CAPÍTULO 24

Al día siguiente inicié, con toda brillantez, mi ofensiva de aquiescencias. La situación en Harlem había empeorado considerablemente. Los menores incidentes provocaban protestas multitudinarias, con rotura de escaparates, gritos, etc. Por la mañana se produjeron varias peleas entre cobradores de autobús y pasajeros. Los periódicos daban noticia de parecidos sucesos durante la noche anterior. En la calle Ciento Veinticinco rompieron los espejos que adornaban la fachada de una tienda. Cuando pasé por allí, unos muchachos bailaban ante el deformado reflejo de sus imágenes. Un grupo de hombres y mujeres les contemplaba. Cuando llegó la policía y les invitó a dispersarse, se negaron a hacerlo y pronunciaron frases en las que se refirieron a la muerte de Clifton. Pese a mis deseos de darle en la cresta al comité, no me gustó el aspecto que las cosas iban tomando en mi distrito.

Cuando llegué a la oficina, varios miembros de la Hermandad me informaron de otros incidentes ocurridos en distintas partes del distrito. Verdaderamente, la situación tomaba mal cariz. La violencia a nada positivo podía conducir, y, avivada por Ras, no hacía más que perjudicar al distrito. Sin embargo, y pese a comprender que traicionaba mi sentido de la responsabilidad, me sentía complacido por el giro de los acontecimientos. Ordené a varios miembros que se mezclaran con la multitud y que procurasen evitar mayores violencias. Al mismo tiempo envié cartas a los periódicos, acusándoles de dar excesiva importancia a incidentes que carecían de ella y de publicar información "tendenciosa".

A última hora de la tarde, en las oficinas centrales, dije a los miembros del comité que los ánimos se estaban ya apaciguando y que gran parte de la vecindad mostraba gran interés en la campaña de limpieza e higiene iniciada por la Hermandad, cuyo objetivo era limpiar de desperdicios los solares, patios y callejones, y que serviría para hacer olvidar el asunto de Clifton. Se trataba de una maniobra tan burda y descarada que casi perdí la fe en mi invisibilidad, incluso hallándome ante la presencia de quienes sabía sobradamente incapaces de verme. Sin embargo, se mostraron muy satisfechos de mis manifestaciones, y cuando les di la falsa lista de nuevos miembros, reaccionaron con entusiasmo. Se sentían rehabilitados ante sí mismos; el nuevo programa era acertado, los hechos acontecían tal como ellos habían previsto, la historia les sonreía, y Harlem les amaba. Ante los comentarios subsiguientes, guardé silencio, y sonreí en mi fuero interno. Veía el papel que debía desarrollar en la Hermandad con tanta precisión como el cabello rojo del hermano Jack. A mi memoria acudían hechos de mi pasado, unos recordados en otras ocasiones y otros de nueva recordación. Surgían en mi mente como irónicos contrapuntos, de manera que tenía la sensación de ser un testigo oculto de cuanto acontecía a mi alrededor. Mi tarea consistiría en ser el hombre que justifica las decisiones de los demás, en negar la existencia de las imprevisibles reacciones humanas de los habitantes de Harlem, a fin de que los miembros del comité pudieran ignorarlas cuando obstaculizaran la realización de sus planes. En todo momento les ofrecería el cuadro de una masa feliz, pasiva, bien humorada y propicia, dispuesta a aceptar cuantos planes le propusieran, a seguir cuantas directrices le dieran. Cuando se produjeran situaciones en que la gente reaccionara con justa indignación ante la actitud de la Hermandad, yo diría que reinaba la más dulce calma (y si en alguna ocasión la Hermandad estaba interesada en que la gente se indignara, sería fácil lograr que los dirigentes de la Hermandad creyeran en la existencia de tal indignación, por el simple medio de decir, en nuestra propia propaganda, que reinaba general indignación. Los hechos en sí mismos carecían de importancia, pertenecían al mundo de lo irreal). Y si otros se mostraban perplejos ante las maniobras de la Hermandad, yo diría a sus dirigentes que habíamos sabido percibir la oculta realidad con una visión más penetrante que los propios rayos X. Si otros grupos ambicionaban el poderío económico, yo aseguraría a mis hermanos y a los miembros atacados de escepticismo, que nosotros rechazábamos la riqueza por considerarla corrupta e intrínsecamente degradante. Si otras minorías con características diferenciales amaban a nuestro país a pesar de considerarse preteridas, aseguraría al comité que nosotros —la gente de mi distrito y yo— no padecíamos tan absurdas e impuras reacciones humanas, y que odiábamos nuestra patria de todo corazón. Y cuando el comité afirmara que Norteamérica era un país corrupto y decadente, yo les diría que, si bien estaban en lo cierto, se daba la terrible contradicción de que las gentes de Harlem, a pesar de vivir en la más profunda entraña del país, se habían conservado milagrosamente puras y honestas. ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! Aun siendo invisible cumpliría la función de tranquilizadora voz que niega la realidad. Superaría a Tobitt en su propio terreno. Y en cuanto al fachendoso Wrestrum... Bueno... Mientras estaba allí, en silencio, un miembro del comité comentaba mi falsa lista de nuevos miembros, dándole trascendencia de alcance nacional. De una falsedad nacían más y más falsedades, multiplicándose sin límite. Y me pregunté si los miembros del comité creían su propia propaganda.

Más tarde, en el Chthonian, la fiesta se desarrolló como en los viejos tiempos. Celebramos con champaña el cumpleaños de Jack, y, en el atardecer ardiente, reinaba una alegría superior a la habitual en estas ocasiones. A pesar de sentirme muy seguro de mí mismo, mi plan comenzó a torcerse desde su inicio. Emma se mostró alegre y propicia, pero algo en su hermoso rostro de dura expresión me dijo que mejor sería no llevar a cabo mi plan con ella. Comprendí que aun cuando Emma se me entregaría sin oponer resistencia (a fin de satisfacer su propio deseo), jamás me revelaría nada importante, ya que tenía una mentalidad demasiado elaborada, y era demasiado hábil para poner en peligro su relación con Jack. En consecuencia, mientras bailaba con Emma, lanzaba ojeadas a las demás concurrentes en busca de quién pudiera sustituirla.

La encontré en el bar. Se llamaba Sybil, y era una de aquellas mujeres que creía que mis conferencias sobre la mujer y la sociedad se basaban en algo más que en conocimientos de carácter social y político. Y había mostrado en varias ocasiones deseos de conocerme mejor. Yo siempre había fingido no comprender sus indirectas, ya que mi primera experiencia me indujo a rehuir las relaciones de esta naturaleza. En el Chthonian, Sybil solía beber más de la cuenta, y se comportaba con marcados deseos de hacerse notar. Era el tipo de mujer incomprendida por su marido, que, incluso en el caso de que me interesara, rehuiría como si de la peste se tratase. Pero, ahora, su frustración, juntamente con el hecho de ser la esposa de un importante miembro de la Hermandad, la convertían en la mujer ideal. Se sentía muy sola, y todo se desarrolló a pedir de boca. En la bulliciosa fiesta de cumpleaños —que precedía a la celebración pública que debía tener lugar el día siguiente por la noche—, nadie se fijó en nosotros. Se fue relativamente temprano, y yo la acompañé a su casa. Repitió que se sentía desatendida por su marido, que era un hombre muy ocupado, y accedió a ir a mi casa el día siguiente por la noche. Su marido, George, estaría en la celebración pública del cumpleaños de Jack, con lo cual ella podría salir de casa sin tener que dar explicaciones luego.

Era una cálida y seca noche de agosto. Relampagueaba al este, y en el aire húmedo se percibía una agobiante tensión. Por la tarde había abandonado la oficina con el pretexto de encontrarme mal, y luego me había dedicado a hacer preparativos para la visita de Sybil. Estaba tranquilo y seguro de mí mismo. Había adornado la salita con un ramo de lirios, y, en el dormitorio, en la mesa cercana a la cama, había puesto un ramo de rosas. Compré vino, whisky, licores, fruta, queso, nueces, dulces... Y coloqué en la nevera unas cubetas para tener los suficientes cubos de hielo. En resumen, procuré disponer las cosas tal como imaginaba lo hubiera hecho Rinehart.

Sin embargo, desde el principio de la velada no hice más que cometer errores. Las bebidas eran demasiado fuertes, lo cual encantó a mi invitada, y comencé demasiado pronto a hablar de política, lo cual aburría a Sybil. Pese a las abundantes ocasiones que tenía de escuchar el desarrollo de temas relacionados con la ideología de la Hermandad, Sybil no sentía el menor interés por la política, e ignoraba las cuestiones que ocupaban día y noche a su marido. Su interés se centraba en las bebidas que trasegaba infatigablemente, vaso tras vaso, obligándome a acompañarla, y en unas cuantas leyendas que ella misma se había forjado sobre las figuras de Joe Louis y Paul Robeson. Y, pese a que yo no tenía la estatura física ni el temperamento de ninguno de los dos, parecía creer Sybil que yo estaba obligado a cantar el Oíd Man River o a hacer complicados ejercicios gimnásticos. No podía evitar sentirme perplejo y divertido.

Sybil y yo nos habíamos empeñado en una batalla en la que yo intentaba no apartarme de la realidad, mientras ella me situaba en un mundo fantástico en el que me correspondía el papel del hermano Tabú-con-quien-todo-es-posible.

Ya era tarde. Cuando entré en el dormitorio con más bebidas, Sybil, sentada en la cama, con una horquilla dorada entre los dientes y el cabello suelto, me indicó que me acercara y dijo:

—Ven aquí, ven con mamá, guapo.

—Su bebida, madame.

Y le entregué el vaso, con la esperanza de que otro trago quizá contribuiría a apaciguar un poco su fantasía. Coquetamente me dijo:

—Acércate, cariño. Quiero pedirte una cosa.

—¿Qué?

—Tengo que decírtelo al oído.

Me senté. Sybil acercó sus labios a mi oído. Al oírla, quedé helado. Me aparté. Sentada con compostura de colegiala, acababa de proponerme la práctica de un repugnante rito.

—¡Qué has dicho!

Lo repitió. Creí estar viviendo una escena entre locos, digna del lápiz de Thurber. Sybil volvió a hablar:

—Por favor, mi vida, ¿verdad que tú y yo vamos a hacerlo?

—¿Hablas en serio?

—Sí. Claro que sí.

En su rostro había una expresión de pureza y honestidad indicativa de que no pretendía bromear ni tampoco insultarme, lo cual me turbaba todavía más. Ignoraba si mis sentimientos eran de horror nacido de mi inocencia, o de inocencia pura y simple rebelándose ante la obscenidad del plan que pretendía llevar a cabo aquella noche. Tan sólo sabía que había cometido un error al traer a Sybil a mi piso. Sybil no podía proporcionarme información, y por ello decidí procurar que saliera de casa antes de que me obligara a enfrentarme con mi horror o inocencia, es decir, mientras fuese capaz de considerar la escena como una cómica anécdota. ¿Qué haría Rinehart en un caso como éste? La respuesta acudió con claridad y precisión a mi mente y decidí evitar a toda costa que Sybil me obligara a comportarme brutalmente.

—Escucha, Sybil, ¿no te das cuenta de que yo no soy un tipo de esta clase? ¿De que no soy capaz de hacer lo que me pides? ¿No ves que tengo hacia ti unos sentimientos, de ternura, de protección...? Aquí hace un calor horrible ¿Por qué no nos vestimos y vamos a dar un paseo por Central Park?

Irguió el cuerpo, descruzó las piernas y exclamó:

—¡Es que necesito eso! Te será fácil hacerlo, Di que vas a matarme, y yo me resistiré Háblame con brutalidad, cariño. Una amiga mía dijo que aquel hombre le dijo "¡Quítate las bragas...!".

—¡Qué!

—Sí, sí, exactamente eso.

La miré. Se había ruborizado. Tenía las mejillas, e incluso los pecosos senos, arrebolados. Volvió a tumbarse en la cama. Y yo dije:

—Sigue. ¿Qué ocurrió entonces?

Dudó un instante, y tímidamente dijo:

—Insultó a mi amiga, le dijo un insulto muy feo.

Era una mujer mayor, con el cabello castaño, naturalmente ondulado, ahora desparramado sobre la almohada. Seguía ruborizada. Y yo me preguntaba si su rubor era la expresión de una subconsciente repugnancia hacia lo que me había propuesto, o si con él pretendía excitarme.

—Le dijo un insulto verdaderamente horrible —siguió—. Era un bruto, ¿sabes? Un hombre con grandes dientes blancos, con cara de chivo... Le dijo "¡Quítate las bragas, so puta!". Y entonces se lo hizo, ¿sabes? Mi amiga es una muchacha muy linda y delicada, con la piel blanca y rosada... Es imposible imaginar que alguien sea capaz de insultarla con esta palabra.

Se sentó, apoyando los codos en la almohada, y fijó la vista en mi rostro. Pregunté:

—¿Y qué pasó? ¿Detuvieron a este individuo?

—No, claro que no, cariño. Mi amiga no lo dijo a nadie, bueno, sólo lo dijo a mí y a otra. Tenía miedo de que su marido se enterase. Su marido... Bueno, es una historia muy larga.

—Me parece terrible. ¿No crees que debiéramos ir a dar un paseo?

—¿Verdad que es terrible? Mi amiga estuvo meses y meses en un estado de nerviosismo...

La expresión de su rostro se hizo vaga, indeterminada. Y tuve miedo de que se echara a llorar.

—¿En qué piensas?

—Me preguntaba qué sintió mi amiga cuando le ocurrió lo que te he dicho. —Me miró, y en tono misterioso dijo—: ¿Puedo confiarte un secreto?

—¿No será que esto te ocurrió a ti?

—No, no. Le pasó a una íntima amiga mía. ¿Sabes cuál es mi secreto? —Sonrió y se inclinó confidencialmente hacia mí—. Creo que soy una ninfómana. Me parece que padezco furor uterino.

—¿Tú? ¡Nooo!

—Sí, sí. A veces tengo unos sueños y unos pensamientos terribles. Nunca me dejo llevar por ellos. No. Pero creo que, de verdad, soy una ninfómana. Las mujeres como yo deben someterse a una disciplina de hierro.

No pude evitar reír, en mi fuero interno. No tardaría en llegar el día en que Sybil fuese una mujer regordeta, con sotabarba y tres pliegues en el estómago. En un tobillo, que la grasa comenzaba a cubrir, llevaba una cadenita de oro. Y, sin embargo, me daba cuenta de que en ella había algo terriblemente femenino. Le cogí la mano:

—¿Por qué crees que eres así?

Levantó la cabeza de la almohada, con el índice y el pulgar pellizcó una punta de ésta y extrajo una pluma, de la que arrancó las barbillas. Como si dijera algo muy profundo, contestó:

—Todo se debe a las inhibiciones. Los hombres nos han reprimido en exceso. Estamos obligadas a ignorar demasiadas realidades humanas. ¿Quieres que te diga otro secreto?

Incliné la cabeza.

—¿No te molesta que te cuente esas cosas, verdad, mi vida?

—No, Sybil.

—Pues bien, desde que supe, cuando era niña, que estas cosas ocurrían, no he dejado de desear que me lo hicieran a mí.

—¿Te refieres a lo que le pasó a tu amiga?

—¡Ajá!

—¡Por Dios, Sybil!¿Has dicho eso a alguna otra persona?

—No, naturalmente. Nunca me atrevería. ¿Te sorprende saberlo?

—Un poco. ¿Y por qué te atreves a decírmelo a mí?

—Bueno, sé que puedo confiar en ti. Tú eres comprensivo, eres distinto a los demás hombres. Tú y yo nos parecemos bastante.

Sybil sonrió. Me acerqué a ella, y me empujó suavemente, de modo que volví a quedar tumbado en la cama. Entonces, pensé: "Otra vez vuelve a comenzar el juego...". Sybil dijo:

—Estate quieto y deja que te mire tal como estás sobre la sábana blanca. Desde que te conocí he pensado siempre que eras muy guapo. Pareces una figura de ébano cálido sobre nieve blanca. ¿Ves de qué manera me haces hablar? Me haces sentir poéticamente. "Ébano cálido sobre nieve blanca". ¿Es poético, verdad?

—No te rías de mí, soy muy sensible a todo lo que haga referencia al color de mi piel.

—¡Pero es que pareces exactamente lo que te he dicho! Contigo no tengo inhibiciones. No puedes imaginar lo libre que me siento a tu lado.

Me fijé en la rosácea huella de las cintas del sostén y pensé: "¿Quién se venga de quién? ¿Por qué me sorprende su actitud, cuando me consta que esas mujeres no han escuchado otra cosa en su vida? ¿Cómo podía sorprenderme de que Sybil deseara ser violada, cuando la violación había sido elevada a la categoría de gran peligro, de temible ejercicio de fuerza, y nos habían enseñado a adorar cuanto fuese fuerza y poder? Tras tantas y tantas advertencias de que se protegieran contra sus peligros, no resultaba sorprendente que algunas mujeres desearan la violación. Y entonces los papeles quedaban invertidos: el violador era el violado. Probablemente muchas mujeres ansiaban ser violadas. Quizás a esto se debía el que chillaran de terror en casos en que no había la menor posibilidad de que las violaran. Sybil habló con voz estropajosa:

—¡Eso es! Mírame así, como si quisieras despedazarme. Me enloquece que me mires de este modo.

Reí y le propiné un golpecito en la barbilla. Me tenía acorralado. Me encontraba en el mismo estado del boxeador que queda inconsciente pero en pie. No podía golpearla ni tampoco indignarme. Pensé en pronunciar un sermón sobre el respeto que en nuestra sociedad estamos obligados a tener para con el compañero de cama, pero sabía que no podía hacerlo, ya que había dejado de engañarme a mí mismo, y comprendía que yo ignoraba cómo era la sociedad en que vivía y el sitio que ocupaba en ella. Además, Sybil me consideraba como una especie de actor, de profesional de la diversión. Esto último también formaba parte de las enseñanzas recibidas por las mujeres como ella.

Levanté la copa, Sybil levantó la suya y bebimos. Luego, se me acercó, con un gesto infantil en los labios desnudos de maquillaje.

—¿Verdad que lo harás, cariño? Anda, sé bueno.

Si quería que la divirtiese, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué no comportarse como un caballero o como lo que ella creía que yo era? ¿Qué clase de hombre creía que era? Un violador domesticado, un experto en el tema de "La mujer y la sociedad". Quizá fuese verdaderamente eso: un hombre con una casa dispuesta al efecto, y desplegando actividades de orador, todo encaminado a satisfacer los deseos de las damas. Si así era, debía reconocer que yo mismo me había preparado la trampa en que debía caer. Puse el vaso en la mano de Sybil, y dije:

—Toma otro trago. Te sentirás mejor después de beber. Verás las cosas de una manera más realista.

Bebió el sorbo, y me miró pensativa:

—Sí, es una buena idea. Estoy tan harta de vivir tal como vivo, cariño. Pronto seré vieja y entonces todo habrá terminado. ¿Sabes lo que esto representa? George habla mucho sobre los derechos de la mujer, pero ignora totalmente las necesidades de la mujer. Habla mucho pero no hace nada. No puedes imaginar el bien que me has hecho...

—Ni tú el que me has hecho a mí.

Volví a llenar las copas. Al fin, el alcohol comenzaba a producir sus efectos.

De una sacudida se echó atrás el cabello, cruzó las piernas y me miró. Ante mi vista, la cabeza de Sybil comenzó a vacilar. La oí:

—No bebas tanto, mi vida. George, cuando bebe, se queda sin fuerzas.

—No te preocupes. Mis mejores violaciones las he cometido siempre borracho como una cuba.

Me miró sorprendida. Sacudió los hombros y dijo:

—¡Ooooh! ¡Entonces dame otro trago!

Y ávidamente puso ante mí su vaso vacío, contenta como un niño que va a recibir una golosina. Dije:

—¿Qué diablos está ocurriendo aquí? ¿El nacimiento de una nueva nación?

—¿Qué dices, mi vida?

—Nada, un chiste malo. Olvídalo.

—Esto es lo que más me gusta en ti. No me has contado ni uno solo de esos chistes vulgares que suelen contarse. Anda, cariño, llena la copa.

Se la llené, y volví a llenársela. Llené muchas copas en pocos minutos. Llegó el momento en que me sentí muy lejos del lugar en que realmente me encontraba. Creí que cuanto allí ocurría no guardaba relación alguna con Sybil ni conmigo, y no podía evitar un confuso sentimiento de lástima que no deseaba sentir. Entonces, me miró con ojos que brillaban tras los párpados entornados, se incorporó, me propinó un golpe donde más daño podía hacerme, y dijo:

—¡Anda, pégame! ¡Pégame, so bruto! ¡Pégame, negro! ¿A qué esperas? ¡Dame una paliza de una maldita vez! ¿Es que no te importo? ¿No me deseas?

Me enfadé y le di dos bofetadas. Se dejó caer en la cama, y quedó allí, con el rostro enrojecido, retándome a que volviera a pegarle. Su ombligo no era saliente, sino hundido, como un pozo en una tierra sacudida por temblores sísmicos, que se contraía y dilataba. Y entonces dijo :

—¡Sigue, sigue! ¡Sigue!

—Sí, claro que sí.

Miré alrededor. Y cuando, en un extraño estado de ánimo, con las emociones paralizadas, me disponía a echarle la bebida encima, vi el rojo lápiz de los labios sobre la mesilla. Lo cogí y dije:

—Sí, claro que sí.

Dominado por la rabia, me incliné sobre su cuerpo, y, en literaria inspiración de borracho, escribí sobre su vientre:

SYBIL, HAS SIDO VIOLADA

POR PAPA NOEL

EN LA NOCHE DE NAVIDAD

Me detuve. Estaba de rodillas en la cama, tembloroso, inclinado sobre ella, que esperaba atemorizada y gozosa. El lápiz de pintura para los labios tenía una metálica tonalidad púrpura. Con sus jadeos de placer anticipal, las letras temblaban, se dilataban y contraían sobre su vientre, resplandecían en el cuerpo de Sybil como un anuncio fluorescente. Decía:

—¡Corre, mi vida, corre...!

Fija la vista en ella, pensaba: "Espera a que George vea esto, si es que tiene ocasión de verlo. Entonces dará una conferencia sobre el aspecto de la mujer, en el que antes no había reparado". Me parecía un cuerpo sin nombre ni identidad. Y así estuve considerándola, hasta el momento en que me fijé en su rostro en el que se dibujaba el gesto de un deseo que yo no podía satisfacer, y pensé: "Pobre Sybil, ha escogido a un muchacho para realizar una tarea que es propia de un hombre, y no ha ocurrido nada de lo que ella esperaba que ocurriese; ni siquiera mi agresividad de negro ha podido conducirme a hacer lo que ella quería". Al fin, el alcohol la había dejado postrada. Me incliné sobre ella y besé suavemente sus labios. En voz baja dije:

—Estate quieta, no hables. Las chicas no deben portarse así cuando se las viola...

Con los ojos cerrados adelantó los labios. Volví a besarla, y estuve calmándola hasta que se durmió. Entonces, resolví de nuevo poner fin a aquella farsa. Estos juegos eran para Rinehart, no para mí. Tambaleándome fui a buscar una toalla, la mojé y regresé al dormitorio, donde intenté borrar del vientre de Sybil las huellas de mi delito. La pintura del lápiz de labios era pegajosa como el pecado. Trabajé arduamente sin conseguir resultados. Se me ocurrió utilizar whisky, ya que el agua no era eficaz, pero pensé que dejaría en Sybil un olor indecente. Al fin, empleé gasolina. Afortunadamente, cuando se despertó había casi terminado mi trabajo. Preguntó:

—¿Me estás violando, mi vida?

—Naturalmente. ¿No es eso lo que querías?

—Sí, pero no recuerdo que...

Sentí deseos de reír. Hacía esfuerzos para verme, achicaba las pupilas, pero no podía ajustar su mirada a la distancia precisa. Daba cabezadas hacia un lado, luchaba con todas sus fuerzas para volver a la realidad. Y entonces, me sentí aliviado. Procuré poner en orden su cabello, y dije:

—A propósito, ¿cómo se llama, señora?

Indignada, a punto de echarse a llorar, repuso:

—Sybil. Sabes muy bien que me llamo Sybil, querido.

—Cuando te encontré en la calle no lo sabía.

Brillaron sus ojos, y los labios se distendieron en una vaga sonrisa:

—Tienes razón. No podías saber mi nombre porque era la primera vez que nos veíamos.

Parecía que mis palabras la hubiesen colmado de felicidad. Contemplando la expresión de su rostro podía adivinar casi exactamente lo que pasaba en su mente.

—Así es. Estaba escondido en un oscuro portal, salté sobre ti, te llevé a un rincón, ¿te acuerdas? Te tapé la boca con las manos, para que no gritaras...

—¿Luché desesperadamente?

—Como una leona en defensa de sus cachorros.

—Pero tú eres una bestia tan fuerte que me obligaste a ceder. Yo no quería, ¿verdad que no, cariño? Pero tú me obligaste con tu brutalidad.

—Eso es. —Cogí una prenda de seda—. Hiciste salir a la superficie la bestia que llevo dentro. Y te dominé a bofetadas. No me quedó otro remedio.

Estudió con detención mi rostro, y por un momento pensé que se echaría a llorar. Pero no fue así, sino que en sus labios se dibujó otra sonrisa. Mirándome fijamente, preguntó:

—¿Verdad que soy una ninfómana? ¿Una ninfómana de cuerpo entero?

—Sí, una tremenda ninfómana. George debiera vigilarte un poco más de lo que hace.

Se agitó, inquieta.

—¡Tonterías! George es un pobre inútil capaz de tener a una ninfómana en la cama, a su lado, sin darse cuenta.

—Eres maravillosa. Cuéntame cosas de George. Háblame de esta privilegiada mentalidad impulsadora de los cambios sociales.

Frunció las cejas y su mirada adquirió gravedad que, luego, se convirtió en tristeza.

—¿Te refieres a George, a mi marido? ¡George está ciego, y no se entera de nada, ni ve nada de nada! ¿De qué te ríes?

Mi risa se estaba convirtiendo en carcajadas. Tartamudeé:

—¡De mí! ¡Me río de mí!

—Te ríes como no he visto reír a nadie, cariño. Eres maravilloso.

Cogí el vestido y se lo metí por la cabeza. Su voz me llegó ahogada, a través del "shantung". Cuando tiré del vestido para pasárselo por las caderas, su rostro congestionado, con los cabellos en desorden, salió por el escote. Y exclamó enfáticamente, pronunciando la palabra de modo que cada sílaba parecía un suspiro:

—¡Ma-ra-vi-llo-so...! ¿Volveremos a hacerlo, cariño?

Retrocedí un par de pasos.

—¿Qué?

—¡Por favor, mi vida, cariño, di que sí! —insistió con una sonrisa de abandono.

—Pues claro que sí,..

—¿Cuándo, mi amor? ¿Cuándo?

—Cuando quieras. ¿Te parece bien todos los jueves a las nueve?

Me hizo una carantoña al viejo estilo:

—¡Ooooh, mi vida...! Jamás he conocido a nadie como tú.

—¿Seguro?

—De veras. Palabra de honor. ¿No me crees?

—Claro que sí. Siempre resulta confortante que a uno le conozcan y le vean. Pero, ahora debemos irnos —dije, al ver que se disponía a sentarse en la cama.

—Necesito una copa antes de acostarme —suplicó entre pucheros.

—Creo que ya has bebido bastante.

—Una, solo una.

Tomamos otra copa. Y al contemplarla sentí de nuevo lástima de ella, y asco hacia mí mismo. Estaba deprimido. Me miraba gravemente, con la cabeza inclinada a un lado:

—Cariño, ¿quieres saber lo que la pequeña Sybil cree? La pequeña Sybil cree que quieres desembarazarte de ella.

Estaba exhausto, vacío. Volví a llenar su copa y la mía. ¿Qué había yo hecho a aquella mujer? ¿O qué había permitido que ella me hiciera? ¿Lo ocurrido me había anulado totalmente? ¿Había anulado mi capacidad de decidir mi —la palabra se formó penosamente en mi cerebro, por sí misma, desconectada de mí, al igual que la vacilante sonrisa de Sybil—, mi responsabilidad? ¿Había quedado totalmente anulado? Igual daba porque, al fin y al cabo, yo era invisible. Dije:

—Toma, bebe.

—Tú también, mi vida.

—Sí.

Avanzó hacia mí, y me obligó a abrazarla.

Pensé que seguramente había descabezado un sueño. Oía sonido de hielo golpeando cristal, repiques de campanas. Me embargaba una profunda tristeza, como si el invierno hubiera llegado en el lapso de una hora. Sybil yacía en la cama, suelto el cabello castaño, mirándome con ojos entornados, azules, sombreados. A lo lejos oí un nuevo sonido.

—No contestes, mi vida.

Su voz llegaba hasta mí desde una extraña eternidad, precedida por el movimiento de sus labios.

—¿Qué?

Acercó a mí su mano, con los dedos de uñas pintadas en rojo

y dijo:

—Deja que suene. No contestes.

Al coger lo que su mano sostenía, comprendí el significado de sus palabras.

—No contestes, mi vida.

Ahora, el aparato sonaba en mi mano. Sin saber por qué mi mente repetía despacio las palabras de una oración aprendida en mi infancia. Y entonces dije:

—¿Dígame?

Me habló una voz frenética, que no pude identificar, pero que pertenecía a alguien de mi distrito:

—Hermano, ven aquí inmediatamente.

—Estoy enfermo. ¿Qué pasa?

—Hay jarana, y tú eres el único que puede...

—¿Qué clase de jarana?

—La situación se está poniendo muy fea, hermano. Intentan...

Oí el lejano ruido de cristales rotos, seguido de un golpe sordo, y se cortó la comunicación.

Veía la imagen vacilante de Sybil, que, con los labios, sin hablar, formaba la palabra "cariño", y dije:

—¡Oiga, oiga!

Marqué el número de las oficinas del distrito y me respondió la señal indicativa de que la línea estaba ocupada. El sonido parecía repetir incesantemente: Amén-Amén-Amén. Lo escuché durante un rato. ¿Se trataba de una trampa? ¿Sabían que Sybil estaba conmigo? Colgué el aparato. Desde su sombreado mundo azul, los ojos de Sybil me contemplaban.

—Cari...

Me puse en pie, y cogiéndola del brazo le di un tirón.

—Vayámonos ya. Tengo que ir al distrito.

Y entonces me di cuenta de que había decidido acudir allá. Sybil dijo:

—No.

—Sí. Anda ya.

Con un gesto de reto, se dejó caer en la cama. Solté su brazo, y miré alrededor. Tenía la cabeza espesa. ¿Qué podía ocurrir en el distrito a estas horas de la noche? ¿Y por qué tenía yo que ir allá? Sybil me contemplaba con la azul brillantez de sus ojos. Me sentí triste y deprimido.

—Ve y vuelve, cariño —me dijo.

—No, salgamos de aquí. Nos conviene respirar aire fresco.

Evitando sus rojas y brillantes uñas, la cogí por las muñecas, la puse en pie y la empujé hacia la puerta. Avanzamos a pasos vacilantes. Nos detuvimos y sus labios rozaron los míos. Oprimió su cuerpo contra el mío, y por unos instantes yo oprimí el mío contra el suyo. Sentía una inmensa tristeza. Sybil hipó. Dirigí la vista a la habitación. La luz se reflejaba en el líquido ámbar contenido en las copas. Sybil decía:

—Cariño, la vida podría ser tan distinta...

—Pero no lo es ni lo será jamás.

—Cariño...

El ventilador zumbaba. En un rincón vi mi cartera de mano, cubierta de polvo, posado allí como los recuerdos en nuestra mente... Los recuerdos de la Lucha Real. Percibí en el rostro el cálido aliento de Sybil. La aparté suavemente de mí, dejándola apoyada en el quicio de la puerta. En un impulso subconsciente, como antes había recordado la canción de mi infancia, cogí la cartera y limpié el polvo pasándola por el muslo. Pesaba más de lo que había esperado. Me la coloqué bajo el brazo y oí en su interior un sonido metálico.

Sybil me contemplaba inmóvil, brillantes los ojos. La cogí del brazo.

—¿Cómo te encuentras, Syb?

—No te vayas, cariño. Deja que George se encargue de hacer eso que quieres hacer. Olvídate de los discursos esta noche.

—Vamos.

La cogí firmemente del brazo y la empujé hacia delante. Con el rostro vuelto hacia atrás, ávida la mirada, lanzó un suspiro.

Llegamos a la calle sin mayores dificultades. Todavía tenía la cabeza ofuscada por el alcohol, y al contemplar la oscuridad y desolación de la calle, sentí deseos de llorar... ¿Qué ocurría en el distrito? ¿A santo de qué debía yo preocuparme de los problemas de aquellos ciegos burócratas? Yo era invisible. Dirigí la vista al frente, a lo largo de la silenciosa calle. Sybil caminaba tambaleante a mi lado y tarareaba una canción ingenua, despreocupada, juvenil. Sybil: mi amor tardío llegado demasiado pronto. La garganta me latía. El calor de la calle arropaba mi cuerpo. Con la mirada busqué inútilmente un taxi. Sybil tarareaba a mi lado y su perfume parecía irreal. Sin encontrar ningún taxi, llegamos al siguiente bloque de casas. Los altos tacones de Sybil golpeaban el pavimento al ritmo de sus inseguros pasos. Me detuve. Sybil dijo:

—Pobrecito... No sé cómo se llama.

Me volví para mirarla:

—¿Qué dices?

Con una sonrisa lacia, Sybil siguió:

—Es un bruto anónimo... Mi vida, un chivo desconocido.

Avanzaba tambaleante. Sus zapatos de tacón alto sonaban en la acera: cloc, cloc, cloc.

Hablé dirigiéndome a mí mismo más que a ella:

—Sybil, ¿cómo acabará esta historia?

Una voz interior me aconsejó dejar a Sybil y dirigirme inmediatamente al distrito. Sybil decía entre risas:

—Acabará en la cama... No te vayas, mi vida, Sybil te meterá en la cama.

Sacudí la cabeza. Alcé la vista. Arriba, muy altas, las estrellas giraban lentamente. Cerré los ojos, y las estrellas, ahora convertidas en puntos rojos, siguieron girando sobre mis párpados. Algo más sereno, cogí a Sybil por el brazo y le dije:

—Oye, quédate aquí un instante. Yo iré a buscar un taxi en la Quinta Avenida. Quédate aquí, querida. Y no te muevas.

Tambaleándonos nos acercamos a un edificio de anticuada traza, con ventanas oscuras. En la fachada, sobre los laberínticos dibujos que la cubrían por entero, destacaban unos grandes medallones de piedra. Dejé a Sybil apoyada en la barandilla de la escalinata exterior, que terminaba en una puerta en cuyo dintel había un monstruo de piedra. Quedó allí apoyada, con el cabello en desorden, mirándome sonriente, bajo la luz del farol. Balanceaba la cabeza hacia un lado y mantenía furiosamente cerrado el ojo derecho.

—Claro que sí, mi vida.

—Enseguida estaré de vuelta —dije, mientras retrocedía.

—Cariño... Mi vida...

Pensé: "He aquí la tierna expresión de amor hacia el bestia, hacia la bestia negra". Me llamaba "mi vida", "cariño", "hermoso", "sublime"... Igual daba, porque, al fin y al cabo, yo era invisible.

Avanzaba a lo largo de la silenciosa calle, con la esperanza de encontrar un taxi antes de llegar a la Quinta Avenida. Al frente brillaban las luces de la Avenida. Los automóviles cruzaban la intersección de ésta con la calle por la que yo avanzaba, y los veía pasar a lo lejos, más allá de los árboles altos y oscuros. ¿Qué ocurría en el distrito? ¿Por qué me habían llamado a aquella hora de la noche? ¿Y quién me había llamado?

Aceleré el ritmo de mis vacilantes pasos.

A mis espaldas oí a Sybil:

—¡Cariiiiño...! ¡Mi viiiida...!

Sin volver la vista atrás, agité la mano en el aire. Nunca, nunca más. Y seguí adelante.

Al llegar a la Quinta Avenida vi un taxi libre. Lo llamé, pero oí otra voz, alegre, despreocupada, que también lo llamaba. Con la vista recorrí la avenida en busca de otro taxi, y, entonces, oí el chirrido de frenos, y al volver la cabeza vi un taxi detenido, de cuya ventanilla salía un brazo blanco que me indicaba que me acercara. El taxi se puso en marcha, recorrió media circunferencia y se detuvo ante mí, quedando orientado en dirección opuesta a la que había venido. Me eché a reír. Era Sybil. Tambaleándome me acerqué a la portezuela. Vi la cabeza de Sybil enmarcada en la ventanilla. Sonreía, balanceaba la cabeza hacia un hombro —igual que antes— y el cabello le colgaba a uno y otro lado del rostro. Dijo:

—Entra, mi vida. Entra y llévame a Harlem.

Sacudí la cabeza negativamente, con tristeza, sintiendo su peso, y dije:

—No. Tengo mucho que hacer allí. Mejor será que vayas a tu casa.

—No, mi vida. Llévame contigo.

Con la mano en la portezuela, dirigí la vista hacia el taxista. Era un hombre pequeño, de cabello negro, que me miraba con expresión de disgusto; la luz roja del semáforo se reflejaba en la punta de su nariz. Le dije:

—Llévela a su casa.

Le di las señas de Sybil y le entregué mi último billete de cinco dólares. Lo cogió a regañadientes.

—No, no, mi vida. Quiero ir a Harlem contigo —insistía Sybil.

Retrocedí y dije: —Buenas noches.

Estábamos a mitad de camino entre dos intersecciones de la Avenida. Sybil, con la mirada alterada, asomado su blanco rostro a la ventanilla, gritaba :

—¡Nooo...! ¡Nooo, mi vida! ¡No te vayas...!

Vi como el taxista ponía en marcha el taxi, que se alejó veloz y despreciativamente. Las luces traseras eran tan rojas como la nariz del conductor.

Anduve con los ojos cerrados, dominado por la sensación de flotar en el aire, y procurando serenarme. Abrí los ojos y crucé la calle para situarme en la acera junto al parque, en la zona empedrada con adoquines. Los automóviles pasaban una y otra vez, incesantemente, y la luz de sus faros taladraba el aire nocturno. Todos los taxis iban ocupados y se dirigían hacia el centro de la ciudad. Seguí adelante, sintiéndome el centro de gravedad en que convergía el peso de todas las cosas, y con la cabeza dándome vueltas.

Cuando llegué a las proximidades de la calle Ciento Diez volví a verla. Se encontraba junto a un farol y agitaba la mano hacia mí. No me sorprendió; aquella noche había llegado a tener un concepto fatalista de la vida. Despacio, me acercaba a ella, la oí reír. Y tan pronto advirtió que me había dado cuenta de su presencia, echó a correr. Iba descalza, corría desmadejadamente, como en un sueño. Corría, corría. Corría insegura pero veloz. Y yo también corría, aunque las piernas me pesaban como si fueran de plomo. Sorprendido, e incapaz de darle alcance, gritaba "¡Sybil, Sybil!", y seguí corriendo pesadamente, a lo largo del parque.

Volvió la cabeza atrás, tropezó, y chilló: —¡Corre, mi vida...! ¡Cógeme!

Y seguía corriendo descalza, con el cuerpo libre de toda opresión, como desnuda, a lo largo del parque.

Con la cartera bajo el brazo, corría tras ella. Recordé que debía ir a la oficina del distrito, y grité:

—¡Sybil, espera! ¡Espera!

No se detuvo. Los colores de su vestido llameaban cuando cruzaba las zonas iluminadas. Corría con las faldas levantadas, moviendo torpemente las piernas, jadeante el cuerpo. Pensé que mejor sería dejar de perseguirla. Corriendo alocadamente cruzó la calle, y, al llegar a la otra acera, se cayó. Se puso en pie, y volvió a caerse, quedando sentada. Ahora que había consumido las energías iniciales que le permitieron emprender aquella carrera era incapaz de mantenerse en pie siquiera.

Cuando llegué junto a ella, dijo:

—¡Cariño...! ¡Maldita sea, hombre! ¿Por qué me has empujado?

—Levántate —dije sin enfado. La cogí por el brazo, cálido y suave, y repetí—: Levántate.

Se puso en pie, quedando con los brazos abiertos de par en par, dispuesta a abrazarme. Le dije:

—No, no. Hoy no es jueves. Dime, ¿qué piensan hacer conmigo?

—¿Quiénes, mi vida?

—Jack, George... Tobitt y todos los demás.

—Que me maten si lo sé, mi vida. Olvídate de ellos, son un atajo de pesados, inútiles. Ya sabes... El asqueroso mundo de esa gente no tiene nada que ver con nosotros. Olvídales.

Afortunadamente, en aquel instante apareció en la esquina un taxi libre que se acercó rápidamente a donde nos encontrábamos. Y, un par de calles más allá, vi un autobús de dos pisos, que también venía hacia nosotros. Llamé al taxi. El taxista asomó la cabeza por la ventanilla, inclinado el cuerpo sobre el volante. El taxi efectuó un giro en forma de U y se detuvo junto a nosotros. El taxista nos miró, sorprendido, incrédulamente. Dije:

—Sube, Sybil. Y no vuelvas a hacer lo que has hecho.

Con gesto preocupado, el taxista se dirigió a mí:

—Perdone, amigo, ¿supongo que no piensa llevarla a Harlem?

—No. La señora va al centro de la ciudad. Sube, Sybil.

Sybil habló al taxista, que me miraba en silencio, como si estuviera contemplando a un loco:

—Es un dictador... ¿sabe? Un dictador.

—¡Ya sabe lo que se pesca, ya! —musitó el taxista.

Sybil entró.

—¡Es un dictador...! ¡Nada más que un dictador...!

Me dirigí al taxista:

—Llévela a su casa y no permita que se apee del taxi antes de llegar. No quiero que vaya a Harlem, ¿comprende? Se trata de una señora muy importante, de una gran señora.

—De acuerdo. Tiene usted razón: más le valdrá no ir a Harlem esta noche. Allí la cosa está que arde.

Se disponía a poner en marcha el automóvil. Le pregunté:

—¿Qué ocurre en Harlem?

—Están destrozando el barrio entero —contestó, mientras ponía la primera marcha.

Quedé un instante con la vista fija en el taxi que se alejaba, y me encaminé hacia la parada del autobús, pensando que en esta ocasión había adoptado todas las precauciones necesarias para que Sybil no me encontrara. Hice señas al autobús para que se detuviera, y subí. En aquellos instantes tenía clarísima conciencia de que debía acudir a toda prisa a Harlem, sin embargo estaba todavía ofuscado por el alcohol y era incapaz de recuperar el pleno dominio de mis actos.

Iba sentado, con la cartera en las manos y los ojos cerrados, percibiendo el rápido avance del autobús. No tardaríamos en llegar a la Séptima Avenida. Pensé: "Sybil, perdóname". El autobús avanzaba. Sin embargo, cuando abrí los ojos, vi que el autobús penetraba en Riverside Drive. Acepté resignadamente la realidad. Aquella noche nada ocurría tal como cabía esperar. Había bebido demasiado. El tiempo pasaba veloz, fluido, invisible, triste. Por la ventanilla vi un buque que navegaba contra corriente; sus luces eran brillantes puntos móviles, que destacaban en la oscuridad de la noche. A mi olfato llegaba el fresco olor del mar, denso y constante, y ante mis ojos se deslizaban las confusas imágenes de las embarcaciones amarradas, el agua oscura y las móviles luces. En la otra orilla se extendía Jersey, y entonces recordé mi llegada a Harlem. Pensé que había sucedido largo tiempo atrás, en días muy lejanos. Me sentía como un hombre ahogado, en el fondo de las aguas que ahora pasaban ante mi vista.

A la derecha y al frente, veía la alta aguja de la iglesia, rematada con una roja luz. Y ahora, pasábamos ante la tumba del gran héroe nacional. Recordé mi visita a ella. Subí unas escaleras, entré y al fondo vi el lugar en que reposaba, acompañado de banderas.

Pronto llegamos a la calle Veinticinco. Tambaleándome, bajé del autobús. Ante mí tenía el agua, y a mis espaldas oía el ruido del motor del autobús que se alejaba. Corría una suave brisa, sin embargo al estar quieto volvía a sentir el calor. A lo lejos, en la oscuridad de la noche, el gran puente cruzaba, como si estuviera formado por líneas punteadas de luces, las oscuras aguas del río. Las letras luminosas, al otro lado del río, decían: "La hora, en este momento es...". Pero sabedor de que vivía momentos de histórica trascendencia, me eché a reír, pensando que importaba muy poco la hora que marcaran los relojes. Crucé la calle y me acerqué a la fuente. Dejé que el agua corriera, hasta que, en la mano, sentí que manaba más fría, entonces mojé el pañuelo en ella y me lo pasé por los ojos y el rostro. El agua lanzaba destellos plateados, cantaba y corría. Adelanté el rostro y sentí en la piel el líquido frescor, mientras escuchaba la ingenua canción de la fuente. Y, entonces, oí el otro sonido. No era el ruido del río, ni el de los automóviles que rodaban en la oscuridad, sino un sonido distante, que parecía producido por una multitud o por la marea al avanzar sobre la playa.

Anduve hasta las escaleras e inicié su descenso. Bajo el puente corría el duro río de piedra de la calle. Por un instante, contemplé las onduladas líneas que formaban los adoquines, como si creyera que la calle fuera agua, como si hubiese creído que el agua de la fuente procedía de allí. De todos modos, me adentré en la calle, camino de Harlem. Apresuré el paso. El ruido rumoroso, hecho de mil voces, se acercaba, hacía vibrar el aire, me envolvía. Llegaba a mí como el ulular del viento, como un lejano rugido que pretendiera decirme algo, comunicarme un mensaje. Me detuve y miré alrededor. Las vigas de acero avanzaban rítmicamente hasta perderse en la oscuridad, y luces rojas brillaban sobre los adoquines. Me encontraba bajo el puente. Tuve la impresión de que hubiesen esperado mi paso, el paso de mi persona, única y exclusivamente, de que hubieran consagrado sus vidas tan sólo a mí desde la eternidad. Miré a lo alto, hacia el sonido, mientras en mi mente se formaban imágenes de alas, y, entonces, algo cayó sobre mi rostro y resbaló por la mejilla. El aire maloliente me invadió el olfato, vi el cemento arriba, y algo cayó sobre mi chaqueta y resbaló por la tela. Me protegí la cabeza con la cartera y eché a correr, mientras aquello caía a mi alrededor, como el agua en un chaparrón de verano. Enloquecido, fuera de mí, pensaba: "¡Hasta los pájaros! ¡Hasta los palomos, los gorriones y las malditas gaviotas!". Corrí ciegamente, presa de coraje y humillación, sin dejar de reír a carcajadas, a amargas carcajadas. Huía de los pájaros, pero ignoraba adónde me dirigía. Corrí. ¿Por qué me encontraba en aquel lugar?

Corría en la noche, corría dentro de mí mismo. Corría.