CAPÍTULO 3

Les vi en el momento en que comenzamos a acercarnos a la estrecha zona que mediaba entre las vías del ferrocarril y el "Golden Day". Al principio no les reconocí. Avanzaban lentamente por la carretera, formando un grupo sin cohesión y obstruyendo el paso desde la línea blanca que dividía la carretera hasta la marchita maleza que crecía al borde del cemento recalentado por el sol. Tenía el paso cortado y a Mr. Norton detrás respirando dificultosamente. Les veía más allá de la destellante curva que formaba el metal del radiador del automóvil, y me parecía una cuerda de presos encaminándose al trabajo, a construir una carretera. Sin embargo, los presos marchan en fila, y aquella gente no; y tampoco había guardianes a caballo. Al acercarme, y reconocer las amplias camisas y pantalones grises de los veteranos de guerra, les maldije. Iban hacia el "Golden Day".

—Un estimulante me hará bien —oí a mis espaldas.

—En un instante lo tendrá, señor.

Al frente de los hombres vestidos de gris, vi al que imaginé sería sargento de banda. Caminaba cojeando, daba órdenes y avanzaba a largos pasos, enérgicos y desiguales, con espasmódico balance de las caderas, mientras alzaba y bajaba una caña, como si marcara el ritmo de una marcha militar. Cuando vi que daba media vuelta, poniéndose de cara a sus hombres y movía la caña sin sobrepasar el nivel del pecho para indicar a aquéllos que debían reducir el paso, yo aminoré la velocidad del automóvil. Los hombres no hicieron caso de las indicaciones del sargento; siguieron avanzando, algunos en grupo, hablando entre sí, y otros hablando solos.

De repente, el sargento vio el automóvil y agitó la caña hacia nosotros. Toqué la bocina y vi que aquella gente iba echándose a un lado a medida que el automóvil avanzaba despacio hacia ella. El sargento no se movió. Quedose allí, plantado, con las piernas espatarradas y las manos en las caderas. Para no atropellarle, me vi obligado a frenar.

El sargento corrió hacia el automóvil. Oí el golpe de su caña contra el cubremotor, mientras le veía avanzar hacia mí.

—¿Quién diablos cree usted ser? ¿Qué significa eso de pretender atropellar al ejército con su automóvil? ¡El santo y seña! ¡Déme el santo y seña! ¿Quién está al mando de su unidad? ¡Maldita gente de las unidades móviles! ¡Siempre creéis que sois los amos! ¡El santo y seña!

Recordé haber oído que aquel hombre solía entrar en razón al oír el nombre de su antiguo Comandante en Jefe.

—Es el automóvil del General Pershing, señor.

De sus ojos desapareció la mirada extraviada. Dio un paso atrás, y saludó con perfecta precisión militar. Miró con suspicacia hacia los asientos traseros y aulló:

—¿Dónde está el General?

Al volverme hacia atrás, vi que Mr. Norton, pálido y débil, se incorporaba, y dije:

—Ahí detrás.

—¿Qué pasa? ¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó mister Norton.

—El sargento nos detuvo, señor.

—¿El sargento? ¿Qué sargento?

El veterano de guerra saludó:

—¿Es usted, mi General? Ignoraba que hoy inspeccionara usted el frente. Le ruego me disculpe, mi General.

—¿Qué dice? —inquirió Mr. Norton.

Yo tercié rápidamente:

—El General tiene prisa.

—Es natural —comentó el veterano—. Aquí han ocurrido muchas cosas. La disciplina está relajada y la artillería ha quedado destruida por los bombardeos.

Se dirigió a los hombres que avanzaban por la carretera:

—¡Fuera! ¡Fuera de ahí! ¡Paso al General! ¡Es el General Pershing! ¡Paso al General Pershing!

Se echó a un lado. Puse en marcha el automóvil y, cruzando la blanca línea divisoria, avancé hacia el "Golden Day" por la zona de circulación contraria, para evitar los grupos de veteranos.

Mr. Norton preguntó con voz vacilante:

—¿Quién es ese hombre?

—Un excombatiente, señor. Un veterano de guerra. Todos ésos de la carretera lo son. Andan un poco mal de la cabeza, son enfermos mentales.

—¿Y no les acompaña un enfermero?

—Creo que no. Al menos no lo veo. De todos modos, no son peligrosos.

—Da igual. Debieran ir acompañados por un enfermero.

Debía llevar a Mr. Norton al "Golden Day" y sacarle de allí antes de que los veteranos llegaran. Aquél era el día en que éstos visitaban a las muchachas del Golden Day, por lo que el lugar andaría bastante alborotado. Me preguntaba dónde estarían los veteranos que faltaban. Debían ser unos cincuenta en total. Bien, era cuestión de entrar, tomar el whisky deprisa y salir inmediatamente. ¿Qué le ocurría a Mr. Norton? ¿Por qué razón Trueblood le había alterado de tal modo? Ante Trueblood yo había experimentado vergüenza y, en ocasiones, deseos de echarme a reír, pero Mr. Norton se había puesto enfermo. Quizá necesitara atención médica. Sin embargo, no había pedido que llamara a un médico. ¡Maldito Trueblood!

Entraría en el Golden Day, compraría una botella y saldría corriendo, pensé. Así, Mr. Norton no vería aquel lugar. No solía yo ir allí, salvo en compañía de amigos, cuando corría la voz de que había llegado un nuevo grupo de muchachas procedentes de Nueva Orleáns. La universidad había procurado que el Golden Day fuese un establecimiento respetable, pero los blancos de la ciudad ejercían cierta influencia, por lo que los esfuerzos de la universidad resultaban infructuosos. Lo único que las autoridades de la universidad podían hacer era castigar a los estudiantes a quienes encontraran allí.

Al salir del automóvil para echar a correr hacia el Golden Day, vi que Mr. Norton estaba tumbado en el asiento, como si durmiera. Hubiese querido pedirle dinero para comprar el whisky, pero decidí gastar el mío. Al llegar a la puerta me detuve un instante. El establecimiento ya estaba lleno, atestado de veteranos de guerra vestidos con sus anchas camisas y pantalones grises, y de mujeres con faldas almidonadas, ceñidas y cortas. El hedor de cerveza pasada constituía la sensación dominante allí, una sensación que me pareció como un porrazo en pleno rostro y que destacaba en la algarabía de las voces y la música del gramófono automático. Apenas hube cruzado la puerta, un hombre de expresión estólida me cogió por el brazo y fijó en mis ojos su mirada muerta.

—Será a las cinco y treinta en punto.

—¿Qué?

—El gran armisticio total, para todos. El armisticio, el fin del mundo.

Antes de que pudiera contestarle, llegó una mujer pequeña y regordeta, me sonrió y, apartando de mí al hombre, le dijo:

—Te toca a ti, doctor. Prohíbeles que hagan el armisticio por el momento; se lo prohíbes hasta que tú y yo hayamos hecho lo nuestro, arriba. Parece mentira, siempre soy yo quien tiene que ir a buscarte.

—No, no, es cierto —dijo el hombre—. Esta mañana he recibido un radiograma desde París.

—Bueno, en este caso, cariño, mejor será que nos demos prisa. Antes de que ocurra la cosa ésa, tengo que ganar mucho dinerito, aquí. Tú te encargarás de que lo retrasen un poquito, ¿verdad, mi vida?

Me hizo un guiño y empujó al hombre, a través de la muchedumbre, hacia las escaleras que conducían al piso superior. Yo, abriéndome paso a codazos, me dirigí hacia el mostrador.

Muchos de aquellos hombres habían sido médicos, profesores, abogados, funcionarios públicos; había varios cocineros, un predicador y un artista. Uno de los más majaretas había sido psiquiatra. Verles me producía intensa inquietud. Habían ejercido profesiones a las que yo, de un modo vago e inconcreto, había aspirado, en diversas ocasiones. Y pese a que aquella gente jamás pareció comprender quién era yo, me resultaba imposible creer que fueran verdaderos enfermos. A veces, me parecía que jugaban conmigo y con los restantes alumnos de la universidad, un juego vasto y complicado cuya finalidad era reírse de nosotros, y cuyas sutiles reglas y matices jamás podría yo comprender.

Ante mí, hablaban dos hombres. Uno de ellos decía con gran vehemencia: "Y entonces, Johnson practicó un corte a Jeffries, con una inclinación de cuarenta y cinco grados con respecto al incisor inferior lateral izquierdo, con lo que produjo un instantáneo bloqueo de la totalidad de su sistema talámico, congelándolo por entero, al igual que el congelador de una nevera eléctrica, y así hizo cisco su sistema nervioso autónomo, e imprimió tremendas sacudidas al gran mezclador de estratos, con intensos temblores musculares hiperespasmódicos que causaron la insensibilidad de la punta inferior del coxis, lo cual, a su vez, produjo una aguda reacción traumática en los nervios y músculos del esfínter. Y entonces, querido colega, cogieron a Jeffries, le cubrieron de cal viva, y se lo llevaron en la camilla. Naturalmente, éste era el único tratamiento posible".

Les aparté de un empujón:

—Disculpen.

Tras el mostrador estaba Big Halley. A través de la camisa empapada se percibía su oscura piel.

—Hola, colegial. ¿Cómo van las cosas?

—Dame un whisky doble, Halley. Ponlo en un vaso grande para que no se derrame. Es para alguien que está fuera.

—¡Ni hablar! —me contestó, gritando.

El destello de ira en sus ojos de hipertiroideo, me sorprendió, y le pregunté:

—¿Por qué?

—¿Todavía estás en la universidad, no?

—Claro.

—Bueno, pues estos hijos-puta están intentando otra vez cerrar mi establecimiento. Así es la cosa, y éste es el por qué. Aquí dentro puedes beber hasta que te salga la bebida por las orejas, si quieres, pero no voy a venderte ni un sorbo para llevarlo fuera de la tienda.

—Pero es que fuera hay un enfermo. Está en el automóvil.

—¿Qué automóvil? Tú nunca has tenido automóvil.

—Es el automóvil de un blanco. Yo lo conduzco solamente.

—¿Pero sigues o no sigues en la universidad?

—El hombre blanco que llevo es de la universidad.

—Pero, ¿quién es el enfermo?

—El.

—Ya, y resulta que es demasiado importante para entrar aquí. Dile que aquí no nos comemos a nadie.

—Pero está enfermo, hombre.

—Pues que se muera.

—Oye, es un tipo importante, Halley. Es uno de los del patronato de la universidad. Es rico, está enfermo y, si algo le ocurre, me echarán de la universidad.

—Lo siento, colegial. Tráelo y podrá nadar en whisky, si quiere. Fuera de la tienda no puede beber mis bebidas, no puede beberse una botella que es mía y para consumo en la tienda. Es la ley.

Con un abrelatas de hueso abrió un par de latas de cerveza y las empujó hacia el otro extremo del mostrador. Comencé a sentirme desesperado. Mr. Norton no podía acudir a aquel lugar. Se encontraba demasiado mal. Y, además, yo no quería que viese a los enfermos mentales, ni a las mujeres. Al salir, advertí que el ambiente se estaba alborotando más y más. Supercargo, el vigilante, vestido con un uniforme blanco, que se encargaba de apaciguar a los enfermos, no estaba allí, o al menos no se le veía. Hubiera preferido que estuviera allí, porque cuando se quedaba en el piso superior, los enfermos, abajo, se comportaban libres de toda inhibición. Fui hacia el automóvil. ¿Qué iba a decir a Mr. Norton? Al abrir la portezuela, le vi tumbado en el asiento, absolutamente inmóvil.

—Mr. Norton, no quieren venderme whisky.

Siguió inmóvil.

—¡Mr. Norton!

Parecía una figura de cera. Dominado por el miedo, le sacudí suavemente. Observé que su respiración era imperceptible. Le sacudí con fuerza, violentamente, y bamboleó grotescamente la cabeza. Abrió la boca de labios azulados, y mostró una hilera de dientes largos, delgados, que, increíblemente, parecían propios de un animal.

—¡Mr. NORTON!

Aterrorizado, regresé corriendo al Golden Day, e irrumpí en aquel mundo de ruido, con la sensación de atravesar un muro invisible.

—¡Halley! ¡Ayúdame! ¡Se está muriendo!

Intenté hacerme oír, pero nadie me prestaba atención. Por todos lados me impedían el paso. Los pacientes formaban una masa impenetrable.

—¡Halley!

Dos pacientes se volvieron hacia mí, y me miraron acercando su rostro a dos dedos del mío. El más alto de los dos dijo:

—¿Qué le ocurre a este señor, Sylvester?

Yo dije:

—Fuera hay un hombre agonizando,

—Siempre hay alguien agonizando en este mundo —dijo el otro.

—Sí, y es bueno morir bajo la gran bóveda celeste del Señor.

—¡Necesita whisky!

—Bueno, eso ya es otra cosa —dijo uno de los dos. Y comenzó a abrir camino hacia el mostrador—. Es otra cosa. Sí. Un último trago, el último buen trago para ahogar las congojas de la muerte. Por favor, déjeme paso...

—¿Otra vez aquí, colegial? —dijo Halley.

—Dame un poco de whisky. Se está muriendo.

—Ya te dije, colegial, que será mucho mejor que lo traigas aquí. Aunque se muera, yo seguiré obligado a pagar las multas que me pongan.

—Si no me das el whisky me meterán en la cárcel.

—Bueno, si vas a la universidad ya sabrás encontrar el modo de salir.

El llamado Sylvester dijo: -Mejor será traer a este señor aquí. Vamos, te ayudaremos.

A empujones salimos del bar. Encontré a Mr. Norton tal como lo había dejado.

—Mira, Sylvester, ¡es Thomas Jefferson!

—Precisamente ahora iba a decírtelo. Hace tiempo que quiero platicar con él.

Les miré en silencio. Estaban locos de veras. ¿O quizá bromeaban?

—Ayúdenme, por favor —dije.

—Con mucho gusto.

Sacudí a Mr. Norton.

—¡Mr. Norton!

Uno de los dos dijo, pensativamente:

—Si este señor quiere tomar una copa, mejor será que se dé prisa, me parece, o no va a poder.

Cogimos a Mr. Norton. Estaba desmadejado como un muñeco de trapo.

—¡Vamos, de prisa!

Mientras le llevábamos hacia el Golden Day, uno de los enfermos se detuvo sin avisar, y el cuerpo de Mr. Norton se nos escapó de las manos, quedando con la cabeza colgando, con el blanco cabello sobre el polvo. Uno de los dos dijo:

—Caballeros, este señor es mi abuelo.

—¡Pero no ve usted que es blanco! ¡Se llama Mr. Norton!

—¡Me parece que conozco sobradamente a mi abuelo! Es Thomas Jefferson, y yo soy su nieto, "por la parte negra".

Mirando fijamente a Mr. Norton, el otro dijo:

—Sylvester, creo que llevas razón. Mira su cara: exactamente igual a la tuya. ¿Estás seguro de que no te echó al mundo, escupiendo tu cuerpo ya totalmente vestido?

—No, no. Eso lo hizo mi padre —contestó el otro con énfasis.

Y comenzó a maldecir furiosamente a su padre, mientras avanzábamos hacia el Golden Day. Halley nos esperaba. No sé cómo, había logrado que la muchedumbre guardara un relativo silencio y que dejara espacio libre en el centro del establecimiento. Todos se acercaron para ver a Mr. Norton.

—Traed una silla.

—Eso, que Mr. Eddy se siente.

—No, hombre, no es Mr. Eddy. Es John D. Rockefeller.

—Aquí está la silla para el Mesías.

—¡Apartaos! ¡Dejadle sitio! —gritó Halley.

Burnside, que había sido médico, se adelantó y tomó el pulso a Mr. Norton.

—¡Es sólido! ¡Este hombre tiene un pulso sólido! En vez de latir, vibra. Es un caso insólito. Verdaderamente insólito.

Alguien le apartó de Mr. Norton. Halley vino con una botella y un vaso.

—Que alguien le sostenga la cabeza.

Antes de que pudiera hacerlo yo, se adelantó un hombre menudo, con el rostro marcado de viruela. Cogió la cabeza de Mr. Norton en sus manos, la sostuvo manteniendo los brazos extendidos al frente, la inclinó a un lado, le golpeó suavemente el mentón, cual hacen los barberos antes de aplicar la navaja, y le propinó un cachete.

La cabeza de Mr. Norton experimentó una sacudida, igual que un punching de boxeo al recibir un golpe. En su blanca mejilla aparecieron cinco rayas rojas, como cinco llamas brillando tras una pantalla de alabastro. Yo no podía creer lo que mis ojos acababan de contemplar. Sentía deseos de salir corriendo de allí. Oí una risita de mujer. Y varios hombres se encaminaron de prisa hacia la puerta.

—¡Déjalo ya, estúpido!

Y el hombre con el rostro marcado de viruela, dijo:

—Un caso de histeria.

—¡Apartaos de una maldita vez! —gritó Halley—. ¡Que alguien vaya al piso de arriba a buscar al bragas del enfermero! ¡Traedlo aquí!

El hombre con el rostro marcado de viruela, decía, mientras le apartaban:

—Un caso leve de histeria.

—¡Halley, trae pronto la bebida esa!

—Ahí está, colegial. Aguanta el vaso. Es coñac que reservaba para mí.

Alguien susurró monótonamente a mi oído:

—¿Ve? Ya le dije que sería a las cinco treinta en punto. El Creador ya ha llegado.

Miré y vi que era el hombre de rostro estólido.

Vi que Halley inclinaba la botella, y el coñac de aceitoso color de ámbar caía en el vaso. Entonces, inclinando hacia atrás la cabeza de Mr. Norton, puse el vaso en sus labios y vertí el coñac en su boca. De la comisura de la boca se le escapaba un hilillo de líquido amarillento que resbalaba por el delicado mentón. Repentinamente, se había hecho el silencio en el cuarto. Mi mano izquierda percibió un ligero movimiento, como el estremecimiento del pecho de un niño inmediatamente después de un lloro. Los párpados, cruzados por delicadas venillas, aletearon. Tosió. Y vi como del cuello nacía y avanzaba despacio, después rápidamente, una especie de rubor que iba cubriendo el rostro de Mr. Norton.

—Ponle el vaso en la nariz, muchacho. Deja que huela.

Balanceé el vaso bajo la nariz de Mr. Norton. Y abrió sus pálidos ojos azules que ahora parecían de aguada calidad, en comparación con la rojez que cubría su cara. Se llevó la mano a la barbilla e intentó erguirse. Se dilataron sus pupilas al tiempo que se movía rápidamente mirando los rostros a su alrededor. Se detuvieron al reconocer mi rostro.

—Ha estado usted inconsciente, señor —le dije.

—¿Dónde estoy? —preguntó con voz fatigada.

—En el Golden Day, señor.

—¿Dónde?

—En el Golden Day. —Y añadí con desgana—: Es una especie de casino y casa de juego.

—Dale otra copa de coñac —dijo Halley.

Eché coñac en el vaso y se lo entregué. Olió el coñac, cerró los ojos de un modo que parecía que el olor del coñac le hubiera sorprendido, y sorbió. Después, hinchó los carrillos, paseando el coñac por la boca. Un tanto más fortalecido, dijo:

—Gracias. ¿Qué lugar es éste?

Varios enfermos contestaron a coro:

—El Golden Day.

Miró despacio a su alrededor, alzó la vista a la galería del piso superior, adornada con artesones. De la galería colgaba laciamente una gran bandera. Mr. Norton frunció el ceño.

—¿A qué estaba destinado este edificio anteriormente?

—Era una iglesia, después fue un banco, pasó a ser restaurante, luego casa de juego de lujo, y ahora lo tenemos nosotros —explicó Halley—. Creo que en cierto tiempo también lo emplearon como cárcel.

—Nos dejan venir aquí una vez a la semana a armar jaleo —dijo uno.

—No me quisieron vender una bebida para llevarme y por esto tuve que traerle aquí, señor —expliqué, temeroso, a Mr. Norton.

Miró alrededor. Seguí su mirada, y quedé sorprendido al advertir la variedad de expresiones que aparecían en los rostros de los enfermos al devolver en silencio la mirada de Mr. Norton. Algunas eran hostiles, otras serviles, y las había horrorizadas. Algunos de aquellos que entre sus compañeros eran los de comportamiento más violento, parecían sumisos como niños. Y otros lucían una expresión extrañamente divertida. Mr. Norton preguntó:

—¿Todos ustedes son enfermos?

—Yo dirijo el establecimiento —dijo Halley—. Estos otros...

Un hombre bajo y gordo, de rostro extraordinariamente inteligente, dijo:

—Somos enfermos, nos mandan aquí. Venir aquí forma parte del tratamiento. —Sonriente, remató la frase—: Pero nos acompaña un vigilante, una especie de censor, encargado de procurar que el tratamiento no surta efecto.

Uno de los veteranos le contradijo:

—Estás chalado. Yo soy una dínamo y vengo aquí para cargar mis baterías.

Otro le interrumpió, acompañando sus palabras con teatrales ademanes:

—Soy investigador de historia. El mundo se mueve en círculo, igual que la rueda de una ruleta. Al principio, el negro predomina; en las épocas intermedias, el blanco triunfa; pero muy pronto Abisinia nos cubrirá con sus nobles alas. ¡Hay que apostar al negro! —Hablaba con voz temblorosa de emoción—. Hasta que eso ocurra, el sol no dará calor y en el centro de la tierra habrá hielo. Dentro de dos años seré ya lo suficientemente mayor para dar una lección a aquella mulata que fue mi madre. ¡Maldita medio blanca! —terminó, dando saltos, en un arrebato de furia, con la mirada vidriosa.

Mr. Norton parpadeó y se irguió.

—Soy médico —dijo Burnside, mientras cogía la muñeca de Mr. Norton—. Si me lo permite, le tomaré el pulso.

—No le haga caso, señor. Le prohibieron ejercer hace ya más de diez años. Le descubrieron cuando intentaba cambiar sangre por dinero.

—¡Ciertamente, yo encontré la fórmula de cambiar sangre por dinero! —gritó el hombre—. Pero John D. Rockefeller me la robó.

—¿John D. Rockefeller? —dijo Mr. Norton—. Creo que se equivoca.

—¿QUE PASA AHÍ ABAJO?

Los gritos provenían de la galería. Todos miramos allá. Vi a un gigantesco negro que por todo vestido llevaba unos calzoncillos blancos. Era Supercargo, el vigilante de los enfermos. Me fue difícil reconocerle, tal como iba, despojado de su almidonado uniforme blanco. Por lo general paseaba de un lado a otro, con la chaqueta al brazo, amenazando a los enfermos, y éstos se mostraban pacíficos y sumisos ante él. Pero, en aquellos momentos, parecieron haber olvidado su autoridad, y comenzaron a insultarle.

—¿Cómo pretendes mantener el orden, si apenas llegar te emborrachas? —le gritó Halley—. ¡Charlene, ven acá! ¡Charlene!

Una voz de mujer dotada de una sorprendente capacidad de hacerse oír a gran distancia, contestó malhumorada desde uno de los dormitorios del piso superior:

—¿Qué quieres?

—Que cojas a este maldito soplón aguafiestas inútil, te lo lleves contigo y le quites la merluza que lleva. Entonces, le pones el uniforme blanco y lo traes aquí para que mantenga el orden. Tenemos visitantes blancos.

En la galería apareció una mujer ajustándose un salto de cama de color rosa, y gritó:

—Oye, Halley, soy una mujer, ¿comprendes? Así es que si quieres que alguien vista al tipo ese, igual puedes vestirle tú. Yo sólo visto a un hombre, y este hombre está en Nueva Orleáns.

—Bueno, déjalo. Lo que quiero es que le serenes un poco.

—¡Orden! ¡Quiero orden, ahí abajo! —voceó Supercargo—. ¡Y si hay visitantes blancos, quiero doble orden!

De repente se levantó un amenazador murmullo entre los hombres que estaban al fondo de la estancia, cerca del mostrador. Y vi que unos cuantos se dirigían corriendo hacia la escalera.

—¡A por él!

—¡Le vamos a dar más orden que a una estera!

—¡Dejad paso!

Cinco hombres subían a saltos la escalera. Vi que el gigantesco negro, arriba, se agarraba con una y otra mano a los remates de las barandas, y que se inclinaba hacia delante. Su cuerpo, cubierto solamente por los calzoncillos blancos, brillaba. El hombre menudo que antes había propinado el cachete a Mr. Norton, iba al frente de los otros. En el momento en que emprendía el último tramo, vi que el vigilante echaba el tronco hacia atrás y atizaba una patada hacia delante que dio en el pecho del hombre menudo, en el preciso instante en que llegaba a lo alto de la escalera, mandándole hacia atrás. El cuerpo del hombre menudo describió una curva en el aire y fue a caer entre los hombres que le seguían. Supercargo se preparó para soltar otra coz. La estrechez de la escalera sólo permitía que los hombres llegaran uno a uno ante Supercargo. A medida que llegaban, el gigante les mandaba abajo a patadas. Balanceaba la pierna y daba una patada tras otra con precisión de máquina. El espectáculo de Supercargo me hizo olvidar a Mr. Norton. En el Golden Day imperaba el tumulto. De las habitaciones junto a la galería salían mujeres medio vestidas. Los hombres gritaban y aullaban como si estuvieran en el fútbol.

El gigante vociferó, mientras de una patada mandaba a otro hombre volando hacia abajo:

—¡QUIERO ORDEN!

—¡ESTÁN TIRANDO BOTELLAS DE LICOR! —chilló una mujer—. ¡BOTELLAS LLENAS!

—Son de un pedido que Halley no quiere —dijo alguien.

Una lluvia de botellas y de vasos que despedían whisky al aire, se estrellaba contra la galería. Vi que Supercargo se erguía súbitamente y se cogía la cabeza con las manos. Tenía el rostro cubierto de whisky, y chillaba: "¡Hiii! ¡Hiii!" Entonces, le vi vacilar, con el cuerpo rígido desde los tobillos hacia arriba. Durante un instante, los hombres de lo alto de la escalera se quedaron suspensos, mirándole. Luego, saltaron sobre él.

Cuando le cogieron por los tobillos y tiraron de él hacia abajo, Supercargo se agarró desesperadamente a la barandilla. Por los tobillos le arrastraron hacia abajo, al igual que un grupo de hombres arrastra una manguera, mientras la cabeza de Supercargo saltaba de un peldaño a otro, produciendo un sonido parecido al de una serie de disparos de escopeta. La multitud avanzó hacia ellos. Halley gritó algo junto a mi oído. Y vi que arrastraban a Supercargo hacia el centro de la estancia.

—¡Dadle su merecido al hijo-puta!

—¡Tengo cuarenta y cinco años y me trataba como si fuera mi abuelo!

—¿De modo que te gusta dar patadas, verdad? —dijo un hombre alto, mientras dirigía un puntapié a la cabeza del vigilante. La piel sobre el ojo derecho del vigilante saltó como la goma de un globo.

Entonces oí a Mr. Norton gritando a mi lado:

—¡No, no! ¡No deben golpear a un hombre caído!

—¡Escuchad a los blancos! —dijo alguien.

—¡Supercargo es los blancos!

Los hombres pateaban a Supercargo, saltando sobre él con los pies juntos, una y otra vez. Y yo estaba tan excitado que de buena gana les hubiera imitado. Incluso las mujeres gritaban: "¡Duro con él!", "¡Nunca me pagó!", "Matadle!".

—¡Por favor, no le matéis aquí! ¡No le matéis en mi establecimiento!

—¡Cuando estaba de servicio, uno no podía ni chistarle!

—¡No! ¡Qué va!

Me empujaron, alejándome de Mr. Norton, y me encontré al lado del hombre llamado Sylvester. Me dijo:

—Fíjate, colegial. Mira ahí. Ahí donde tiene sangre, en las costillas. ¿Lo ves?

Sacudí afirmativamente la cabeza.

—Pues no apartes la vista.

Fascinado, miraba aquel punto situado entre la última costilla y el hueso de la cadera. Sylvester echó cuidadosamente su pie hacia atrás y atizó una patada en aquel punto, como si de una pelota de fútbol se tratase. Supercargo soltó un relincho de caballo herido.

—Pruébalo, colegial —dijo Sylvester—. Verás qué bueno. Uno se siente como aliviado. A veces, este hombre me da tanto miedo, que creo llevarle metido dentro de la cabeza. ¡Ahí va!

Y soltó otra patada a Supercargo.

Mientras estaba allí, uno de aquellos hombres saltó repetidas veces, con los pies juntos, sobre el pecho de Supercargo, y éste perdió el conocimiento. Entonces, comenzaron a echarle cerveza fría para reanimarle. Y, después, le dejaron de nuevo inconsciente a patadas. No tardó en estar cubierto de cerveza y de sangre.

—El hijo de perra está como un tronco.

—Echémosle fuera.

—No, esperad un momento. Ayudadme.

Le llevaron al mostrador, dejándole allí, estirado panza arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho, como si fuera un cadáver.

—Ahora, tomemos una copa.

Halley se dirigió lentamente al mostrador, y los hombres le maldijeron:

—¡Corre y sírvenos, saco de basura!

—¡Dame un whisky!

—¡Rápido, ya, piojo!

—¡Vamos, vamos! ¡Mueve ese trasero!

—Ya voy, ya voy. Un poco de calma —iba diciendo Halley, mientras servía apresuradamente las bebidas. Y añadía—: Id sacando el dinero.

Tener a Supercargo tumbado inconsciente sobre el mostrador había excitado increíblemente a aquellos hombres. La excitación había exaltado hasta extremos peligrosos a los más propicios al desequilibrio mental. Algunos pronunciaban a voz en grito violentos discursos contra el hospital, el estado y el universo. El que decía ser compositor, aporreaba el desafinado piano, interpretando la única composición que al parecer sabía. Golpeaba las teclas con los puños Y los codos, y producía otros efectos musicales gimiendo, en voz de sochantre, como un borrego agónico. Uno de los mejor educados me cogió del brazo. Se trataba de un exquímico que siempre lucía la insignia de su profesión. Gritando para hacerse oír en aquella algarabía, me dijo:

—Todos han perdido ya el dominio de sí mismos. Será mejor que se vaya.

—Tan pronto pueda, lo haré —le dije—. Antes debo llegar hasta Mr. Norton.

Mr. Norton no estaba donde yo le había dejado. Corrí de un lado para otro entre la ruidosa multitud, mientras gritaba su nombre.

Le encontré debajo de la escalera. Por lo visto, la multitud le había empujado hasta allí. Estaba sentado en la silla, espatarrado, como un viejo pelele. En aquella luz difusa, sus facciones quedaban firmemente delineadas y su rostro destacaba en blanco; se veía claramente el contorno de los ojos cerrados, en el bien dibujado rostro, Grité su nombre y no obtuve respuesta. De nuevo se había desvanecido. Le sacudí suavemente, después lo hice con fuerza, pero los arrugados párpados permanecieron inmóviles. En aquel momento, un agitado grupo me empujó hacia Mr. Norton. Y repentinamente, me encontré a dos dedos de una masa de blancor. Pese a que tan sólo se trataba del rostro de Mr. Norton, sentí un escalofrío de indefinible horror. Nunca había estado tan cerca de un hombre blanco. Dominado por el terror intenté apartarme de él. Con los ojos cerrados, su aspecto era más amenazador que con los ojos abiertos. Era como una informe muerte blanca, súbitamente aparecida ante mí, una muerte que siempre había estado presente, aunque oculta, y que ahora se revelaba claramente en la insania del Golden Day.

—¡Basta de gritos! —ordenó una voz, y alguien me apartó de Mr. Norton. Era el hombre bajo y regordete.

Cerré la boca, dándome cuenta, en aquel instante, de que el agudo chillido provenía de mi propia garganta. Vi que la expresión del rostro del hombre gordo y bajo, se suavizaba, y me dirigió una amarga sonrisa. Me gritó al oído:

—Así está mejor. Recuerda que no es más que un hombre. ¡Un hombre, solamente!

Hubiera querido decirle que Mr. Norton era mucho más que un hombre, que era un hombre rico y blanco, y que había sido puesto a mi cuidado. Sin embargo, la sola idea de que yo era responsable de lo que sucediera a Mr. Norton me impedía expresarla en palabras.

—Llevémosle arriba —me dijo el hombre, dándome un empujón hacia los pies de Mr. Norton.

Actué automáticamente. Agarré los finos tobillos, mientras el otro alzaba al hombre blanco sosteniéndole por los sobacos y retrocediendo salía de debajo de la escalera. La cabeza de Mr. Norton se balanceaba sobre el pecho, como si estuviera borracho o muerto.

Todavía con la sonrisa en los labios, el veterano comenzó a subir los peldaños, de espaldas, uno a uno. Y yo comencé a pensar que quizás estaba tan borracho como sus restantes compañeros. Entonces vi que tres mujeres dejaban la baranda de la galería, desde donde habían estado contemplando el tumulto, y venían hacia nosotros, para ayudarnos a subir a Mr. Norton. Una de ellas gritó:

—Los blancos la cogen enseguida.

—Es tan alto como un pino de Georgia.

—Sí, claro. La bebida que le dio Halley es demasiado fuerte para los blancos.

—No está borracho, está enfermo —dijo el hombre gordo—. Mira a ver si encuentras una cama que no haya sido usada, para tenderle un rato.

—Está bien, cariño. ¿Puedo complacerte en algo más, mi vida?

—No, gracias. Con la cama basta.

Una de las muchachas corrió hacia arriba, gritando:

—A la mía le acaban de cambiar las sábanas. Traedle por aquí.

Poco después, Mr. Norton yacía en una estrecha cama, respirando débilmente. El hombre gordo estaba inclinado sobre él, en una actitud profesional, y le tomaba el pulso. Una de las mujeres preguntó:

—¿Eres médico?

—Ya no. Ahora soy paciente. Pero algo sé todavía.

Pensé: "otro loco". Y le aparté de Mr. Norton, diciendo al hombre gordo:

—Se pondrá bien enseguida. Deje que recupere el conocimiento, para que pueda llevármelo de aquí.

—No te preocupes, muchacho. Yo no soy como los de abajo. De veras, era médico. No voy a hacerle ningún daño. Ha padecido un ligero colapso.

Vimos que de nuevo se inclinaba sobre Mr. Norton, le tomaba el pulso, y levantaba levemente uno de sus párpados.

—Es un ligero colapso —repitió.

—El Golden Day es para dar un colapso a cualquiera —dijo una de las mujeres, mientras se alisaba el vestido sobre la suave y sensual curva del estómago.

Otra apartó el cabello blanco de Mr. Norton, caído sobre la frente, y lo acarició, mientras sus labios se distendían en una sonrisa embobada: Dijo:

—Es mono. Parece un niño blanco.

¿Niño? ¿Qué clase de niño? —preguntó una mujer pequeña y reseca.

—Un niño viejo.

—Lo que pasa, Edna, es que a ti te gustan los blancos.

Edna sacudió la cabeza, y sonrió de modo que parecía reírse un poco de sí misma.

—Pues sí, me gustan. Mira, a éste, con lo viejo que es, le dejaría subirse a mi cama siempre que le diera la gana.

—Tonterías. A un hombre así yo le mataba si se me subía.

—¡Vamos, anda! ¡Qué ibas a matarle tú! —dijo Edna—. ¿No sabes que estos viejos blancos se ponen glándulas de mono y pelotas de cabrito? Estos cabrones nunca están satisfechos. Lo quieren todo. Quieren el mundo entero para ellos.

El médico me miró sonriente:

—Acabas de escuchar un curso de endocrinología. Me equivoqué cuando dije que sólo era un hombre. Parece que en parte es simio y en parte macho cabrío. Y quizá sea las dos cosas a la vez.

—Es verdad —dijo Edna—. Yo tenía uno en Chicago...

La otra la interrumpió:

—Tú nunca has estado en Chicago.

—¿Que no? ¿Y tú qué sabes? Estuve hace dos años... ¡Si tú no sabes nada! ¡Aquel viejo blanco de allá parecía que tuviera un par de pelotas de burro semental!

El hombre gordo enderezó el cuerpo, y sonriendo dijo:

—Como médico y científico, me veo obligado a mostrarme escéptico. Esta operación todavía no se ha practicado. —Y tras decir esto, logró echar del cuarto a las mujeres y comentó, refiriéndose a Mr. Norton—: Si hubiera recobrado el conocimiento, al oír esto lo habría perdido otra vez. Además, la curiosidad científica de estas mujeres podía conducirles a comprobar si de veras tiene glándulas de mono. Y temo que hubiese sido un espectáculo un tanto obsceno.

—Tengo que devolverle a la universidad —dije.

—De acuerdo. Haré cuanto pueda para ayudarte. Ve a ver si encuentras hielo. Y no te preocupes.

Salí a la galería, y desde allí vi las cabezas, abajo. Seguían moviéndose de un lado para otro. El gramófono automático lanzaba rugidos y los sonidos del piano golpeaban el aire. Al fondo, empapado de cerveza, Supercargo yacía sobre el mostrador, como un caballo sacrificado.

Al iniciar el descenso de las escaleras, vi el brillo de un buen pedazo de hielo entre los restos de bebida, en un vaso abandonado. Lo cogí, sintiendo su frescor en mi mano ardiente, y corrí al dormitorio.

El veterano, sentado, contemplaba a Mr. Norton, cuya respiración producía un sonido ligeramente irregular. Se puso en pie, y mientras cogía el pedazo de hielo, dijo:

—Fuiste de prisa. —Y añadió como si hablara consigo mismo—: De prisa, con la velocidad de la angustia. Dame una toalla limpia. Allí hay una, al lado de la palangana.

Se la di. Y envolvió el hielo con ella, y lo aplicó al rostro de Mr. Norton.

—¿Cómo está? —le pregunté.

—Estará bien en un par de minutos. ¿Qué le ocurrió?

—Dimos un paseo en automóvil.

—¿Tuvisteis un accidente, quizá?

—No. Habló con un campesino, y el calor le desvaneció... Después, nos encontramos con el tumulto abajo.

—¿Qué edad tiene?

—No sé, pero es uno de los miembros del patronato.

Mientras daba con la toalla repetidos toques a los párpados cruzados por venillas azules, dijo:

—Y uno de los más importantes, sin duda... Un patronato de conciencia, el suyo.

—¿Cómo dice? —pregunté.

—Nada... Ahora comienza a volver en sí.

Tuve la tentación de salir corriendo del cuarto. Temía la expresión que quizás aparecería en los ojos de Mr. Norton, temía lo que quizá me diría. Y pese a ello, también tenía miedo de salir de allí. Mi vista no podía apartarse de aquel rostro de párpados aleteando. La cabeza se movía lateralmente, bajo el pálido resplandor de la desnuda bombilla, como si negara el mensaje de una voz insistente que yo no podía oír. Entonces, los párpados se abrieron, mostrando dos pálidas manchas azules perdidas en un mundo de vaguedad, que al fin adquirieron cohesión, convirtiéndose en dos puntos fijamente orientados hacia el veterano, quien, con rostro grave, miraba a Mr. Norton.

La gente como nosotros jamás miraba de aquel modo a un hombre como Mr. Norton. Me adelanté, presuroso:

—Es un médico auténtico, señor.

—Ya se lo explicaré. Trae un vaso de agua —dijo el veterano.

Dudé un instante. Me miró con firmeza y dijo:

—Trae el agua.

Y después se volvió hacia Mr. Norton para ayudarle a incorporarse.

Fuera, pedí un vaso de agua a Edna. Me llevó abajo, a la estancia principal, y después a una pequeña cocina. Me dio agua de un anticuado refrigerador de color verde. Dijo:

—También tengo licor, buen licor. Si quieres darle un poco...

—Con el agua basta.

Las manos me temblaban de tal modo que iba derramando el agua. Cuando regresé, Mr. Norton estaba sentado en la cama, sosteniéndose por sí mismo, y conversaba con el veterano. Entonces le ofrecí el vaso.

—Aquí está el agua, señor.

—Muchas gracias.

—No beba mucha —le advirtió el veterano.

—Su diagnóstico es exactamente el de mi especialista —dijo Mr. Norton—. Fui a varios médicos de primera fila, sin que pudieran acertar. ¿Cómo pudo usted acertar?

—También yo era un especialista.

—Pero, ¿cómo es posible? Son muy pocos, en todo el país, los que tienen la preparación...

—Y uno de ellos es un paciente de una casa de locos. En realidad, no hay nada misterioso en ello. Me escapé durante una temporada. Fui a Francia, con Sanidad Militar, y me quedé allí, después del armisticio, para estudiar y practicar.

—Comprendo. ¿Y cuánto tiempo estuvo en Francia?

—Bastante. El suficiente para olvidar algunas ideas básicas que nunca hubiera debido olvidar.

—¿Qué ideas? ¿A qué se refiere?

El veterano inclinó la cabeza, y sonrió:

—Ideas sobre la vida. Cosas que la mayoría de campesinos y gentes del pueblo casi siempre saben por experiencia, aunque rara vez se las hayan formulado de un modo consciente y razonado.

Me dirigí a Mr. Norton:

—Disculpe, señor, pero ahora que se siente mejor quizá podríamos irnos.

—Espera un poco. —Y habló al médico—: Me interesa mucho lo que me decía, ¿qué ocurrió?

Sobre una ceja de Mr. Norton brillaba una gota de agua, como un minúsculo diamante. Me senté en una silla maldiciendo al veterano, quien preguntaba a Mr. Norton:

—¿De veras quiere usted saberlo?

—Sí, ciertamente.

—Entonces, quizá sería mejor que el muchacho saliera del cuarto y nos esperase abajo.

Cuando abrí la puerta, el ruido, mezcla de gritos y destrucción, de abajo, invadió el dormitorio. El hombre gordo dijo:

—Quizá será mejor que se quede. Si en mi juventud, cuando estudiaba en la universidad, ahí en la colina, hubiera escuchado algo parecido a lo que voy a decir quizá ahora no sería el desecho en que me he convertido.

—Siéntate, muchacho —me ordenó Mr. Norton. Y preguntó al veterano—: ¿Así usted fue alumno de esta universidad?

Volví a sentarme, y mientras el veterano explicaba a Mr. Norton su estancia en la universidad, su licenciatura en medicina y su viaje a Francia durante la Primera Guerra Mundial, yo pensaba en lo que me diría el Dr. Bledsoe cuando regresáramos.

—¿Tuvo usted éxito en el ejercicio de la medicina? —preguntó Mr. Norton.

—Bastante. Practiqué unas cuantas intervenciones quirúrgicas cerebrales que me valieron cierta reputación.

—Entonces, ¿por qué regresó?

—Por nostalgia.

—Entonces, ¿por qué está en esta institución? Con la preparación que usted tiene...

El hombre gordo le interrumpió:

—Ulceras.

—Bueno, siempre es de lamentar el padecer úlceras, pero no veo por qué han de impedirle proseguir su carrera.

—No, las úlceras no constituyen un obstáculo, pero contribuyeron a que comprendiera que mi profesión jamás me proporcionaría la dignidad que yo deseaba.

—Ahora, ha hablado usted como un resentido —comentó mister Norton.

En aquel instante la puerta se abrió violentamente y apareció en el quicio una mulata con el cabello teñido de rojo:

—¿Qué? ¿Cómo sigue el blanco? —Entró tambaleándose en el cuarto—: Muchacho, los blancos nunca venís acá. ¿Quieres un trago?

—Ahora no, Hester. Todavía está débil —dijo el veterano.

—Sí, ya se le nota. Por eso precisamente necesita un trago. Le reforzará la sangre.

—Anda, Hester, sé buena chica, vete ya...

—Bueno, bueno, ya me voy. Pero, ¿qué hacéis aquí con esas curas? Parece que estéis en un velorio. ¿Habéis olvidado que estáis en el Golden Day? —A pasos vacilantes se acercó a mí, mientras eructaba con gesto elegante, y hacía un par de eses—: Mira: un estudiante muerto de miedo y un blanco que se porta como si estuviera ante dos bichos raros. ¡Vamos, alegrad esas caras! Voy abajo y le diré a Halley que os suba bebidas.

Al pasar junto a Mr. Norton le dio un par de cariñosos cachetes. El rostro de Mr. Norton enrojeció hasta las cejas.

—¡Alegra esa cara, blanco!

El veterano rio, dirigiéndose a Mr. Norton.

—¡Bien! ¡Se ruboriza! Esto significa que se encuentra mucho mejor. No se preocupe, Hester es un ser humanitario, una generosa y habilísima terapeuta, dotada de la facultad de curar con el tacto. Su poder de provocar catarsis es tremendo.

Y volvió a reír.

Deseoso de salir de allí, dije:

—Tiene usted mucho mejor aspecto, señor.

Había comprendido perfectamente las palabras pronunciadas por el veterano, pero no pude penetrar su oculto significado. Advertí que Mr. Norton parecía tan inhibido como yo. Me daba cuenta, principalmente, de que el veterano se comportaba con una libertad que tan sólo podía acarrear problemas. De buena gana hubiera dicho a Mr. Norton que el veterano no estaba en sus cabales, pero, al mismo tiempo, experimentaba una especie de atemorizada satisfacción al ser testigo del modo en que éste hablaba al hombre blanco. El caso de la muchacha era distinto. Por lo general, las mujeres pueden permitirse actitudes que en un hombre no se toleran.

Sudaba de angustia, pero el veterano, sin hacer caso de mi interrupción, siguió hablando con la vista fija en Mr. Norton.

—Descanse, descanse. Todos los relojes han sido retrasados y las fuerzas de la destrucción se repliegan tras ellos. Quizá llegue el instante en que repentinamente comprendan lo que usted es y, entonces, su vida valdrá menos que un paquete de acciones de una sociedad en quiebra. Será usted cancelado, perforado, declarado nulo y sin valor, y se descubrirá que es usted el imán que atrae a todos los tornillos sueltos. Entonces, ¿qué hará usted? Los hombres así, los tornillos sueltos, se encuentran más allá del poder del dinero y, cuando el Supercargo ha sido derribado y yace como un buey muerto, estos hombres no reconocen jerarquía alguna. Para algunos, usted es el gran padre blanco, para otros un linchador de almas, pero para todos usted representa la confusión, la confusión que incluso ha llegado a penetrar en el Golden Day.

Mentalmente, yo me preguntaba "¿linchador?", pero, en voz alta, dije:

—¿De qué está usted hablando?

Aquel hombre estaba mucho más loco que los que se hallaban en el piso inferior. No me atrevía a mirar a Mr. Norton, que pronunciaba palabras de protesta.

El veterano frunció el ceño:

—Es éste un problema que sólo puedo solucionar soslayándolo. Se trata de una fórmula verdaderamente estúpida. Pero estas manos tan amorosamente educadas para dominar el bisturí, ansian acariciar el gatillo. Regresé para salvar vidas y fui rechazado. Diez hombres enmascarados me sacaron de la ciudad, a medianoche, y me azotaron con látigos, por haber salvado una vida humana. Y me humillaron hasta los últimos extremos de la degradación, porque mis manos eran hábiles, y porque yo creía que mi saber me proporcionaría dignidad, no riqueza sino dignidad, y devolvería la salud a otros hombres. —Repentinamente, fijó su vista en mis ojos—: ¿Comprendes ahora?

—¿Qué?

—Lo que acabas de oír.

—No lo sé.

—¿Por qué?

—Creo que es hora de irnos.

Volviéndose hacia Mr. Norton, dijo:

—¿Ve? Tiene vista y oídos, tiene una ancha y hermosa nariz africana, pero es incapaz de comprender la realidad. Comprender, ¿comprender? No, peor que eso. Sus sentidos perciben correctamente, pero no permite que su cerebro funcione. Todo carece de significado para él. Traga, pero no digiere. Y ya ha llegado a ser un muerto que se mueve y camina. ¡Dios mío! ¡Miradle! Ya ha aprendido a reprimir, no sólo sus emociones, sino también su humanidad, Es invisible, es la personificación de lo negativo. ¡Es la más perfecta realización de los sueños de usted, señor! ¡El hombre mecánico!

El rostro de Mr. Norton estaba atónito.

El veterano, recobrando rápidamente la calma, preguntó:

—¿Por qué se interesa usted por la universidad, Mr. Norton?

—Por conciencia de la función propia de mi destino —contestó, vacilante—. Creía, y sigo creyendo, que las gentes de vuestra raza están unidas a mi destino.

—¿Qué significa para usted la palabra destino?

—El buen éxito de mi obra, desde luego.

—Comprendo. ¿Sería usted capaz de reconocer este éxito, caso de tenerlo ante la vista?

Mr. Norton contestó, indignado:

—¡Claro que sí! ¡Naturalmente! Lo he visto y comprobado año tras año, al visitar la universidad.

—¿La universidad? ¿Por qué la universidad?

—Allí es donde se forja mi destino.

El veterano estalló en carcajadas:

—¡La universidad! ¡Señor, qué destino!

Se puso en pie, y, riendo, paseó alrededor de la estrecha habitación. Dejó de reír tan repentinamente como había comenzado.

—No creo que se muestre de acuerdo conmigo, pero me parece muy en su punto que haya venido al Golden Day, acompañado de este muchacho.

—Vine porque estaba indispuesto —dijo Mr. Norton—. Mejor dicho, el muchacho me trajo aquí.

—Sí, desde luego, pero vino a parar aquí con el muchacho y esto es lo que me parece adecuado.

—¿Qué pretende decir? —preguntó Mr. Norton, molesto.

Con una sonrisa en los labios, el veterano dijo:

—Un niño de corta edad será su guía. En serio, me pareció adecuado porque ninguno de ustedes dos son capaces de comprender lo que les ocurre. Usted no puede ver, ni oír, ni oler la verdad de lo que tiene ante sí mismo. ¡Y es usted quien pretende hallar su destino! ¡Es una situación clásica! Y el muchacho, este autómata, fue amasado con la tierra de esta región, y todavía ve menos que usted. Para usted, este chico es un punto más en el casillero donde registra usted sus logros; para usted, es solamente un objeto, no un hombre; una criatura, o, mejor dicho, un ente negro y amorfo. Y usted, pese al poder de que goza, tampoco es un hombre para él, sino un dios, una fuerza...

Mr. Norton se puso en pie abruptamente, e, irritado, dijo:

—Muchacho, salgamos de aquí.

El veterano hablaba:

—No. Escuche. Este muchacho cree en usted del mismo modo que cree en el latir de su propio corazón. Cree en la gran doctrina falsa predicada a la par a esclavos y a pragmatistas, según la cual el blanco está siempre en lo cierto. Puedo decirle cuál será el destino del muchacho. Será tu testaferro, y su ceguera constituirá el más firme apoyo para el cumplimiento de tal función. Será tu servidor, amigo mío, tu servidor y tu destino. Y ahora, bajad las escaleras, cruzad el caos y largaos de aquí. Me dais asco los dos, lamentables montones de podre. Idos antes de que os haga el honor de vomitar sobre vuestras cabezas.

Le vi dirigirse hacia el gran recipiente blanco, en el palanganero. Me situé entre él y Mr. Norton, y rápidamente hice salir a éste del cuarto. Miré atrás y le vi apoyado de frente en la pared. Emitía unos sonidos que eran mezcla de risas y llanto.

—¡De prisa! —dijo Mr. Norton—. ¡Este hombre está más loco que los otros!

Advertí un nuevo acento en sus palabras y dije:

—Sí, señor.

Cuando salimos, en la galería, había tanto alboroto como en el piso inferior. Mujeres y veteranos borrachos andaban tambaleándose de un lado a otro, con vasos en las manos. Al pasar ante la puerta abierta de un dormitorio, Edna salió y me cogió del brazo:

—¿Adónde llevas al blanco?

Me desprendí de ella:

—A la universidad.

—Pero, tú no quieres ir, ¿verdad, mi vida? —dijo Edna a Mr. Norton.

Intenté apartarla de nuestro camino. Pero ella insistió:

—Mira, de veras, en esta casa no hay nadie que sepa hacerlo mejor que yo.

—Bueno, de acuerdo, te creo. Pero, por favor, déjanos en paz. Vas a meterme en un lío.

Al iniciar el descenso de las escaleras, hacia la agitada multitud. Edna comenzó a chillar:

—¡Entonces, que pague! ¡Si se cree demasiado importante para mí, que pague!

Antes de que pudiera evitarlo, propinó un empujón a Mr. Norton, y éste y yo, perdido el equilibrio, bajamos las escaleras a tropezones, medio cayéndonos, y muy aprisa. Choqué con un hombre que me miró con la impersonal familiaridad del ebrio, y me apartó de un fuerte empujón. Mientras me hundía en la multitud, vi a Mr. Norton rodando por los suelos. Oí los chillidos de Edna y la voz de Halley gritando: "¡Cuidado! ¡Cuidado!". Entonces, respiré por primera vez aire fresco, y vi que estaba cerca de la salida. A empujones llegué hasta ella, y me quedé allí un momento, respirando con dificultad, y dispuesto a sumergirme de nuevo en la multitud para buscar a Mr. Norton. Cuando iba a hacerlo, oí a Halley que gritaba: "¡Dejad paso!". Y vi que conducía a Mr. Norton hacia la salida.

Al llegar a la puerta, Halley soltó al hombre blanco, y exhaló un suspiro mientras sacudía su cabezota.

—Gracias, Halley —le dije.

Pero no pude continuar. Mr. Norton, con la faz otra vez exangüe, el albo traje hecho un guiñapo, se tambaleó y cayó hacia delante, golpeándose la cabeza con la persiana de la puerta de salida.

—¡Cuidado!

Abrí la puerta, y alcé el cuerpo de Mr. Norton.

—¡Maldita sea! ¡Se desmayó otra vez! —dijo Halley—¿Colegial, cómo se te ocurrió traer aquí a este blanco?

Se oyó una voz:

—¿Está muerto?

Halley retrocedió, indignado:

—¡MUERTO! ¡Este hombre no puede morirse!

—¿Qué hacemos, Halley?

Se arrodilló junto a Mr. Norton.

—¡No, señor, en mi establecimiento no puede usted morirse! ¡No lo permitiré!

Mr. Norton abrió los ojos, alzó la vista, y en tono agresivo, dijo:

—Nadie ha muerto, ni nadie está muriéndose. ¡Y quítame las manos de encima!

Halley se apartó, sorprendido.

—Me alegro de veras. ¿Está usted bien, señor? Esta vez pensé que se había muerto.

—¡Por el amor de Dios, cállate! ¡Y alégrate de que no le haya pasado nada! —grité yo, sin poder reprimir los nervios.

Mr. Norton estaba evidentemente irritado. En la frente tenía un chichón. Me adelanté hacia el automóvil. Mr. Norton entró sin necesidad de mi ayuda. Al sentarme al volante, percibí en el cálido aire el olor a menta y a banco y a humo de cigarro. Mr. Norton guardaba silencio.