CAPÍTULO 14
El olor de las coles que Mary estaba guisando me hizo cambiar la decisión que había tomado hacía escasos minutos. En el recibidor, inmerso en el olor a coles, pensé que no podía rechazar el empleo que me habían ofrecido. Las coles me recordaban siempre los peores años de mi infancia, y cuando Mary nos daba coles, yo sufría en silencio. Aquél era el tercer día, en una semana, que Mary nos daba coles para cenar. Entonces pensé que quizá se hallase en apuros económicos.
Pensé que era indigno que me hubiera alegrado tanto de rechazar un empleo, cuando ni siquiera sabía cuánto dinero debía a Mary. Me invadió un súbito malestar. ¿Cómo podía atreverme a mirarla a la cara? Fui a mi dormitorio y me tumbé en la cama, en donde quedé pensativo. Mary tenía otros pensionistas que trabajaban y ganaban dinero, y, además, su familia la ayudaba. Pese a todo, no cabía duda de que pasaba unos momentos de apuro. Le gustaba ofrecer comida variada, y esta dedicación a las coles me parecía reveladora. Era increíble que no me hubiera dado cuenta antes. Mary tenía demasiadas atenciones para conmigo. Jamás me había reclamado la deuda. Y, cuando yo intentaba justificar mi falta de pago, exclamaba: "No me marees con tus pequeños problemas, yo sé que encontrarás algún trabajo". Pensé que quizás algún otro huésped se había quedado sin empleo, o se había ido de la pensión. ¿Cuáles eran los problemas de Mary? ¿Quién "expresaba sus necesidades y quejas", como diría el hombre de cabello rojo? Me había mantenido durante varios meses, y yo me portaba como si lo ignorase. ¿En qué clase de hombre me había convertido? Para mí, Mary había llegado a ser algo tan seguro, que ni siquiera había pensado en ella en el momento de rechazar un empleo. Ni tampoco se me había ocurrido pensar en las dificultades que le causaría si la policía viniera a detenerme por haber pronunciado un discurso insensato. Repentinamente, sentí la necesidad de ir a la cocina y mirar detenidamente a Mary. Pensé que quizá no la había visto, todavía, tal como realmente era. Me había comportado como un niño, no como un hombre.
Cogí el arrugado papel que me había dado el pelirrojo, y miré el número de teléfono en él escrito. Se había referido a una organización. ¿Qué nombre tenía la organización ésa? Ni siquiera lo había preguntado. ¡Valiente imbécil! Aun teniendo en cuenta que sentía desconfianza hacia el pelirrojo, hubiese debido, por lo menos, procurar enterarme de qué era lo que yo rechazaba. ¿Había rechazado impulsado por el miedo y el resentimiento? ¿Por qué el pelirrojo no me había dicho en qué consistía el trabajo, en vez de pretender impresionarme con su sapiencia?
Entonces, oí a Mary cantar, al otro extremo del piso. Su voz clara y tranquila cantaba una canción acongojada, nada menos que "Blues del agua negra". Tendido en la cama escuché la voz que llegaba hasta mí, y se quedaba allí, a mi lado, despertando la conciencia de mis deudas. Cuando la voz se extinguió, salté de la cama y me puse la chaqueta. Quizá no fuese demasiado tarde. Llamaría al hombre desde un teléfono público. Le pediría que me dijese exactamente qué esperaba de mí, y, entonces, tomaría una decisión fundamentada.
Mary oyó mis pasos. Asomó la cabeza por la puerta de la cocina, y me preguntó:
—¿Cuándo has llegado? No te he oído entrar.
—Hace poco. Estabas ocupada y pensé que sería mejor no molestarte.
—¿Y adónde vas a estas horas? ¿Es que no cenas en casa?
—Sí, cenaré. Pero ahora debo salir. Olvidé hacer algunas cosas.
—¡Tonterías! ¿Qué vas a hacer en una noche como ésa? Hace un frío terrible.
—Bueno, a lo mejor cuando vuelva te doy una sorpresa.
—A mí ya nada puede sorprenderme, muchacho. Corre, y vuelve pronto o no vas a comer caliente.
En el frío de la calle, mientras buscaba un teléfono público, me di cuenta de que me había obligado, en cierto modo, a dar una sorpresa a Mary, y ello me llenó de energías. Al fin y al cabo, pensé, se trata de una tarea que me permitirá ejercer mis dotes de orador. Y, además, por poco que paguen siempre será más de lo que gano ahora. Por lo menos podré pagarle a Mary parte de mi deuda. Y Mary tendría la satisfacción de ver confirmadas sus predicciones.
La noche parecía estar dominada por el signo de las coles hervidas. La casa de comidas en la que entré para telefonear apestaba a coles también.
Al oír mi voz, el hermano Jack no se sorprendió lo más mínimo. Le dije:
—Me gustaría que me informara sobre...
—Venga a verme ahora mismo —me interrumpió—. Estábamos a punto de irnos ya.
Me dio una dirección en la Avenida Lenox, y colgó sin permitirme formularle pregunta alguna.
Volví al frío de la calle, sintiéndome irritado tanto por la ausencia de sorpresa en la reacción del hermano Jack, como por el modo imperativo en que había hablado. La casa a la que debía ir no estaba lejos. Me puse en camino lentamente. Al doblar la esquina con la avenida Lenox, un automóvil se detuvo ante mí, junto a la acera. En su interior vi a varios hombres sonrientes, entre ellos el hermano Jack, que me dijo:
—Entre. Charlaremos mientras vamos allá. Se trata de una fiesta que probablemente le gustará.
—No voy vestido adecuadamente —protesté—, mejor será que le llame mañana.
—¿Vestido? —rio—. Como va ya vale. Vamos, entre.
Al ver que en los asientos posteriores iban tres hombres, me senté al lado del hermano Jack y del conductor. El automóvil se puso en marcha.
Nadie hablaba. El hermano Jack parecía sumido en honda meditación. Los otros miraban al exterior, a la oscuridad nocturna. Nos comportábamos como si fuéramos pasajeros ocasionalmente reunidos en un autobús. Sentía cierta inquietud, y me preguntaba a dónde nos dirigíamos, pero decidí callar. El automóvil avanzaba deprisa sobre el barrillo helado.
Miraba la oscuridad de la noche, e intentaba inútilmente determinar qué clase de hombres eran los que viajaban conmigo. Ciertamente no se comportaban como si se dirigieran a una reunión social. Pensé que tenía hambre y que iba a perderme la cena de la pensión. Bueno, quizá sería mejor, para mí y para Mary, que llegara tarde. Por lo menos me evitaría tener que comer coles.
El automóvil se detuvo unos instantes ante un semáforo. Y después, avanzamos velozmente, cruzando un paisaje formado por amplias extensiones llanas, cubiertas de nieve, iluminado aquí y allá por faroles, en el que los faros de otros automóviles acuchillaban una y otra vez la oscuridad del aire: pasábamos por Central Park, un Central Park totalmente transformado por la nieve. Pareció que hubiéramos penetrado repentinamente en la paz de un paisaje campestre, pero yo sabía que muy cerca de allí estaba el jardín zoológico con sus peligrosos animales. Tigres y leones en jaulas con calefacción, osos dormidos, serpientes enroscadas en sus subterráneas guaridas. Y también estaba el estanque de aguas negras, cubierto por el hielo y la noche, las aguas bajo la negrura y el blancor, bajo niebla gris y gris silencio. Más allá de la cabeza del conductor, alzándose detrás del parabrisas, vi un gran bloque de edificios. El automóvil volvió a entrar en la corriente del tránsito rodado y descendió aprisa por una calle en pendiente.
Se detuvo ante un lujoso edificio situado en una parte de la ciudad que yo desconocía. Al salir del automóvil juntamente con los demás pasajeros, vi, a la media luz de la noche nevada, la palabra Chthonian, en la pared del edificio. Entramos en un vestíbulo iluminado por débiles bombillas situadas tras pantallas de cristal opaco. Con extraña familiaridad, pasamos ante un portero uniformado. Al entrar en un silencioso ascensor, que se puso en movimiento a cien por hora, tuve la sensación de haber vivido ya aquella escena. Con una suave sacudida, el ascensor se detuvo, y yo me pregunté si habíamos ascendido o descendido. El hermano Jack me condujo hasta una puerta en la que había un picaporte de bronce en forma de lechuza. Adelantó la cabeza, como si intentara escuchar los sonidos tras la puerta, y, después, puso la mano sobre la lechuza. En lugar de un golpe, oí un nítido, helado, campanilleo. Poco después, la puerta se abría un poco, dejando ver la figura elegantemente vestida de una mujer, cuyo rostro bello, de líneas duras, sonrió abiertamente al ver al hermano Jack.
A mi olfato llegó el exótico perfume que usaba aquella mujer. Nos invitó a entrar:
—Adelante, hermanos.
En el instante en que me hacía a un lado para ceder el paso a los otros, percibí el destello de un broche de diamantes en el vestido de la mujer. El hermano Jack me empujó hacia dentro. Dirigiéndome a la mujer dije:
—Usted disculpe.
El empujón del hermano Jack me arrojó hacia la mujer, y ella no se apartó. Durante unos momentos, mi cuerpo estuvo en contacto con la perfumada suavidad del de la mujer. Y ella sonrió como si estuviéramos solos en el mundo. Luego, pasé adelante, inquieto, no por el contacto con el cuerpo de la mujer, sino por la vaga sensación de haber vivido ya aquellos instantes. Pensé que quizás ello se debía a haber visto escenas parecidas en cintas cinematográficas, o a haberlas leído en libros, o a haberlas soñado reiteradas veces. Fuese lo que fuera, me dominaba la impresión de penetrar en un escenario que, debido a circunstancias indeterminadas, hasta el momento sólo había contemplado a distancia. Me preguntaba cómo era posible que el hermano Jack y sus amigos tuvieran un lugar de reunión tan lujoso.
—Dejad los abrigos en la biblioteca —dijo la mujer—. Mientras, os prepararé bebidas.
Entramos en una estancia con estanterías repletas de libros, y con instrumentos musicales como motivos decorativos. De la pared, colgados por el cuello mediante cintas azules y rosadas, pendían una pequeña arpa, un cuerno de caza, un clarinete y una flauta. Vi un diván de cuero y varios sillones.
—Deja el sobretodo en el diván —me invitó el hermano Jack.
Allí lo dejé. Miré alrededor. El dial de la radio acoplada en una de las estanterías de la librería de caoba, estaba encendido, sin embargo la radio no emitía sonido. Sobre una gran mesa escritorio, vi una escribanía de plata y cristal. Y cuando uno de los hombres que habían venido con nosotros se acercó a las estanterías para examinar los lomos de algunos libros, quedé sorprendido por el contraste existente entre la riqueza de la estancia y la pobreza de las ropas de aquellos hombres.
El hermano Jack me tomó del brazo:
—Vamos al otro cuarto.
Entramos en una habitación con una de sus paredes totalmente cubierta, desde el techo al suelo, por cortinajes rojos de suntuosos pliegues. Vi varios grupos formados por mujeres y hombres de elegantes ropas, algunos junto a un piano, y otros, apartados, sentados en sillones tapizados en pálido color tostado, y con el armazón de madera pajiza. Advertí la presencia, aquí y allá, de varias mujeres jóvenes y atractivas, pero tuve buen cuidado en no mirarlas más de una vez. No podía evitar sentirme extraordinariamente cohibido, pese a que, salvo alguna que otra mirada rápida, nadie me prestó atención. Se portaban como si no me vieran; parecía que en parte estuviera allí, y en parte no estuviera. Los que habían llegado conmigo se unieron a distintos grupos. El hermano Jack, cogiéndome del brazo me condujo al otro extremo de la estancia.
—Vamos a tomar una copa.
La mujer que nos había abierto la puerta mezclaba bebidas, en pie tras un mostrador de bar que por su tamaño hubiese podido ser el orgullo de un club nocturno.
—¿Nos das una copa, Emma? —dijo el hermano Jack. Ella sonrió e inclinó la cabeza a un lado:
—Precisamente en vosotros estaba pensando.
—No pienses y actúa. Necesitamos actuación. Estamos sedientos. Este hombre que tengo al lado ha dado hoy un empujón a la historia que la ha hecho avanzar veinte años.
En los ojos de la mujer apareció una voluntaria chispa de interés:
—Tienes que hablarme de él. El hermano Jack rio:
—Te bastará con leer los diarios de mañana. Comenzamos a avanzar. Hemos dado un gran salto al frente.
La mujer me examinó lentamente, y me preguntó:
—¿Qué vas a beber, hermano?
—Bourbon —contesté.
Recordé que ésta era la mejor bebida que el Sur podía ofrecerme, y, al mismo tiempo, me di cuenta de que había hablado en voz excesivamente alta. Sentí calor en la piel del rostro, pero sostuve la mirada de la mujer, tan firmemente como mi valor me lo permitía. No fue la suya la mirada que expresaba "como-ser-humano-no-me-interesas-en- absoluto" que tan bien llegué a conocer en el Sur, no era aquella mirada que resbalaba sobre los negros, contemplándolos como si fuesen un caballo o un insecto. En la mirada de la mujer había un mensaje que parecía decir "¿qué-clase-de-hombre-en-sí-mismo-tengo-ahí-delante?", una mirada que traspasaba la piel... Un músculo de una pierna se me comenzó a mover espasmódicamente.
—¡Emma, el bourbon! ¡Dos bourbons! —insistió el hermano Jack.
Al tiempo que cogía una botella de cristal tallado, la mujer dijo:
—Estoy francamente intrigada por lo que me has dicho.
—Como de costumbre: intrigada e intrigante. Pero no olvides que nos estamos muriendo de sed.
Ella escanció bourbon en un vaso.
—De impaciencia os estáis muriendo. Dime, ¿dónde descubriste a este joven héroe del pueblo?
—No lo descubrí. Sencillamente, surgió de la multitud. Ya sabes que las multitudes siempre descubren y ponen en lo alto a sus jefes...
—¿Ponen en lo alto, dices? Tonterías. Los mastican y luego los escupen. Sus jefes no nacen, se hacen. Y luego se destruyen. Eso es lo que siempre has dicho tú. Toma, hermano.
El hermano Jack la miraba fijamente. Cogí el vaso de pesado cristal y me lo llevé a los labios contento de disponer de un pretexto para no tener que mirar a la mujer. En el aire flotaban unos leves estratos de humo de cigarrillo. Oí una serie de graves arpegios en el piano a mis espaldas, y di media vuelta para mirar hacia allá. Mientras yo estaba de espaldas, oí que la mujer decía en voz baja, pero no lo suficiente para que no llegara a mis oídos:
—¿No crees que debiera ser un poco más negro?
El hermano Jack susurró:
—Chitón... No seas tonta, no nos interesa su aspecto, sino sus palabras, su voz. Y te aconsejo que también tú te intereses en él.
Estas palabras me dejaron con el rostro ardiente y la respiración entrecortada. Vi una ventana al otro lado de la estancia, y fui hacia allá. El piso estaba muy alto. Abajo, en la noche, los faroles y los semáforos formaban punteados dibujos. ¿De modo que la mujer opinaba que yo no era lo bastante negro? ¿Qué quería? ¿Un cómico blanco disfrazado de negro? ¿Quién era aquella mujer? ¿La esposa del hermano Jack, su amante? Quizá le gustaría que fuese un hombre capaz de sudar alquitrán, tinta, betún y grafito. ¿Qué era yo? ¿Un recurso económico natural?
Tan alta estaba la ventana que el sonido del tránsito apenas llegaba a mis oídos. Pensé que mi aventura había tenido un mal principio. Pero recordé que era el hermano Jack quien iba a contratarme, si es que todavía estaba interesado en mis servicios, y no la tal Emma. Me eché al coleto un buen trago de bourbon, y pensé que me gustaría demostrar a la mujer cuán negro era yo. El bourbon me pareció suave y frío. Sería cuestión de andar con tiento, porque si bebía demasiado quizá cometiera alguna barbaridad. También debía tener cuidado con aquella gente. Cuidado con todo, siempre cuidado con todo el mundo...
—Bonita vista, ¿verdad?
Me volví. A mi lado tenía a un hombre alto, de piel oscura.
—Le esperamos en la biblioteca —añadió.
Allí estaban el hermano Jack, los otros que vinieron en el automóvil, y dos hombres más a los que nunca había visto. Jack dijo:
—Entra, hermano. Hay una regla, válida para todos, que dice que los negocios tienen prioridad sobre la diversión. Día llegará en que el trabajo y la diversión sean una misma cosa, porque reinstauraremos el placer en el trabajo. Siéntate.
Me senté en una silla frente a él, preguntándome qué significaban sus palabras.
—Hermano, nosotros no solemos interrumpir nuestras reuniones sociales para hablar de negocios, pero en tu caso creo que es necesario.
—Lo siento. Debí llamarle antes.
—¿Qué lo sientes? No, hombre. Nos alegra poder hacerlo. Te hemos esperado durante meses. A ti o a alguien capaz de hacer lo que has hecho.
—Bueno, pero...
—¿Cuál es nuestro trabajo? ¿Cuál es nuestra misión? Sencillamente, trabajamos para lograr un mundo mejor para todos. Ni más ni menos. Es mucha la gente que ha sido desposeída de su legítima herencia, y nosotros nos hemos reunido en una hermandad, a fin de procurar remediarlo en la medida que nos sea posible. ¿Qué te parece la idea?
—Muy bien, sí. —Quedé meditativo un instante, intentando aprehender el pleno significado de sus palabras—. Creo que es una excelente idea. ¿Y cómo van a lograrlo?
—Incitando a los desposeídos a actuar, tal como tú has hecho. Hermanos, yo estaba allí, y este muchacho estuvo magistral. Con poquísimas palabras provocó una manifestación contra los desahucios.
—Yo también estaba allí. Fue algo increíble —dijo otro.
El hermano Jack, en voz que invitaba a la máxima sinceridad, me incitó:
—Explícanos un poco tu historial.
Brevemente, les dije que había llegado a Nueva York en busca de trabajo para ganar algún dinero y pagar con él mis estudios en la universidad, pero que hasta el momento no lo había conseguido.
—¿Perseveras en tus propósitos de reanudar los estudios?
—Ya no. Creo que la universidad y yo hemos terminado para siempre.
—Me parece bien. Poco podrías aprender en la universidad. Sin embargo, la formación universitaria es siempre conveniente, pese a que tendrás que olvidar gran parte de lo aprendido allí. ¿Estudiaste economía?
—Algo.
—¿Sociología?
—También.
—Te aconsejo que no olvides las lecciones en estas materias. Te proporcionaremos libros, y también algunos textos que explican detalladamente nuestro programa. Bueno, creo que me estoy precipitando un poco. A lo mejor no te interesa trabajar en nuestra hermandad.
—Todavía no me ha dicho cuál sería mi trabajo —protesté.
Me miró con fijeza, en lentos movimientos cogió el vaso, y bebió un largo trago.
—Digamos que quisiéramos que llegaras a ser un nuevo Booker T. Washington. ¿Qué te parece?
—¡Qué!
Miré al fondo de sus inexpresivas pupilas en busca de un rastro de burla. El hermano Jack inclinó la cabeza a un lado y sostuvo mi mirada. Y yo musité:
—No bromee...
—No bromeo. Hablo con toda seriedad.
¿Estaba aquel hombre borracho? Volví a examinarle: parecía sereno. Dije:
—En este caso, permítame decirle que no le comprendo.
—Ya. Pero, ¿qué te parece la idea? Mejor dicho: ¿qué opinas de Booker T. Washington?
—Pues creo, como es natural, que fue una figura de gran importancia. Al menos eso cree la mayoría de la gente.
—¿Pero...?
—Bueno...
Me faltaban palabras para expresarme. Aquel hombre volvía, de nuevo, a ir demasiado aprisa. Su idea me parecía propia de un loco. Sin embargo, los demás allí reunidos me miraban calmosamente. Uno de ellos se disponía a encender la pipa. Vi la cerilla chisporrotear, y las chispas convertirse en llama.
—¿Qué ibas a decir? —insistió el hermano Jack.
—Bueno, creo que no tuvo la altura del Fundador.
—¿Por qué?
—Bueno, en primer lugar, el Fundador vivió antes que Booker T. Washington, e hizo todo lo que éste hizo y bastante más. Eran muchos más los que creían en el Fundador. En la actualidad mucha gente regatea méritos a Booker T. Washington, pero nadie discute los del Fundador.
—Así es. Pero quizás ello se deba a que el Fundador ya ha pasado a la historia, Mientras que Washington constituye todavía una fuerza históricamente operante. De todos modos, el nuevo Booker T. Washington trabajará en favor de los pobres.
Fijé la vista en el vaso de bourbon. Resultaba increíble y, al mismo tiempo, excitante. Tenía la sensación de ser testigo de la gestación de importantes acontecimientos. Era como si se hubiera alzado un telón, y ahora pudiera ver la maquinaria que hace funcionar al país. Sin embargo, ninguno de los hombres que allí estaban era conocido, o al menos yo no había visto sus rostros en los periódicos.
El hermano Jack prosiguió:
—En estos tiempos de indecisión en que todas las antiguas soluciones han resultado falsas, el pueblo mira hacia atrás, y busca las claves con que resolver los problemas en las figuras de los grandes hombres desaparecidos. Primero recurren a uno, luego a otro, y a otro. Buscan las soluciones en estos hombres del pasado.
El que fumaba en pipa, dijo:
—No quisiera molestarte, hermano, pero creo que podrías concretar un poco más.
—No interrumpas, por favor —replicó el hermano Jack secamente.
El otro, acompañando sus palabras con ademanes de la mano que sostenía la pipa, dijo:
—Sólo quiero recordarte que existe una terminología científica, y que, a fin de cuentas, nos consideramos científicos. Por tanto mejor será que hablemos como científicos.
—Lo haré a su debido tiempo. A su tiempo... —Se dirigió a mí—: Mira, hermano, el inconveniente, en el comportamiento que antes te he dicho, estriba en que los muertos poco pueden hacer. De lo contrario no serían muertos. ¡No, no! Pero, por otra parte, sería erróneo presumir que los muertos carecen en absoluto de poder. Los muertos son impotentes tan sólo en cuanto se trata de dar plena solución a los nuevos problemas que la historia plantea a los vivos. Sin embargo, lo intentan. Cuando oyen las invocaciones del pueblo en un momento de crisis, los muertos responden. Precisamente ahora en este país, con tantos grupos de distintos orígenes nacionales, se invoca la presencia de todos los viejos héroes históricos. Jefferson, Jackson, Pulaski, Garibaldi, Booker T. Washington, Sun Yat-sen, Danny O´Connell, Abraham Lincoln y otros muchos son invitados a entrar de nuevo en la escena histórica. No voy a decir, de un modo terminante, que hayamos llegado a un punto históricamente decisivo, que nos hallemos en un momento de suprema crisis mundial. Sin embargo, avanzamos hacia la total destrucción, y a ella llegaremos si no ponemos remedio. Estamos obligados, tenemos el deber, de poner remedio a esta situación. Y los cambios que solucionen nuestros problemas deben ser impuestos por el pueblo. Ello es así, hermano, porque los enemigos de la humanidad la están desposeyendo de su legítima herencia. ¿Comprendes?
Profundamente impresionado, contesté:
—Comienzo a comprender.
—Hay otras formas de expresar lo que te he dicho, formas más precisas, pero ahora no disponemos del tiempo necesario para emplearlas. Hablamos de un modo que permita una fácil comprensión, como tú has hablado a la multitud, hoy.
Su mirada me cohibía. Dije:
—Entiendo.
—Así pues, el problema no estriba en que tú desees ser un nuevo Booker T. Washington, mi querido amigo. Booker T. Washington ha resucitado hoy, en ocasión de cierto desahucio en Harlem. Surgió de la masa anónima y habló al pueblo. Como puedes ver, no he intentado embromarte, ni mucho menos. Ni tampoco hacer juegos de palabras. Este fenómeno tiene una explicación científica, tal como nuestro culto hermano ha tenido la bondad de recordarme, que tú aprenderás a su debido tiempo, pero, llámesele como se le llame, la crisis mundial es una realidad tangible. Aquí todos somos realistas, y, también, materialistas. La incógnita estriba en saber quién será el que determine el curso que seguirán los acontecimientos, es decir, la dirección en que avanzarán. Por esto te hemos traído aquí, y estamos ahora contigo en esta habitación. Hoy tú has contestado, en la calle, al llamamiento del pueblo, y nosotros queremos que seas su fiel intérprete. Serás el nuevo Booker T. Washington, y quizá todavía más grande que él.
Se calló. Y hubo un silencio. Podía oír el sonido del tabaco quemándose en la cazoleta de la pipa. El hombre de la pipa dijo:
—Quizá debieras dejar que nuestro hermano exprese su opinión sobre cuanto has dicho.
El hermano Jack se dirigió a mí:
—¿Qué te parece, hermano? Miré los expectantes rostros de los reunidos.
—Todo lo que ha dicho es tan nuevo para mí, que ignoro exactamente cuál es mi opinión. No sé qué pensar. ¿Está seguro de que yo soy el hombre adecuado para esta tarea?
—No debes dejar que estas dudas te atormenten. Te pondrás rápidamente a la altura de las circunstancias, para ello sólo hace falta que trabajes con entusiasmo, y sigas las instrucciones que te demos.
Todos se pusieron en pie. Les contemplé mientras procuraba desvanecer la sensación de irrealidad que me dominaba. Me miraban igual que, en otros tiempos, me miraron los compañeros de estudios cuando ingresé en el club de estudiantes. Pero en esta ocasión, no concurrían aquellas ficciones propias de los clubs estudiantiles, sino que todo era muy real. Y había llegado el momento de tomar una decisión, de decir a aquellos hombres que estaban todos locos, y regresar a la pensión de Mary. Pero, ¿qué podía yo perder aceptando la propuesta? Por lo menos me habían invitado —a mí, a uno de nuestra raza— a participar en los inicios de un movimiento ambicioso. Además, si rechazaba la oferta, ¿qué otro camino se abría ante mí? ¿Aceptar un empleo de maletero en la estación? Por lo menos tendría ocasiones de hablar en público. Dije:
—¿Cuándo empiezo a trabajar?
—Mañana. No hay tiempo que perder. A propósito, ¿dónde vives?
—Tengo un cuarto alquilado a una mujer, en Harlem.
—¿Casada?
—No. Es viuda. Alquila habitaciones.
—¿Qué formación tiene? ¿Ha ido a la escuela?
—Supongo que fue a la escuela, pero muy poco.
—¿Más o menos es como la pareja de ancianos desahuciados?
—Algo así —sonreí—, pero sabe protegerse a sí misma. Tiene mucho temple.
—¿Te hace muchas preguntas? ¿Sois amigos?
—Se ha portado muy bien conmigo. Cuando llegó el momento en que no pude pagar la pensión, me permitió quedarme en su casa sin pagar.
Movió negativamente la cabeza y exclamó:
—No.
—¿Qué pasa?
—Que no. Más valdrá que salgas de esta casa. Te encontraremos otro lugar en que vivir, que esté más hacia el centro de Harlem, para tenerte cerca de nosotros.
—Pero no tengo dinero para pagarle lo que le debo, y, además, es una mujer de plena confianza.
Agitó la mano en el aire:
—Nosotros nos ocuparemos de la cuestión del dinero. Debes darte cuenta, desde ahora, de que nuestro trabajo es incompatible con tu permanencia en esta pensión. Nuestra disciplina exige que no hablemos con nadie que no pertenezca a la organización, y que evitemos las situaciones susceptibles de provocar involuntarias revelaciones de información. Así es que deberás olvidar tu pasado. ¿Tienes familia?
—Sí.
—¿Te relacionas con ella?
—Naturalmente. Les escribo de vez en cuando.
Su modo de formular las preguntas me disgustaba. Hablaba en voz fría e inquisitorial. Dijo:
—Será mejor que dejes de escribirles durante una temporada. De todos modos tendrás demasiado trabajo para dedicarte a escribir cartas. —Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, como si buscara algo, y dijo—: Toma.
Pero no me dio nada. Se puso en pie. Alguien le preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Nada. Excusadme por un instante.
Andando a saltitos fue hasta la puerta, la abrió e hizo señas a alguien que estaba fuera. Poco después aparecía la mujer. El hermano Jack la hizo entrar, cerró la puerta y le dijo:
—Emma, da al nuevo hermano el papel que te entregué antes.
Con una sonrisa de comprensión, la mujer dijo:
—De modo que tú eres el nuevo hermano...
Introdujo las puntas de los dedos en el escote de su vestido de tafetán y extrajo de él un sobre blanco.
—Ábrelo. Ahí está tu nueva identidad —dijo el hermano Jack.
Dentro del sobre había un papel con un nombre. El hermano Jack dijo:
—Este es tu nuevo nombre. Procura recordar, desde ahora, que no tienes otro nombre que éste. Convéncete de ello hasta el punto de que si te despiertan llamándote por este nombre seas capaz de reaccionar cual si fuese el tuyo. Muy pronto serás conocido por este nombre en todo el país. Este y sólo éste es tu nombre, ¿comprendido?
—Sí.
—No olvides arreglar lo de su alojamiento —dijo el hombre alto.
El hermano Jack frunció el ceño.
—No. Emma, por favor, dame fondos.
—¿Cuánto quieres, Jack?
Jack se volvió hacia mí:
—¿Andas muy atrasado en tus pagos?
—Demasiado.
Se dirigió a Emma.
—Trescientos.
Cuando mostré mi sorpresa por lo elevado de la suma, Emma dijo:
—No te preocupes. Con esto pagas tus deudas y te compras ropa. Llámame mañana por la mañana y te diré cuál es tu nuevo alojamiento. Tu sueldo inicial será de sesenta dólares semanales.
¡Sesenta a la semana! Me quedé mudo. La mujer cruzó la habitación, buscó en la mesa y volvió con el dinero, que puso en mi mano. En broma dijo:
—Mejor será que lo escondas.
—Bueno, hermanos, creo que eso es todo —dijo el hermano Jack—. Emma, ¿por qué no nos das una copa?
—No faltaría más.
Fue a un pequeño armario del que extrajo una botella y varios vasos, y escanció en cada uno un par de centímetros de líquido incoloro.
—Estáis servidos, hermanos.
El hermano Jack cogió un vaso, lo alzó hasta la nariz, inhaló profundamente, y, luego, tocó con su vaso el mío y dijo:
—Por la Hermandad entre los hombres, por la Historia, por el Cambio.
—Por la Historia —contestamos todos.
Aquel brebaje me abrasó la garganta. Y tuve que inclinar la cabeza para ocultar las lágrimas.
—¡Aaah...! —exclamó alguien después de beber, con profunda satisfacción.
—Vayamos a reunirnos con los otros —dijo Emma.
El hermano Jack se dirigió a mí:
—Ahora es cuestión de distraernos un rato. No olvides tu nueva identidad.
Hubiera querido meditar un poco, pero no me dieron tiempo. Me llevaron a una amplia estancia, en la que fui presentado con mi nuevo nombre a los circunstantes. Todos sonrieron y mostraron grandes deseos de conocerme, como si supieran ya cuál iba a ser la tarea que yo debía desarrollar. Todos me estrecharon cordialmente la mano.
Una mujer de aspecto insignificante, con un vestido de terciopelo negro, me preguntó:
—¿Cuál es tu opinión, hermano, sobre los derechos de la mujer?
Antes de que pudiera contestar, el hermano Jack me apartó de la mujer, empujándome hacia un grupo de hombres. Uno de éstos parecía saber todo lo referente al desahucio de la pareja de viejos. Cerca de nosotros, unos hombres agrupados alrededor del piano cantaban, con mucho ruido y mala entonación, canciones populares. El hermano Jack y yo fuimos de grupo en grupo. Todos se mostraban muy respetuosos para con él, mientras que él se comportaba demostrando gran autoridad. Pensé que sin duda se trataba de un hombre importante y poderoso, no de un payaso como había creído. Sin embargo, también pensaba que todas sus explicaciones sobre Booker T. Washington y mi obligación de asumir la personalidad de éste, no iban conmigo. Cumpliría con mis obligaciones, pero no sería más que yo mismo, quienquiera que yo fuese. Si querían, podían seguir pensando que yo era Booker T. Washington. Y la opinión que yo tuviera de mí mismo, me la guardaría para mis adentros. Procuraría conformar mi vida a las enseñanzas del Fundador. Sí, señor. Y, además, tendría que ocultar el hecho de haber padecido miedo mientras pronunciaba el discurso. Inesperadamente, me estremeció una carcajada. Pensé que debería ponerme al corriente en la cuestión esa de la ciencia de la historia.
Nos habíamos detenido cerca del piano. Un hombre joven y nervioso me hizo varias preguntas sobre los principales dirigentes públicos de Harlem. A pesar de que sólo los conocía de oídas, contesté como si fueran todos amigos míos. Mi interlocutor exclamó:
—¡Bien! ¡Bien! Tendremos que colaborar con ellos, en el próximo futuro.
Le señalé con el vaso, y dije:
—Así es.
Un hombre bajo y grueso fijó su vista en mí, y alzó las manos para que los que cantaban se callaran. Me habló:
—¡Oye, hermano! —Se dirigió a los otros—: ¡Callaos ya! ¡Callaos!
—Dime... hermano —contesté.
—Eres exactamente el hombre que necesitamos. Buscábamos un tipo como tú.
—¡Oh...!
—Oye, ¿por qué no nos cantas un espiritual, hermano? ¿O una de aquellas viejas canciones de esclavos? Como aquella... —Y se puso a cantar, con los brazos separados del cuerpo, como un pingüino, el vaso en una mano, el cigarro en la otra—: Nunca estuve en Atlanta, no, señor. El hombre blanco duerme en la cama, y el negro en el duro suelo... ¡Ja, ja, ja! Anda, hermano, cántanos algo de este estilo.
El hermano Jack rugió con voz temblorosa de ira:
—¡El hermano no canta!
—¡Bobadas! ¡Todos los negros cantan!
—He aquí un indignante ejemplo de inconsciente chauvinismo racial —dijo el hermano Jack.
El hombre grueso insistió con tozudez:
—¡Tonterías! ¡Me gustan los cantos de los negros!
—¡He dicho que el hermano no canta! —aulló el hermano Jack con el rostro congestionado.
El hombre bajo y grueso le miró con expresión de tozudez:
—¿Por qué no dejas que sea él quien diga si canta o no canta, hermano? —Se dirigió a mí—: ¡Vamos, hermano, anímate! —Dejó el cigarro, y haciendo chasquear los dedos, berreó a todo pulmón, con ronca voz de barítono—: ¡Desciende, oh, Moisés, desciende! En las lejanas tierras de Egipto le pedí al viejo Faraón que dejase cantar a mi negro pueblo... —¡Soy el defensor del derecho a cantar de mi hermano negro! —gritó, agresivo.
El hermano Jack estaba congestionado, mudo de ira. Hizo una seña con la mano. Dos hombres se dirigieron al tipo bajo y grueso y cogiéndole por los brazos se lo llevaron. El hermano Jack salió tras ellos. En la estancia reinaba un impresionante silencio.
Durante unos instantes, permanecí inmóvil, con la vista fija en la puerta. Después, miré alrededor. Sentía ardor en la piel del rostro, y el vaso que sostenía en la mano casi quemaba. ¿Por qué todos me miraban como si yo fuese culpable de la escena que acabábamos de presenciar? ¿Por qué me miraban? Entonces, en un impulso súbito, grité:
—¿Se puede saber qué diablos les ocurre? ¿Es que no han visto nunca a un borracho?
A lo lejos, oímos la insegura voz del ebrio: Oh, mamita, mamita de San Luis... Con tus anillos de diamantes... Tras el golpe de una puerta, la voz se extinguió. A mi alrededor, todos parecían desconcertados e inhibidos. Me eché a reír a carcajadas histéricas. Y entre las carcajadas gemía:
—¡Me ha cruzado la cara! ¡Me ha cruzado la cara con un metro de tripa de vaca!
Me retorcía de risa, y al impulso de mis carcajadas la habitación se balanceaba. Grité:
—¡Me ha lanzado al rostro un plato de pata de cerdo!
Ninguno de los que allí estaban parecía comprender mis palabras. Las lágrimas apenas me permitían ver. Entre carcajadas, dirigiéndome al grupo más cercano, tartamudeé:
—¡Es alto como un pino de Georgia! ¡Está totalmente borracho...! ¡No puede ni cantar!
Un hombre me dio la razón nerviosamente:
—Sí, claro, sí. Ja, ja...
—¡Tres sábanas al viento! —dije, recobrando el aliento.
Entonces advertí que la silenciosa tensión de los circunstantes se suavizaba, y se traducía en risas que fueron contagiándose de unos a otros, hasta que un rugido compuesto por risas de distintos volúmenes, intensidades y entonaciones, dominó la habitación. Todos reían.
—¡Había que ver la cara que ha puesto el hermano Jack! —exclamó un hombre sacudiendo la cabeza.
—¡Qué bárbaro!
—¡"Desciende Moisés"!
—¡Pero qué bárbaro, Señor!
Al fondo, varios hombres golpeaban la espalda de otro al que la risa había hecho perder el resuello. Muchos sacaron pañuelos para sonarse las narices y secarse los ojos. Cayó un vaso al suelo, y alguien derribó una silla. Yo procuraba dominar las acometidas de las dolorosas carcajadas que todavía me sacudían. Y cuando me hube calmado, advertí que me miraban con tímido agradecimiento. La escena había sido como un toque de atención para todos. Sin embargo, aquella gente parecía empeñada en fingir que nada insólito había ocurrido. Sonreían. Algunos causaban la impresión de que quisieran acercarse a mí, para darme palmaditas en la espalda y estrecharme la mano. En cierto modo, se comportaban como si yo les hubiera prestado un importante servicio cuya trascendencia no me era dado comprender, como si les hubiera dicho algo que ellos deseaban oír. Esto era lo que sus rostros expresaban. Me dolía el estómago. De buena gana me habría ido de allí para librarme de sus miradas. Entonces, una mujer pequeña y delgada se acercó a mí y me estrechó la mano. Con perezoso acento yanqui, dijo:
—Siento infinito lo ocurrido. De veras que lo siento. Algunos de nuestros hermanos no están todavía suficientemente preparados, pero sus intenciones son buenas. Le ruego que le disculpe.
Examiné detenidamente su rostro delgado, característico de las gentes de Nueva Inglaterra, y dije:
—En realidad, estaba un poco mareado.
—Sí, desde luego. Y su estado ha sido ocasión de que pusiera de manifiesto su manera de ser. Jamás se me ocurriría pedir a un hermano de color que cantara canciones, pese a que me gustan estos cantos. Pedir esto supone una actitud retrógrada. Usted está aquí para luchar junto a nosotros, no para divertirnos. ¿Comprende lo que quiero decir, hermano?
Asentí con una sonrisa. Antes de irse, me ofreció su mano pequeña, enguantada en blanco, y dijo:
—Ya sabía que lo comprendería. Ahora debo dejarles, adiós.
Estaba intrigado. ¿Qué quiso decirme aquella mujer? ¿Intentó expresar que ella comprendía que para nosotros resultaba ofensivo que los blancos creyeran que todos éramos actores, cómicos y cantantes? Ahora, tras la explosión de risa de los asistentes, me formulaba in mente una serie de inquietantes preguntas. ¿Estaba prohibido pedirnos que cantáramos? ¿Acaso el hombre rechoncho no podía cometer un error sin que se le atribuyesen unos motivos consciente o inconscientemente mal intencionados? Al fin y al cabo, él también cantaba, o, por lo menos, lo intentaba. ¿Qué hubiese ocurrido si yo le hubiera pedido que cantara? Vi a la mujer pequeña y vestida de negro, como piadosa catequista, alejándose entre la gente, camino de la puerta. ¿A santo de qué estaba allí? ¿Cuál era su función? Igual daba, por que, al fin y al cabo, se había portado bien conmigo, y yo sentía simpatía hacia ella.
Entonces, se me acercó Emma y me pidió que bailara con ella. Mientras nos dirigíamos hacia un lugar despejado, recordé la profecía del veterano, en el autobús. Pasé el brazo por la espalda de Emma y la acerqué a mí, como si todas las noches bailara con ella. En aquellos instantes, consideraba que tras haberme unido voluntariamente al grupo del hermano Jack, ya no podía permitirme mostrar sorpresa o inquietud ante ninguna situación, ni siquiera en situaciones nuevas, totalmente distintas a cuantas había vivido hasta el momento. Si no actuaba así, quizá me considerasen poco digno de la confianza que en mí habían depositado. Tenía la idea de que me creían capaz de realizar un trabajo para el que carecía de preparación, que me exigían llevar a cabo una tarea en la que no tenía experiencia alguna, salvo dentro del ámbito irreal de mi imaginación. Sin embargo, no era éste un fenómeno nuevo: los blancos parecían albergar siempre la creencia de que nosotros sabíamos aquello que ellos habían procurado por todos los medios ocultar a nuestro conocimiento. Era preciso que estuviera preparado para afrontar todas las eventualidades, como lo estaba mi abuelo cuando, al presentarse al examen previo al ejercicio del derecho de voto, recitó, como le habían pedido, íntegramente la Constitución de los Estados Unidos. Ante la perplejidad de la junta de exámenes, contestó todas las preguntas que le hicieron. De todos modos, tal como cabía esperar, le denegaron el derecho a votar... Pensé que la gente con quien estaba era muy distinta a los que formaban la junta que examinó a mi abuelo.
Faltaba poco para las cinco de la madrugada cuando llegué a casa de Mary, con muchos bailes y muchos bourbons a cuestas. Al entrar en el dormitorio, me sorprendió que la habitación no hubiese cambiado, que fuese la misma de la que había salido horas antes. Mary me había puesto sábanas limpias en la cama. Pobre Mary. Sentí una oleada de tristeza que me serenó. Al desnudarme observé que mis ropas estaban viejas y gastadas. Tendría que sustituirlas por otras. En realidad, ya les tocaba el relevo. Incluso del sombrero me desprendería; el color verde que tenía cuando lo compré se había tornado parduzco, recomido por el sol, como las hojas muertas por la nieve invernal. Mi nuevo nombre exigía un sombrero nuevo, un sombrero negro, con alas ribeteadas, un sombrero de banquero... o de solemne charlatán. Me eché a reír. Decidí dejar para el día siguiente el trabajo de hacer las maletas. Al fin y al cabo, tenía muy pocas cosas, lo cual quizá fuera una ventaja. Con poco equipaje se camina más aprisa y se llega más lejos.
El hermano Jack y sus amigos no perdían el tiempo. Entre Mary y la gente que me obligaba a abandonar su pensión mediaba un abismo. ¿Por qué razón la tarea que me permitiría realizar algunas de las cosas que Mary esperaba de mí, exigía que me apartara de ella? ¿Cómo sería el alojamiento que el hermano Jack me asignaría, y por qué no dejaba que fuese yo quien lo escogiera? No me parecía lógico que para llegar a ser un dirigente de Harlem tuviera que vivir en otro lugar. Y pese a todo, tenía la impresión de que así debía ser, y estaba dispuesto a confiar en el criterio del hermano Jack. El y sus amigos seguramente eran expertos en estas materias.
¿Hasta qué punto podía confiar en ellos, y en qué aspecto se diferenciaban de los protectores de la universidad? De todos modos, ya me había comprometido a unirme a ellos. Al recordar el dinero que me habían dado, pensé que despejaría estas interrogantes en el curso de mi colaboración. Eran billetes nuevos y crujientes. Me esforcé el imaginar la sorpresa de Mary cuando le pagara íntegramente cuanto le debía. Probablemente, no podría creerlo, pensaría que se trataba de una broma. Sin embargo, el dinero jamás pagaría su generosidad para conmigo. Y tampoco podría Mary comprender las razones que me obligaban a abandonar su casa, inmediatamente después de haber encontrado empleo. Si tenía éxito en mi nueva tarea, mi comportamiento ante Mary revestiría características de extremada ingratitud. Me faltaría valor para mirarla a la cara. A cambio de su generosidad jamás me pidió nada, salvo que llegara a ser lo que ella llamaba un "líder de nuestra raza". Un temblor sacudió mi cuerpo. Sería difícil decirle que abandonaba su casa. No quería pensar en ello, pero, al mismo tiempo, me decía que tampoco podía permitirme incurrir en actitudes sentimentales. Tal como dijo el hermano Jack, la historia tiene crueles exigencias. Era necesario plegarse a ellas si queríamos ser los dirigentes de nuestro tiempo y no las víctimas de la época. ¿Verdaderamente creía en lo que pensaba? Quizás había comenzado ya a pagar mi tributo a la historia. Además, reconocí que las gentes como Mary tenían muchas características que no me gustaban. Por ejemplo, casi nunca distinguían el límite que separa sus propias personalidades de las de uno Siempre hablaban y pensaban en plural, siempre se referían a "nosotros", mientras que mi punto de referencia era "yo". Esta diferencia me había planteado problemas incluso en mi familia. El hermano Jack y sus cofrades también se referían a "nosotros", pero su "nosotros" era mucho más amplio.
Bien, he aquí que tenía un nombre nuevo, y problemas también nuevos. Mejor sería olvidarme de mi viejo nombre y mis viejos problemas. Quizá lo más adecuado sería no ver a Mary, meter el dinero en un sobre y dejarlo en la mesa de la cocina. Adormecido, me repetí que éste sería el mejor método. Así no tendría que enfrentarme con ella y luchar con emociones y palabras confusas, contradictorias... Pensé que las gentes con quienes me había reunido aquella noche parecían estar dotadas de la facultad de expresar con claridad y dureza lo que pensaban y lo que querían. También debía aprender a hablar así. Di media vuelta en la cama, y los muelles del colchón gimieron. En el dormitorio hacía frío. Presté atención a los sonidos nocturnos del interior de la casa. El tic-tac del reloj sonaba con inútil prisa, como si pretendiera mantenerse al paso del correr del tiempo. Fuera, en la calle, oí el largo gemido de una sirena.