CAPÍTULO 1
Es preciso retroceder algunos años, quizá veinte. Toda mi vida he estado buscando respuestas, y, ante cualquier realidad con la que me enfrentaba, siempre había alguien que me decía lo que tal realidad era. Yo aceptaba sus explicaciones, pese a que unos y otros se Contradecían, y algunos ni siquiera estaban de acuerdo consigo mismos. Yo era ingenuo. Me buscaba a mí mismo, y formulaba a todos, salvo a mí mismo, preguntas que sólo yo podía contestar. Necesité mucho tiempo, así como sufrir las consecuencias de muy penosas frustraciones de mis esperanzas, para llegar a comprender algo que, según parece, todos saben de una manera innata. Es decir, que yo tan sólo soy yo, y nadie más. Pero antes tuve que descubrir que soy un nombra invisible.
Y pese a todo, no soy un monstruo de la naturaleza, ni tampoco de la historia. Mi destino quedó determinado, al igual (o contrariamente) que tantas otras cosas, hace ochenta y cinco años. No me avergüenzo de que mis abuelos fuesen esclavos. Únicamente me avergüenzo de mí mismo por haberme avergonzado de ello, en otro tiempo. Hace aproximadamente ochenta y cinco años, dijeron a aquellos hombres que eran libres, que formaban una unión con los demás hijos de nuestra tierra para participar en cuanto estuviera relacionado con el bien común, y que, en todos los demás aspectos sociales, cada cual era tan independiente como cada uno de los dedos de la mano. Y ellos así lo creyeron. Y se alegraron de ello. Permanecieron en sus lugares, trabajaron con ardor, y educaron a la generación de mi padre a hacer lo mismo. Pero, vayamos a mi abuelo. Mi abuelo era un extraño vejestorio, al que, según dicen, me parezco. El fue quien creó el problema. Cuando iba a morir, llamó a mi padre y le dijo:
"Hijo, quiero que, cuando yo ya no esté en este mundo, tú prosigas la lucha. No te lo dije nunca, pero debes saber que nuestra vida es una guerra constante, y que yo he sido un traidor todos y cada uno de los días de mi vida, he sido un espía en territorio enemigo desde el momento en que entregué mi rifle, cuando la Reconstrucción. Habrás de vivir con la cabeza puesta en las fauces del león. Debes asfixiarles con tu implacable sumisión, socavar su voluntad con sonrisas, mostrarte de acuerdo con ellos hasta que mueran y se destruyan, dejar que se ceben hasta que vomiten o revienten". Todos pensaron que el viejo había enloquecido, porque, hasta aquel instante, había sido un hombre dulcísimo y obediente. Echaron del cuarto a los niños, entornaron las persianas, y bajaron el pabilo de la lámpara hasta el punto que la llama vacilaba al igual que el aliento del viejo. El susurró con orgullo y fiereza: "Enseñad esto a los pequeños". E instantes después expiraba.
Mi gente quedó más atemorizada por las últimas palabras del abuelo que por su muerte. Tanta angustia causaron sus palabras que les pareció que mi abuelo no había muerto. Me ordenaron que olvidara sus palabras, y, en verdad, ésta es la primera vez que las cito fuera del ámbito familiar. En su momento, me produjeron un efecto terrible. Nunca supe exactamente cuál era su significado. El abuelo había sido un viejo silencioso, pacífico, que nunca se metió en líos. Sin embargo, en su lecho de muerte se calificó de traidor y espía, y pronunció palabras que convertían su obediencia en una peligrosa actividad. Esto llegó a constituir, para mí, un problema insoluble que tenía constantemente presente en lo más hondo de mi pensamiento. Y cuando mis asuntos marchaban viento en popa, recordaba a mi abuelo, y experimentaba un incómodo sentimiento de culpabilidad. Era algo así como si cumpliera su consigna contra mi propia voluntad. Y para colmo, cuantos me rodeaban parecían alegrarse de que así lo hiciera. Los más inmaculados blancos del pueblo alababan mi comportamiento. Se me consideraba un ejemplo a seguir, al igual que mi abuelo. Y lo que más me intrigaba era que el viejo había calificado de traición esta clase de conducta. Cuando alababan mi manera de actuar, me sentía culpable de hacer algo, no sé exactamente qué, contrario a los deseos e intereses de los blancos, algo que si ellos llegaran a comprenderlo en su justo significado, desearían que yo hiciera lo opuesto, desearían que yo fuera resentido y malévolo, ya que esto era lo que en realidad deseaban pese a que, engañados, creían desear que yo actuara tal como lo hacía. Temía que algún día me consideraran un traidor, y que esto me condujera a la perdición. De todos modos, más miedo me daba comportarme de cualquier otro modo, porque sabía que no podía gustarles. Las palabras del viejo eran una maldición. El día en que terminé mis estudios de segunda enseñanza, y en ocasión de la entrega de títulos pronuncié un discurso en el que demostré que la humildad era el secreto, la verdadera esencia del progreso. No, yo no creía que así fuese (¿cómo iba a creerlo, tras haber escuchado las palabras del abuelo?), pero consideraba que producía buenos resultados. Tuve un gran éxito. Todos me alabaron y fui invitado a repetir el discurso en una reunión de dirigentes blancos de nuestra ciudad. Aquel discurso representaba el triunfo de nuestra comunidad.
La reunión tuvo lugar en el salón principal del mejor hotel. Al llegar me enteré de que la fiesta se celebraba en honor de un industrial del tabaco. Me dijeron que, puesto que yo estaba ya allí, igual podía participar en la "Lucha Real" que, como una de las diversiones de la velada, iban a disputar unos cuantos muchachos de mi escuela. La "Lucha Real" sería antes del discurso.
Todos los peces gordos de la ciudad estaban allí, embutidos en sus smokings, devorando la cena fría, bebiendo cerveza y whisky, y fumando cigarros. En medio de la sala se alzaba un ring desmontable de boxeo, y se habían dispuesto filas de sillas flanqueando tres de sus cuatro lados. El cuarto lado estaba despejado, y ante él se extendía el brillante piso encerado. La idea de la "Lucha Real" me había producido cierta inquietud, no porque me disgustara pelear, sino porque los muchachos que iban a participar en ella no eran de mi agrado. Se trataba de chicos endurecidos, con la mente libre de los conflictos creados por una maldición como la de mi abuelo. Su dureza era evidente. Además, temía que mi actuación en la lucha menoscabaría la dignidad del discurso que iba a pronunciar luego. En aquellos tiempos de preinvisibilidad, me consideraba una especie de Booker T. Washington en potencia. Tampoco yo gustaba demasiado a los otros participantes en la lucha, que, dato importante, eran nada menos que nueve. Me sentía superior a ellos, y me molestó que nos metieran a todos en el ascensor de servicio, donde apenas cabíamos. A ellos tampoco les entusiasmaba mi presencia. Mientras el ascensor subía, y veíamos pasar hacia abajo las luces de los pisos intensamente iluminados, cruzamos unas palabras en las que ellos me hicieron saber que mi inclusión en la lucha había motivado que uno de sus amigos fuese eliminado, perdiendo así la ocasión de ganar algún dinero aquella noche.
Al salir del ascensor, nos llevaron, a través de un salón rococó, a una antesala, en la que nos dijeron que podíamos desnudarnos para pelear. Dieron un par de guantes de boxeo a cada uno de nosotros, y nos condujeron al gran salón con espejos, en el que entramos mirando cautelosamente alrededor, y hablando en susurros cual si temiéramos que nuestras voces destacaran en aquella barahúnda y alguien pudiera oír nuestras palabras. El humo de los cigarros había sumido el salón en una densa neblina. Y el whisky ya producía sus efectos entre los concurrentes. Tuve la desagradable sorpresa de ver a algunos de los más destacados hombres de nuestra ciudad en avanzado estado de melopea. Todos estaban allí, banqueros, abogados, jueces, médicos, ediles, profesores, comerciantes. Incluso vi a uno de los predicadores más en boga. Frente a nosotros, al otro extremo del salón, ocurría algo que no podíamos ver. Oíamos la sensual vibración de un clarinete, y veíamos un grupo de hombres en pie, que se inclinaban ávidamente hacia delante. Nosotros formábamos un grupo pequeño y compacto. Nuestros torsos desnudos se rozaban unos con otros, y en ellos brillaba ya el sudor. Ante nosotros, los peces gordos agrupados parecían excitarse más y más por algo que todavía no podíamos ver. Súbitamente oí la voz del administrador de mi escuela, que era quien me había invitado a ir allá, gritando: "¡Señores, traigan ya a los morenos! ¡Traed a los morenos!".
Nos condujeron a la parte frontal del salón, donde el olor a tabaco y whisky era todavía más intenso. Después, nos empujaron al ring. En aquel instante tuve una repentina sensación de miedo. Un mar de rostros, algunos hostiles, otros con expresión divertida, nos rodeaba, y, en el centro, frente a nosotros, había una espléndida mujer rubia, totalmente desnuda. Reinaba un silencio mortal. Creí sentir una ráfaga de aire helado en mi cuerpo, e intenté irme, pero no pude porque aquella gente me rodeaba. Algunos de mis compañeros habían bajado la cabeza y estaban quietos, temblando. Sentí una oleada de culpabilidad y miedo irracional. Los dientes me castañeteaban, tenía piel de gallina y las rodillas se entrechocaban.
Y pese a ello, me sentía intensamente atraído hacia la mujer, a la que no podía dejar de mirar. Si el castigo de mirarla hubiera sido la ceguera, hubiera seguido mirándola. Su cabello era dorado como el de esas grandes muñecas de lujo; el rostro empolvado y pintado parecía una máscara abstracta, los ojos hundidos, con las pestañas y párpados teñidos de un frío color azul... Mientras mi vista resbalaba por su cuerpo, sentía el deseo de escupirle. Sus pechos eran firmes y redondos como las cúpulas de los templos hindúes, y yo estaba tan cerca de ella que podía percibir la fina calidad de su piel y el brillo del sudor alrededor de sus erectos y rosáceos pezones. Quería, a un mismo tiempo, salir huyendo de la estancia, o que el suelo me tragara, y, también, acercarme a ella, ocultarla a mi propia vista y a la vista de los demás con mi cuerpo, sentir la suavidad de sus muslos, acariciarla y destruirla, amarla y asesinarla, huir de ella, pero, también, sentir en mi cuerpo el contacto de aquella parte situada allí, más abajo de la pequeña bandera norteamericana tatuada en su vientre, allí donde los muslos formaban una uve mayúscula. Y tenía la idea de que la mujer tan sólo dirigía a mí, entre cuantos estábamos en el salón, su mirada impersonal.
Y comenzó a bailar en movimientos lentos y sensuales; el humo de todos los cigarros se pegaba a su cuerpo formando un velo muy sutil. La mujer se me antojaba un ave blanca, envuelta en velos, que me llamaba desde la agitada superficie de un mar gris y amenazador. Quedé como traspuesto. Y entonces me di cuenta del sonido del clarinete, y de los gritos que nos dirigían los peces gordos. Algunos de ellos nos conminaban a no mirar a la mujer, y otros nos amenazaban si no lo hacíamos. Vi como uno de los muchachos, situado a mi derecha, se desmayaba. Entonces, un hombre cogió un cubo de plata que estaba sobre una mesa, y se vino hacia nosotros. Echó el agua helada a la cabeza del que se había desvanecido, y le puso en pie, mientras nos ordenaba que le ayudáramos a sostener al muchacho, cuya cabeza colgaba inerte, y de cuyos gruesos labios amoratados brotaban gemidos. Otro muchacho comenzó a decir que quería irse. Era el más alto entre los que formábamos el grupo, llevaba unos calzones de boxeo de color rojo oscuro, que le venían demasiado estrechos para ocultar aquella erección, proyectada hacia delante como una respuesta al insinuante gemido del clarinete. Intentaba disimular cubriéndose con los guantes de boxeo.
Y durante este tiempo, la mujer rubia continuó su danza, sonriendo vagamente a los peces gordos que la contemplaban fascinados, y con ligeras sonrisas en sus rostros provocadas por el miedo que nosotros mostrábamos. Vi a cierto comerciante que seguía con mirada ávida la danza de la mujer, mientras la baba cubría sus labios lacios. Era un hombre fornido, que llevaba diamantes en la camisa ceñida a la abultada barriga; cada vez que la rubia balanceaba sus caderas, el hombre se pasaba las manos por la calva cabeza, los brazos alzados, en una postura grotesca como la de un oso embriagado, mientras imprimía un lento movimiento sinuoso, un obsceno contoneo a su barrigota. Aquel ser estaba totalmente hipnotizado. La música era ahora más rápida. Cuando la bailarina inició unas evoluciones más veloces y lánguidas, con expresión de abandono en su rostro, los hombres comenzaron a avanzar los brazos, intentando tocarla. Yo veía sus dedos amorcillados hundiéndose en la carne suave de la mujer. Algunos intentaban contener a sus compañeros, y la mujer en gráciles movimientos describía círculos a lo largo y ancho del salón, mientras los hombres la perseguían, resbalando en el suelo encerado, y cayéndose. Era una visión de locura. Derribando sillas y copas, corrían tras ella mientras gritaban y reían. La cogieron cuando estaba ya junto a la puerta, la alzaron del suelo, y la lanzaron al aire al igual que hacen los escolares en sus manteos; y en los labios rojos de la mujer, cuajados en una sonrisa inmóvil, vi la expresión del terror, y en sus ojos la del asco, un terror casi igual al mío y al que había percibido en los rostros de mis compañeros. En aquellos instantes la lanzaron al aire dos veces, y vi como sus senos parecían aplastarse ante la presión del aire, y como sus piernas se agitaban inertes en el aire. Los menos borrachos la ayudaron a escapar. Y yo, junto con los demás muchachos, bajé del ring y me encaminé hacia la antesala.
Algunos todavía estaban histéricos y gritaban. Pero se dieron cuenta de que nos íbamos y nos ordenaron volver al ring. No podíamos hacer más que obedecer. Los diez cruzamos las cuerdas y dejamos que nos taparan los ojos con unos trapos blancos. Uno de aquellos hombres parecía sentir cierta simpatía hacia nosotros, e intentó animarnos, mientras nosotros permanecíamos quietos, con la espalda apoyada en las cuerdas. Algunos procuraban sonreír. Otro hombre me dijo: "¿Ves aquel muchacho? Quiero que tan pronto suene la campana, te vayas directamente hacia él y le atices en la barriga. Si no te lo cargas, seré ya quien se te cargue a ti. No me gusta el aspecto de aquel muchacho". A cada uno de nosotros nos dijeron lo mismo. Ya llevábamos las vendas en los ojos. Pero incluso en aquel momento pensaba en mi discurso. Cada una de las palabras que lo componían estaba viva en mi mente, cada palabra era como una llama. Sentí que me apretaban la venda, y arrugué el cejo, de modo que cuando lo desarrugara, la venda se aflojara un poco.
En aquel instante experimenté, repentinamente, el terror de la oscuridad. No estaba habituado a ella. Me parecía que me hubieran encerrado en una habitación oscura infestada de víboras. A mis oídos llegaban los gritos agudos pidiendo que la "Lucha Real" comenzara.
—¡Vamos, empezad ya!
—¡Quiero cargarme al negrazo aquel, aquel de allá!
Hice un esfuerzo para percibir la voz del administrador de mi escuela, como si pretendiera que su sonido vagamente familiar me proporcionara cierta protección.
Alguien gritó: "¡Quiero cargarme a todos esos negros hijos de pula!". Y otra voz: "¡No, Jackson, estate quieto! Ayudadme a aguantar a Jack". La primera voz chillaba: "Quiero cargarme a ese negro de color de jengibre. Quiero hacerle pedazos".
Me mantuve junto a las cuerdas, temblando. Yo era lo que en aquellos tiempos se clasificaba como de color de jengibre, y el hombre que gritaba parecía querer destrozarme a dentelladas, como si yo fuera una galleta de jengibre.
Sin duda, abajo, se desarrollaba una pelea. Oí el sonido de sillas al ser derribadas, y resoplidos de hombres luchando. Necesitaba ver, lo necesitaba más que en cualquier otro momento de mi vida. Pero la venda estaba prietamente pegada, como una costra. Cuando levanté las manos enguantadas para apartar de mis ojos la tela blanca, una voz chilló: "¡No hagas eso, negro hijo-puta! ¡Deja la venda en paz!".
En el repentino silencio que se produjo, sonó una voz: "Toca la campana, antes de que Jackson mate al negro ese!".
Oí la campana, y el sonido de pasos avanzando.
Recibí un golpe en la cabeza. Giré sobre mí mismo, y di un golpe, a ciegas, a alguien que pasaba junto a mí; sentí el roce de su cabeza a lo largo de mi brazo, hasta el hombro. Entonces, me pareció como si los nueve muchachos me atacasen todos a un mismo tiempo. Los golpes llovían en todas direcciones, mientras yo procuraba contestarlos lo mejor que podía. Eran tantos los golpes que recibía que llegué a pensar que quizá yo fuera el único luchador con los ojos vendados, o que quizás el hombre llamado Jackson había, al fin, logrado subir al ring.
Con los ojos vendados, no podía dirigir mis movimientos. Había perdido la dignidad. Me tambaleaba como un niño de un año o como un borracho. El humo era más denso, y, por efecto de los golpes recibidos, parecía lastimar mis pulmones y entorpecer más mi respiración. La saliva era como una cola espesa, caliente y amarga. Un guante me golpeó en la cara, y sentí el sabor de la sangre invadirme la boca. El gusto a sangre dominaba mis sentidos. No sabía si aquella humedad que cubría mi cuerpo era sudor o sangre. Recibí un golpe en la nuca, y caí dándome de cabeza contra el suelo. Entonces, unas listas de luz azulada iluminaron el mundo de oscuridad tras las vendas. Yo estaba en el suelo, fingiéndome inconsciente. Pero sentí que me cogían y me ponían en pie. "¡Sigue, muchacho! ¡Sigue pegándote, negro!" La cabeza me dolía, y los brazos me pesaban como si fueran de plomo. Pude llegar hasta las cuerdas, y allí me quedé intentando recuperar la respiración. Recibí un golpe en el estómago y volví a caer, mientras sentía que el humo, como un cuchillo, me rasgaba los pulmones. En el suelo, las piernas de los otros luchadores me empujaban de aquí para allá. Logré ponerme en pie, y entonces descubrí que podía ver los cuerpos negros, cubiertos de sudor, entrecruzándose en la atmósfera de humo azulado, entrecruzándose como bailarines borrachos al rápido ritmo de tambor de los puñetazos.
Todos luchaban histéricamente. Era una anarquía total. Todos luchaban con todos. Los grupos de luchadores se deshacían rápidamente. Dos, tres o cuatro luchaban contra uno, y después luchaban entre sí, y luego eran atacados por otros. Se propinaban golpes en zona prohibida, más abajo del cinturón, en los riñones, tanto con los guantes abiertos como cerrados. Pero, ahora, que tenía un ojo parcialmente abierto, ya no experimentaba tanto terror. Me movía cautelosamente, evitando los golpes, aunque no tanto como para llamar con ello la atención, e iba de grupo en grupo. Los muchachos andaban a tientas, como escarabajos ciegos y cautelosos, doblados por la cintura para protegerse el estómago, con la cabeza hundida entre los hombros, los brazos extendidos dubitativamente al frente y los puños tanteando el aire humoso, como aquellas delicadas esferas en que terminan las antenas de los caracoles. Vi, en un rincón, a un muchacho que lanzaba violentos puñetazos al aire, y oí el grito de dolor cuando su puño chocó contra el poste al que estaban atadas las cuerdas. Por un instante le vi encogido, agarrando con la otra mano la lastimada, y en el momento siguiente un golpe en la cabeza sin protección, le derribaba. Yo me dedicaba a enfrentar un grupo con otro. Penetraba en un grupo y lanzaba un puñetazo, me salía de él, y empujaba a los otros en el grupo para que recibieran los golpes ciegamente dirigidos a mí. El humo era insoportable, y la lucha no estaba dividida en asaltos, no sonaba la campana cada tres minutos para que nos recuperáramos de nuestro agotamiento. La estancia giraba a mi alrededor, me hallaba en un torbellino de luces, humo, cuerpos sudorosos, rodeado por rostros blancos en tensión. Sangraba por la boca y la nariz, y la sangre me resbalaba por el pecho.
Los hombres, abajo, seguían gritando: "¡Atízale, negro! ¡Destrípalo!". "¡Pégale un gancho! ¡Mátalo, mátalo! ¡Mata al gordo ese!".
En un momento en que fingí haber sido derribado, vi a uno de los muchachos caer pesadamente a mi lado, al igual que si hubiéramos sido tumbados por un mismo golpe, y vi que un pie calzado con borceguíes le daba una patada en los bajos, en el momento en que caían sobre él los dos muchachos que le habían derribado. Me aparté de ellos rodando por el suelo, y sentí el espasmo de las náuseas.
Cuanto más encarnizadamente luchábamos, más amenazadora era la actitud de los hombres fuera del ring. Pese a todo, yo había vuelto a pensar en mi discurso. ¿Saldría bien? ¿Se darían cuenta de mi capacidad? ¿Cómo reaccionarían?
Luchaba de un modo automático cuando advertí repentinamente que los muchachos iban abandonando el ring, uno a uno. Quedé sorprendido y aterrorizado, como si me dejaran solo ante un peligro desconocido. Y entonces comprendí de qué se trataba. Los muchachos lo habían convenido así, entre ellos. Era costumbre que los dos hombres que quedaran en el ring disputasen el premio. Pero lo comprendí demasiado tarde. Cuando sonó la campana, dos hombres vestidos de smoking saltaron al ring, y nos quitaron las vendas. Me encontré frente a Tatlock, el más corpulento del grupo. Se me revolvieron las tripas. Apenas se habían extinguido en mis oídos las vibraciones del primer golpe de campana, cuando ya volvía a sonar. Y vi a Tatlock avanzar rápidamente hacia mí. No se me ocurrió otra cosa que atizarle un directo en la nariz. El siguió avanzando; su agresividad iba acompañada del olor a sudor ya frío. Su rostro negro era inexpresivo, y en él tan sólo tenían vida los ojos animados por el odio hacia mí, y brillantes de aquel febril terror nacido anteriormente, durante los hechos de que habíamos sido protagonistas. Me entró ansiedad. Yo quería pronunciar mi discurso, y Tatlock se dirigía hacia mí como si quisiera arrancármelo de la cabeza a puñetazos. Volví a pegarle, y encajé sus golpes como pude. Repentinamente se me ocurrió una idea. Le pegué con poca fuerza, y en el momento en que nos agarrábamos, le dije:
—Si finges que te pongo fuera de combate, te regalo el premio. —Te voy a partir el espinazo —contestó en un ronco susurro. —¿Para que ellos se diviertan? —No, para divertirme yo, hijo-puta.
Ya pedían a gritos que nos separásemos y siguiéramos luchando. Tatlock me dio un golpe que me hizo girar sobre mí mismo, y vi, al igual que si mis ojos fueran una cámara de cine en movimiento circular, los rostros enrojecidos, en tensión, tras la nube de humo azulado. Por un instante, el mundo entero vaciló, se convirtió en un extraño fluido, y pareció alejarse, pero enseguida se me aclaró la cabeza, y vi a Tatlock saltando ante mí. Aquella sombra temblando en el aire, ante mi vista, era su puño izquierdo en movimiento ascendente. Al caer hacia delante, apoyé la cara en su hombro húmedo de sudor, y murmuré: —Te daré cinco dólares más. —¡Vete al cuerno! Sentí que sus músculos se relajaban un poco, y añadí:
—¿Siete?
—Dáselos a tu madre.
Y me golpeó el pecho, bajo el corazón.
Sin dejar de tenerle agarrado, le aticé, y luego me aparté de él. Me cayó un diluvio de puñetazos. Los contesté desesperadamente y con furia. Ante todo quería pronunciar mi discurso, esto era lo que más deseaba en el mundo, en aquellos instantes, porque creía que tan sólo los hombres que había a nuestro alrededor eran capaces de juzgar con justicia mi capacidad; y aquel estúpido payaso iba a quitarme la oportunidad de hablar. Comencé a boxear cautelosamente, utilizando mi superior agilidad para acercarme a él, pegarle y retroceder. Le propiné un golpe afortunado en el mentón, y quedó a mi merced. Pero oí una voz que gritaba:
—¡Cuidado, que he apostado por él!
Al oírlo, bajé la guardia. Quedé sumido en dudas. ¿Debía intentar ganar la pelea contra los deseos del hombre que había gritando? ¿No iría eso contra la tesis de mi discurso? ¿No era ése el momento preciso para ejercer la humildad, la no-resistencia? Mientras bailoteaba alrededor de mi contrincante, recibí un puñetazo en la cabeza que solucionó mi dilema, y me mandó por los aires, con los ojos salidos de las órbitas, como un muñeco de pim-pam-pum. Mientras caí, la estancia se tiñó de rojo. Caí como se cae al soñar; mi cuerpo lánguido dudaba sobre el lugar en que aterrizar, hasta que el suelo se impacientó y vino hacia mí. Y un instante después, mi cuerpo también fue hacia el suelo. Una voz hipnótica dijo enfáticamente: CINCO. Y yo yacía allí, contemplando entre brumas la mancha rojo-oscura de mi propia sangre que iba tomando la forma de una mariposa, y brillaba y empapaba el sucio mundo gris de la lona.
Cuando la voz cantó la palabra DIEZ, alguien me levantó y me arrastró hasta una silla. Quedé atontado, inmóvil en la silla. Me dolía un ojo, me dolía y se hinchaba a cada latido de mi corazón. Y yo me preguntaba si me permitirían pronunciar mi discurso. Chorreaba sudor y todavía sangraba por la boca. Los otros luchadores y yo formamos un grupo junto a una pared. Los otros muchachos felicitaban a Tatlock y aventuraban opiniones sobre cuánto les pagarían, sin fijarse en mí. Un muchacho se quejó de lo que le dolía la mano. Frente a mí vi como unos empleados con chaqueta blanca quitaban el ring, y en su lugar ponían una alfombra pequeña y cuadrada, alrededor de la que colocaron sillas. Pensé que quizá la alfombra era el lugar desde el que pronunciaría mi discurso.
Entonces, el maestro de ceremonias nos llamó:
—Venid acá, muchachos, y coged vuestro dinero.
Corrimos hacia los hombres que sentados reían y hablaban esperando nuestra llegada. En aquel momento todos parecían muy amables. El que nos había llamado dijo:
—Aquí lo tenéis, en la alfombra.
La alfombra estaba cubierta de monedas de todos los tamaños, y algún que otro billete arrugado. Me excitó ver, esparcidas aquí y allá, monedas de oro.
El hombre dijo:
—Muchachos, es todo vuestro. Que cada cual coja cuanto pueda.
Un hombre rubio me guiñó el ojo con complicidad, y dijo:
—Así es, Sambo.
Había olvidado el dolor, y temblaba de excitación. Me lanzaría sobre el oro y los billetes. Emplearía las dos manos. Interpondría mi cuerpo entre los muchachos que me rodeaban y el oro y los billetes.
El hombre nos ordenó:
—Poneos alrededor de la alfombra, y que nadie la toque hasta que yo dé la señal.
Oí:
—Buena se va a armar...
Tal como nos habían dicho, nos pusimos de rodillas alrededor de la alfombra. Lentamente, el hombre levantó su mano cubierta de pecas, que nosotros seguimos con la vista.
Oí:
—Parece que esos negros se dispongan a rezar.
Después, el hombre dijo:
—Preparados... ¡Ya!
Me lancé sobre aquella moneda de oro que destacaba contra el dibujo azul de la alfombra, la toqué, y lancé un aullido de gozosa ansiedad para unirme al coro de gritos de mis compañeros. Intenté frenéticamente retirar la mano que tocaba la moneda, pero no pude. Una fuerza violenta y ardiente corría por todo mi cuerpo, sacudiéndolo como el de una rata mojada. Por la alfombra pasaba electricidad. Cuando logré liberarme, tenía los cabellos de punta, mis músculos vibraban y los nervios se retorcían. Pero advertí que la electricidad no impedía a los otros muchachos intentar coger el dinero. Riendo de miedo y de vergüenza, algunos se mantenían apartados de la alfombra y cogían las monedas que las dolorosas contorsiones de los otros lanzaban fuera de ella. Los hombres blancos a nuestro alrededor, más arriba, reían mientras nosotros luchábamos.
Alguien, con voz grave de papagayo gritó:
—¡Coged el dinero, maldita sea! ¡Cogedlo!
Me arrastré rápidamente alrededor de la alfombra, recogiendo monedas. Dejaba las de cobre y procuraba coger las de oro y los billetes verdes. Riendo, con la vaga intención de olvidar el calambre de la electricidad, iba sacando de prisa las monedas de la alfombra; y así descubrí que podía contener la electricidad, lo cual, pese a constituir una contradicción, es una realidad práctica. Entonces, los hombres blancos comenzaron a empujarnos hacia la alfombra. Riendo con timidez y vergüenza, procurábamos liberarnos de sus manos y proseguir la caza de monedas. Todos estábamos húmedos de sudor, resbaladizos, por lo que era difícil que nos agarraran firmemente. De repente, vi el cuerpo de un muchacho, brillante de sudor, reluciente como el de una foca, proyectarse hacia arriba, al aire, para luego caer de espaldas sobre la alfombra electrificada. Le oí aullar, y vi como literalmente bailaba apoyándose en la espalda. Sus codos golpeaban el suelo en un frenético tam-tam, sus músculos saltaban como la carne de un caballo atormentado por los tábanos. Cuando, al fin, rodó fuera de la alfombra, tenía el rostro grisáceo. Y nadie le detuvo cuando echó a correr camino de la puerta, acompañado de un estallido de carcajadas.
El maestro de ceremonias nos conminó:
—¡Coged el dinero! ¡Es buen dinero norteamericano!
Y nosotros hacíamos saltar el dinero fuera de la alfombra y lo cogíamos. Yo procuraba no acercarme demasiado a la alfombra; y cuando notaba que un aliento cargado de whisky descendía sobre mí, como una nube de vapor nauseabundo, me agarraba a la pata de una silla para que no me empujaran sobre la alfombra. Me agarraba a la silla con todas mis fuerzas, y aquélla, bajo el peso de su ocupante, no cedía ni un milímetro.
—¡Suelta, negro! ¡Suelta!
El rostro enorme descendía hacia el mío, mientras el hombre me empujaba para que soltase la pata. Pero no lo lograba, ya que mi cuerpo sudoroso era resbaladizo, y, además, él estaba borracho. Aquel hombre se llamaba Colcord, y poseía una cadena de salas de cine y de "establecimientos de recreo". Siempre que Colcord me agarraba, yo conseguía escabullirme. Y, al fin, aquello llegó a constituir una verdadera lucha. Yo tenía más miedo a la alfombra electrificada que al borracho, por lo cual siempre me salía con la mía. Y en un momento me di cuenta, sorprendido, de que incluso intentaba arrojar al hombre a la alfombra, en vez de limitarme a impedir que él lo hiciera conmigo. Sin duda, la idea era tan feliz, que tras haberla concebido, intentaba ponerla en práctica de un modo inconsciente. Procuraba llevarla a cabo de una manera disimulada. Sin embargo, cuando yo cogía la pata de la silla en que se sentaba aquel hombre, e intentaba derribarla sobre la alfombra, él se ponía en pie, riendo a grandes carcajadas, me miraba con un extraño brillo de clarividencia en el fondo de sus pupilas de borracho y me atizaba patadas en el pecho. En una ocasión, la silla se me escapó de las manos, y me sentí rodar por el suelo, al impulso de las patadas. Y en el instante siguiente me pareció hallarme en un lecho de brasas. Creí que tendrían que pasar cien años antes de que pudiera liberarme de aquella tortura, cien años durante los que mi cuerpo se iría quemando hasta sus más íntimas fibras. El aire ardiente de mis pulmones me quemaba, y yo creía que iba a estallar como si de un gas explosivo se tratase. Ha sido sólo un instante, pensé en el momento en que rodé fuera de la alfombra. Sólo un instante, que ya ha pasado.
Pero no fue así. Los hombres blancos, sentados al otro lado, me esperaban. Sus rostros rojos, hinchados y apopléticos, se inclinaron hacia mí. Al ver las manos que avanzaban para empujarme, me eché hacia atrás, rodé por el suelo como una pelota de rugby que cae de entre los dedos del jugador y volví al lecho de brasas. Afortunadamente, en esta ocasión, empujé la alfombra, y oí el sonido de las monedas al caer al suelo; y el de los cuerpos de los muchachos arrastrándose para cogerlas. Y el maestro de ceremonias dijo:
—¡Está bien, muchachos! Ya hemos terminado. Vestíos, y os pagaremos.
Me sentía lacio como una bayeta de fregar los suelos. La espalda me dolía cual si me hubieran azotado con cables metálicos.
Cuando nos hubimos vestido, vino el maestro de ceremonias y dio cinco dólares a cada uno de nosotros, salvo a Tatlock, que recibió diez por haber sido el vencedor de la "Lucha Real". E inmediatamente, el maestro de ceremonias nos dijo que podíamos irnos. Pensé que no me dejarían pronunciar el discurso. Cuando iba a salir al oscuro callejón, me llamaron y me hicieron volver. Volví a entrar en el salón. Los blancos se habían sentado en grupos para charlar.
El maestro de ceremonias golpeó el tablero de una mesa y pidió que guardaran silencio.
—Caballeros —dijo—, casi olvidamos una parte importante de nuestro programa de esta noche. Una parte ciertamente importante. Este muchacho fue invitado a venir aquí para pronunciar un discurso que hizo ayer con ocasión de recibir su diploma de enseñanza media.
—¡Bravo!
—Me han dicho que es el muchacho más listo entre todos los que tenemos en Greenwood. Creo que lleva en la cabeza más palabras complicadas que las que tiene un diccionario de bolsillo.
Le premiaron con aplausos y carcajadas.
—Y ahora, caballeros, prestadle atención.
Cuando me encaré con ellos, todavía reían. Tenía la boca seca y el ojo me latía dolorosamente. Comencé a hablar despacio. Pero, sin duda, estaba ronco, porque gritaron:
—¡Más alto! ¡Más alto!
—Nosotros —grité—, los miembros de las jóvenes generaciones, alabamos la sabiduría de aquel gran maestro y guía que por vez primera pronunció estas palabras preñadas de prudencia: Un buque, perdido durante largos días en la inmensidad del mar, avistó un navío amigo. En el mástil del buque perdido apareció un mensaje: "Agua, agua. Morimos de sed". Y el navío amigo contestó: "Coged esa misma agua que ahora mantiene a flote vuestra nave". El capitán del desdichado buque, obedeció al fin el consejo, echó un balde al agua y al izarlo comprobó que rebosaba agua fresca y cristalina del caudal del Amazonas que allí desembocaba. Yo también digo, al igual que el capitán del navío amigo: Aquellos individuos de mi raza que pretenden mejorar su fortuna y condición, creyéndose en tierra extraña, o aquellos que menosprecian la importancia de cultivar relaciones amistosas con los hombres blancos del Sur que son sus más cercanos prójimos, deben echar el balde en las aguas que les sostienen. Yo también les digo: "Coged esa misma agua que ahora mantiene a flote vuestra nave". Lanzad el balde y ganaros la amistad y la bienquerencia, en todos los aspectos humanos, de esas gentes de todas las razas que os rodean...
Hablaba automáticamente, pero con tal unción que no me daba cuenta de que los hombres blancos en el salón seguían hablando y riendo, mientras perdía el resuello, y la boca se me iba llenando de sangre de la herida aún abierta. Tosí. Necesitaba dejar de hablar durante un momento, ir a escupir a aquellas escupideras de bronce, llenas de serrín. Pero no me atrevía porque algunos, entre ellos el administrador de la escuela, me prestaban atención. Así pues, decidí tragar. Tragué sangre, saliva y todo. (¡Qué capacidad de sufrimiento tenía en aquellos tiempos! ¡Qué entusiasmo! ¡Cuánta fe en la justicia!) Pese al dolor, alcé más la voz. Pero seguían hablando y riendo, como si llevaran algodón remetido en sus sucias orejas. En consecuencia, hablé dando cadencia más emotiva a mis frases. Cerré los ojos, y tragué sangre hasta sentir náuseas. Me parecía que el discurso hubiera adquirido una longitud cien veces mayor de la que tenía en realidad, pero no estaba dispuesto a eliminar ni una sola palabra. Debía decirlo todo, expresar todos y cada uno de los matices retenidos de memoria. Pero no acababan aquí mis desdichas. Cuando pronunciaba una palabra de tres o más sílabas, oía voces pidiéndome que la repitiera. Hablé de "responsabilidad social".
—¿Qué dices, muchacho?
—Responsabilidad social —aclaré.
—¿Qué?
—Responsabilidad...
—¡Más alto!
—...social.
—¡Más! ¡Más alto!
—Respon...
—¡Repítelo!
—...sabilidad.
Las carcajadas hicieron vibrar el aire de la estancia hasta el momento en que yo, sin duda desesperado por tener que tragar sangre constantemente, cometí un error y grité unas palabras que había leído en editoriales de denuncia publicados en los periódicos y que había escuchado en conversaciones privadas:
—Igualdad...
—¿Qué? —chillaron.
—...social.
La risa cesó, quedó suspendida, inmóvil en el aire. Sorprendido, abrí los ojos. En el salón se oían voces de censura y disgusto. El maestro de ceremonias se adelantó. Los blancos me gritaban frases hostiles que yo no podía comprender.
Un hombre pequeño y enteco, con bigotillo, sentado en primera fila, chilló:
—Vuelve a decir eso despacio, hijo.
—¿Qué, señor?
—Lo que acabas de decir.
—Responsabilidad social, señor.
—¿No pretenderás tomarnos el pelo, verdad, muchacho? —preguntó con cierta dulzura.
—¡Nunca, señor!
—¿Estás completamente seguro de que te equivocaste al hablar de "igualdad"?
—¡Segurísimo, señor! Estaba tragando sangre.
—Así está bien. Y mejor será que hables despacio para que podamos entender lo que dices. Nosotros queremos ayudarte, pero es preciso que no olvides en ningún instante cuál es tu lugar. Puedes proseguir tu discurso.
Tuve miedo. Quería irme, pero también deseaba hablar. Y al mismo tiempo temía que me echaran de allí.
—Muchas gracias, señor.
Y reanudé el discurso en el punto en que había sido interrumpido, mientras mis oyentes, como habían hecho anteriormente, dejaban de prestarme atención.
Sin embargo, cuando terminé me premiaron con atronadores aplausos. Con sorpresa, vi al administrador de la escuela avanzar hacia mí, llevando en la mano un paquete envuelto en papel de seda. Tras pedir silencio, se dirigió a los reunidos:
—Señores, como habéis podido comprobar no exageré al alabar el valor de este muchacho. Ha hecho un bonito discurso, y quizás algún día conduzca a su gente por el buen camino. Y no es preciso que encarezca la importancia de que así ocurra, habida cuenta de los tiempos que vivimos. Es un muchacho bueno y listo. Para estimularle a que siga el buen camino, tengo el honor de ofrecerle, en nombre de la Comisión de Enseñanza, un premio consistente en este...
Hizo una pausa, mientras quitaba el papel de seda que envolvía una brillante cartera de piel de becerro.
—Consistente en este artículo de primera calidad que vende Shad Whitmore en su tienda.
Dirigiéndose a mí, añadió:
—Muchacho, toma este regalo, y consérvalo cuidadosamente. Aprécialo en lo que vale. Sigue avanzando por la buena senda, tal como has hecho hasta el momento, y quizá llegue el día en que esta cartera vaya repleta de importantes documentos que contribuirán a formar el destino de las gentes de tu raza.
Yo estaba tan emocionado que apenas pude darle las gracias. Un grueso hilo de saliva sanguinolenta cayó sobre el brillante cuero de la cartera, formando en él una especie de continente todavía no descubierto. Lo quité de allí rápidamente. Y me sentía importante, más importante de lo que jamás había soñado.
—Ábrela, y mira lo que hay dentro —me dijeron.
Me temblaban los dedos. Obedecí, mientras el olor a cuero nuevo invadía mi olfato. Dentro, hallé un papel con aspecto de documento oficial. Era un certificado de beca para cursar estudios en la universidad estatal para negros. Las lágrimas se me saltaban de los ojos. Eché a correr a través del salón, feliz y avergonzado, hacia la salida.
Sentía una alegría infinita, que ni siquiera pudo nublar el descubrimiento de que aquellas monedas de oro esparcidas en el suelo eran, en realidad, botones de bronce, para el ojal, anunciando cierta marca de automóviles.
Cuando llegué a casa, todos exultaron de gozo. Y al día siguiente vinieron a verme los vecinos para felicitarme. En aquellos momentos incluso me sentí a cubierto de la maldición pronunciada por mi abuelo en el lecho de muerte, de aquella maldición que solía amargar todos mis éxitos. Me puse bajo la foto del abuelo, con mi cartera en las manos, y sonreí triunfalmente a aquel estólido y negro rostro de campesino. El rostro de mi abuelo tenía el poder de fascinarme; su mirada parecía seguir constantemente mis pasos.
Por la noche, soñé que estaba con él en un circo y que él se negaba a reír las carcajadas de los payasos, hicieran lo que hicieran. Después, me dijo que abriese la cartera que me habían regalado y leyera los papeles que encontraría dentro. Encontré un sobre oficial, con el escudo del Estado, dentro de este sobre encontré otro, y otro y otro. Cada sobre contenía otro sobre. Pensé que el cansancio me desvanecería. El abuelo dijo: "Son años". Y añadió: "Abre éste". Lo hice, y en su interior encontré un documento con un breve mensaje escrito en letras doradas. El abuelo me dijo: "Léelo. En voz alta". Recité: "A quien corresponda: Usad a este negro".
Al despertar, las carcajadas del viejo sonaban todavía en mis oídos.
Durante muchos años recordé y volví a soñar este sueño. Pero en aquel entonces no comprendía el significado del mensaje. Para comprenderlo fue preciso que asistiera a la universidad.