PROLOGO

Soy un hombre invisible. No, no soy uno de aquellos trasgos que atormentaban a Edgar Alan Poe, ni tampoco uno de esos ectoplasmas de las películas de Hollywood. Soy un hombre real, de carne y hueso, con músculos y humores, e incluso cabe afirmar que poseo una mente. Sabed que si soy invisible ello se debe, tan sólo, a que la gente se niega a verme. Soy como las cabezas separadas del tronco que a veces veis en las barracas de feria, soy como un reflejo de crueles espejos con duros cristales deformantes. Cuantos se acercan a mí únicamente ven lo que me rodea, o inventos de su imaginación. Lo ven todo, cualquier cosa, menos mi persona.

Mi invisibilidad tampoco se debe a una alteración bioquímica de mi piel. La invisibilidad a que me refiero halla su razón de ser en el especial modo de mirar de aquellos con quienes trato. Es el resultado de su mirada mental, de esa mirada con la que ven la realidad, mediante el auxilio de los ojos. No me quejo, ni tampoco protesto. A veces es una ventaja pasar sin ser visto, aunque por lo general ataca los nervios. Quienes padecen aquel defecto visual están tropezando constantemente conmigo. Y también ocurre que uno duda muy a menudo de su propia existencia. Uno se pregunta si, en realidad, no es más que un fantasma en la mente del prójimo, algo así como una imagen de pesadilla que el durmiente procura, con todas sus fuerzas, desvanecer. Cuando uno siente eso, comienza a devolver, impulsado por el resentimiento, los empujones que la gente le propina. Y séame permitido confesar que ésta es una actitud casi constante. Uno experimenta la dolorosa necesidad de convencerse a sí mismo de que existe, de veras, en el mundo real; de que uno participa en el eco y la angustia de todos, y uno crispa los puños, ataca, maldice y blasfema para obligar a los demás a que reconozcan su existencia. Sin embargo, rara vez lo logra.

Una noche tropecé, sin querer, con un hombre, quien, quizá debido a la oscuridad que nos rodeaba, me vio y me insultó. Me lancé sobre él, le agarré por las solapas y le exigí excusas. Era un hombre alto y rubio; cuando mi rostro se acercó al suyo, sus ojos azules me miraron con insolencia, mientras me maldecía, y en el forcejeo, su aliento ardiente envolvía mi cara. Le di un cabezazo en el mentón, de arriba abajo, tal como había visto hacer a los indios del Oeste, y sentí que rajaba su carne y de ella manaba la sangre. Entonces grité: "¡Pídeme perdón! ¡Pídeme perdón!". Pero siguió maldiciendo y luchando. Volví a golpearle, una y otra vez, hasta que se desplomó de rodillas, sangrando profusamente. Le pateé con furia, varias veces, porque todavía balbuceaba insultos con sus labios viscosos de sangre. Sí, le pateé. Llevado por mi furia, saqué la navaja, dispuesto a rebanarle el cuello allí mismo, bajo el farol, en la calle desierta. Con una mano le sostenía por el cuello de la camisa, mientras, con los dientes, intentaba abrir la navaja que tenía en la otra mano. Y entonces se me ocurrió que aquel hombre no me había visto, en realidad; desde su punto de vista, se encontraba en plena pesadilla de sonambulismo. Cerré la navaja cuya hoja tan sólo cortó el aire, mientras empujaba al hombre lejos de mí, dejándole caer en el suelo, devolviéndole a la calle. Entonces, los faros de un automóvil rasgaron la oscuridad, y mi vista se clavó en el hombre. Estaba tumbado en el asfalto, gimiendo. Era un hombre a quien por poco asesina un fantasma. Sentí fatiga, asco y vergüenza al mismo tiempo. En aquellos instantes comencé a comportarme como un borracho; mis piernas sin fuerza me llevaban a pasos tambaleantes. Y tuve una divertida idea: seguramente un muelle en la dura cabeza de aquel hombre había saltado en el instante en que se hallaba al borde de la muerte, y le había despertado. Este extravagante descubrimiento me dio risa. ¿De veras se había despertado al borde de la muerte? ¿Era posible que la muerte hubiese tenido la facultad de liberarle de su ensueño para permitirle vivir despierto? No me detuve a pensarlo. Eché a correr hacia la oscuridad, sacudido por unas carcajadas violentas que estremecían todo mi cuerpo. Al día siguiente vi una foto de aquel hombre, en el Daily News, con un pie en el que se decía que había sido "asaltado". Pobre imbécil, pobre ciego, asaltado por un hombre invisible. Y no pude evitar un sentimiento de sincera compasión hacia él.

Casi nunca me comporto de un modo tan violento, y conste que no pretendo, como hacía en otros tiempos, fingir que mi vida es apacible, utilizando para ello el sencillo procedimiento de ignorar cuanta violencia hay en ella. Tengo presente que soy un hombre invisible, y me muevo silenciosamente para no despertar a los durmientes. A veces, es mejor no despertarles; pocas cosas hay en el mundo más peligrosas que los sonámbulos. Sin embargo, aprendí, hace ya tiempo, que es posible empeñarse en una lucha contra ellos, sin que se den cuenta. Por ejemplo, he estado luchando durante muchos años con la empresa Monopolated Light and Power; uso sus servicios, sin pagarles ni un centavo, y todavía no se han enterado. Naturalmente, sospechan que alguien les roba electricidad, pero no saben quién. Tan sólo saben que, según las indicaciones del contador principal de la central eléctrica, una formidable cantidad de corriente desaparece para ir a parar a algún lugar desconocido, en la jungla de Harlem. Lo más divertido es que yo no vivo en Harlem, sino en una zona limítrofe. Hace varios años, antes de que descubriera las ventajas de ser invisible, acepté someterme al rutinario método de contratar los servicios de aquella empresa y pagar sus abusivas tarifas. Pero ya he dejado de hacerlo. Prescindí de ello al mismo tiempo que abandonaba mi piso y mi antiguo modo de vivir, aquel modo de vivir basado en la falsa presunción de que yo era visible al igual que cualquier otro hombre. Ahora, consciente de mi invisibilidad, vivo sin pagar alquiler, en un edificio reservado exclusivamente a la gente blanca, y habito una parte del sótano que fue cerrada y olvidada de todos, en el siglo XIX, y que descubrí la noche en que intenté escapar de Ras, el Destructor. Pero no adelantemos acontecimientos que pertenecen a un momento muy avanzado de esta historia, casi al final, pese a que el final está al principio, sin dejar de ser muy lejano.

El caso es que descubrí un hogar, o si ustedes lo prefieren, un hoyo en el suelo. Sin embargo, no concluyan que por el hecho de llamar "hoyo" a mi hogar, éste es frío y húmedo como una tumba. Hay hoyos fríos, y hoyos cálidos. El mío es cálido. Tengan en cuenta que un oso se retira a este hoyo, en invierno, y allí vive hasta que llega la primavera. Entonces, sale de él con la misma vitalidad que el polluelo que en Pascua de Ramos rompe la cáscara y salta al mundo. Digo esto para demostrarles que sería totalmente incorrecto inferir que, por vivir en un hoyo y por ser invisible, estoy muerto. No lo estoy, ni tampoco me hallo en un estado temporalmente inanimado. Llamadme Jack el Oso, porque, en realidad, me encuentro en período de hibernación.

Mi hoyo es cálido y luminoso. Sí, muy luminoso. Dudo que en toda Nueva York haya un lugar más iluminado que ese hoyo en que vivo, y al decirlo no excluyo Broadway, ni tampoco el Empire State Building en una noche soñada por un fotógrafo. Pero hacer esta comparación implica engañarles a ustedes. Los dos lugares nombrados son de lo más oscuro de toda nuestra civilización —perdón, de toda nuestra "cultura" (importante distinción ésa, según he oído)—, lo cual puede parecer una contradicción, pero éste es el modo (contradictoriamente, quiero decir) en que el mundo se mueve: no se mueve como una flecha, sino como un boomerang (no os fiéis de aquellos que hablan de la "espiral" de la historia, porque en realidad están preparando el lanzamiento de un boomerang; tened a mano el casco de acero para proteger vuestras cabezas). Lo sé porque el boomerang me ha golpeado tantas veces la cabeza que, ahora, puedo percibir las tinieblas propias de la luminosidad. Amo la luz. Quizá juzguéis sorprendente que un hombre invisible necesite la luz, la desee y la ame. Pero ello se debe, precisamente, a que soy invisible. La luz confirma mi realidad, me da forma. En cierta ocasión, una hermosa muchacha me contó una pesadilla que padecía reiteradamente, en la que ella yacía en el centro de una grande y oscura habitación, y sentía que su rostro crecía y crecía hasta llenar totalmente el cuarto, y se convertía en una masa informe, mientras sus ojos, flotando en un viscoso mar de bilis, ascendían por la chimenea. Igual me ocurre a mí. Sin luz, no sólo soy invisible, sino que carezco de forma. Y no tener conciencia de la propia forma equivale a vivir en la muerte. En cuanto a mí respecta, debo reconocer que, tras haber existido durante unos veinte años, no comencé a vivir hasta que descubrí la invisibilidad.

Esta es la razón por la que libro mi batalla con la Monopolated Light and Power. Esta es la razón última y profunda. Mi lucha con la Monopolated Light and Power me permite darme cuenta de que estoy vivo. También es cierto que la combato por haber obtenido de mí tanto dinero, antes de que aprendiera a protegerme a mí mismo. Mi rincón en el sótano tiene exactamente mil trescientas sesenta y nueve luces. El techo, todo él, pulgada a pulgada, está cubierto de luces. No son tubos fluorescentes, sino bombillas del tipo antiguo, de más consumo, con filamento. Bueno, en realidad se trata de un acto de sabotaje. Un trapero amigo mío, hombre de mentalidad clara, me ha suministrado el hilo eléctrico y los soportes de las bombillas. Nada, ni tormentas ni inundaciones, podrá impedir la satisfacción de mi necesidad de luz, de más y más luz. La verdad es la luz, y la luz es la verdad. Cuando termine de instalar luces en las cuatro paredes, comenzaré a cubrir de luces el suelo. Todavía no sé cómo me las arreglaré, pero ciertamente pienso hacerlo. Cuando uno ha vivido tanto tiempo en estado de invisibilidad, se le aguza el ingenio. Desde luego, solucionaré el problema. Y quizás invente algún modo de hacer café, mediante la electricidad, mientras yo permanezco en cama; y puede que invente un truco para calentar mi cama, algo así como el invento de aquel hombre, del que hablaba un semanario ilustrado, que se había ingeniado un modo de calentarse los zapatos. Pese a ser invisible, sigo la gran tradición norteamericana en el arte de la hojalatería. Esto me otorga un cierto parentesco con Ford, Edison y Franklin. Como sea que a este respecto he desarrollado toda una teoría, bien podéis llamarme "pensador-hojalatero". Sí, seguramente inventaré algo para calentar mis zapatos; me será muy útil, siempre los llevo agujereados. Inventaré muchas otras cosas.

Ahora tengo una radio-gramola; en el futuro, pienso tener cinco. He observado que mi hoyo amortigua los sonidos. Y es una pena porque me gusta sentir en la piel la vibración de la música, no me basta percibirla con el oído, sino que necesito hacerlo con todo mi cuerpo. Me gustaría oír, a un mismo tiempo, cinco discos de Louis Armstrong tocando y cantando "¿Qué hice para ser tan negro y triste?". Ahora, de vez en cuando, escucho a Louis mientras tomo mi postre favorito: helado de vainilla con ginebra rosada. Escancio el líquido coloreado sobre la blanca montaña que forma el helado, y contemplo como resbala, brilla y forma un sutil vapor, mientras Louis logra extraer de aquel militar instrumento musical oleadas de lirismo. Es posible que Louis Armstrong me guste debido a que de su invisibilidad ha hecho poesía. Pienso que ello se debe a que ignora que es invisible. Y, por otra parte, la conciencia de mi propia invisibilidad me ayuda a comprender la música. En cierta ocasión, pedí un cigarrillo a unos amigos, y los muy graciosos me lo dieron de marihuana. Cuando llegué a casa, lo encendí, y me senté a escuchar el fonógrafo. Pasé una extraña velada. Permitidme que os diga que la invisibilidad suele dar un sentido del tiempo ligeramente distinto al normal; uno nunca va sincronizado. A veces, uno va adelantado, y otras retrasado. En vez de tener conciencia de un constante y casi imperceptible fluir del tiempo, uno advierte sus detenciones, esos puntos en que el tiempo se detiene, y a partir de los cuales salta, luego, hacia delante. Y entonces uno queda en suspenso y contempla la realidad en torno. Esto es lo que cabe percibir, vagamente, en la música de Louis.

Una vez, vi un combate de boxeo entre un campeón y un mozo jaque, recién llegado de su pueblo. El boxeador era rápido, e increíblemente científico; su cuerpo se movía con ritmo, rapidez y fuerza, ininterrumpidamente. Golpeó una y mil veces al mozo, mientras éste, sorprendido y atontado, sólo acertaba a cubrirse la cabeza con los brazos. Pero inesperadamente, el mozo, arrostrando una tormenta de golpes, pudo atizar un puñetazo al campeón, y con este solo acierto derribó aquel prodigio de ciencia, velocidad y juego de piernas, dejándole dormido como un tronco. La perfección quedó allí, tumbada en la lona. El mozo se había limitado a penetrar en el interior del sistema y del sentido del tiempo de su adversario. De este modo, bajo el influjo de la marihuana, descubrí una nueva manera analítica de escuchar música. Percibía los sonidos imperceptibles, y cada línea melódica existía por sí misma, destacaba claramente del resto, decía su mensaje, y esperaba con paciencia que otras voces hablaran. Aquella noche, me sorprendí a mí mismo escuchando no sólo en la dimensión del tiempo, sino también en la del espacio. Penetré en la música y, al mismo tiempo, descendí, como el Dante, a sus profundidades. Bajo la celeridad del tempo rápido, había otro tempo más lento y una cueva. Y penetré en ella y miré alrededor, y oí a una vieja cantando un espiritual tan lleno de duende como pueda estarlo el canto flamenco. Y soterrado, había un nivel todavía más bajo en el que vi a una hermosa muchacha blanca como el marfil, que suplicaba en una voz igual a la de mi madre, mientras permanecía en pie ante un grupo de tratantes de esclavos, que codiciaban su cuerpo desnudo. Y debajo, descubrí un nivel más hondo, y un tempo más rápido, y oí una voz que gritaba:

«Hermanos y hermanas, el tema de esta mañana es La negrura de lo negro».

Y un grupo de voces contestaba: «Lo negro es muy negro, hermano, muy negro...».

«En el principio...»

«En el mismo principio», gritaban.

«Predica, predícalo...»

«...y el sol...»

«...El sol, Señor...

«...era rojo como la sangre...»

«Rojo...»

«Ahora, lo negro es...», gritó el predicador.

«Como la sangre...»

«Dije que lo negro es...»

«Predica, hermano...»

«...y lo negro no es...»

«Rojo, Señor, rojo: ¡dijo que es rojo!»

«Amén, hermano...»

«Lo negro te poseerá...»

«Sí, me poseerá...»

«...y lo negro no te poseerá...»

«¡No, no me poseerá!»

«Lo hará...»

«Lo hará, Señor...»

«...y no lo hará»

«¡Aleluya, aleluya!»

«Y te pondrá, ¡gloria, gloria, señor!, en el vientre de la ballena».

«Predica, Hermano, predica...»

«Y te tentará...»

«¡OH, Dios Todopoderoso!»

«¡Nelly, madre Nelly, vieja Nelly!»

«Lo negro te dará el ser...»

«Lo negro...»

«...o lo negro te quitará el ser».

«¿Es cierto, Señor? ¡Es cierto, es cierto, Señor...!»

Y en este instante, una voz de trombón me gritó: «¡Vete, vete de aquí, loco! ¿Acaso te dispones a traicionar?».

Y entonces me serené un instante, al escuchar la voz de la vieja cantante de espirituales que gemía: «Muchacho, ve, maldice a tu Dios, y muere».

Me detuvo y le pregunté qué pecado había cometido.

Y ella dijo: «Hijo mío, yo amaba a mi amo».

Le dije: «Debieras haberle odiado».

Dijo: «Me dio varios hijos, y debido a que amaba a mis hijos, aprendí a amar a su padre, pese a que también le odiaba».

Dije: «También yo sé lo que es vivir dividido. Por eso estoy aquí».

«¿Y qué significa eso?»

«Nada, palabras que nada explican. ¿Por qué gimes?»

«Gimo porque él ha muerto», dijo.

«Entonces, dime, ¿quiénes son ésos que ríen allá arriba?»

«Son mis hijos. Están contentos.»

«Sí, también puedo comprender eso», le dije.

«También yo río, pero también gimo. El nos prometió liberarnos, pero nunca fue capaz de decidirse. Y, sin embargo, yo seguía amándole...»

«¿Le amabas? ¿Quieres decir que...?»

«Sí, claro. Pero todavía amaba más otra cosa.»

«¿Qué?»

«¡La libertad!»

Yo dije: «Libertad. Quizá la libertad consista en odiar».

«No, hijo mío, no. La libertad consiste en amar. Le amaba y le envenené, y, entonces, él se marchitó como una manzana helada por el cierzo. Y los muchachos querían despedazarle con navajas hechas con sus propias manos.»

Yo dije: «Aquí hay un error, no sé dónde, pero hay un error. Estoy confundido». Y hubiese querido decir más cosas, pero la risa, arriba, arreció y se hizo demasiado parecida al gemido para que yo pudiese soportarla, e intenté liberarme de su sonido, pero no pude. En el instante en que iba a huir de aquello, sentí el imperativo deseo de preguntar a la vieja qué era la libertad, y volví hacia ella. Estaba sentada, con la cabeza apoyada en las manos, y sollozaba muy bajo. Una gran tristeza cubría su rostro color cuero.

«Mujer, ¿qué es esa libertad que tú tanto amas?» Fue una pregunta repentina, sin previa meditación.

Pareció sorprendida, después pensativa, luego perpleja. «Lo he olvidado, hijo. Estoy confusa. Primero, pienso que es una cosa, y luego pienso que es otra. Es algo que me hace rodar la cabeza.

Y ahora me parece que no es más que saber decir lo que pienso. Pero eso es muy difícil, hijo. Son demasiadas las cosas que me han ocurrido en muy poco tiempo. Siento como si tuviera fiebre. Siempre, cuando comienzo a andar, la cabeza se me va, y caigo al suelo.

Y si no me da eso, son los hijos: comienzan a reír y quieren matar a los blancos. Están amargados, eso es lo que les ocurre...»

«Pero, ¿qué es la libertad?»

«¡Déjame en paz, hijo! Me duele la cabeza.»

La dejé, sintiéndome, yo también, mareado. Pero no fui muy lejos.

De repente, uno de los hijos, un hombre de dos metros de altura, surgió de la nada, y me dio un puñetazo.

Yo grité: «¿Por qué me has hecho eso?».

«¡Hiciste llorar a mamita!»

«¿Qué hice para que llorara?», le pregunté, esquivando otro golpe.

«Le hiciste preguntas. Vete de aquí y no vuelvas. Y si alguna vez quieres preguntar cosas así, pregúntate a ti mismo.»

Su fría mano de piedra me sostenía por el cuello, y parecía que la presión de los dedos llegaría a asfixiarme, antes de que la mano soltara su presa. Me tambaleaba atontado, mientras la música histérica golpeaba mis oídos. Estaba en la oscuridad. Mi cabeza se aclaró, y avancé tambaleándome a lo largo de un oscuro y estrecho pasillo, mientras creía oír sus pasos corriendo a mis alcances. Me sentía profundamente dolorido, y todo mi ser estaba penetrado de un deseo de quietud, paz y silencio que yo sabía jamás podría alcanzar. La trompeta era ensordecedora, y el ritmo furioso. Un golpeo de tam-tam, parecido a los latidos del corazón, comenzó a invadir mis oídos, y a ahogar el sonido de la trompeta. Necesitaba beber agua, y oía el correr del agua a lo largo de las frías tuberías que mis manos tocaban para guiar mis pasos, sin embargo no podía detenerme porque los pasos, tras mí, me perseguían.

Grité: «¡Ras! ¿Eres tú, Destructor? ¿Rinehart?».

No obtuve respuesta. Tan sólo oí los rítmicos pasos, detrás. Intenté cruzar la carretera, pero un automóvil me derribó, perdiéndose a lo lejos, tras herirme en la pierna.

Y entonces, no sé cómo, pude escapar. Ascendí rápidamente de este subterráneo mundo de sonido, y oí a Louis Armstrong que preguntaba inocentemente:

¿Qué hice yo para ser tan negro,

Para ser tan triste?

Al principio tuve miedo. Esta música tan conocida me había exigido que actuara, me había pedido una actuación de la que soy incapaz pero que, si hubiese permanecido allí, bajo la superficie, quizá hubiera intentado llevar a cabo. Ahora sé que muy poca gente oye verdaderamente esta música. Estaba yo sentado en el borde de la silla, cubierto de sudor, cual si cada una de mis mil trescientas sesenta y nueve bombillas fuese un potente foco dispuesto para un interrogatorio policial de tercer grado, a cargo de Ras y Rinehart. Me sentía agotado, como si hubiera contenido la respiración constantemente durante una hora, y gozaba de la terrible serenidad que da el haber vivido largos días de intensa hambre. Con todo, escuchar el silencio del sonido fue, para este hombre invisible, una experiencia raramente satisfactoria. Había descubierto desconocidos impulsos de mi ser, pese a que no era capaz de contestar "sí" a sus invitaciones. Desde entonces, no he vuelto a fumar marihuana; no porque esté prohibido, sino porque me basta con ver las cosas mirándolas a través de rendijas (actitud frecuente del ser invisible). Oír la realidad plenamente, resulta agobiante e impide actuar. Pese al Hermano Jack, y a aquel triste y perdido tiempo en su Hermandad, sólo creo en la actuación práctica.

Acepten, por favor, una definición: la hibernación es un modo disimulado de prepararse para la acción.

Además, las drogas destruyen totalmente el sentido del tiempo. Si llegara a ser un drogado, quizás, en una hermosa mañana, olvidara que debo vivir esquivando, y cualquier imbécil al mando de un tranvía amarillo y naranja, o al volante de un autobús verde bilis, me atropellaría tranquilamente. O quizás olvidara salir de mi hoyo, cuando se presentara el momento de actuar.

Entretanto, gozo de la vida, merced a la amabilidad de la Monopolated Light and Power. Como sea que nadie puede verme, ni siquiera teniéndome a corta distancia, y como sea que difícilmente habrá alguien que crea en mi existencia, carece de importancia que todos sepáis que hice un empalme en una línea de conducción eléctrica del edificio, y lo llevé hasta mi hoyo en el sótano. Antes, vivía en aquella oscuridad en la que tuve que buscar refugio, pero ahora tengo luz y veo. He iluminado las tinieblas de mi invisibilidad, y la invisibilidad de mis tinieblas. Y de este modo interpreto la invisible melodía de mi aislamiento. Esta última afirmación no parece muy ajustada, ¿verdad? Sin embargo lo es; uno oye esta música debido, sencillamente, a que la música se oye, y no se ve, salvo en el caso de los músicos. Pero, ¿acaso esta necesidad de traducir la invisibilidad en letras negras sobre papel blanco no representa un ansia de componer una música de la invisibilidad? Soy un charlatán, un lioso. ¿De veras, creen que lo soy? Lo era, y quizá vuelva a serlo, no es posible predecirlo. No toda enfermedad significa la muerte, ni tampoco toda invisibilidad.

Seguramente diréis: "¡Qué horrible e irresponsable hijo de la gran puta es ese hombre!". Y tendréis toda la razón. Me apresuro a mostrarme de acuerdo con vosotros. Soy uno de los seres más irresponsables que jamás hayan pisado la madre tierra. La irresponsabilidad es consubstancial a mi invisibilidad; de cualquier modo que examinemos este problema veremos que estamos ante una negación. Y ello es así porque, ¿ante quién voy a ser responsable, y por qué he de ser responsable, si todos se niegan a verme? Y esperad, esperad a que os demuestre cuán verdaderamente irresponsable soy. La responsabilidad se basa en el reconocimiento de la identidad y el reconocimiento de la identidad no es más que una manera de convenir en algo. Tomemos, como ejemplo, el hombre a quien casi asesiné: ¿quién fue responsable de aquel cuasi asesinato? ¿Yo? Creo que no. Es más, lo niego. No, no podéis atribuirme aquello. Fue él quien me empujó, y él quien me insultó. ¿No debía quizás, aquel hombre, haber reconocido, aunque sólo fuera para su propia seguridad personal, mi estado de histeria, mi "peligrosidad"? Digamos que aquel hombre estaba perdido en un mundo de ensueños. Pero, ¿acaso no tenía él cierto dominio de aquel mundo de ensueños —que era ciertamente real—, y acaso no me tenía prohibida la entrada en él? ¿Y si hubiera pedido auxilio a un guardia, acaso no hubiera yo sido considerado el agresor, en aquel lance? ¡Sí! ¡Sí, sí, mil veces sí! Estoy de acuerdo con vosotros: en aquel caso yo fui irresponsable, ya que hubiese debido utilizar mi navaja para proteger los altos intereses de nuestra sociedad. Algún día, las estupideces de esta clase nos acarrearán trágicas consecuencias. Todos los soñadores y los sonámbulos deben pagar, e incluso la víctima invisible tiene responsabilidad en el destino de todos. Sin embargo, yo rehuí esta responsabilidad; me hallaba dominado por la confusión de mil ideas contradictorias que bullían en mi mente. Y me porté como un cobarde. ¿Qué fue lo que me hizo tan miserable? Seguidme, y lo sabréis.