solas, musité, mientras inclinaba la cabeza para evitar el viento en el rostro: "¿Qué es lo que nos impulsa a abandonar el cálido y suave clima de nuestra tierra, para venir aquí y soportar este frío? Sin duda debe de ser algo que merezca la tensión de nuestras grandes esperanzas, que merezca padecer frío, que merezca soportar desahucios". Sentí una inmensa tristeza. A mi lado pasó una vieja encorvada, fija la vista en el suelo nevado, con un capazo en cada mano. Y pensé en el par de viejos desahuciados.
¿Cómo había terminado la aventura, y dónde estaban en este instante? ¡Qué pavoroso espectáculo el de su desahucio! El hombre lo había calificado de "muerte en la calle". ¿Ocurrían con frecuencia los hechos de este estilo? ¿Qué diría de Mary aquel hombre? Mary no estaba muerta, ni mucho menos. Ni tampoco triturada por Nueva York. Sabía muy bien cómo vivir en esta ciudad, mucho mejor que yo, pese a mi educación universitaria. ¿Educación? No, mejor sería decir Bledsoación. Mary era inmune a Nueva York, pero yo no. Pensar en Mary me confortó. Me era imposible imaginar a Mary en el estado indefenso de la vieja desahuciada. Cuando llegué a casa, mi depresión comenzaba a desaparecer.