CAPÍTULO 12

Al salir del metro me encontré en la Avenida Lenox. La calle se alejaba ante mi vista en perspectiva vertiginosa, en una perspectiva anormal, como la que se percibe en momentos de embriaguez. Miré las vacilantes imágenes que había a mi alrededor, con ávida y perpleja mirada infantil, consciente del constante y profundo latir de mi cabeza. Dos gigantescas mujeres, la piel del color del agriado chocolate con leche, avanzaban luchando briosamente para imprimir movimiento a la formidable masa de carne de sus cuerpos. Cuando pasaron junto a mí, me fijé en sus ubérrimas caderas, que vibraban como amenazadoras llamas. Pasaron junto a mí, y siguieron avanzando. Ante mis ojos, un chorro de luz del sol, color naranja, comenzó a moverse como si hirviera, y, en el mismo instante, percibí que me desplomaba. Las piernas, insensibles, se me doblaron; y la mente, lúcida, excesivamente lúcida, recogía el movimiento de la multitud que me rodeaba: piernas, pies, ojos, manos, rodillas en movimiento, zapatos, sonidos de las suelas contra el asfalto, destellos de dientes y ojos excitados; y el paso de otra gente que seguía su camino sin detenerse.

Oí la voz de contralto de la mujer de piel oscura: Muchacho, ¿qué te ocurre? ¿Te sientes mal? Mientras intentaba ponerme en pie, dije: Estoy bien; un poco débil quizás. Y ella dijo: Apártense, apártense, déjenle respirar. Y otra voz, con acento de autoridad, añadió: Circulen, circulen. La mujer y un hombre me ayudaron a ponerme en pie. El policía dijo: ¿Cómo se encuentra? Y yo contesté: Bien; algo débil, creo que he sufrido un desvanecimiento, pero ahora estoy bien. El policía ordenó a la gente que circulara, y todos le obedecieron salvo el hombre y la mujer. La mujer dijo: ¿Seguro que ya te encuentras bien? Sacudí la cabeza afirmativamente. Me preguntó: ¿Dónde vives, hijo? ¿Vives cerca de aquí? Le dije que me hospedaba en Men's House. Sin dejar de mirarme, meneó la cabeza, y dijo: Men's House... chico, éste no es un sitio adecuado para una persona que está tan débil como tú, y que necesita los cuidados de una mujer, al menos durante algún tiempo. Y yo respondí: Ahora, ya estoy bien. Y ella dijo: Quizá sí, quizá no. Vivo ahí mismo en la esquina, mejor será que te vengas conmigo y descanses un poco hasta que estés recuperado. Llamaré a Men's House y les diré que estás en casa. Ya me tenía cogido de un brazo, y ordenaba al hombre que me cogiera el otro. Y ya nos dirigíamos a su casa, yo entre los dos. Me sentía demasiado débil para oponer resistencia, y mientras en mi fuero interno me rebelaba contra la autoridad de la mujer, de hecho la aceptaba, y en mis oídos sonaban sus palabras: No te preocupes; me cuidaré de ti igual que me he cuidado de muchos otros. Me llamo Mary Rambo, y aquí, en esta zona de Harlem, todos me conocen. Seguramente has oído hablar de mí. Y el hombre dijo: Yo sí. Soy hijo de Jenny Jackson, supongo que usted la conoce, Miss Mary. Y la mujer dijo ¡Jenny Jackson, claro! Claro que nos conocemos. Tú te llamas Ralston y tienes dos hermanos, un chico que se llama Flint y una chica que se llama Laurajean. Claro que te conozco, tus padres y yo solíamos... Y yo dije: Estoy bien. Muchas gracias, pero ahora ya estoy bien. Ella dijo: No, no, tienes muy mal aspecto, y me parece que estás todavía peor de lo que parece. Me empujó hacia delante, y añadió: Ya casi hemos llegado. Ralston nos ayudará a subir las escaleras. No te preocupes, hijo, es la primera vez que te veo y no voy a meterme en tus asuntos, pero estás débil, apenas puedes andar, y me parece que no has comido lo bastante en los últimos días, así es que deja que te ayude del mismo modo que tú me ayudarías si yo lo necesitara. No te va a costar ni cinco, y además no voy a meterme en tus asuntos. Sólo quiero que descanses un poco; luego, podrás irte. Y el muchacho que me sostenía por el otro brazo, dijo: Estás en buenas manos, chico. Miss Mary siempre ayuda a quien lo necesita, y tú lo necesitas porque eres negro como yo y estás blanco como una sábana... Cuidado con estos peldaños. Subimos un tramo, y luego otro, y yo me sentía más y más débil a medida que ascendíamos. Notaba el calor de los cuerpos de la mujer y el muchacho a mis lados. Luego, entramos en un cuarto oscuro y fresco, y oí: Aquí está la cama, anda, túmbate, anda, así, eso, así es. Ralston levántale las piernas, no te preocupes por la colcha, así, eso es. Ahora ve a la cocina y trae un vaso de agua, encontrarás una botella en la nevera. Ralston se fue, y la mujer me puso otra almohada bajo la cabeza, diciéndome: Verás como pronto se te pasa. Cuando te encuentres bien te darás cuenta de lo malo que has estado. Anda, toma un sorbo de agua. Bebí el agua, con la vista fija en los avejentados dedos color chocolate de la mujer, que sostenían el vaso transparente y brillante. Y me sentí confortado por un alivio antiguo, casi perdido en el olvido, mientras pensaba en las palabras últimamente pronunciadas por la mujer, que mi mente repetía como en un eco: Si uno no se cuida a tiempo, luego ya no hay remedio. Y me hundí en un sueño profundo, fresco y dulce.

Cuando desperté, la vi sentada al otro lado del dormitorio, leyendo un periódico. Con las gafas bajas, a mitad de la nariz, y la cabeza inclinada, tenía la vista fija en el papel. Y en un instante, me di cuenta de que, pese a la posición de la cabeza, y a que los lentes de las gafas seguían orientados hacia la página del periódico, la mujer no tenía la vista fija en ella, sino en mi rostro; y en sus ojos brillaba una chispa, armónica con la ligera sonrisa que curvaba sus labios.

Me preguntó:

—¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor.

—Claro, ya lo sabía yo. Y todavía te encontrarás mejor cuando te hayas tomado una taza de caldo que te he preparado. Has dormido mucho.

—¿Sí? ¿Qué hora es?

—Cerca de las diez. Por la dormida que te has pegado parece que lo único que necesitabas era descansar. No te levantes, espera un poco. Cuando te hayas tomado el caldo, podrás irte.

Salió de la habitación y regresó con un tazón en un plato.

—Esto te entonará. En Men's House no os tratan tan bien, ¿verdad? Anda, siéntate y come con calma. Yo no tengo prisa, lo único que tengo que hacer es leer el periódico, y además me gusta estar acompañada. ¿Has de madrugar mañana?

—No, he estado enfermo y no tengo trabajo. Pero debo buscar un empleo u otro.

—Ya me imaginaba que no estabas bien. ¿Por qué querías disimularlo?

—No me gusta causar molestias.

—Todos tenemos que causar molestias a alguien. Además, acabas de salir del hospital.

La miré. Sentada en la mecedora, el cuerpo inclinado hacia delante y los antebrazos cruzados sobre el regazo, me contemplaba tranquilamente. ¿Había registrado mis bolsillos? Le pregunté:

—¿Cómo lo sabe?

—No seas suspicaz —me contestó con severidad—. Esto es lo malo en el mundo actual: nadie se fía de nadie. Hijo, hueles de mal modo a hospital. En tus ropas hay éter en cantidad suficiente para dormir a un perro.

—Es que no recordaba haberle dicho que estuve en el hospital.

—Y no me lo has dicho. Lo supe por el olor. ¿Tienes familia o amigos en esta ciudad?

—No, señora. Soy del Sur. Vine aquí para trabajar y ganar dinero para pagarme los estudios, pero me puse enfermo.

—¡Mala suerte! Pero no te preocupes, porque saldrás adelante. ¿Qué proyectos tienes para el futuro?

—No sé. Cuando vine aquí, quería dedicarme a la enseñanza, pero ahora tengo mis dudas.

—¿Qué inconveniente ves en ser profesor?

—Ninguno. Ocurre, solamente, que me gustaría dedicarme a cualquier otra cosa.

—Bueno, cualquiera que sea tu oficio, espero que con tu trabajo prestigies a nuestra raza.

—Eso quisiera.

—No basta con querer, tienes que hacerlo.

Miré la pesada figura ante mí, modosamente sentada, y pensé en lo que yo había intentado lograr, y en lo que, en realidad, había logrado.

—Vosotros, los jóvenes —dijo— sois quienes debéis cambiar nuestra situación. Todos vosotros estáis obligados a esto. Debéis ser nuestros defensores, y luchar, y mejorar un poco nuestro modo de vivir. Y, además, voy a decirte que son los negros del Sur quienes deben hacerlo, porque han sufrido más y no han olvidado todavía sus penalidades. Aquí, la mayoría ya no recuerda los sufrimientos de nuestra raza. Casi todos encuentran una solución para ir viviendo, se apoltronan y se olvidan de los que nada tienen. Muchos hablan y hablan y hablan, pero no hacen nada, porque ya han olvidado los sufrimientos. Sois vosotros, los jóvenes, quienes debéis mantener vivo en los demás el recuerdo y poneros en vanguardia.

—Sí.

—Y debes andar con mucho cuidado, hijo. No dejes que Harlem te devore. Yo estoy en Nueva York, y tengo a Nueva York, pero Nueva York no me tiene a mí. ¿Comprendes lo que quiero decir? No te corrompas.

—No creo. Voy a tener demasiado trabajo para corromperme.

—Así está bien. Me da la impresión de que quieres llegar a ser algo, Y precisamente por esto, tienes que andar con más cuidado todavía.

Salté de la cama. La mujer se levantó y me acompañó hasta la puerta.

—Si algún día decides dejar Men's House, yo puedo alquilarte una habitación por un precio razonable.

—No lo olvidaré.

No pasaría mucho tiempo sin que recordara la oferta de la mujer. Apenas hube penetrado en el deslumbrante y bullicioso vestíbulo de Men's House, tuve la sensación de ser allí un extraño en un país hostil. El mono de trabajo que vestía, llamaba la atención de las gentes. Entonces comprendí que ya no podía vivir en aquel lugar y que un período de mi vida había concluido. En el salón, junto al vestíbulo, se reunían varios grupos de individuos que todavía alentaban aquellas ilusiones que yo había albergado, y que, como boomerangs, se habían convertido en las armas que debían herirme. Allí se reunían muchachos que trabajaban en Nueva York para regresar a las universidades del Sur; viejos luchadores por el progreso de nuestra raza, con utópicos proyectos para levantar un imperio comercial negro; sacerdotes ordenados únicamente por su propia autoridad, sin iglesia ni fieles, sin pan ni vino, sin cuerpo ni sangre; diligentes sociales, sin seguidores; hombres de sesenta o más años, que todavía soñaban en la libertad, dentro del marco de la segregación, como si vivieran en la época inmediatamente posterior a la Guerra de Secesión; patéticos seres cuya sola fortuna consistía en sus ensueños de señoría, que se sostenían con sueldos ínfimos o migradas pensiones, pretendiendo vivir dedicados a una grandiosa aunque oscura tarea, y que adoptaban los modales seudocortesanos de ciertos senadores del Sur, y que al cruzar el salón repartían solemnes saludos y reverencias, como decrépitos gallos de corral; muchachos hacia quienes sentía el desprecio que experimenta el soñador desengañado ante aquellos que todavía ignoran que están soñando, tales como los estudiantes de técnicas empresariales en universidades del Sur, para quienes los negocios eran un vago juego abstracto regido por normas tan anticuadas como el Arca de Noé, pero que ya estaban borrachos de finanzas. Sí, y también había aquel otro grupo, animado por parecidas aspiraciones, el grupo de los "fundamentalistas", de los "actores" que intentaban alcanzar el rango social de agentes de cambio y bolsa, por medio de su imaginación únicamente, el grupo de los zurupetos y correveidiles que gastaban casi toda su paga en vestir al modo de los agentes de bolsa de Wall Street, con trajes de Brooks Brothers, sombreros hongo, paraguas ingleses, zapatos negros y guantes amarillos. Gente que discutía acaloradamente cuál era la corbata adecuada a tal camisa, cuál debía ser el tono del gris de los botines de fieltro, qué atuendo llevaría el Príncipe de Gales en esta o aquella ocasión; que se preguntaban si los prismáticos debían pender al costado derecho o al izquierdo; que compraban con religiosa puntualidad el Wall Street Journal, aunque jamás leían las páginas de economía y finanzas, y lo llevaban bajo el brazo izquierdo, firmemente oprimido contra el cuerpo, mientras la mano del mismo lado —siempre enguantada, hiciera frío o calor, y de uñas pulidas por la manicura— se cerraba con gracia y precisión (¡qué gran estilo tenían!) sobre el extremo del periódico doblado, y la otra mano empuñaba el paraguas, que impulsaban al frente en movimiento cuidadosamente calculado. Con sus elegantes chaquetas negras y sus sombreros de alas vueltas, con sus chaquetas de deporte y sus sombreros tiroleses, siempre conformes con el último dictado de la moda.

Al cruzar ante ellos, sentí sus miradas fijas en mí. Les vi y comprendí que no tardarían en saber que me había quedado sin porvenir. E imaginé su desprecio, el desprecio hacia un universitario que ha perdido su orgullo y su futuro. Veía claramente cuanto iba a ocurrir y sabía que incluso los hombres maduros y los directivos de Men's House me despreciarían, como si al dejar yo de pertenecer al mundo de Bledsoe les hubiera traicionado... Lo comprendí al advenir cómo observaban mi mono de trabajo.

Cuando me encaminaba hacia el ascensor, oí el sonido de la alta carcajada y di media vuelta. Allí estaba, le había reconocido. De espaldas a mí, hablaba a unos cuantos hombres sentados ante él en el salón. Vi su rollizo cogote, bajo el cráneo en forma de bala, y el cabello corto, y tuve la absoluta certeza de que era él. Me incliné hacia el suelo, sin pensarlo ni un instante, y cogí el brillante recipiente lleno de líquido nauseabundo. Fui hasta él, y en el preciso momento en que, avisado tardíamente por un miembro del grupo, intentaba apartarse, vacié sobre su cabeza el líquido amarillento y transparente. Y en aquel instante, me di cuenta de que el hombre no era Bledsoe, sino un prominente predicador baptista, que me miraba con ojos desorbitados, incrédulo e indignado. Antes de que pudieran reaccionar, salí disparado.

Nadie me siguió. Vagabundeé por las calles, sorprendido de lo que había hecho. Cuando empezó a lloviznar, volví a Men's House, y me quedé en las inmediaciones. Pude convencer a un mozo, todavía divertido por lo ocurrido, de que sacara disimuladamente mis maletas. Me dijo que habían decidido prohibirme la entrada en Men's House, "a perpetuidad".

El portero añadió:

—Quizá no puedas volver en tu vida, pero puedes estar seguro de que, después de lo que hiciste, hablarán de ti durante años. ¡Quedó bien bautizado el baptista!

Aquella misma noche regresé a casa de Mary, donde ocupé un cuarto pequeño pero cómodo hasta que llegó el invierno.

Pasé una temporada de paz y tranquilidad. Pagaba la pensión con el dinero de la indemnización. La compañía de Mary me resultaba agradable, pese a su manía de hablar constantemente de nuestras responsabilidades y de la necesidad de que nuestra raza tuviera un conjunto de jefes y guías. Pero ni siquiera esto podía turbar mi tranquilidad. Tan sólo me preocupaba pagarle puntualmente la pensión. Sin embargo, la indemnización recibida no era una gran suma, y al cabo de pocos meses terminé el dinero y comencé a buscar trabajo. Entonces, escuchar a Mary me resultaba extraordinariamente irritante, pese a que nunca me reclamó lo que le debía y a que la comida era tan abundante como en los tiempos en que yo pagaba puntualmente. Ante mis dificultades, solía decirme: "Bueno, estás pasando una mala temporada, y eso es todo. Todas las personas que valen algo, pasan malos tiempos. Cuando alcances una buena situación comprenderás que pasar malos tiempos es siempre muy útil".

Yo no compartía su opinión a este respecto. Estaba desorientado. Dedicaba el día a buscar trabajo, y cuando no estaba ocupado en ello, me encerraba en el dormitorio, y leía uno tras otro los libros que obtenía en la biblioteca pública. A veces, cuando todavía tenía dinero, o cuando ganaba algún dólar lavando platos, comía fuera de casa y vagabundeaba por las calles hasta altas horas de la noche. Mary era mi único amigo, y no deseaba tener más. En realidad, tampoco consideraba a Mary como un "amigo", ya que Mary era más que eso. Era una fuerza estabilizadora y familiar, como un recuerdo de mi pasado, que me impedía hundirme en una realidad desconocida, con la que no deseaba enfrentarme. Me hallaba en una situación extremadamente angustiosa, ya que Mary me recordaba constantemente, aun sin hablar, que yo debía hacer algo, que debía alcanzar algún logro meritorio, que estaba obligado a realizar actos que fueran un ejemplo para las gentes de mi raza. Por una parte, agradecía a Mary la nebulosa esperanza que mantenía viva en mí, pero, por otra, me molestaba que me recordara mis obligaciones.

Tenía la certeza de que yo podía lograr algo, pero no sabía qué, ni cómo. Carecía de relaciones y de creencias. Y la obsesión de averiguar mi identidad, nacida en la clínica de la fábrica, volvía sin cesar a mi mente, como una venganza. ¿Quién era yo? ¿Cómo había llegado a ser lo que era? En verdad, me resultaba imposible no ser distinto al ser que abandonó, meses atrás, la universidad. Ahora oía en mi interior una voz nueva, dolorosa y contradictoria que me exigía tomar venganza, mientras Mary ejercía en mí una silenciosa presión para que realizara algo meritorio. La voz interior y la presión de Mary me orientaban en opuestas direcciones, y yo permanecía en medio, indeciso, perplejo y con conciencia de culpabilidad. Deseaba paz, silencio y tranquilidad, pero el torbellino interior no me dejaba vivir. Bajo la capa de hielo que inmovilizaba mis emociones, fabricada por mi mente a exigencias de los acontecimientos que me había tocado vivir, llameaba la ira con tal ardor e intensidad que si Lord Kelvin hubiera tenido ocasión de examinar aquel fuego, probablemente se hubiera visto obligado a variar su famosa escala. En mi interior se había producido una explosión, quizá mientras me hallaba en el despacho de Emerson, o la noche en que tuve mi entrevista con Bledsoe, que había reblandecido y agrietado casi imperceptiblemente la capa de hielo. Pero esta mínima grieta ya no podía taparse, era irrevocable. Trasladarme a Nueva York quizá fue un intento subconsciente de mantener en funcionamiento mi capacidad de generar hielo, pero no había alcanzado los resultados apetecidos; en mi sistema de congelación había entrado agua hirviente. Quizá se trataba de una sola gota de agua hirviente, pero esta gota podía ser la primera de un diluvio. Momentos hubo en que sentí una llamada, una vocación, y en que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para ocupar un cargo en la universidad. Pero esto pasó, era algo muerto, acabado para siempre. En la actualidad, mi mayor problema consistía en olvidarlo. Deseaba que todas las voces contradictorias que clamaban en mi interior se unieran armónicamente, y, entonces, cualquiera que fuese su mensaje, yo las obedecería. Ante todo, importaba que no fuesen disonantes, y que no me solicitaran a uno y otro extremo de la escala de registros. Sin embargo, no había modo de escapar. Me atormentaba un feroz resentimiento, pero padecía un exceso de autodominio, una virtud congelada y el vicio de congelarme Cuanto mayor era mi resentimiento, más intensamente sentía mi antigua necesidad de pronunciar discursos. Mientras caminaba solitario a lo largo de las calles, mis labios musitaban palabras, sin que yo pudiera evitarlo. Llegué a tener miedo de los actos que pudiera realizar. Me creía capaz de cualquier barbaridad. Y añoraba mi tierra.

Mientras se fundía mi capa de hielo y formaba un caudaloso río en el que yo braceaba desesperadamente, llegó el atardecer en que descubrí que comenzaba a vivir mi primer invierno en el Norte.