CAPÍTULO 15

Ignoraba si había ya despertado o si todavía dormía. Rígidamente sentado en la cama, escudriñaba la triste luz grisácea, en un intento de descubrir el significado de los ruidos metálicos que atormentaban mis nervios. Aparté la sábana y la manta, y me llevé las manos a los oídos. Alguien golpeaba la tubería principal de la calefacción. Como atontado, y sin saber qué hacer, estuve varios minutos con la mirada perdida en la penumbra. Los oídos me latían dolorosamente. Entonces, sentí un violento escozor en el costado. Abrí la chaqueta del pijama y comencé a rascarme el costado. Súbitamente, el dolor de los oídos saltó al costado, y en él vi las largas señales grises que las uñas, al arrancar la primera capa de piel muerta, habían dejado. Y en las señales grises aparecieron los finos hilos rosados de la sangre. El dolor tuvo la virtud de centrarme de nuevo en las dimensiones de tiempo y lugar, y pensé: "El último día de mi estancia en casa de Mary nos hemos quedado sin calefacción". Entonces, tuve un arrebato de náuseas.

El sonido de los golpes en la tubería ahogó el timbre del despertador. Eran las siete y media de la mañana. Salté de la cama, Tendría que darme prisa. Antes de llamar a Jack para que me diese instrucciones, debía hacer algunas compras y pagar a Mary. ¿Por qué no dejaban ya de golpear la tubería? Me incliné para coger los zapatos, y, entonces, los ruidos sonaron junto a mi cabeza. ¿Por qué no paraban de una maldita vez? ¿Y por qué me sentía tan abatido? ¿Se debía al bourbon? ¿O estaba enfermo de los nervios?

En dos saltos crucé el dormitorio y comencé a golpear furiosamente la tubería de la calefacción con el zapato.

—¡Basta! ¡Estúpido, imbécil! ¡Basta! ¡Basta!

Parecía que mi cabeza fuese a estallar. Perdido el dominio de mí mismo, golpeaba con furia la tubería, de la que saltaban trocitos de pintura plateada, dejando al descubierto el hierro negro. El ser que producía el sonido utilizaba ahora una barra de hierro. Los ruidos resonaban desgarradoramente.

Hubiera dado cualquier cosa por saber quién era el que producía el ruido. Con la mirada busqué algo duro y pesado con que golpear la tubería. ¡Si supiera quién era aquel cretino!

Cerca de la puerta vi un objeto de cuya presencia en mi dormitorio nunca me había apercibido. Era una estatuilla, en hierro colado, de un negrísimo negro, de labios rojos y boca enorme, cuyas pupilas, destacando en crudo blanco, me miraban desde el suelo. En su rostro había una inmensa, monstruosa sonrisa, y tenía la mano —la única que yo podía ver— ante el pecho, palma al cielo. Se trataba de una hucha, un aparato del siglo pasado. Si se ponía una moneda en la palma del negro y se oprimía un resorte situado en la espalda, el negro alzaba el brazo y se metía la moneda en la boca. Me quedé un par de segundos inmóvil, dejando que el odio creciera y se desarrollara libremente en mi interior. Después, me abalancé sobre el negro de hierro, enfurecido tanto por los golpes en la tubería como por el hecho de que Mary, debido a excesiva tolerancia, falta de criterio o lo que fuere, conservara aquella burlesca imagen.

Cuando tuve la estatuilla en la mano, el rostro del negro adquirió una expresión que antes sugería el gesto de un hombre en trance de ser estrangulado, que una sonrisa. Las monedas en la garganta le asfixiaban.

Preguntándome cómo había llegado a mi cuarto aquella triste imagen, corrí hacia la tubería y la golpeé con la ridícula cabeza de hierro:

—¡Basta! ¡Basta!

Mis gritos tan sólo sirvieron para irritar todavía más al oculto alborotador. El ruido era ensordecedor. Todos los vecinos de la casa golpeaban la tubería. Volví a golpear la tubería con la figura de hierro. La pintura plateada saltaba sobre mi rostro, como un chorro de arena. La tubería vibraba en toda su longitud. Se abrieron las ventanas del patio interior, y mil voces chillaron insultos.

Golpeé con más fuerza la tubería, y chillé:

—¿Es que aquí no hay ningún ser civilizado? ¿Es que no hay nadie que sepa que estamos en el siglo XX? ¿Creen que todavía están en los campos de algodón? ¡Pórtense civilizadamente!

Oí el sonido de metal al romperse, y me quedé con la cabeza del negro en la mano, mientras el cuerpo caía al suelo. Las monedas saltaron, rodaron por el suelo, tintineando, y se detuvieron.

—¡Oídles, oídles! —gritaba Mary, desde el recibidor—. Esa gente va a derribar la casa... Saben de sobras que cuando la calefacción no funciona es porque el portero está borracho, o ha pasado la noche fuera con alguna mujer, o qué sé yo. ¿Si lo saben por qué organizan este escándalo?

Mary estaba ya junto a la puerta de mi dormitorio. Sus golpes en la madera se mezclaban con los golpes que los vecinos propinaban a la tubería:

—Hijo, me parece que tú también estás dando golpes...

Indeciso, miré a todos lados, sin saber qué hacer. En la mano tenía la cabeza de hierro, rota. Y desparramadas por el suelo vi las pequeñas monedas que la estatuilla contenía.

—¿Me oyes? —gritaba Mary.

—¿Qué ocurre?

Pensé que si Mary entraba me sentiría terriblemente avergonzado de mi conducta. Me arrodillé y comencé a recoger los fragmentos de la estatuilla.

—Te preguntaba si desde aquí oyes el escándalo.

—Sí, claro. Pero ahora igual me da, porque ya estoy despierto. Vi que la manecilla de la puerta se movía, y me quedé inmóvil. Mary volvió a hablar:

—Me parecía que tú también estabas dando golpes. ¿Estás vestido?

—No. Enseguida lo estaré.

—Ven a la cocina, allí se está caliente. Te he calentado agua en la estufa, para que te laves. Y hay café. ¡Señor, qué escándalo! Me mantuve inmóvil, paralizado por el miedo, hasta que se fue. Debía darme prisa. Cogí un fragmento de la hucha, que correspondía al pecho cubierto con camiseta roja, del negro. En la porción de hierro que tenía en la mano, unas letras blancas, formando curva, de modo parecido al nombre del equipo en las camisetas de los atletas, decían: "Aliméntame". La estatuilla había estallado como una bomba de mano, dejando el suelo cubierto de fragmentos cortantes, que se mezclaban con las monedas. Al mirarme la mano, vi que tenía sangre en ella. Pensé que debía ocultar las pruebas de mi delito. Cogí un periódico, lo doblé y, utilizándolo como escoba, barrí el suelo y formé un montoncillo de monedas y fragmentos de hierro. Me limpié la sangre de la mano. Comunicar a Mary el estropicio, y decirle, al mismo tiempo, que me iba de la pensión, me parecía excesivo. Contemplaba con profundo asco la pila de chatarra y monedas, en la que destacaba un trozo de hierro pintado de rojo, correspondiente a la boca del negro, y me preguntaba dónde escondería aquello. En mi angustia, no cesaba de preguntarme: ¿Por qué diablos conservaba Mary esta repugnante estatuilla? ¿Por qué, Señor, por qué? Miré bajo la cama. El suelo estaba limpio, sin una mota de polvo. No, allí no podía esconderlo. Mary era demasiado limpia; lo encontraría enseguida. Además, ¿qué iba a hacer con las monedas? Quizá el negro pertenecía al anterior ocupante del dormitorio. De todos modos, fuese quien fuere el propietario, yo tenía que esconder aquello. Pensé en el armario: allí Mary también lo encontraría. Al día siguiente de irme, Mary limpiaría y pondría en orden el dormitorio y tropezaría con el paquete delator. Los golpes contra la tubería habían perdido gran parte de su violencia, y ahora sonaban con rítmica monotonía de rumba.

Sus vibraciones se transmitían al suelo. En voz alta dije: "Dentro de muy pocos minutos ya no estaré en esta casa, hijos de mala madre. No tenéis respeto al individuo. Ni siquiera se os ocurre pensar que quizás alguien necesite dormir. Ni tampoco que algún vecino esté enfermo de los nervios".

Pensé en el montón de chatarra. No me quedaría más remedio que llevármelo y desembarazarme de él en la calle. Lo envolví con el periódico, y metí el paquete en un bolsillo del sobretodo. En cuanto a las monedas, tendría que dar a Mary dinero en cantidad suficiente para compensar la pérdida. Le daría cuanto dinero pudiera, la mitad del que tenía, si era necesario. Esa era la única forma de pagar parte de los perjuicios que le había causado. Sin duda, me lo agradecería. Y en aquel instante comprendí, con terror, que debía hablar con Mary, cara a cara. No me quedaba otro remedio. Pero, ¿por qué no me limitaba a comunicarle que me iba y a pagar las pensiones atrasadas? Al fin y al cabo, ella era la dueña de la pensión y yo un cliente. No, la relación entre Mary y yo no era ésa tan sólo. Además, yo carecía de la dureza y la técnica precisas para decirle, escuetamente, que me iba de su casa. Tendría que explicarle que había conseguido un empleo, o algo parecido. Y debía hacerlo ahora.

Cuando entré en la cocina, la encontré sentada a la mesa, tomándose una taza de café. En la cocina humeaba un cazo con agua hirviente. Mary me dijo:

—Se te han pegado las sábanas, esta mañana. Coge agua del cazo y lávate la cara. Con lo adormilado que estás quizá sería mejor que te lavases con agua fría.

—No creo que sea necesario —contesté con voz inexpresiva.

Cogí el cazo. El vapor me envolvió el rostro, y se enfrió enseguida, dejándome la piel húmeda. El reloj de la cocina iba retrasado con respecto al mío.

Fui al baño. Tapé la taza del lavabo y eché agua caliente. La templé con agua fría. Hundí la cara en el agua templada, y estuve largo rato con el rostro en el agua. Me sequé y volví a la cocina.

—Vuélvelo a llenar —dijo al verme—. ¿Cómo te encuentras?

—Así, así.

Mary tenía los codos apoyados en la mesa esmaltada y sostenía el tazón de café con las dos manos, manteniendo el dedo meñique, deformado por el trabajo manual, delicadamente curvado en el aire. Fui a la fregadera y abrí el grifo. Y mientras el cazo se llenaba de agua, pensaba en cómo hacer lo que tenía que hacer. Sentí en la mano el agua fría rebosando del cazo. La voz de Mary me sobresaltó:

—Cierra ya el grifo, muchacho. ¡Despierta!

—Estaba distraído, pensando en otras cosas.

—Pues vuelve a la realidad, y tómate un café. Cuando termine el mío, voy a ver qué puedo darte para desayunar. Me parece que con la nochecilla que pasaste, vas a tener buen apetito. No viniste a cenar, anoche.

—No, lo siento. Con el café tendré bastante, gracias.

Me dio una taza de café, llena hasta el borde, y me aconsejó:

—Será mejor que comas algo. Te sentará bien.

Tomé la taza y bebí. El café, en el que no había puesto azúcar, estaba amargo. Mary me miró, miró el azucarero, y volvió a mirarme. No dijo palabra. Agitó su taza de café y observó fijamente el líquido.

—Me parece que tendré que comprar filtros que funcionen mejor que éstos. Los que tengo ahora dejan pasar el polvillo junto con el líquido, lo malo junto con lo bueno. No sé qué pasa, pero hasta los mejores filtros dejan pasar el polvo; siempre encuentro poso en la taza.

Soplé el café, para hurtarme a la mirada de Mary. Los golpes en la tubería de la calefacción habían arreciado, y producían un ruido insoportable. Pensé que debía irme de allá cuanto antes. Contemplé la superficie caliente y metálica del café, y advertí en ella unas aceitosas manchas arremolinadas de tonalidad opaca.

Abordé súbitamente mi problema:

—Oye, Mary, quiero hablarte de una cosa.

—Mira, muchacho —me interrumpió, como si me riñera—, no quiero que hoy me hables de tus atrasos. Es algo que no me preocupa porque sé que cuando tengas dinero, pagarás. Por el momento olvídalo. Nadie se va a morir de hambre aquí. ¿Has encontrado trabajo?

Decidí aprovechar aquella oportunidad, y tartamudeé:

—No, bueno, quiero decir que todavía no tengo un empleo, propiamente dicho. Esta mañana tengo que ver a alguien para ver si me contratan...

Su rostro se iluminó.

—¡Bien! Estoy segura de que lograrás algo. Estoy segura.

Volví a atacar el tema:

—Pero, el dinero que te debo...

—De esto no tienes que preocuparte. ¿Te gustaría tomarte unas tortitas calientes? —Se levantó y anduvo hacia la alacena—. Con el frío que hace te van a sentar bien.

—No, gracias. No tengo tiempo. Pero quisiera darte algo...

Miraba el interior de la alacena, y su voz me llegó apagada:

—¿De qué se trata?

Apresuradamente, mientras metía la mano en el bolsillo en busca del dinero, dije:

—Espera, un momento...

—¿Qué dices? ¿Dónde habré puesto el jarabe?

Saqué un billete de cien dólares, y con voz emocionada, dije:

—Mira.

—Estará en la repisa de arriba —murmuró de espaldas a mí.

Arrastró una escalera de mano que se encontraba al lado de la alacena, y comenzó a subir los peldaños, manteniendo las manos en las puertas abiertas, con la vista dirigida hacia la estantería superior. Lancé un suspiro: por lo visto jamás podría decirle lo que quería.

—Mary, quiero darte una cosa.

—¿Por qué no me dejas en paz de una vez? ¿Qué es lo que quieres darme?

Y volvió la cabeza hacia mí, mirándome por encima del hombro. Yo le mostré el billete.

—Esto.

—Pero, muchacho, ¿qué es lo que veo?

—Dinero.

—¿Dinero? ¡Dios mío! —Al pretender dar media vuelta, en la escalera, casi perdió el equilibrio—. ¿De dónde has sacado tanto dinero? ¿Has jugado a la lotería?

—Eso es. Y gané —dije, agradeciendo la excusa que ella misma me proporcionaba.

E inmediatamente pensé: "¿Qué voy a decirle si me pregunta el número con que he ganado?". No podría contestarle. En mi vida había jugado a la lotería. Mary exclamó:

—¿Y por qué no me dijiste que jugabas? Habría participado con diez céntimos, por lo menos.

—No creía que fuese a ganar.

—Claro. Y seguramente es la primera vez en tu vida que juegas.

—Así es.

—Ya sabía yo que eras un muchacho con buena suerte. He jugado durante años y años, sin que jamás me tocara ni cinco, y tú vas y juegas por primera vez en tu vida, y te toca. Me has dado una alegría. De veras que estoy contenta. Pero no quiero este dinero, no lo aceptaré. Cuando tengas un empleo me pagas, pero no antes. Pero esto es sólo un pago a cuenta de lo que te debo —contesté rápidamente—. Y me queda más dinero.

—¡Es un billete de cien dólares! Si lo acepto e intento cambiarlo, los blancos querrán enterarse de toda mi vida. Querrán saber dónde nací, dónde trabajo, dónde he vivido durante los últimos seis meses, y, cuando lo sepan, seguirán creyendo que robé este dinero. ¿No tienes un billete más pequeño?

—Tómalo —supliqué—. No tengo billetes de menos de cien. Y todavía me queda dinero suficiente para mis gastos.

Me dirigió una mirada suspicaz.

—¿Estás seguro?

—Palabra.

Comenzó a bajar de la escalera, diciendo:

—Bueno, ver-da-de-ra-men-te... Deja que baje, o me voy a romper la crisma. Hijo, te lo agradezco mucho, pero sólo me quedaré una parte y el resto te lo guardaré. Serán tus ahorros, y si alguna vez necesitas dinero, vienes y me lo pides.

Dobló cuidadosamente el billete y lo guardó en el bolso de cuero que tenía siempre colgado en el respaldo de la silla en que solía sentarse.

—No lo necesitaré. Ahora, voy a tener dinero.

—Estoy contenta de que me hayas dado esto, porque podré pagar de una vez una factura que han estado pasándome qué sé yo las veces. Me gustará ir a ver a esa gente, echar unos billetes sobre la mesa y decirles que dejen de molestarme. Hijo mío, me parece que estás en una buena racha de suerte. ¿Soñaste el número que te ha tocado?

Observé la tensa expresión del rostro de Mary:

—Sí, pero fue un sueño muy confuso.

—¿Qué número era? —Pegó un grito y se levantó de un salto, señalando el linóleo alrededor de la tubería de la calefacción—: ¡Jesús! ¿Qué es eso?

Del piso superior, bajaban por la tubería de la calefacción grupos de cucarachas enloquecidas, a las que las vibraciones del metal arrojaban al suelo. Mary chilló:

—¡Corre, dame la escoba! ¡Está ahí en el armario!

Di un rodeo para evitar la silla, agarré la escoba y corrí al lado de Mary. Con la escoba y los pies me apresuré a aplastar las cucarachas que se diseminaban por el suelo. Al aplastar sus cuerpos contra el suelo, oía el chasquido que producían al reventar.

—¡Bichos repugnantes! —gritaba Mary—. ¡Mata ésa que está debajo de la mesa! ¡No dejes que se escape, la puerca!

Barrí el suelo, amontonando los insectos muertos. Mary, jadeante y excitada, me dio la pala de recoger la basura.

—Hay gente que vive rodeada de inmundicia —comentó, asqueada—. Con hacer un poco de ruido toda la porquería sale a flote. Cuatro golpes bastan para que salga toda la inmundicia a la superficie.

Durante unos instantes contemplé las húmedas manchas en el linóleo. Devolví bruscamente a su sitio la pala y la escoba, y me dispuse a salir de la cocina. Mary me preguntó:

—¿No vas a desayunar? Tan pronto haya limpiado eso prepararé el desayuno.

Con la mano en la puerta, contesté:

—No tengo tiempo. La cita es a primera hora de la mañana, y antes debo hacer un par de gestiones.

Entonces mejor será que tomes algo fuera. En un día tan frío no es conveniente ir por el mundo con el estómago vacío. ¡Y no vayas a coger la costumbre de comer fuera de casa sólo porque ahora tienes un poco de dinero!

Estaba de espaldas a mí, lavándose las manos. Que va — contesté.

—Buena suerte, hijo. De verdad, me has dado una gran alegría. No te miento, no. Una gran alegría.

Se echó a reír alegremente. Crucé el recibidor y entré en el dormitorio, cerrando después la puerta. Del armario saqué el sobretodo, y la cartera de piel con que me habían premiado años atrás. Estaba tan nueva como en la noche en que, tras la Lucha Real, me fue entregada. En ella metí el paquete que contenía los fragmentos de la hucha de hierro y las monedas y la cerré cuidadosamente. Salí del dormitorio.

El ruido de los golpes en la tubería de la calefacción ya no me Irritaba tanto. Cuando crucé el recibidor, oí a Mary que, en la cocina, cantaba una canción triste y serena. Abrí la puerta y salí al vestíbulo del edificio. Entonces, recordé que debía hacer algo que hasta el momento había olvidado. En el vestíbulo débilmente iluminado, extraje del billetero el papel impregnado de suave perfume y lo desdoblé con cuidado. Allí hacía frío. No pude evitar un estremecimiento. Me acerqué el papel a los ojos, y leí despacio y atentamente el nuevo nombre que la Hermandad me había atribuido.

En la calle no hacía tanto frío como ayer, pero todavía quedaba nieve, que las ruedas de los automóviles iban convirtiendo en una masa de hielo parduzco. Me uní a los transeúntes que avanzaban por la calle. La cartera, con los fragmentos de la estatuilla y las monedas, se balanceaba al compás de mi andar, y me golpeaba rítmicamente la pierna. Decidí arrojar el paquete en el primer cubo de basura que encontrara. Era un mal recuerdo de mi última mañana en casa de Mary.

Me dirigí hacia una hilera de cubos de basura que se encontraban ante unas viejas casas de vecindad. Anduve a lo largo de la hilera de cubos, y arrojé, con distraído ademán, el paquete en uno de ellos. Proseguí mi camino, pero instantes después, oía el ruido de una puerta al abrirse y una voz que gritaba a mis espaldas:

—¡No, qué va, no voy a permitirlo! ¡Vuelve y coge esto que has tirado!

Al mirar hacia atrás, vi a una vieja en la puerta de una casa. Llevaba un abrigo que se había colocado sobre la cabeza y los hombros, cuyas mangas colgaban inertes como brazos atrofiados. Volvió a gritar:

—¡A ti, a ti te lo digo! ¡Ve y recoge tu basura! ¡Y no se te ocurra volver a tirar tus desperdicios en mi cubo!

Era pequeña y amarillenta. Llevaba unas gafas con cadenilla, y el cabello recogido en moños con horquillas. En voz temblorosa de odio, chilló:

—Nuestro barrio es limpio y respetable, y no toleraremos que vengáis a arruinarlo los palurdos negros del Sur.

Algunos se pararon para contemplar la escena. De un edificio situado cerca de la esquina, salió un portero que se quedó en mitad de la acera, golpeándose con el puño derecho la palma de la mano izquierda; los golpes producían un sonido seco y amenazador. Irritado e intimidado al mismo tiempo, dudé unos instantes. Me parecía increíble que aquella mujer estuviera en sus cabales.

—¡No bromeo! —gritó—. ¡Sí, sí, a ti te lo digo! ¡Quita lo que has echado en mi cubo! —Se dirigió a alguien que se encontraba en el interior de la casa—. ¡Rosalie! ¡Llama a la policía, Rosalie!

Pensé que no podía permitirme el lujo de discutir con la policía, y retrocedí hacia el cubo, mientras decía a la mujer:

—¿Y qué más da, señora, que haya echado un paquete en su cubo? Para los basureros toda la basura es igual. Si he tirado el paquete en el cubo ha sido porque no quería tirarlo en la calle. No sabía que su basura fuese mejor que la mía.

—¡Déjate de impertinencias! ¡Ya estoy harta de que los negros del Sur nos compliquen la vida!

—No se preocupe, retiraré el paquete.

Metí la mano en el cubo, que tan sólo contenía basura hasta la mitad. El hedor de podredumbre invadió mi olfato. Tenía la impresión de que el contacto de mi mano con la basura podía infectarme. El pesado paquete se había hundido en la blanda inmundicia. Lancé una maldición. Con la mano limpia, me remangué el brazo que había metido en el cubo. Y después, revolví la basura hasta dar con el paquete y lo extraje.

Me sequé el brazo con el pañuelo, y reemprendí mi camino, consciente de las sonrisas en los rostros de aquellos que se habían parado para ver qué ocurría.

—¡Así aprenderás! — gritó la mujer desde la puerta. Di media vuelta y avancé hacia ella, gritando:

—¡Basta ya! ¡No voy a aguantar más tus gritos, vieja biliosa! ¡Si quieres seguir insultando tendrás que llamar a la policía! —Mi voz había adquirido un timbre agudo y chillón—. ¡He hecho lo que querías que hiciera! ¡Y si dices una palabra más, voy a hacer contigo lo que ya tengo ganas de hacer!

Sus pupilas se dilataron, retrocedió un paso, abrió la puerta y exclamó:

—¡Ya te creo capaz, ya!

—¡No sólo soy capaz, sino que lo haré con sumo placer!

—¡Todo un caballero, eso es lo que eres! ¡Sí, señor; un caballero!

Entró en la casa y cerró dando un portazo. Al llegar a la siguiente hilera de cubos, cogí un periódico viejo, del que arranqué una hoja con la que limpié la muñeca y la mano. Con el resto del periódico envolví el paquete. Decidí arrojar el paquete en plena calle.

Dos bloques de casas más allá, mi irritación había desaparecido, pero me sentía extrañamente solo. Incluso las personas que estaban junto a mí, en el borde de la acera, esperando cruzar la calle, me causaban la impresión de vivir aisladas, cada una de ellas perdida en el mundo de sus pensamientos. En el momento en que la luz del semáforo cambió, dejé caer el paquete en la nieve. Crucé la calle apresuradamente, pensando: "Ya está hecho".

Apenas había avanzado dos bloques más, cuando oí una voz a mis espaldas:

—¡Oiga, amigo! ¡Señor! ¡Usted! Pare un momento, no corra tanto...

Y tras la voz, oí el sonido de pasos apresurados, sobre la nieve. Junto a mí, tenía a un hombre bajo y grueso, vestido con ropas viejas y gastadas, que me sonreía amistosamente, entre jadeos que lanzaban al aire helado bocanadas de aliento blanquecino. El hombre me decía:

—Iba usted tan aprisa que pensé que no podría alcanzarle. ¿No ha perdido usted nada, hace un momento?

Pensé: "He aquí a un hombre de buenos sentimientos, y en mala situación económica, dispuesto a mostrar su buena voluntad". Decidí negar.

—¿Que si he perdido algo? No, creo que no.

—¿Está seguro? —dijo, frunciendo el ceño.

—Sí.

En su rostro se dibujó una expresión de duda, y en sus ojos, que examinaban mi rostro, apareció una chispa de miedo. No me creyó.

—Oiga, amigo, yo he visto como usted perdía el paquete. —Echó una rápida mirada hacia atrás, y murmuró—: ¿Qué diablos pretende?

—¿Que qué pretendo? ¿Qué quiere usted decir con eso?

—¿Qué pretende al decir que no ha perdido nada? ¿Está organizando un juego para que me coja la policía, quizá?

Retrocedió, y volvió a mirar nerviosamente hacia atrás, a los transeúntes que se encontraban en la zona por la que habíamos pasado. Dije:

—Pero, ¿de qué me habla? Yo no he perdido nada.

—Más le valdría no seguir mintiendo, porque le he visto. Me gustaría saber qué se trae entre manos. —En movimientos furtivos extrajo el paquete del bolsillo—. Parece que ahí dentro haya dinero, o una pistola, o algo por el estilo. Y he visto perfectamente que usted tiraba el paquete.

—¡Vaya...! ¿Se refería a esto? Esto no es nada, basura... Pensaba que...

—¡Ahora se acuerda! ¿Conque no sabía de qué se trataba? Yo me molesto en hacerle un favor, y usted intenta tomarme el pelo. ¿Qué es usted? ¿Confidente de la policía, traficante en drogas o qué? ¿No pretenderá comprometerme, poner en mis manos las pruebas de un delito?

—Lo siento, pero se equivoca usted. — ¡Narices me equivoco! ¡Ande, coja!

Y me arrojó el paquete a las manos, como si se tratase de una bomba próxima a hacer explosión. El hombre parecía indignado.

—Soy un honrado padre de familia que intenta hacerle un favor, y usted va e intenta meterme en un lío. ¿Trabaja para la policía, no?

—No se precipite. Se deja usted llevar por la imaginación. En este paquete no hay más que desperdicios.

Me interrumpió en un susurro intenso y silbante: —Si crees que voy a tragarme semejante cuento estás loco. Ya sé qué clase de desperdicios hay ahí dentro. Vosotros, los muchachos negros de Nueva York no sois más que chusma. Espero que te echen pronto el guante y te enchiqueren por una temporada.

Me miraba como si yo tuviera lepra. Se fue a toda velocidad. Eché una ojeada al paquete. Y después contemplé la figura del hombre alejándose. Sin duda, creía que el envoltorio contenía objetos robados. Pocos pasos había yo andado, y me disponía a arrojar el paquete a la calle, cuando miré hacia atrás y vi al hombre hablando con otro y señalándome indignado. Apresuré el paso. Aquel loco era capaz, si le daba tiempo, de llamar a un policía. Devolví el paquete a la cartera. No me desprendería de él hasta llegar al centro de la ciudad.

En el metro, la gente leía los diarios de la mañana, con sus feos rostros inclinados sobre el papel. Cerré los ojos y procuré apartar de mi mente el recuerdo de Mary. Al abrirlos y mirar a un lado, vi el titular "Un desahucio en Harlem provoca violentas protestas", décimas de segundo antes de que el hombre bajara el periódico, para apartarse de las puertas del vagón que en aquellos momentos iban a abrirse. Salí del metro. Dominado por la impaciencia anduve hasta la calle Cuarenta y dos, donde compré un periódico que daba la noticia en primera plana. Leí ávidamente el texto. Se refería a mí llamándome "desconocido agitador" y diciendo que había desaparecido aprovechando la confusión creada, sin embargo no cabía duda de que yo era la persona de quien el periódico hablaba. Durante dos horas, decía la noticia, la multitud logró impedir la ejecución del desahucio. Cuando entré en la tienda de ropas confeccionadas, me embargaba un nuevo sentimiento de mi importancia.

Compré un traje un poco más caro de lo que yo había previsto, y mientras lo ajustaban a mis medidas, adquirí un sombrero, camisas, zapatos, calcetines y ropa interior. Luego, llamé por teléfono al hermano Jack, que me dio varias órdenes en tono seco y autoritario, como un general. Debía ir a una casa situada al extremo de East Side, en la que me tenían reservada una habitación, y allí debía leer unos cuantos textos de doctrina y propaganda de la Hermandad que alguien había dejado a mi disposición en el dormitorio, a fin de que me sirvieran de preparación para pronunciar un discurso en una reunión que tendría lugar en Harlem, aquella misma noche.

Fui allá. Y me encontré ante un edificio vulgar, en un barrio predominantemente puertorriqueño e irlandés. Cuando llamé a la puerta de la portería advertí que en la calle, un grupo de muchachos jugaba a arrojarse bolas de nieve. Una mujer pequeña, sonriente y de rostro simpático abrió la puerta y dijo:

—Buenos días, hermano. Ya tengo su piso dispuesto. Me dijeron que llegaría a esta hora, y precisamente ahora he terminado de arreglar el piso. ¡Hay que ver, cuánta nieve!

La seguí hasta el tercer piso, preguntándome qué diablos iba a hacer yo con un piso entero sólo para mí.

Del bolsillo sacó un manojo de llaves, y abrió la primera puerta del rellano.

—Es éste.

Entré en una habitación pequeña, cómodamente amueblada, en la que penetraba la luz del sol invernal. La mujer, no sin orgullo, dijo:

—Esto es la sala de estar, y allí está el dormitorio.

El dormitorio era mucho mayor de lo que yo estimaba necesario. En él había una cómoda, dos sillas tapizadas, dos armarios empotrados, un anaquel con libros y una mesa sobre la que vi los textos de que el hermano Jack me había hablado. Junto al dormitorio había un cuarto de baño. El piso también contaba con una pequeña cocina

—Confío en que le guste el piso, hermano —dijo la mujer al irse—. Si necesita algo, pídalo.

El apartamento, limpio y ordenado, me gustó; en especial el cuarto de baño, con bañera y ducha. Lo primero que hice fue tomar un buen baño. Después, sintiéndome limpio y pletórico de vitalidad, me dirigí hacia la mesa donde reposaban los libros y folletos de la Hermandad. Junto a ellos, vi la cartera con la imagen rota. Pensé que me desprendería del paquete más tarde. Por el momento debía dedicar mis pensamientos a la reunión que se celebraría aquella noche.